LAZAMBORDA, EL CONSTRUCTOR DE CAÑONES
POR este tiempo no se daba ya permiso para salir de Morella a nadie. Algunos paisanos se fugaron de noche, descolgándose con cuerdas por las fortificaciones.
A pesar del estrecho bloqueo de la ciudad, había gente que entraba y salía de Morella, pasando por entre las líneas de los sitiadores. Aunque no todos los caminos y veredas pudieran estar ocupados, la empresa tenía que ser muy difícil.
La guarnición de Morella había quedado compuesta por tres regimientos aragoneses y cuatro compañías sueltas de miñones. Por las calles, a los soldados se les oía hablar más en castellano que en catalán o valenciano. Yo seguía en mi casa; tenía gran amistad con Marieta; la ayudaba como podía y cuidaba de la niña, cuya enfermedad se prolongaba y me daba muy mala espina.
El padre Llorens, Escorihuela y otros frailes y curas recorrían diariamente los baluartes y murallas, y se dedicaban a entusiasmar con sus discursos a los soldados. Los tenían exaltados, enardecidos, dispuestos a morir en la lucha.
Por entonces conocí yo a un vasco, Ignacio Lazamborda, que había trabajado en unas forjas de la Cenia fundiendo campanas de bronce de las iglesias y haciendo cañones.
Este vasco construyó las piezas de artillería, de varios tamaños, que mandó colocar Cabrera en Cantavieja. El vasco aseguraba sin rebozo que no era carlista. No sentía ninguna simpatía por Cabrera.
—Es un mentiroso, charlatán —solía decir—; no hace más que hablar y decir mentiras.
Según me dijo Lazamborda, estuvo a punto de pasarse a los liberales, en la época de Oráa.
—Si lo saben le van a dar a usted un disgusto —le advertí.
—¡Bah!
Al oírle hablar de esta manera, le tanteé con prudencia y le dije si podría presentarme a algunos oficiales de la guarnición, sobre todo a los forasteros.
Me llevó al castillo; me mostró los subterráneos, convertidos en almacenes, y un pozo de gran profundidad, que llegaba, según se decía, hasta el nivel del pueblo. Al llegar a un cuarto de oficiales, hice el signo de reconocimiento de la masonería y encontré tres masones; les hablé:
—La plaza está perdida —les dije—; Cabrera ha llevado todo su dinero a Francia; lo mejor que pueden ustedes hacer es pasarse al enemigo.
Se quedaron asombrados al oírme hablar así. No creían que la situación fuera tan mala.
Dos de ellos, los coroneles Quirós y Salinas, pocos días después se marcharon al campo de Espartero. Salieron de Morella con el pretexto de salvar a la hermana de uno de ellos de los horrores del sitio y se pasaron al enemigo. El tercero, a quien convencí de que yo contaba con informes secretos de los dos bandos, me dijo:
—Yo voy a esperar. Si tiene usted datos de que la situación se hace desesperada, avíseme usted.
—Muy bien.
Quedamos de acuerdo en que si llegaba la ocasión, yo haría una señal en mi casa. Le indiqué cuál era esta, y le dije que, si venía el momento peligroso, colocaría en el balcón de en medio, que daba a la calle de la Virgen, sobre la barandilla, como puestas a secar, dos toallas blancas, y en medio, una chaqueta negra.
El día 19 de mayo se dijo entre la gente que se veían desde las murallas las fuerzas liberales; don Diego León estaba en la ermita de San Marcos; otras muchas tropas se iban acercando a la ciudad.
El 20 hubo una gran nevada de más de cuarta y media y un frío terrible. Se encontraron medio helados, enfermos de congestiones y de bronquitis algunos centinelas y soldados de la guardia.
Aquel día la caballería cristina se estableció entre la Pobleta, Herbés y Peñarroya.
El día 21 se desencadenó un gran temporal de agua y viento.
El vasco Lazamborda, el constructor de cañones, estuvo en mi casa, hablando. Era un hombre fuerte, de cejas muy salientes y ojos hundidos. Usaba bigote grande y caído. Tenía, al andar, un movimiento como de barco.
Lazamborda se expresaba confusamente; tenía la costumbre al hablar de morderse el dedo pulgar de la mano derecha. Era el lugarteniente, para cuestiones técnicas, de otro vasco, del coronel Alzaga.
Le preocupaban a Lazamborda, sobre todo, las cuestiones de construcción de las defensas; pero, en cambio, la causa política no le interesaba nada. Hablamos mucho. Yo le pregunté si creía que a Espartero le sucedería como a Oráa, que fracasó en el ataque de Morella.
—No, no creo —contestó él—; las circunstancias son muy distintas. Oráa tenía pocas fuerzas, y estas mal equipadas; el ejército carlista de entonces estaba en su mayor auge. Espartero trae mucha gente, y el Norte está pacificado después del Convenio de Vergara. Ya no hay posibilidad de reaccionar en las provincias.
—Así, ¿que usted cree que Espartero tomará la plaza?
—Yo creo que sí.
Hablamos luego del valor que tenía el fuerte de San Pedro Mártir.
Lazamborda tampoco creía en él.
—Al principio —me dijo—, el barón de Rahden comenzó a fortificar el alto de San Pedro Mártir, en agosto del año anterior, y pensaba hacer un baluarte bueno; pero el barón prusiano, cuando fue herido en el sitio de Montalbán, pidió permiso a Cabrera para marcharse a su país a restablecerse de sus heridas y no volvió.
—¿Y no se ha seguido la fortificación?
—No. A Rahden le sustituyó mi jefe, el teniente coronel de cazadores don Juan José Alzaga, que vino con gran actividad a seguir los trabajos de fortificación de San Pedro Mártir. Pero ¿dónde está el dinero? ¿Dónde están los cañones?
—Así, ¿que esto vale poco?
—Nada.
Como a Lazamborda le gustaba hablar y tomar una copa, yo compré una botella de aguardiente y otra de ron, que se vendían muy caras; las llevé a mi cuarto y solíamos beber un trago al lado del fuego.
El día 22 de mayo hubo en Morella un ventarrón frío y la gente estuvo metida en casa, no se oyó cañoneo en las inmediaciones del pueblo. El 23 comenzaron los liberales a bombardear el fuerte de San Pedro Mártir. Se contó entre la gente que unas compañías carlistas del batallón de Valencia hicieron retroceder a los cristinos y se celebró esto como una gran victoria para animar el espíritu de los morellanos.
Le pregunté qué había de cierto en ello a Lazamborda y me contestó:
—¡Bah! Eso no significa nada.
El día 24 siguió el cañoneo desde la mañana y el gobernador Peret del Ríu hizo una salida con un regimiento de miñones. Vimos desde la muralla cómo avanzaban y retrocedían los soldados, pero no nos dimos cuenta de quién llevaba la mejor parte en la acción. Se vio que corrían por el campo los pelotones de caballería y brillaban los sables y las puntas de las lanzas al sol. El resultado del encuentro no pareció muy claro. Lo peor para los carlistas fue que algunos soldados del fuerte de San Pedro Mártir se pasaron a Espartero.
«El fuerte no tendrá más remedio que rendirse», me dijo Lazamborda.
El día 25 por la madrugada se oyó un terrible cañoneo hacia San Pedro Mártir y una gran algarabía en las primeras horas de la tarde.
El fuerte se había rendido. Espartero mandó a un oficial ex carlista de los convenidos en Vergara como parlamentario y este oficial fue quien persuadió a los del fuerte a que se rindieran.
Al saberlo, puse en el balcón central de la calle de la Virgen las dos toallas blancas y la chaqueta negra como señal y al día siguiente un comandante y dos tenientes se descolgaron por la muralla y se pasaron a los liberales.
Peret del Riu, Castilla y sus ayudantes recorrían las calles para animar el espíritu de la ciudad. Iban con ellos varios curas y frailes, entre ellos Llorens y Escorihuela.
Se ponían a perorar en las esquinas y en lo alto de las barricadas y llegaban a entusiasmar a los soldados.
Lazamborda indiferente decía: «¡Bah!, todo eso no sirve para nada».
Había comenzado el bombardeo del pueblo y del castillo. Venían por el aire las bombas, despacio; metían estas un ruido como el graznido de un cuervo. La gente las llamaba las grullas.
En general los cristinos disparaban contra el castillo y las fortificaciones, pero algunas bombas caían en las casas y atravesaban el tejado y los suelos, y reventaban o quedaban en el piso bajo.
Por consejo de Lazamborda, Marieta, el tío Sento y yo pusimos colchones en los balcones y ventanas y una capa espesa de hierba, paja y ramaje en el suelo de la guardilla, para que si caía una granada no atravesara los techos y traspasara la casa.
La población creía o aparentaba creer que de un momento a otro aparecería Cabrera.
«Dentro de poco está aquí don Ramón —se decía—. ¡Va a venir Cabrera! ¡Va a venir Cabrera!, no hay que apurarse.»
La gente del pueblo tenía una credulidad ciega; no había modo de sugerirles una duda, yo supuse que mientras no sufrieran algún descalabro serio, guardarían aquella confianza ilimitada en Cabrera y su ejército.
Mientras tanto, había, pues, que esperar. Creían en las palabras como en algo sagrado.
«Ya lo ha dicho Cabrera: si atacan Morella, él vendrá a salvarla.»
Daban ganas de preguntar, y yo lo hubiera hecho de no existir el peligro: «¿Es que todo lo asegurado por Cabrera se ha realizado?».
Y ellos hubiesen contestado, no; pero después hubiesen afirmado que no, era igual que sí.
Lazamborda y Alzaga, su jefe, no tenían confianza y se encogían de hombros ante las ilusiones de la gente. Alzaga decidió trazar una nueva línea de trincheras. Lazamborda era su lugarteniente y tenía a sus órdenes varios pelotones de soldados de ingeniería y de miñones.
Después de sus trabajos, Alzaga y Lazamborda venían a casa y charlábamos al lado del fuego. Alzaga me dijo que indudablemente en el Maestrazgo se podía sostener la guerra mucho tiempo; pero si Espartero traía, como se decía, tanta gente, la resistencia sería difícil en Morella.