V

LOS CABECILLAS DE LEVANTE

A principio de mayo estuvo Cabrera en Morella; yo no quería ir a verle para no demostrar una curiosidad indiscreta, pero Llorens y Escorihuela me instaron repetidas veces a acompañarles y entonces por no pasar plaza de indiferente por el carlismo, marché con ellos.

Fuimos al fuerte de San Pedro Mártir y esperamos allí la llegada del caudillo.

Cabrera tenía un aire alelado y abotagado, estaba verde, con los ojos, en otro tiempo brillantes, apagados y tristes. Nos dijeron que con el caudillo iba Llagostera, hombre con cara de clérigo cariacontecido.

Cabrera inspeccionó el fuerte de San Pedro Mártir.

Marchó con el comendante Alzaga y el estado mayor y dijo tartamudeando más que de ordinario:

—Aquí… que… dará Espar… partero sepultado con to… da su gente.

Yo no vi allí nada que pudiera legitimar esta afirmación.

Cabrera, al dejar el fuerte, estaba tan débil y cansado que no podía subir a caballo y le tuvieron que poner sobre una mesa para que montara.

Después entró en Morella y fue todo el pueblo a saludarlo.

Cabrera se acercó al grupo en que estábamos Llorens, Escorihuela y yo con su aire triste y cansado y nos dio la mano.

—Este señor —dijo Llorens refiriéndose a mí— es amigo.

—Lo conozco —contestó Cabrera rotundamente. Sin duda se había confundido con algún otro.

—¿Así que le conocía usted a Cabrera? —me preguntaron después.

—Sí —dije yo.

—¿De dónde?

—Del norte, donde le vi un momento. Esto me dio más prestigio. Después Cabrera eligió el cuerpo de miñones para la defensa del castillo, consultó con los oficiales y de acuerdo con ellos nombró gobernador de la plaza de Morella a don Pedro Beltrán (Peret del Riu) y como teniente del rey a don Leandro Castilla. Luego, arengó a los suyos diciéndoles que si la plaza se veía en peligro vendría inmediatamente a socorrerla y se marchó de Morella el día 11 al mediodía para no volver.

La gente quedó mal impresionada con el aspecto de su jefe. Escorihuela se atrevió a decir que Cabrera con su traje de general parecía una figura de cera o un pelele lleno de paja. El señor Llorens contó cómo le había visto por primera vez con traje de campaña, casaca y pantalón azul, zamarra de piel negra sobre la casaca, capa de caballería roja y boina blanca con borla. Estaba entonces en plena juventud y en pleno brío. En cambio ahora le veía enfermo y sin fuerzas.

Escorihuela, que notó que yo no sentía un gran entusiasmo por Cabrera, hizo un retrato no sé si exacto, pero un tanto recargado, del caudillo.

Para él, era cruel, vanidoso, amigo de hacer efecto, maquiavélico, soberbio, muy preocupado con su fama y su figura histórica. Egoísta, de un egoísmo frenético, no quería a nadie. Creía solamente en la gloria militar, para él la única. No le interesaba la causa carlista, sino la elevación propia.

Quizá sentía cierta sensación de humillación antigua como los judíos, lo que les hace ávidos de poder. Las decisiones de Cabrera parecían muy espontáneas, pero eran siempre muy meditadas.

Para él la vida debía ser como una comedia, el ideal consistía en representar el papel bien.

Conocía a gente, y la estudiaba con mucha atención porque en el fondo la temía. Había tenido siempre la preocupación de los posibles rivales. A unos, como al Serrador y a Forcadell, los pudo dominar; de otros, como Carnicer, se desembarazó por la traición; de algunos, como Quílez, le había librado una bala enemiga.

Cabrera era hombre en quien no se podía fiar; varias veces, tras de convidar a una persona y de tratarle como a un amigo, le mandaba fusilar.

Después de estas confidencias, Escorihuela me pidió que no hablara a nadie de sus opiniones.

Yo le tranquilicé. En el pueblo se esperaba mucho de la imaginación y de las tretas de Cabrera para salvar la plaza. No se quería tener en cuenta que el espíritu, la disciplina y los medios de las tropas liberales habían cambiado. Ya no era el ejército hambriento, sin recursos, mandado por Oraá. Los isabelinos estaban magníficamente equipados y pertrechados.

Por otra parte, los pueblos liberales, preparados para la defensa y para posibles sorpresas, se hallaban dispuestos a sucumbir antes de entregarse. Ya las sorpresas comenzaban a ser difíciles. En 1834, Cabrera disfrazó a sus soldados con uniformes de prisioneros de la Reina, y entró en Villafranca del Cid, cerca de Benasal. Invitó a los vecinos a salir, a perseguir a la facción y después los cogió, los desarmó y les hizo prisioneros.

Por entonces ya no se podían realizar tales cosas; los que las realizaban eran Zurbano y los demás jefes de Espartero.

Como he dicho, Cabrera nos dejó de gobernador de la plaza a don Pedro Beltrán (Peret del Riu).

Fui a visitarle con Llorens y Escorihuela, pero no nos hizo mucho caso. Dijo, mirándome a mí, que no se le viniera a hablar de cuentas o de facturas. Tenía bastante con preparar la defensa del pueblo. Peret del Riu era hombre sombrío, de mirada dura y penetrante, de tez muy morena, casi de mulato.

Peret del Riu nació, por lo que me dijeron, en las inmediaciones de Ulldecona, en un tejar. En su juventud vivió como cazador furtivo; en 1822 se unió a Forcadell y a Tallada y fue ordenanza de Chambó, el jefe principal de los absolutistas de Ulldecona.

Peret en el transcurso de la guerra escoltó a Cabrera con cuarenta caballos hasta el cuartel general de don Carlos, atravesando Aragón y Navarra en viaje de ida y vuelta. Desde entonces Cabrera le tenía en gran estima.

Era el hombre sañudo y violento. Algunos le llamaban don Pedro el Cruel. A veces, por lo que dijeron, cuando bebía de más se reía a carcajadas y recordaba las aventuras de su juventud entre arrieros y mozas de mesones. Don Leandro Castilla, a quien también visitamos, era hombre más fino y de conversación más amable.

Casi todos los principales carlistas valencianos procedían del Maestrazgo y de las tierras próximas; muchos, la mayoría eran de Ulldecona. Estos últimos habían salido a campear al arrimo de Chambó, el cabecilla realista de 1822 que llegó a mariscal de campo y que no quiso tomar parte en la guerra carlista. Casi todos ellos eran labradores e hijos de familias pobres.

Forcadell, a quien llamaban Pebreroig (pimiento colorado) por su cara roja, era de Ulldecona, hijo de míseros labradores; Miralles (el Serrador) nació en Villafranca, cerca de Morella. Su padre, dueño de una venta, vivía muy pobremente. Él, de mozo, desertó, y se dedicó a merodear en el campo, hecho un salvaje, serrando madera y vendiendo ceniza para las fábricas de jabón. Quemaba la leña que encontraba en el monte, fuese de quien fuese, y recogía la ceniza.

Peret del Ríu había sido tejero; Barrera o Vareda, llamado la Coba, nacido en Benasal, cortijero; el Rojo de Nogueruelas, de Cortes de Arenoso, esquilador; Tallada, de Ulldecona, jornalero del campo.

El Fraile de Esperanza, que no era fraile, y Pepe Lama, el uno de Liria y el otro de Segorbe, eran hijos de labradores.

Perciva, de Alcalá de Chisvert, podía considerarse como aristócrata por ser hijo de un médico de pueblo.

Chambonet, sobrino de Chambó, y Viscarró, llamado también Pa Sech, eran los dos de Ulldecona y labradores; el Jalbegado (Pascual Navarro), de Puebla de Arenoso, peón de campo. Francisco Gómez, el Cedacero, de Barracas, hacía, además de cedazos, sainetes y argumentos de baile para los pueblos. La Bella (Villanueva) era de Olba y de oficio cañamero. José Badía y Miguel Julve, de Cortes de Arenoso y de Cirat, el uno era albañil y el otro carnicero.

Aquellos hombres de oficios oscuros y humildes, la mayoría poco creyentes, guerreaban por la religión y por el rey legítimo.

Era curioso y en parte cómico el que estos plebeyos sanos, crueles, violentos, sanguinarios, acostumbrados a una vida de salvaje, salieran al campo a defender la legitimidad de un heredero de Luis XIV, de un Borbón que como todos ellos llevaba el espíritu y el gusto de los pequeños Trianón, de las pelucas, de las pomadas, de los cosméticos, de los miñones, de las favoritas, de los tacones rojos y de los polvos de arroz.

Con el acompañamiento de Llorens y de Escorihuela, me decidí a meterme por todas partes. Morella, pueblo triste, en su roca amarillenta y con su gran castillo estaba en aquellos días de la guerra y en expectativa de sitio, más triste aún. Las calles estrechas, con grandes cuestas y algunas con escalones, se veían cerradas con barricadas de piedras e interrumpidas con zanjas y trincheras.

Muchas casas se veían cerradas. Por la mañana y al anochecer sonaba el ruido de las campanas. Las águilas pasaban por el cielo como si sintieran curiosidad por ver qué ocurría en aquel pueblo amurallado y silencioso.

Al anochecer, grupos de aldeanos se reunían en los arcos del mercado a comentar las noticias. Con el padre Llorens y Escorihuela di la vuelta al pueblo por fuera de las murallas y pasamos por cerca del acueducto antiguo, con arcos góticos, amarillos y rotos, en donde los sitiados tenían centinelas. Estuvimos también en el castillo.

Había en él algunos manantiales y depósitos de agua. Me mostraron como curiosidad un calabozo que decían que se inundaba y ahogaba al encerrado dentro. Este calabozo tenía en medio una especie de estanque con una cornisa alrededor.

En compañía de aquellos clérigos me sentía tranquilo y notaba que no producía sospechas. Mientras tanto, esperaba por si llegaba el momento de actuar. Había ya muchos indicios de que la partida presentaba mal cariz para los carlistas.

La toma de Segura había sido una gran desilusión. Se afirmaba que Cabrera había dicho:

—Segura será siempre segura o de Ramón Cabrera sepultura.

Sin embargo, la tomaron los liberales y no fue sepultura de Cabrera, quien ni siquiera marchó en auxilio.

La junta de gobierno carlista pasó a instalarse en Corbera, cerca de Gandesa, presagio de la pérdida de Morella y del intento de retirarse al Ebro.

Después de la toma de Aliaga por los cristinos, los carlistas llevaron a Morella el batallón de Guías de Aragón, restos del 6.° y 7.°, que Zurbano había batido en Pitarque, y doscientos voluntarios realistas, para que en unión de los del pueblo, trabajaran en la defensa.

Se dijo que Espartero se acercaba ya a Morella; Ayerve estaba en Cinctorres, a hora y media de la plaza; Zurbano, en el Forcall; don Diego León, en Monroyo, y Puig Samper, entre Luco y Bordón.

Se iban estrechando las líneas. Aspiroz había tomado Alpuente. El 11 de mayo los carlistas abandonaron Cantavieja, incendiaron parte del pueblo y volaron el almacén de pólvora del castillo. Hacia la mitad de mayo, O’Donnell entró en Cantavieja; de aquí se dirigió, por la Iglesuela del Cid, a Ares del Maestre, y de Ares del Maestre, por Catí, a San Mateo. El 17 entraron los cristinos en San Mateo.

Los carlistas abandonaron Benicarló y al mismo tiempo Alcaraz y Ulldecona, refugiándose en las proximidades de la Cenia y Rosell.

O’Donnell pasó a Ulldecona, y allí cerca, en la Cenia, se dio la última batalla campal importante de esta guerra entre Cabrera y O’Donnell, que concluyó con la retirada de Cabrera.