IV

LOS CANÓNIGOS

YO no pensaba realizar ninguna maniobra imprudente, mientras no contara con algunas amistades y algún apoyo en el pueblo. Mi táctica sería la lentitud.

El apoyo esperado llegó pronto. A la semana de vivir en Morella, apareció en la cocina de la casa de mi patrón Llisterri, un canónigo tortosino. Se supuso si vendría a traer alguna comunicación de la Junta carlista.

Era el canónigo hombre flaco, cetrino, de pelo lanudo y muy blanco. Alternaba en su conversación el castellano y el catalán. Sacaba de cuando en cuando una tabaquera muy pequeña de un bolsillo de la sotana, se acercaba los dedos llenos de rapé a las ventanas de la nariz y no estornudaba. Le miraba a uno como diciendo: «Usted supone que voy a estornudar, pues no hay tal cosa, está usted en un error profundo».

Hablé varias veces con él. Lo primero que me preguntó es de dónde tenía la medallita de la Virgen del Carmen, que me había dado en la diligencia el señor estrafalario. Le conté una historia falsa, de un obispo italiano a quien había conocido en Valencia. Como le llamaba la atención la medalla, se la regalé. Con esto me gané sus simpatías. Después hablamos, naturalmente, de la guerra.

—Si tiene usted algo que cobrar del ejército —me dijo— lo cobrará usted, pero no se apresure, porque el momento no es el más a propósito para reclamaciones.

Yo me hice el hombre asustado.

El canónigo se llamaba don Jaime Llorens y tenía influencia en el carlismo. Cuando le pregunté si no temían que el general Espartero se apoderase de Morella, me contestó:

—Espartero y su ejército se estrellarán aquí.

—¿Cree usted?

—Esto es inexpugnable.

—¿Pero los víveres?

—Los tenemos.

—¿Y el agua?

—También tenemos agua.

—Es raro que en esta roca pueda haber agua.

—Pues la hay.

Efectivamente, había algunos manantiales dentro del cerro de Morella, pero no bastaban para la ciudad y mucho menos para el pueblo ocupado por una guarnición numerosa.

—Además —aseguró el canónigo— antes de que se agoten los víveres y el agua, la plaza será socorrida por Cabrera.

Hablé después de la misma cuestión con el amo de la casa. Según él, con la zona de Morella podía vivir el pueblo; los alrededores eran extensos y producían trigo y otros cereales. Cerca de Morella estaba la vega de Moll, que tenía campos fértiles con muchos manantiales y fuentes. A pesar de lo que decía mi patrón, estos campos no debían ser tan fértiles, porque se dejaban las tierras un año en barbecho. Llisterri aseguró que había una gran provisión de víveres en la ciudad.

Al día siguiente, el señor Llorens me dejó varios números del bisemanario carlista publicado en Morella con el título de Boletín del Ejército Real de Aragón, Valencia y Murcia.

Los leí para enterarme de lo ocurrido en el pueblo y saqué noticias para mí importantes.

Alternaba la lectura del Boletín carlista y de mi libro de Diógenes Laercio con las conversaciones con Marieta y con el cuidado de la niña.

Esta no se ponía buena. Debía tener el tifus. Se le pasaba la fiebre por la mañana pero le volvía por la tarde y por la noche. Avanzaban los días y la calentura era cada vez más alta y el estado general más decaído. Yo me dedicaba a escuchar con gran atención al señor Llorens, un tanto pedante.

El señor Llorens sabía algo de arqueología; me explicó cómo eran góticas las dos puertas de la iglesia arciprestal, y cómo se conocía este estilo. A mí me gustaba más la puerta de las Vírgenes que la de los Apóstoles, y encontraba que las diez figuras de los lados y la de en medio tenían aire de mujeres francesas o alemanas. Después, cuando me he enterado de la procedencia centro-europea del arte gótico, he comprendido el porqué de este carácter.

Unos días después de Llorens se hospedó en la casa otro cura, el padre Escorihuela. Este venía de Cantavieja y era también carlista fanático. Se habló largo y tendido en la cocina de la casa, mientras Marieta y yo atendíamos a la niña enferma.

—Hay que extremar la vigilancia —decía Llorens con el asentimiento de Escorihuela—. Si hay traidores que quieran entregar el pueblo a las tropas de Espartero se les debe fusilar inmediatamente, como los cristinos fusilaron en 1836, por sentencia de Borso de Carminati, a los carlistas que quisieron entregar la plaza a Cabrera.

A nombre de la Constitución o a nombre de Nuestro Señor Jesucristo se cometían las mismas atrocidades.

Hicieron varias veces entre Llorens y Escorihuela un cómputo de los triunfos, derrotas y barbaridades de cristinos y carlistas. Se habló del fusilamiento de la madre de Cabrera, de las cinco mujeres de oficiales cristinos que fusiló Cabrera en represalias; de las crueldades de Borso, Nogueras, el Serrador, Forcadell y Llagostera. Naturalmente, los carlistas salían siempre mejor librados. De Oraá, Aspiroz, Espartero y O’Donnell no se tenía mala idea; pero todos quedaron achicados, anonadados, ante el genio militar de Cabrera.

Llorens recordaba que Cabrera había dicho, cuando sus enemigos de dentro del carlismo le reprochaban su vida libertina: «Yo no soy santo, pero hago milagros».

Llorens, como tortosino, se mostraba entusiasta frenético de Cabrera, a quien llamaba el gran Macabeo de los españoles y el ángel de la guarda de los carlistas.

Cabrera era un verdadero jefe, tenía prestigio, y los primeros éxitos, al fascinarle a él, le dieron una confianza en su estrella que servía para fascinar a los demás. Ya llegado a aquella altura, ni los desastres podían acabar con la fe de sus partidarios. Por eso más que a la derrota temía al rival.

Escorihuela, aragonés, elogiaba a Juan Cabañero, a Carnicer y a Quílez. Cabrera parecía el hombre predestinado, el hombre de la suerte; todos los rivales peligrosos desaparecían ante él.

Escorihuela, en la intimidad, se mostraba entusiasta de los carlistas aragoneses; la teatralidad de Cabrera le molestaba.

Quílez había escrito una proclama contra Cabrera llamándole asesino, militar cobarde y deshonor de los carlistas, y protestando de que un catalán mandara a jefes aragoneses.

Algunos pensaron si la proclama sería falsa, pero de todas maneras era cierto que no existía buena amistad entre los carlistas catalanes y los aragoneses.

Los aragoneses pensaban que todas las prebendas las reservaba Cabrera para sus paisanos los catalanes de Tortosa y de las inmediaciones, en cambio para los valencianos y, sobre todo, para los aragoneses, no quedaban más que los huesos.

A Carnicer, a Quílez y a Cabañero, Cabrera se las había jugado de puño. A Ibáñez le fusiló en Morella sin formación de causa y a Añón, Marconell y Espinosa los apartó y los relegó al fondo de Aragón donde no tenían probabilidad de lucirse. Quílez, rival de Cabrera, había muerto en la acción del Villar de los Naranjos, dejando al afortunado tortosino en libertad de hacer lo que quisiera. A los que no morían en las batallas, Cabrera se encargaba de denunciarlos, como hizo con Carnicer…

Al oír al cura Escorihuela, pensé que quizá con el tiempo me sirviera para mis trabajos de espionaje.

Según el señor Llorens, Cabrera no quería explotar los pueblos en donde ejercía su dominio. Sus rapiñas se hacían en las tierras de los alrededores. Así tenía a las comarcas dominadas contentas.