EL VIAJE
COMO la Carrillo y el general me habían denunciado a los franciscanos, jovellanistas, carlistas y carbonarios, nuestro Poncio pensó en utilizar mis servicios donde no me conocieran. Decidimos que marchara de Madrid a Levante, porque la guerra en el norte había concluido.
Estuvo por entonces en Madrid un tal don Cayo Benlloch, antiguo secretario de ayuntamiento en varios pueblos de Levante, venido a la corte a ofrecerse al gobierno en vista de que los asuntos del carlismo marchaban mal.
El Zamorano le preguntó si podría llevarme a Morella, pueblo que iba a ser el centro de la lucha militar entre liberales y carlistas, y que probablemente, sería punto sitiado por las tropas cristinas.
Allí, en Morella, podría trabajar contra los carlistas y contra Espartero. No había necesidad de hacer planos de las fortificaciones, porque el ejército liberal las conocía muy bien.
Don Cayo, dijo que sí, que para él era fácil llevarme a Morella.
Quedamos de acuerdo en que me escribiría a Valencia, a la Lista de Correos; yo me reuniría con él en San Mateo, y don Cayo me acompañaría de San Mateo a Morella.
Estaría yo en esta plaza el tiempo necesario, asistiría si podía a los combates que hubiera, trabajaría a favor de los liberales, provocaría la deserción de los carlistas y espiaría a los esparteristas para averiguar sus intenciones.
—¿Y no tendrá usted miedo? —me preguntó el Zamorano.
—Creo que no.
Era como meterse en la boca del lobo. Coloqué mi dinero en un Banco de Madrid para que me lo girasen donde yo indicara, di algo a mi mujer, le saqué lo que pude a nuestro Poncio, y con mis documentos en regla, tomé el camino de Levante un día de a mediados de abril.
En la diligencia, me encontré con un tipo alto, delgado, estrafalario, vestido como un lechuguino, de manera afectada. Este tipo llevaba un monóculo en el ojo izquierdo, con un cordón dorado sujeto a la oreja. Iba afeitado, tenía el aire un tanto femenino, la nariz respingona, hacía unos gestos de desfallecimiento amadamados. Llevaba una condecoración en la solapa y las manos llenas de sortijas.
Con este hombre estrafalario marchaba un fraile capuchino con larga barba negra, de aire misterioso y sombrío.
El tipo estrafalario me comenzó a hablar y yo le seguí la conversación. Me preguntó qué leía, y le enseñé el libro de Diógenes Laercio, y movió la cabeza como dando a entender que no le parecía buena lectura. Me dijo que iba a Valencia, donde pensaba embarcarse para Nápoles, y marchar después a Jerusalén.
—¿No ha estado usted en Jerusalén? —me dijo.
—Yo no.
—Yo he estado tres veces. ¿Pero en Roma sí habrá usted estado?
—Tampoco.
—¿Y por qué?
—Porque no tengo dinero para ello.
—Pero esto es lo más interesante para un católico: Jerusalén y Roma.
—Quizá, yo no he tenido dinero para esas cosas. No quise decirle que el ser o no católico me tenía un tanto sin cuidado.
El hombre comenzó a sacar reliquias de todos los bolsillos, y a explicarme después qué eran las condecoraciones que llevaba. Me enseñó cruces, medallas, anillos y una porción de cosas. Luego, con gran misterio, me mostró una cajita de plata, que tenía dentro una pastilla de cera envuelta en un papel.
—¿Y eso qué es?, le pregunté yo.
—Es un agnusdei.
Al decir esto hizo con la pastilla la señal de la cruz y la besó devotamente.
Luego me mostró el agnusdei, un círculo de cera. En el anverso, impreso como en una medalla, había un cordero místico con una bandera con su cruz. El cordero estaba sobre un libro, el de los Siete Sellos según me dijo el señor raro, y alrededor de la cabeza tenía un nimbo; en el reverso se veían las armas del pontífice.
En el papel que acompañaba al medallón, se hablaba de las virtudes del agnusdei.
El señor me hizo leer el papel, y me dijo que el papa bendecía los agnusdei en el principio de su pontificado, y luego cada siete años in albis, el primer domingo después de Pascua.
Seguimos hablando el señor estrafalario y yo. Yo le miraba y pensaba: «¿Qué será este hombre?».
Por más que le tanteé, para ver si sacaba en limpio su profesión no lo pude averiguar. Únicamente me dijo que llevaba el encargo de proporcionar reliquias a familias muy encopetadas, y me dio a entender que entre ellas estaba la familia real. Me dijo también que había sido amigo y secretario del marqués de Lagrúa, y que había conferenciado varias veces con María Cristina.
Después me contó, con una mezcla de candidez y de hipocresía, cómo había conseguido nombrar obispo a un amigo suyo, hombre inteligente, sabio y ambicioso. Este amigo, antiguo secretario del padre Cirilo de la Alameda, era de clase pobre, hijo de un tabernero de un pueblo de Santander. No se sabe por qué, añadió el señor extraño, los hijos de los taberneros son siempre muy revoltosos y turbulentos.
El amigo suyo estaba postergado a pesar de su cultura y de ser un buen predicador, cuando lo encontró en Madrid ya desilusionado. Tenía la protección de un palaciego, pero este no le favorecía enérgicamente.
Había dos obispados vacantes por entonces; uno el de una capital de importancia y el otro el de prior de las Ordenes Militares con categoría de obispo.
Para ser obispo de la ciudad importante era indispensable haberlo sido anteriormente de otra diócesis; para ser prior de las Ordenes Militares se necesitaba tener una ejecutoria de nobleza.
Ni a una cosa ni a otra podía aspirar el amigo; no había sido obispo y no tenía ejecutoria de nobleza. Para inventarla, para fabricarla, necesitaba tiempo.
Entonces el hombre de la diligencia intervino, según dijo, en el asunto; visitó a la Reina y consiguió que nombraran a su amigo prior interino de las Ordenes Militares e inmediatamente después hizo que le trasladaran al obispado de la ciudad importante, al cual podía aspirar por haber ocupado ya un cargo de categoría de obispo.
El señor estrafalario aseguró que burlar la ley con buenas intenciones era conveniente. Su amigo el obispo cumplía muy bien la misión y llevaba el camino de ser nombrado arzobispo.
Al llegar a Valencia, nos despedimos el señor raro y yo y me dio una medallita de la Virgen del Carmen para que me la pusiera en la solapa.
Estuve quince días en Valencia esperando la carta de don Cayo, y cuando la recibí me embarqué en el falucho la Virgen del Grao, mandado por su patrón José Catalá, y fui a Vinaroz y de Vinaroz en una tartana a San Mateo.
Aquí me reuní con don Cayo, quien me dio una porción de datos con el objeto de poder influir y catequizar a algunos oficiales carlistas. Quedamos de acuerdo en que yo me presentara en Morella como comisionista de una casa de licores de Valencia. Diría en tiendas y almacenes que les iba a ofrecer diversos géneros en muy buenas condiciones cuando desapareciese el peligro del bloqueo de la ciudad.
Don Cayo me dio una lista de precios de artículos y el nombre y los catálogos de la casa valenciana que yo iba a representar falsamente.
Don Cayo y yo, cada uno con una mula, penetramos en el Maestrazgo. La verdad es que no parecía que se estaba en guerra.
Los caminos se hallaban intransitables; no se veían apenas soldados y se trabajaba en el campo.
Cruzamos filas liberales y carlistas sin grandes obstáculos. Llegamos a Morella y don Cayo me dejó instalado en una casa próxima a la iglesia mayor, en la calle de la Virgen. Don Cayo se marchó al día siguiente a Mirambel, pueblo cercano, aunque ya en el reino de Aragón.
El Maestrazgo es una comarca aislada, en realidad independiente de Valencia y de Aragón; es como una plataforma alta, erizada de montes como conos truncados, verdaderos castillos naturales, limitada por los antiguos reinos de Cataluña, Aragón y Valencia, y extendida hasta el Mediterráneo.
Este macizo montañoso forma un polígono de montes y de cerros elevados, casi todos áridos, y de algunas llanuras fértiles y templadas inclinadas hacia el mar. Todo el territorio perteneció, según parece, antiguamente a la orden militar de Montesa.
Los altos del Maestrazgo, están truncados en su cima, y presentan en ella una meseta horizontal. A tales montes se les llama en el país muelas.
Estas montañas truncadas, aisladas unas de otras, tienen entre sus bordes y anfractuosidades, cornisas con veredas, que se comunican y pasan por encima de precipicios profundos.
Las muelas ofrecen paredes cortadas a pico inescalables y sus veredas no pueden permitir el paso a tropas numerosas.
Este sistema de montes, levantados en escalones, forma un verdadero laberinto, difícil de conocer, y permite a una partida el acercarse al mar sin gran peligro, el invadir las tierras de Aragón y de Valencia y el correrse hacia Cataluña y de aquí a la frontera francesa.
Es fácil para el conocedor de este país rodear a un enemigo, y atacarlo por la espalda; así ocurrió muchas veces a tropas bisoñas, que se encontraron a retaguardia con el contrario, a quien pensaban tenerlo de frente.
El Maestrazgo es un país seco, árido, frío, pero sin embargo tiene recursos para su población. Es un país de guerrilleros. La colina cercana al mar es la que ha dado en España, lo mismo en el Mediterráneo que en el Atlántico, más abundancia de guerrilleros. Si además de estos elementos, colina y mar, se añade la frontera, entonces brotan los guerrilleros como la grama en los jardines.
La colina en el Maestrazgo no es tan baja para podérsele llamar cerro, ni tan alta para tener categoría de monte, por eso se le llama muela. Casi todas estas muelas son calizas. Algunas de sus vertientes, de suave declive, están enmarañadas de matorrales, con encinas y pinares, pero la mayoría se encuentran peladas, desprovistas de vegetación, con paredones cortados a pico, que muestran sus entrañas rocosas, rojas y amarillas.
El monte más elevado de todo el Maestrazgo es Peñagolosa, ya bastante al Sur de Morella, monte que parece la atalaya del país, con un pico erguido, alguna vegetación y grandes escarpaduras, derrumbamientos y precipicios.
Esta montaña, la mayor de la comarca, no es precisamente estratégica.
Los ríos del Maestrazgo, llamados allí ramblas, van casi siempre secos, tienen el aire de los cauces del norte de África, y se convierten en torrentes en algunas épocas de lluvia. Entonces hay avenidas, y mucho lodo en los caminos.
El Maestrazgo es una región poco poblada. Morella, la capital, está en un circo de montes. En los alrededores de este pueblo se cultivan cereales, legumbres y algunos frutales. Antes había una industria importante de mantas, pero con la guerra decaía e iban aminorándose el número de telares.
La muela más alta de las próximas a Morella es la Barumba o Garumba; en el pueblo se habla mucho de ella, como si de sus cimas llegara el viento frío y helado.
Hacia el lado del mar, el Maestrazgo toma otro carácter que en Morella, se ven muchos olivos y algarrobales, y la zona pierde su carácter adusto y su valor estratégico.