IX

PERSECUCIÓN

EN esto, una semana después de mi ruptura con Lola, la condesa de Fuentes, me mandó una esquela aconsejándome que me escapara. Al día siguiente me encontré con mi casa vigilada.

No estaba nuestro Poncio en el ministerio. Y como sabe usted muy bien, en las desgracias no hay amigos.

Los agentes no se marchaban de la calle, ni de delante de mi puerta; andaban dirigidos por Mejía. Yo pensaba que no se atreverían a prenderme.

Pude comprobar que las salidas de mi casa estaban vigiladas: había dos agentes en la esquina de la calle de la Luna, y otros dos en la entrada del callejón del Perro.

Una noche, a eso de las nueve, estábamos en el comedor mi mujer, el primo Ramón y la vieja criada. Hablábamos de lo que se contaba de la reina Cristina y de Sor Patrocinio y de las hazañas de Candelas, y de Balseiro.

En esto sonó un gran estrépito de cristales.

—¿Qué demonio ocurre? —pregunté yo.

—El gato ha debido de hacer algún estropicio en la cocina —dijo nuestra criada vieja.

Fueron mi mujer y la criada a la cocina: no se había roto nada.

—El ruido ha sido más abajo, hacia la calle —dijo Ramón.

«Yo más bien creo que ha sido arriba, y hacia el patio», pensé yo.

No se vio nada roto, y mi primo se fue a su cerería. Yo registré la casa. No había nadie. Al poco tiempo llamaron a la campanilla, abrí y me encontré con un hombre que no conocía.

—Soy el vecino de la guardilla —me dijo con voz queda—. Me he asomado a la ventana del patio al oír el estrépito de los cristales, y entonces otro vecino me ha dicho: Mi mujer, que se ha asomado a la reja de la cocina, ha visto que en el tejado andan dos hombres. Y vengo a decírselo a usted. ¿Quiere usted que subamos?

—Vamos.

Él llevaba un garrote y yo cogí una pistola. Subimos a la guardilla, y de la guardilla a la azotea. Era una noche de luna muy clara; cerca de la azotea había una claraboya de cristales cubierta con una alambrera que daba luz a nuestra escalera. En esta claraboya estaban rotos dos cristales y alguien había dejado un periódico del día. Inspeccionamos la azotea, el tejado, después registramos minuciosamente la guardilla y no encontramos a nadie.

—¿No habrá sido una ilusión de la vecina? —me preguntó mi compañero de exploración.

—Estos cristales los ha roto alguien, y este periódico lo ha dejado alguno.

—¿Hay un periódico?

—Sí.

Era El Correo Nacional del día.

—¿Y por dónde habrán podido entrar? —preguntó el vecino.

—Por la escalera creo que no.

—Pues entonces…

—A no ser que hayan venido por esta viga desde aquel tejado.

—¿Y con qué objeto?

—No lo supongo. Quizá hayan venido con la idea de robar al amo de la casa, que dicen que es rico.

—No tiene eso aspecto. Desde aquí no es fácil entrar en casa de don Ángel.

—Pues pensar —dije yo— que han venido dos chuscos a leer un periódico a la luz de la luna a un tejado, y a sentarse sobre la claraboya con el peligro de caer por el hueco de la escalera, tiene menos aspecto.

—Se debían tomar precauciones.

—¿Cuáles? Se podría poner un letrero en la azotea que dijera: No sentarse sobre los cristales de la claraboya, pero los visitantes, como son nocturnos, no podrían leer el letrero más que en las noches de luna muy claras como la de hoy.

El vecino pensó que yo tomaba la cosa a broma y no le gustó.

Fuimos a nuestras respectivas casas, yo muy convencido de que eran mis enemigos los que habían intentado penetrar en mi habitación.

Los días siguientes, las mujeres de casa se dieron cuenta de que había hombres en la calle que me buscaban y se asustaron.

Se me ocurrió recurrir al primo de mi mujer para pedirle un favor; pero, amigo don Eugenio, el hombre honrado, eso que se llama el hombre honrado, es la miseria moral, la cobardía y la canalla más completa.

—¿Por qué dice usted eso? ¿Porque había hecho usted un favor a su primo y le resultó ingrato? —preguntó Aviraneta.

—No, la verdad —contestó el Rostro Pálido—. Yo cuento con la ingratitud. Me parece una cosa tan natural y tan humana que no me sorprende. Lo que me parece ridículo y repugnante es la prudencia cuando no se puede perder más que cuatro cosas que no valen nada.

Yo después de haber conocido y convivido con gente de la política y de la policía, logreros, militares, truhanes, aventureros de todas clases, y de la peor especie, ¿sabe usted a quién desprecio más? Al hombre corriente, al que llaman buen padre de la familia. ¡Qué miserable gentuza! A ese, la verdad, lo machacaría, le aplastaría como a una cucaracha.

Yo comprendo el gusto que puede haber en cañonear una ciudad de comerciantes y de notarios; es como deshacer un nido de víboras o una colmena de avispas.

Como reacción a este momento de cólera, el confidente se echó a reír con su risa convulsiva; luego, tranquilizado, dijo:

—Ya cansado de la vigilancia y pensando que en mi casa harían al fin alguna tontería, porque mi mujer no era un prodigio de habilidad, preparé la escapatoria.

La casa mía, como he dicho, no tenía portería, y cuando llamaban se empleaba para abrir una cuerda que corría a todo lo alto de la escalera y que estaba por abajo sujeta al picaporte de la puerta. La seguridad de la casa no era muy grande. Comprendiéndolo así, yo trasladé mi cuarto a uno pequeño que había sido de la criada, y que tenía una ventana con rejas a la escalera y otra al patio. Me metí en el cuartucho dispuesto a no dejarme cazar. Si veía que entraban los policías y llamaban, probablemente ya con el auto de juez de prisión, saldría al tejado, montaría en la viga hasta la azotea próxima e intentaría escaparme.

Efectivamente; días después, al caer la tarde, llaman a la puerta y desde la ventana de la escalera veo una ronda con Mejía a la cabeza que venía a prenderme. Hice un fajo con el traje de mujer y con mi capa y los envolví en un pañuelo, salí al tejado, de aquí a la azotea, y pasé a horcajadas por la viga alta a la azotea de la casa próxima; de allí, por la escalera bajé al patio donde estaba la caseta del Ché que alquilaba carros de mano. Aquí saqué la llave que me había hecho el herrero, abrí la puerta y salí al pasillo del almacén de don Ángel, que daba al portal del prostíbulo de la calle de Tudescos.

Allí, en la oscuridad, me vestí de mujer y dejé en el fardel sólo la capa. Crucé la calle de Tudescos, entré en el cafetín y estuve algún tiempo hasta que avanzó la noche. Después tomé por un largo corredor que tenía en medio un sumidero descubierto, y atravesando patios salí a la calle del Horno de la Mata.

Todas aquellas callejuelas estaban llenas de gente maleante, viejas celestinas de mantón, mujeres pintadas de cara blanca, chulos embozados en las capas.

Había que ir despacio para no llamar la atención. Como me estorbaban las zapatillas que llevaba en chanclas, iba con dificultad.

«¡Menuda curda lleva la gachí!», dijo un chulo al verme.

Al pasar, llamaba un poco la atención; vacilé, no sabía qué sería mejor, si seguir con el disfraz o no. Me decidí, me metí en un portal, me quité la enagua, el corpiño, las zapatillas y el velo y los puse en el fardel. Vestido de hombre y embozado en la capa me metí en una taberna de la calle y cené. A eso de las nueve o nueve y cuarto, salí, bajé por la calle de la Abada y tomé luego la del Olivo.

Estaban las calles oscuras. No sabía si encontraría alguien que me persiguiera, y en caso afirmativo pensaba pedir socorro a una vieja que guardaba las sillas en la iglesia de las Descalzas, la señora Victoria.

A la señora Victoria, una vieja pequeñita y arrugada, la conocía de la cerería de mi primo, adonde iba con frecuencia a encargar velas. A esta vieja le había hecho el favor de conseguirle una pensión; era viuda de un sargento realista. La señora Victoria debía tener buena opinión de mí.

Para espiar a los carlistas solía yo frecuentar las iglesias e ir a las procesiones.

Estaba afiliado a varias congregaciones, entre ellas a la Beata Orden Tercera. Iba en la procesión de la Virgen del Milagro, que salía de la iglesia de las Descalzas con un escapulario en el pecho que ponía: «V. O. T.»

—¿Qué quiere usted?, yo soy español, y a pesar de que me parece perjudicial, tengo un amor oculto por lo negro, por lo sombrío, por lo misterioso, me encantan las sacristías con Cristos sangrientos, me gusta ver las monjas, los frailes, los cortesanos y hasta tengo simpatía por los mismos carlistas.

—A mí me pasa lo mismo —dijo Aviraneta.

—La señora Victoria, además de considerarme como su protector, me debía tener como un hombre piadoso, porque me había visto en aquellas procesiones. La señora Victoria vivía en un rincón al que se llegaba por el patio de la casa de los Capellanes de las Descalzas.

De la calle del Olivo crucé la calle del Carmen, tomé por el callejón de Rompe-Lanzas, atravesé la calle de Preciados y me metí por la de Capellanes, en aquella hora oscurísima. En las puertas hacían guardia las pupilas de los prostíbulos. Me pareció que me seguían, apreté el paso y al acercarme después el Monte de Piedad vi dos hombres parados en la esquina.

Entonces doblé a la derecha en dirección a la Plaza de las Descalzas. El portal de la casa de los Capellanes estaba entornado, me metí en el zaguán y cerré el postigo. Del zaguán pasé al patio y del patio por un pasillo al zaquizamí de la señora Victoria.

Se alarmó la vieja al oír que llamaban en su cuarto, y vino a abrirme con una candileja en la mano. Le dije que me perseguían los liberales y se decidió a protegerme y a prepararme un camastro en un rincón de su cuarto.

La señora Victoria vivía con un sobrino nieto, cojo y jorobado, que parecía que era de la piel del diablo y con quien siempre estaba riñendo.

Al día siguiente por la mañana, la señora Victoria fue a buscar al sacristán que habitaba en la misma casa.

El sacristán, don Gaspar, algunos le llamaban don Gasparito, era un joven flaco y rubio, de un color pajizo; mandaba despóticamente en la iglesia entre viejas y monaguillos.

Don Gasparito me llevó al cuarto del capellán de las monjas, un hombre triste, con facciones torpes y rudas, color moreno subido y ojos pequeños y negros como granos de café tostado. El capellán, aficionado a los papeles viejos, oyó lo que le dijo Gasparito de mí y dio su beneplácito.

Después Gasparito me dijo que iba a hablar con la superiora del convento. Al parecer debió de estar muy convincente. Yo le esperé en el cuartucho de la señora Victoria. Gasparito vino a buscarme, me hizo subir unas escaleras y por un corredor pasamos a la casa inmediata, de esta casa, al claustro y del claustro al jardín de las monjas.

Quince días estuve allí ayudando al jardinero; al cabo de estos fui al tabuco de la señora Victoria, me vestí otra vez de mujer y me marché al cuarto de la Cava Baja, donde estuve escondido otros quince, leyendo libracos viejos.

Entre aquellos libros viejos, había muchos que me aburrieron, me parecieron tonterías; otros eran verdaderamente cómicos, como el Chichisveo impugnado, por el padre Josef Haro de San Clemente, Las molestias del Trato Humano, del padre Juan Crisóstomo de Oloriz, Las gracias de la Gracia y el Crisol del crisol de desengaños, del padre Boneta, y Los Estragos de la Lujuria, del padre Arbiol.

Entre aquellos volúmenes había uno que me gustó: La vida de los filósofos más ilustres, de Diógenes Laercio, traducida por don Josef Ortiz y Sanz, en dos tomos. Leí este libro muchas veces.

Al cabo de algún tiempo de encierro, escribí al Zamorano citándole en el café de San Vicente, de la calle de Barrionuevo. Le expliqué lo ocurrido y preparamos una campaña para inutilizar o meter en la cárcel a mis perseguidores. Algo conseguimos.

Fui disfrazado varias veces de vieja a la calle de Silva, donde había vivido, hasta que me cercioré de que no vigilaban mi vivienda, porque sin duda se dieron cuenta de que el pájaro había volado.

Cuando volví a casa, mi mujer me vio venir con gran susto, y comprendí que se inclinaba mucho a la tienda y a las costumbres de su primo Ramón. A la vieja criada le pasaba lo mismo. Les dije a las dos que necesitaba todavía estar algún tiempo escondido y me pareció que se alegraron.

Estaba dispuesto a abandonar a mi mujer. Mi mujer no me servía.

Yo hubiera podido vivir con una mujer, fría, tranquila e indiferente, o con una mujer arrebatada, un poco loca y simpática, pero con ella imposible. No tenía discreción ninguna, no tenía le menor gracia; todas sus simpatías eran para la gente vulgar, ramplona y baja. Por la portera, por la chica de la calle. No me ayudaba y me estorbaba siempre. Así que decidí abandonarla.

«Que se entienda si quiere con su primo —me dije— y que se dedique a la chiquillería familiar entre el perfume de la cera falsificada y de la lejía.»

Algunas noches, embozado en la capa, iba a ver a nuestro Poncio, a ver qué decía. Los enemigos me prepararon algunas trampas, pero yo escapé de todas ellas.

—No en balde tiene uno algo de zorro. Este vivir inquieto me atraía. Quizá me maten en una de estas —pensaba yo—. También me decía: Las gentes aseguran que soy un tunante, un cobarde, y que las engaño, pero ninguno de ellos se hubiera atrevido a hacer lo que hice yo.

A veces solía escribir al Zamorano con tinta simpática, y entonces habíamos quedado de acuerdo en que pusiera al frente de la carta las palabras «Urgente. Reservada».

Se veía que el confidente tenía la voluptuosidad del peligro. No era, sin duda, un hombre de valor a la manera de los tipos impulsivos. Tenía un valor frío, sereno, le gustaba asomarse a los abismos, como si el vértigo le atrajera. El Rostro Pálido siguió hablando, Aviraneta le escuchaba entretenido. Había en el confidente un fondo de audacia, de atrevimiento, cierta imaginación, cierta fantasía, y un sentido grande de la intriga, con una frialdad y una serenidad verdaderamente extraordinarias. Para él, las cosas de la vida eran muy cómicas, aunque pareciesen tristes, y lo mismo se le antojaba risible que uno llorase por una desgracia imaginaria, como que se lamentara por tener una herida mortal en el vientre.

Como se iba haciendo muy tarde, López del Castillo miró la hora y dijo:

—Tengo que ir a casa porque me están esperando, mañana le enviaré a usted unos apuntes que he escrito aquí, en Tolosa, de lo que me pasó en Morella.

Se despidieron Aviraneta y el andaluz, y al día siguiente don Eugenio tenía en su cuarto el cuaderno con la relación de López del Castillo.