VIII

LA CASA DE ANGELITO EL PRESTAMISTA

YA antes de reñir con Lola Carrillo, noté que un tipo sospechoso me seguía los pasos: un hombre alto, de cara triste. Averigüé que era carlista amigo del general y de Lola; se llamaba Mejía.

Mejía era un hombre tétrico, de cara macilenta. No había tenido suerte. En época de absolutismo hubiera llegado a ser algo. Era fanático implacable, tenaz y enemigo de todo lo que pareciese irregular y vicioso. Este hombre, no sé por qué, me era repugnante. Lo encontraba a cada paso con su cara abotagada y sus ojos inexpresivos. Yo, la verdad, no tengo interés en ocultarlo, soy un hombre vengativo, no olvido las pequeñas injurias, me acuerdo de todo y no perdono. Las virtudes cristianas no son mi fuerte.

Yo tengo por algunas gentes la antipatía instintiva de un perro por otro. No necesito motivos para sentir odio: me basta el tipo, la mirada, la expresión.

Desde el comienzo de mi vida de confidente, Mejía me siguió los pasos y me denunció varias veces.

Yo vivía en el barrio de la Buena Dicha, en la calle de Silva, en la otra acera de mi primo, a la mitad de distancia próximamente entre el callejón del Perro y la calle de la Luna, entrando por la plazuela de Santo Domingo a mano derecha. La calle de Silva es un tanto sórdida, miserable. No tiene aire teatral. Sus casas son pobres y en ellas entra poco el sol. Alrededor de mi calle había un pequeño laberinto de callejuelas estrechas y pobres; por un lado, hacia la calle Ancha, la de la Cueva, la de la Estrella, la de Peralta, la del Pozo o de la Justa y la de la Flor; y por el otro la de Tudescos, la de Hita, la de la Verónica, la de Jacometrezo, y la del Horno de la Mata. El callejón del Perro cortaba mi calle por medio.

Parece una manía de escritor y de folletinista dar un carácter muy marcado a las casas y a las calles, pero indudablemente lo tienen aunque no sea fácilmente definible. El aire pobre, mísero y desvergonzado de las calles de Barrios Bajos de Madrid no es el mismo que el aire igualmente pobre y resignado de las calles que rodean a la Universidad y al Hospicio, como el aspecto rico del palacio de la calle del Sacramento no se parece al del hotel de Recoletos. Cada cosa tiene su expresión y su nota dominante.

Siempre me dio la calle de Silva y sus alrededores una impresión de poca honorabilidad; con su aire tranquilo, modesto y provinciano tenía muchos escondrijos y madrigueras. Era una calle curiosa, misteriosa donde había un pequeño comercio sórdido y en donde aparecían de cuando en cuando fantasmas. Era como esos pozos de agua tranquila que no parecen profundos ni turbios, pero que tienen capas de lodo espeso que por su inmovilidad no ensucian el agua.

Por allí, cerca de mi casa, había vivido también Regato, el inmundo reptil, que decían los liberales.

La calle, sin duda, era también propicia para los espías.

En el piso segundo vivían dos hombres solteros ya de edad con su madre que era una vieja enferma encogida que tenía una cara de loro. Esta vieja solía andar siempre en chanclas envuelta en un mantón con las llaves en las manos gotosas. Cuando asomaba su cara como de garbanzo por la rejilla de la puerta daba la impresión de un monstruo o de una momia.

Mi casa era pequeña, estrecha, de tres pisos, con una azotea. Yo habitaba el tercero.

Vivíamos mi mujer y yo modestamente, pero sin deudas; comíamos el cocido madrileño, íbamos alguna vez al teatro y estábamos suscriptos al Fray Gerundio y al Panorama. Yo solía comprar las hojas volantes y las Ocurrencias de la capital que salían al anochecer.

Algunas veces venían los vecinos del segundo y teníamos una pequeña tertulia al lado del brasero hasta que sonaba el Ángelus y se iban a cenar.

Como por mi oficio tenía necesidad de conocer los rincones próximos a mi casa los fui inspeccionando con cuidado. Todas las calles contiguas eran poco seguras y de mala fama. Había mucha taberna, mucho prostíbulo y casa de citas. El callejón del Perro era el sitio más desamparado de los alrededores; en él no había un portal y de noche estaba desierto. Se decía que era lugar peligroso, y al parecer hubo allí algunos atracos y alguna muerte violenta.

Me contó don Saturno, no sé si era una fantasía, que en el callejón del Perro tuvo el marqués de Villena, el célebre poeta y alquimista, una casa de madera donde guardaba aparatos de física y libros curiosos. En esta casa había un mastín que causaba mal de ojo, al que tuvieron que matar de un ballestazo.

De aquí el nombre de la calle.

La casa donde yo vivía era propiedad de don Ángel Gómez Pardo, agente de negocios oficialmente y habilitado de Clases Pasivas, pero en realidad usurero y prestamista.

La casa no tenía portería; su portal estaba siempre cerrado, la escalera era empinada y retorcida, de las que llamaban de trabuco. Cada vecino podía abrir la puerta tirando un cordel que corría por toda la escalera.

A un lado de la puerta de entrada había siempre un cartelito indicador de que se alquilaba un almacén. En el balcón del piso primero, una peinadora anunciaba su especialidad con una cabeza de cartón de mujer con su peluca sujeta en un palo. Enfrente había una casa de citas con los balcones cerrados, con persianas tendidas por encima de las barandillas y tiestos con geranios y enredaderas.

En mi casa olía siempre a espliego y a pobretería. La escalera era estrecha, con escalones de ladrillo y madera. Delante de la puerta de mi habitación había dos escalones mortales de necesidad; parecían puestos allí para que cualquiera se rompiese la cabeza.

La casa nuestra, pequeña y un tanto sórdida y destartalada, ofrecía la ventaja de su baratura.

Tenía dos habitaciones a la calle, con dos balcones, y dos al patio, además de otros cuartos oscuros, uno que daba a la escalera, y de un pasillo estrecho y lóbrego.

Habíamos llegado a amueblar la casa con cierta decencia.

Mi mujer y la vieja criada, la señá Cirila, se pasaban por las tardes largas horas en el balcón. Yo no comprendo qué podía divertirles en aquella calle, que ni en nuestras casas estábamos seguros las personas honradas, es decir los que tenían casas de préstamos o pertenecíamos a la policía.

Angelito era un hombre hipocondríaco y triste, que tenía muy mala idea de todo el mundo, menos de él. En esto último creo que era en lo que más se engañaba.

—Yo tengo una salida en esta casa —me dijo una vez.

—¿Adónde?

—A la calle de Tudescos. Un día le enseñaré a usted un almacén que tengo, que da a esa calle.

—¿Pero puede usted ir a él sin salir a la calle de Silva?

—Sí, sí.

—Tenemos que ver esa salida.

Fuimos un día mi casero y yo. Llamamos en una puerta de un cuartucho en donde vivía un empleado de Angelito, y pasamos a un pequeño patio próximo, con una caseta con tejado de cinc y muchos carros pequeños. En la puerta de esta caseta se leía un letrero, pintado con tinta negra, que decía: «El Ché alquila carros de mano».

En este patio de la casa próxima, nos acercamos a una puerta. Yo llevaba una bola de cera blanda en el bolsillo.

—A ver la llave —le dije a don Ángel.

—Es corriente —contestó él mostrándomela.

La tomé en la mano.

—Hay llaves de estas que se pueden falsear con facilidad, y al decir esto la hundí en la cera y en seguida se la devolví. Un cerrajero de la policía hizo otra igual unos días después.

Siguiendo a Angelito entré en el almacén que tenía la entrada por la calle de Tudescos, y fingí que me interesaba mucho. El almacén daba a un zaguán, y de este se subía por las escaleras a un prostíbulo. Al día siguiente pasé de noche, muy tarde, por delante del almacén, y pude comprender que la puerta del prostíbulo estaba toda la noche abierta.

Frente por frente del lupanar había un cafetín que se comunicaba por varios corredores y patios con la calle del Horno de la Mata. Al patio de la casa donde tenía el Ché su almacén de carritos de mano no se podía ir más que por la habitación del empleado de Angelito, pero para no ir por ella yo inspeccioné las entradas y salidas y vi que por una viga que partía de mi casa se podía pasar a una azotea de la casa próxima, y de esta por la escalera bajar al patio.

Como para mí tenía gran interés el disfrazarme por si había necesidad de escapar, intenté varios disfraces, pero con todos se me conocía con facilidad, principalmente por la nariz y por la manera de andar. Después de muchos ensayos, comprendí que el único modo de disfrazarme sin que me conocieran, era vestirme de mujer vieja; llevar un velo echado por la cara, y andar con unas zapatillas en chanclas, porque de esta manera, arrastrando los pies, mi manera de andar era completamente distinta a la que habitualmente tengo.

Muchas veces pensé lo mal que se recuerdan las cosas. Había muchas viejas celestinas por los alrededores de mi casa, había busconas, chulos, aguadores. ¿Cómo visten estos y los otros tipos?, me preguntaba yo, para hacer un ensayo de mi memoria. Y pensaba cómo vestían, qué traje llevaban, detallando prenda por prenda, y luego, al ir a comprobarlo en la realidad, veía que me equivocaba siempre.

Esta prueba la practiqué ideando cómo era el traje de los aguadores, de los maragatos, de los caleseros, de los menestrales, etc., para darme cuenta con exactitud y disfrazarme con propiedad.

Hice la prueba de marchar disfrazado de vieja a tiendas conocidas, entre ellas, a la cerería de Ramón y no me conocieron.

Para completar la posibilidad de escaparme y esconderme si venía la ocasión, alquilé en una posada de Barrios Bajos un cuarto para una mujer vieja que llegaría de un día a otro de un pueblo de la Mancha.

La posada estaba a la salida de la Cava Baja a la plaza de la Cebada, cerca de la pajería del Oso. Llevé al cuarto unos cuantos libros viejos para pasar el tiempo leyendo por si tenía que estar escondido. Compré algunos de estos libros a un librero de la calle de la Montera, y encargué otros a un griego, Dionisos Caraini, de la calle de la Paz, que tenía la especialidad de las comedias antiguas y modernas.

A este griego, librero de lance, que me debía algunos favores, le dije que me enviara a la posada un paquete de libros que a él le parecieran entretenidos, y que se los devolvería más tarde. Me envió un saco. Me había agenciado papeles falsos con toda clase de requisitos oficiales.

Por este tiempo mi desacuerdo matrimonial iba en aumento.

Yo veía que mi mujer y yo éramos de distintas inclinaciones, como de distinta naturaleza. A ella le gustaban los quehaceres de la casa, el no salir, el no moverse. Yo no pensaba más que en marcharme, en buscar otros sitios donde ensayar mis fuerzas. Ella encontraba agradable y simpática aquella casa donde vivíamos, y la calle de Silva; a mí me parecían antipáticas y desagradables las dos. Cuando marido y mujer llegan a una desarmonía, a un desacuerdo completo en las cosas pequeñas y no tienen cosas grandes que hacer, yo no lo he leído en ninguna parte, pero me parece que lo mejor que pueden hacer es separarse. A la primera ocasión es lo que hice.