VII

LA SOBRINA DEL PADRE CARRILLO

EN esto conocí por relaciones con un militar del grupo franciscanista, a una guapa moza llamada Lola Carrillo.

Lola estaba entretenida por el general García Ruiz, de los amigos del infante. Este García Ruiz era un tipo de cuidado, que nadaba siempre entre dos aguas, con un pie en el absolutismo y el otro en la masonería. Lola era sobrina del padre Carrillo, un fraile del convento de la Victoria, el cual, durante muchos años, fue censor de comedias en Madrid, y terror de los autores dramáticos.

El padre Carrillo era un fraile con toda la barba, macizo, mugriento, con las manos cortas y gruesas, y las narices llenas de rapé, tipo chapado a la antigua. Uno de sus mayores placeres consistía en asistir a los reos en capilla, y acompañarlos después al patíbulo, a la Plaza de la Cebada o al Campo de Guardias. Con los condenados a muerte, era benévolo y amable; en cambio, con los dramaturgos se mostraba severísimo. No podía aceptar que el galán de la comedia dijera a la dama: «Angel mío», «Mi bien», «Yo te adoro», ni otros lugares comunes propios de la pasión según la pragmática teatral, porque estas expresiones, sólo podían permitirse tratándose de seres celestes.

Lola era una mujer guapa, morena, de ojos grandes, de aire un poco brutal. A mí no me interesaba gran cosa, pero me dije. «¡Adelante! Quizá esta intriga me sirva para algo». La galanteé y me lie con ella. El amante de la Carrillo, el general García Ruiz, tenía gran influencia; ya no era joven, y estaba en el cuarto militar de Palacio, se escribía al parecer con don Carlos, y tenía relaciones con los masones que seguían a la infanta Luisa Carlota.

La Carrillo se quería casar con el militar y de no conseguir esto, pretendía reunir una fortuna por intermedio suyo para vivir independiente. El general procedía del campo de los serviles, del grupo de Calomarde y del padre Cirilo; había sido amigo de Chaperon de Chambó y de Jorge Bessières.

El general García Ruiz, era un intrigante perfecto, tenía su policía y vivía alerta. Había sido de la camarilla de don Carlos, y después de la del infante don Francisco. Tenía un archivo de cartas, artículos y legajos de todos los políticos y palaciegos. Había sido hombre guapo, y tuvo éxito con grandes damas. El general era un hombre pálido, un poco bilioso, elegante, de formas muy correctas y de mirada apagada. Adoptaba al hablar un tono franco y benévolo, pero cuando se excitaba tenía una mirada brillante, irónica, de través, que no prometía nada bueno.

Este general había estado en Barcelona en la época del mando del conde de España a quien al parecer admiraba mucho e imitaba. Era igualmente, como él, devoto y tenía en su despacho sobre una mesa un crucifijo y una calavera.

El general había intervenido en muchas granujadas ocultas y tenía un miedo pánico. Solía utilizar toda esa retórica del honor y de la dignidad que han empleado siempre los serviles del carlismo.

—Hay mucha gente así; la mayoría —dijo Aviraneta.

—Muchos, teóricamente, son partidarios de una moral aparatosa, efectista, y en la práctica de la vida cuotidiana, les parece muy natural y lógico el ser bajos aduladores y rampantes.

—Para estos se ha inventado esa estúpida frase de las impurezas de la realidad.

—La casa del general estaba guardada como un reducto, y en la puerta de su despacho había unas pistolas que disparaban automáticamente, si se quería entrar de una manera violenta.

Este general era como todos los serviles de Fernando VII y de don Carlos; lo mismo valían para escribir una real orden, que para asuntos de tercería, o para poner una lavativa en el real intestino del monarca. Este hombre vivía rodeado de antiguos voluntarios realistas, gente poco recomendable, a la que daba algunos destinos y prebendas para contentarlos.

Estos hombres eran sus esbirros y probablemente también de los personajes de Palacio y cometían en beneficio de los que les pagaban atropellos y hasta crímenes.

La Carrillo me presentó al general, y consiguió que me llevara a Palacio y hablara con la Reina y con la infanta Luisa Carlota.

Esta Lola, era una mujer ambiciosa y no muy inteligente. Me enteré que a los diez y siete años la vendieron a un viejo en Sevilla, y vivió con él hasta que el viejo se murió dejándola algunos cuartos. Luego había querido ser cómica y su tío, el padre Carrillo la presentó al director de escena del teatro de la Cruz y a don Juan Grimaldi, empresario del Príncipe, pero la Carrillo no tenía condiciones, le faltaba sobre todo expresión, gracia y simpatía.

Lola también tocaba el piano no muy bien y cantaba lo que ha estado más en boga en estos tiempos en los salones, los aires de El Barbero de Sevilla. Los contertulios le habían oído muchas veces la cavatina Una voce poco fa y la otra canción de tiple Sono docile. Como esta música era muy conocida solía haber algún caballero que nos cantaba Ecco ridente il cielo y La Calunnia è un venticello.

Yo de música entiendo poco y como no quería distraerme estaba dispuesto a entender menos.

La madre de Lola, una mujer insignificante, obscura, acostumbrada a hacer de doncella con su hija, era su administradora, y no se permitía tener opinión en nada.

La Carrillo era hábil, y se las manejaba bien para hacer su fortuna. A mí me inició en algunas combinaciones bursátiles que aproveché para hacer un poco de dinero. La fortuna de la Carrillo, comenzó unos años antes, en la terrible baja de los fondos de 1834. Con esta baja muchos se arruinaron y otros se hicieron ricos.

Lola, vivía con lujo, tenía una casa muy bien puesta en la calle del Barquillo, con muebles ricos y caros, tapices, y algunos cuadros. En Madrid en todas las casas de personas que tenían relación con Palacio, se veían cuadros religiosos.

Lola no sólo se había agenciado buenos muebles sino también antepasados. Una serie de caballeros con toga y con uniforme iban presentándose en las paredes de su salón y al mismo aparecían miniaturas.

Yo creo que eran cuadros robados de los conventos.

—Seguramente —dijo Aviraneta.

—¿Usted ha notado también cómo en las casas de gente amiga de Palacio hay esos cuadros?

—Sí.

—La Carrillo tenía un pariente empleado en Palacio, don Juan.

Era un viejo cuadrado, cabezón, canoso, pedante, con una potra que le abultaba como si llevara dentro un talego con la merienda. Hablaba siempre en voz alta y entonada de sus amigos palaciegos, condes y marqueses. Don Juan se reservaba un poco, se dejaba convidar por la sobrina pero no quería comprometerse ni recomendarla eficazmente.

«Tengo una sobrina —solía decir—; es una muchacha muy artista que le gusta hacer una vida independiente. Tiene buenos partidos pero no se quiere casar.»

—La Carrillo intentaba hacerse amistades; uno de sus amigos don Fernando Moñinos, un hombre grueso, panzudo, calvo, tenía un pequeño destino, y vivía como un parásito comiendo hoy aquí, y mañana allí, y jugando al tresillo, para lo que era de una habilidad sorprendente.

Algunos amigos de este hombre sociable aseguraban que vivía del juego y era lo cierto que jugaba maravillosamente a toda clase de juegos y ganaba casi siempre al parecer sin fijarse, excepto en algunas partidas celebradas en que se interesaban los que la llevaban y los espectadores, porque entonces casi siempre perdía o hacía una pifia que le desacreditaba como jugador.

El señor Moñinos era probablemente un granuja pero hablaba con solemnidad, como un libro. La virtud, la caballerosidad, el pundonor, las prendas de las personas. Yo pensé algunas veces si se reiría de la gente, pero no, al parecer era una costumbre que había tomado de hablar así. La Carrillo contaba para todo con Moñinos que le era fiel.

Otro de los asiduos de la casa era el padre Baltasar. Este fraile tenía una cara enérgica, dura, y al mismo tiempo maliciosa; los ojos brillantes, negros debajo de las cejas pobladas. Hombre violento, disimulaba su violencia con el pretexto del celo por la religión y encontraba por todas partes maniobras impías y revolucionarias.

La Carrillo sentía gran apetencia por la respetabilidad social. Esto le parecía una de las mayores ventajas de la vida. Yo no sé aquí, en Francia, porque no conozco bien el país, pero no creo que las mujeres un poco ligeras tengan tanta necesidad de respetabilidad como en España.

Conocí a una amiga de Lola, también de vida bastante alegre que logró casarse con un marqués. ¡Amigo! Se hizo más rígida, más intransigente que la más beata de las beatas. Rompió con todas sus amistades poco serias y respetables, se fue a vivir al pueblo donde su marido tenía posesiones y se sacrificó por la dignidad y se aburrió con decoro. Somos una raza de fanáticos, una raza un tanto ridícula, don Eugenio.

—Según desde el punto de vista que se le mire —arguyó Aviraneta.

—Tiene usted razón.

—Con el trato de la Carrillo y de sus amigos, empecé yo también a sentirme ambicioso: quería ganar dinero, y ser algo a toda costa.

«Yo soy menos estúpido que la mayoría de esta gente», me decía. «Lo que hace otro, ¿por qué no lo voy a hacer yo?». Y estaba dispuesto a cualquier cosa.

No se necesita ser muy lince para comprender que la mayoría de las fortunas proceden del robo. Claro que habrá algunas personas que llegan a ser ricos por su trabajo afortunado, y por el ahorro; pero estos tienen que ser muy raros, la inmensa mayoría de las fortunas viene del robo, de la usura, de la defraudación, de un privilegio, etc., etc.

Como sabe usted, por entonces se comenzó a bailar en todo Madrid con entusiasmo. Con Lola Carrillo fui yo a las Delicias y a los bailes de Santa Catalina, que daban el infante don Francisco y la infanta Luisa Carlota. Como la enemistad y los celos entre María Cristina y la infanta Luisa Carlota eran grandes, la Reina para competir con su hermana, se asoció como empresaria con el conde de Altamira para dar bailes en el palacio de este. Era una cosa bastante cómica la asociación industrial de la Reina y de un grande de España con un motivo coreográfico. Porque en aquellos bailes se pagaba la entrada. En los billetes que se podían comprar, en varios sitios la invitación estaba firmada por Altamira y socios. En los salones se encontraba al conde de Altamira, que era un enano, casado, según se decía, con una cocinera, y se le veía también a la Reina, ya fondona, vestida de napolitana, que bailaba con cualquiera, con algún cagatintas, o algún miliciano nacional, mientras perseguía a Muñoz con la mirada.

Por esta época, en que yo andaba dedicado a las marejadas del mundo, hubo en casa de mi primo Ramón un pequeño acontecimiento que produjo mucha sensación en la vecindad. Marcos, el tornero amigo de la familia, presentó a Ramón a un amigo suyo granadino, que se llamaba Mora. A este Mora no le vi más que una vez, pero no me dio buena impresión. Mora se mostraba hombre fino, elegante, bien vestido, muy amable. Mora se asombraba de la inteligencia de los demás; y a todo el mundo le pedía ayuda de parecer, de inteligencia. No tenía necesidad de dinero, según decía. De esta manera sacaba dinero a unos y a otros.

También acostumbraba a decir a la persona con quien hablaba si era más vieja que él.

—Usted tendrá poco más o menos mi edad.

—No sé.

—Yo tengo veintinueve años.

—Yo tengo cuarenta.

—Pues nadie lo diría.

El aludido, en general, se quedaba satisfecho.

Este Mora había explotado antes a los incautos con unas minas magníficas que decía había encontrado. Cuando ya no pudo hacer estafas en grande se dedicaba a las pequeñas. Era un caballero de industria; tenía un arte especial para captarse la simpatía, y la confianza de la gente y hacerles concebir esperanzas. Si hablaba de su amistad con un ministro o con un secretario, aseguraba que estaba reñido con él, que no podía pedirle nada por el momento. Mora se hizo amigo del primo de mi mujer y tuvo con él un negocio de jabones. Entre los dos compraron una partida grande. Mora cobró por anticipado unas facturas y le dejó a Ramón un saco con quinientos duros para pagar la compra. Los quinientos duros eran perfectamente falsos.

A Ramón lo llevaron a la cárcel, y yo le pude sacar al cabo de los quince días. Pasadas unas semanas. Marcos y el supuesto Mora, al parecer no se llamaba así, fueron presos y procesados, y poco tiempo después los dos tuvieron que ir al penal de San Miguel de los Reyes de Valencia.

En Mora se confirmó el refrán que dice: «Granadino, ladrón fino», porque él lo era hasta más no poder.

Con aquella cuestión yo adquirí un gran prestigio en la casa de mi primo. Cuando les hablaba de mis amigos, de las reuniones de Lola Carrillo, me miraban con admiración.

La Lola me iba cansando, pero a pesar de esto estaba dispuesto a seguir con ella. Era una mujer que tenía exacerbados todos los lugares comunes del sexo, y del momento; la idea de respetabilidad, del lujo la trastornaba. Me dijo una vez que en los hombres lo primero que se fijaba era en el calzado. Era una idea de zapatero.

Nunca he creído gran cosa en la cultura de las mujeres. Se rasca en la duquesa o en la aristócrata y aparece la mujer igual a la lavandera o a la carabinera, con el mismo espíritu y el mismo conjunto de cosas buenas y malas.

Mi mujer era una pobre gorda, poco inteligente y chabacana; la Carrillo era también gorda y estúpida. Yo estaba harto de gordas; además, me aburría oír hablar a la Lola de su salud, de sus indigestiones y de sus períodos con una brutalidad y un cinismo de burdel.

La Carrillo tenía una salud de vaca brava, pero parece que no le bastaba porque siempre estaba tomando medicinas y poniéndose lavativas y emplastos.

Era también mujer supersticiosa y devota; estuvo varias veces a visitar a Sor Patrocinio en el convento con una camarista de Palacio y fue conmigo varias veces a una echadora de cartas y adivinadora de Barrios Bajos.

Yo debo de tener el alma un poco atravesada, no sentía simpatía por aquella gente, más bien la odiaba.

Mientras había sido un pobrete, un holgazán, no experimentaba sentimiento de humillación alguna; pero cuando me puse a intrigar y a moverme para buscar la riqueza, sentí por aquellas personas acomodadas, con quien trataba, un fondo de odio y de malevolencia rencorosa. No podría decir si esto procedía de un bueno o de un mal sentimiento; quizá de un sentimiento mixto… A la Lola la odiaba.

¡Qué quiere usted, amigo don Eugenio!, yo soy un hombre con un paladar delicado.

Estaba harto de gordas; nunca he sido partidario del carro de la carne. Había salido de una mujer estúpida como la mía y me pesaba estar sujeto con otra tan estúpida, o más aún. Vivía descontento.

Pero ¿quién no vive descontento?

La vida, en general, es una bazofia maloliente y poco apetitosa. Se come de ella porque se tiene apetito, no porque sea buena ni agradable.

Después de decir esto, el Rostro Pálido se echó a reír con su risa convulsiva. La boca era la única que parecía tomar parte en su regocijo.

Los ojos vidriosos y el resto de la cara, pálida y aguda, no parecían colaborar con su alegría.

Cuando le pasó la risa al confidente, acercó otra vez el cuadernito a sus ojos miopes y siguió hablando.

—Por entonces se dijo que el general García Ruiz iba a casarse con la condesa de Fuente del Maestre, una viuda muy metida en todas las intrigas políticas del tiempo. La condesa era mujer guapa, alta, delgada, con unos ojos expresivos; tenía una hija de diecisiete años, un tanto enfermiza, y llevaba, en parte, una vida de aventurera.

Se decía que había tenido amores con el infante.

Se hablaba mal de la condesa. En su casa, como en otras muchas casas aristocráticas, se jugaba a las cartas, y se ganaban y se perdían grandes cantidades. A todo el que no fuera muy rico y se dedicara al juego se le tachaba de tramposo y de tahúr. Algunos de los amigos de la condesa tenían esta fama. A la condesa se la pintaba como a una mujer intrigante, aventurera y peligrosa.

A mí me llamó para hablarme del general. Yo fui a verla, preparado, y me encontré con una mujer muy amable.

Me preguntó noticias sobre el general García Ruiz, y yo le dije lo que sabía. A la condesa me la habían pintado como una Mesalina. Todo hacía pensar que era esta fama falsa y exagerada. Quizá ella fingía un poco y se daba aire de sencillez y de ingenuidad. Lo más probable sería que ni fuera tan depravada como pretendía la gente, ni tan candorosa como ella quería aparecer.

Yo tenía, sistemáticamente, la tendencia no sólo de dudar, sino de creer lo contrario de la opinión general. Me decían: «Es un hombre hidalgo», etcétera, yo pensaba: «Será algún miserable fanfarrón y farsante». «Es un canalla», me decían. Yo suponía: «Tendrá algo de buena persona», y casi siempre pensando lo contrario de los demás acertaba. Con la condesa acerté también. Tiempo después la condesa me llamó y charlamos de nuevo. Me preguntó quién era, cómo vivía. Yo le conté mi situación y quiso ayudarme. Me dijo que si oía que preparaban algo contra mí me avisaría.

No sé si por lo que yo le conté del general, el matrimonio no se realizó. Por lo que supe después, Lola Carrillo apretó a su amante y le planteó la alternativa de que, o se casaba con ella, o le daba una indemnización; le amenazó con enviar sus cartas a algunas personas de Palacio, y con desacreditarle. Al parecer, constantemente le armaba un escándalo con todos los recursos y los gritos que puede emplear una cómica mala. El general, que era rico, fue un día a casa de la Carrillo y le dijo secamente:

—Hágame usted un recibo de quince mil duros; añada usted en él que no le debo nada por ningún concepto, y entrégueme usted mis cartas.

—¿Es que va usted a darme los quince mil duros?

—En el acto.

La Carrillo, algo asombrada, tomó las cartas de su armario, hizo el recibo; el general contó las cartas, leyó el recibo, sacó una bolsa con oro, dejó sobre la mesa los quince mil duros, guardó las cartas y el recibo y se marchó tranquilamente. Luego, el amigo de Lola Carrillo, el parásito gordo, don Fernando Moñinos proporcionó a su amiga un pretendiente, nada menos que un Borbón. Era un hombre alto, flaco, que se parecía al Carlos III de las estampas. Decían que era de verdad infante y que había quedado en la miseria. Tenía unos sesenta años. Yo le conocía de verle en los cafés. Terciaron en el asunto del matrimonio un cura capellán de un convento de monjas que vivía en la calle de Toledo y vendía antigüedades, y en casa de este cura tuvimos una reunión pintoresca el señor Moñinos, el Borbón y yo. Por dentro me reí como un loco cuando el señor Moñinos habló de la honestidad y de las prendas de carácter de Lola Carrillo.

El cuarto del capellán donde tuvimos la conferencia era también curioso; era un cuarto antiguo, con las aristas torcidas y el suelo y el cielo raso inclinados. En un rincón el cura tenía la cama y después había una barricada hecha con columnas y santos de altares, tablas de retablo y libros de coro. La Lola parece que estaba muy entusiasmada con la idea de casarse con un Borbón, pero luego resultó que no pudo ser, no se supo bien por qué. Entonces ella debió suponer que a falta de algo mejor yo podría ser un buen marido y me lo indicó.

—El proyecto no tiene más que un inconveniente —le dije yo echándolo a broma.

—¿Y es?

—Que yo estoy casado.

—¿Por qué no me lo ha dicho usted? Usted me ha engañado de una manera miserable.

Yo me encogí de hombros y me eché a reír. Al oírme reír Lola cogió furiosa un frasco y me lo tiró a la cabeza. El proyectil no me dio y se estrelló en la pared, dejando en el cuarto un olor de perfume.

—¡Qué fuerza! —exclamé yo—. Es usted muy amable en regalar así sus perfumes.

La Carrillo se puso como una loca, empezó a desbarrar y a gritar y a insultar a todo el mundo. Yo no podía suponer que una mujer cínica y práctica como ella pudiese tener en el interior como guardado un espíritu de energúmeno.

Yo no la hice caso y cuando vino la ocasión cogí la puerta y me marché a la calle.

Desde entonces dejé de frecuentar la casa de la Carrillo, y cuando ella vio mi firme decisión de abandonarla, se puso furiosa contra mí y me declaró la guerra; me denuncio como espía, y me persiguieron al mismo tiempo los agentes del partido franciscano y los jovellanistas.