VI

GENTE DE LA POLICÍA

TENÍA por entonces a mis órdenes, cuatro agentes; de ellos, dos muy inútiles, uno muy listo, y el otro muy templado. Cuando realizábamos alguna empresa difícil solíamos celebrar nuestro éxito en la fonda de Genies, y en una pastelería de la calle del Desengaño, que tenía la especialidad de las chuletas a la española, y de las empanadas de pescado.

Entre mis agentes inútiles, estaba un tal Carmona, Anacleto de nombre, ex secretario de ayuntamiento de un pueblo de la Mancha. Don Anacleto tenía cerca de cuarenta años, y mucha familia. Era una buena persona a quien se podía confiar cualquier cosa, pero inútil como policía hasta un extremo inconcebible.

Únicamente tenía habilidad para vivir y dar de comer a la numerosa prole, con el pequeño sueldo que ganaba. En esto, se le podía considerar como un verdadero artista.

«Aquí me tiene usted a mí —me decía sonriendo satisfecho— decentemente puesto: esta levita, me ha costado seis pesetas; este pantalón, que está nuevo, dos, y el chaleco otras dos; todo ello lo he comprado en la prendería de la Lagarta, de la calle de los Estudios. A la levita le ha dado vuelta mi mujer, y está flamante, como ve usted. El sombrero no me ha costado más que seis reales, en casa del señor Matías, de la calle del Cuervo.»

Don Anacleto, se ponía ante mis ojos como un modelo acabado de hombre económico, pero a mí sus trajes me daban un poco de reparo, como si conservaran el olor y la grasa del anterior propietario, probablemente ya difunto.

Don Anacleto no me servía para nada en mis intrigas de confidente. No tenía la menor malicia ni discreción; era incapaz de engañar a un niño. Le hubieran dicho que acababa de entrar una ballena en el ministerio y lo hubiera creído. Los informes de don Anacleto me desesperaban. Se presentaba con un aire de suficiencia y me decía a la ligera:

—Oiga usted Castillo. Ahí ha venido Pepe, con la contestación del encargo del otro día.

—¿Qué Pepe?

—Pues Pepe, ese que es amigo de Paco, que se reúne en el Café Nuevo con el capitán y el señor Lucas, el marido de la Robustiana, los que viven en la calle del Ave María, que son parientes de ese cómico de la calle del Carnero.

—Bueno, don Anacleto —le decía yo— o me da usted informes claros, o se va usted al cuerno, porque no sé a quien se refiere usted, ni quién es ese Pepe, ni qué encargo se le ha dado.

No había manera. Para don Anacleto, el mundo suyo era todo el mundo, y cuando decía Paquito, el marido de la Felisa, o la taberna de Ramón el de la calle de los Reyes, creía que hasta en las antípodas se sabía a quién se refería.

Su compañero, Juan García, era por el estilo: insignificante en todo hasta en el nombre y en el apellido. García había sido maestro de escuela o dómine de latín. Alto, flaco y con la nariz colorada, hablaba siempre de Cornelio Nepote. Don Anacleto se burlaba de él y solía decir: «Al que apellido no tenía, le ponían García».

De los tres agentes, era muy avispado un valenciano: Ferrer. Este no necesitaba maestros. Urdía una intriga en menos que canta un gallo. No se podía uno fiar de él. El tal Ferrer tenía por oficio el organizar complots y después venderlos al gobierno. Como quería ser rico a toda costa, lo enviaron a Cuba. El otro decidido, era un burgalés: Isidro Madruga.

A este le encontré cuando la muerte de Quesada en la Puerta del Sol, queriendo dominar el tumulto a puñetazos. Comenzaban los tiros y yo al verle en medio del barullo le dije:

—Corra usted, que disparan; le van a dar a usted un tiro.

Entonces él se volvió y me dijo muy convencido, y hasta incomodado:

—¡Hombre, me parece que ya tienen las balas sitio por donde pasar!

¡Qué bárbaro! Para él, sin duda, el que las balas tuvieran por donde pasar era una cuestión de cortesía.

Intervine en varias intrigas carlistas y seguí espiando a los partidarios del infante don Francisco, llamado, como usted sabe, en la masonería, Dracón. El partido lo dirigía el conde de Parcent y un militar: Ríos, y tenía amistades con don Fermín Caballero y con los que hacían El Eco del Comercio, principalmente con Mendialdúa, que era el propietario. El infante don Francisco y sus amigos los progresistas subvencionaban a los autores de libelos y publicaron durante algún tiempo un periódico llamado El Graduador, que duró unos dos años, en donde se decían horrores, más o menos embozados, de la reina Gobernadora. Cuando prendieron a sus redactores se vio de dónde venía la protección, y desterraron al infante don Francisco y a su mujer.

Yo iba viendo la historia contemporánea de abajo a arriba. Conocía las intrigas de Palacio y las de los políticos. Había cosas muy curiosas: ministros que habían insultado a Fernando VII y a María Cristina, a los cuales se hacía el vacío.

Había muchos líos, muchas intrigas oscuras; la gran mayoría de los palaciegos era carlista. Se hablaba de que en la casa grande se daban jicarazos. También se aseguró que se encontraron en los alrededores de Madrid dos niños muertos, exangües, y se supuso que les quitaron la sangre para transfundirla en algún individuo de la familia real. Todas estas eran fantasías del pueblo.

Nuestra sociedad era una madeja de espías y de delatores; todo el mundo se espiaba como en un convento de jesuitas; había un fuego graneado de delaciones y de confidencias que llegaba desde el Palacio hasta los conventos y los presidios.

Cuando la Expedición Real se acercó a Madrid, se dio el caso raro de que un ejército carlista aguerrido, de catorce o quince mil hombres, estuviera a las puertas de la ciudad; que la mayor parte del pueblo bajo madrileño fuese absolutista; de que la Reina estuviera en tratos con el Pretendiente; de que los palaciegos y el clero fueran también partidarios de don Carlos y, sin embargo, los carlistas se dieron como fracasados y se retiraron.

¡Vaya usted a profetizar nada en cuestiones políticas!

Tuve por entonces en mis manos los papeles de Regato; el célebre Regato, traidor a los liberales. Me los dejó nuestro Poncio, para ver si encontraba en ellos algo curioso y aprovechable. Era una colección de fichas y de partes sobre jugadas de Bolsa, que debía hacer el agente en connivencia con algunos amigos de Fernando VII, o quizá con el mismo Fernando. Ya Regato, como los demás reptiles absolutistas, había desaparecido sin dejar amigos. Quizá entre los carlistas quedaban algunos conocidos suyos, pero esta gente no se transparentaba. Era difícil espiarlos.

Vigilábamos también a los jovellanistas. Entre ellos, el Zamorano tenía un confidente, coronel del ejército. Este se mostraba en las juntas muy celoso y exagerado, pero a lo último lo desenmascararon como espía y lo expulsaron. Como los jovellanistas, nos daban mucho que hacer los carbonarios, al frente de los cuales estaba el tremendo revolucionario González Brabo que al poco tiempo se pasó con armas y bagajes a los jovellanistas y al partido moderado. ¡Cualquiera se fía en los revolucionarios!

Este González Brabo, a quien conocí, era el tipo de todos los pequeños ambiciosos que pasan por interés del campo de la revolución al de la reacción. Me pareció de una inteligencia mediocre, muy pagado de sí mismo.

—¿Y Pita, tenía buenos amigos entre los masones? —preguntó Aviraneta.

—Tenía amigos y enemigos. Don Vicente Sancho, el diputado, el que dijo: «¡El que quiera misas que las pague! Yo no las necesito para nada», le reprochó a nuestro Poncio el que hubiera ido a cumplimentar en 1823 a la Junta Absolutista de Oyarzun. Se acusa al Zamorano de ser hombre intransigente, y de servir a su familia y a sus amigos los especuladores, pero no creo que en esto se diferencie de los demás políticos. Como liberal, me parece un liberal de buena fe y cuando Espartero ha querido darle el título de marqués de Vergara, él, como sabe usted, ha rechazado el título. El Zamorano, usted le conoce bien, es hombre valiente y tenaz, de los que hicieron su aprendizaje como usted: primero en la guerra de la Independencia después en las sociedades secretas.

—Yo creo que le conozco —dijo Aviraneta—. Lo he estudiado a fondo por lo que me conviene y me inspira confianza.

—Nuestro Poncio no es un fanfarrón como la mayoría de nuestros militares, que se consideran unos héroes porque hacen lo que hace cualquiera. María Cristina cree en el Zamorano. ¡Amigo, el Zamorano encuentra dinero como sea! Es evidente que alrededor de nuestro Poncio hay muchos especuladores y contratistas, pero también hay gente entusiasta que comprende que es un hombre decidido a terminar con la guerra civil de cualquier manera.

—Se han burlado un poco de él por la extrañeza de su nombre y apellido.

—Lo dice usted por los versos.

Sublime señor don Pío,

de quien nunca yo me río,

temeroso de un navío

que me arrastre a Santa Cruz.

—Sí; por eso lo decía.

—¿Conocerá usted estos versos?

—Sí; son populares.

—La verdad es que nuestro amigo es el hombre más opulento en P que hay en España.

—Dicen que sólo puede competir con él un peluquero que ha puesto un letrero en su tienda que dice así: «Pedro Pérez Peláez, peinador, perfumista, peluquero de París, pone pelucas por poco precio». Es una gracia tonta, pero que celebra la gente.

—Bueno, siga usted con su relación.

—Como iba teniendo muchos datos, comencé a hacer un archivo con fichas, cartas, artículos y papeles comprometedores de unos y otros. Lo malo de esto era que no había sitio seguro donde guardarlo. En Madrid, en mi casa estaba siempre expuesto a que se apoderara de él la policía: en el extranjero, no conocía a nadie. No me fiaba tampoco de mi primo Ramón.

—¿Y qué hizo usted?

—Alquilé una casita pequeña en Getafe, por treinta duros al año, y cuando hacía buen tiempo iba en un calesín y dejaba mis papeles, sobre el vasar de la cocina.

—¿Y allá estarán?

—Allá estarán.

—¿Y le sirvieron a usted de algo esos papeles?

—Poco…; casi de nada.

—¿Trabajo inútil?

—Completamente inútil. Yo creo que a la mayoría de los hombres, se les conoce muy fácilmente; se ve en seguida su interior, del pie de que cojean; así que, teniendo influencia y medios, no me parece muy complicado manejar a las gentes como a muñecos, e insinuarles lo que tienen que hacer a cada momento en beneficio de uno.

—Quizá usted es un político de instinto —dijo Aviraneta con seriedad.

—No creo, pero ¡quién sabe! Como le digo a usted, no creo que sea difícil manejar a la gente, ahora, con esos procedimientos de intimidad con papeles y cartas; con eso no se consigue nada.

—Bueno, adelante.

—Por entonces, yo lo consideraba todo desde el punto de vista del oficio. La mala opinión de la gente y los insultos me tenían completamente sin cuidado. Me hubiera hecho una tarjeta con mi nombre, y debajo hubiese puesto: «Reptil acreditado». Eso de saber disimular y engañar es una cuestión de nervios más que de moral.

—¿No comprendo por qué?

—Sí. Me pone usted a mí, que tengo color de papel, que no se me muda el color, a hablar o a mentir, y no se me notan las impresiones; pero pone usted a un hombre de buen color, aunque sea tan egoísta y tan granuja como yo, a mentir, y se le nota la mentira; sin querer se pone encarnado y se descubre.

—Hay algo de verdad en eso.

—A mí me parece completamente verdad.

—Sí; pero reconocerá usted que, para engañar como usted dice, no basta tener la cara pálida.

—Claro. Además hay que tener talento.

—Sigo… Pensando en el perfeccionamiento técnico del oficio, compré Le Livre Noir, de messiers Delavau y Franchet, que me sirvió mucho para ver cómo se hacía la policía en Francia, en una época reaccionaria.

Yo no sabía francés; pero compré un diccionario, y con poco esfuerzo comencé a traducir.

A mi criada, la señá Cirila, le preocupaba este libro negro y algunas veces le vi que miraba y deletreaba las letras del lomo: «Le… li… vre… no… ir», y después decía leyendo y mirando los tomos. «Tomé uno, tomé dos, tomé tres, tomé cuatro». Esto debía parecer a la vieja muy misterioso.

Yo le había indicado a nuestro Poncio que me dijera a quién me tenía que dirigir cuando necesitase datos de alguna importancia; y él, entonces, me relacionó con un tal Bringas, don Paco. Don Paco Bringas estuvo empleado en el ministerio de la Gobernación durante algún tiempo, en el gabinete negro.

Don Paco era flaco, espiritado, con unos ojos blanquecinos y una sonrisa que parecía sonrisa de caballo, pues mostraba unos dientes largos y amarillos. Don Paco era un hombre irónico y frío, con un sarcasmo disimulado. Iba afeitado, andaba un poco torcido, como si tuviera un amago de parálisis, y sabía todos los líos de Madrid y de la gente política. Vivía con una mujer, que le explotaba. Yo le compraba noticias.

—A ver: todos los papeles y datos que tenga usted de los masones, ¿en cuánto me los vende usted, don Paco?

—En cincuenta duros.

—Vengan.

Me daba sus papeles; yo los extractaba los mandaba copiar a don Policarpo el memorialista, mi antiguo patrón; los cambiaba un poco y se los vendía por doscientos duros al Zamorano.

Pasado algún tiempo supe con sorpresa que don Paco había sido cura. Un amigo suyo, de Logroño, me contó su historia y una anécdota que lo retrataba. Al parecer, era párroco de un pueblo grande de la Rioja; se significó como liberal en los años del veinte al ventitrés, y cuando entraron los de Angulema se escapó a Francia y se enredó con una señora, que le protegió. Murió la señora, y don Paco se fue a América, y tiempo después quiso establecerse en Logroño, pero había llegado hasta el pueblo la fama de sus travesuras. Un día una señora vieja y beata, doña Milagros, fue a preguntarle cuánto le llevaría por una misa.

—Le llevaré a usted seis reales, mi señora doña Milagros —le contestó él.

—Es muy caro, don Paco —replicó la señora—; porque los padres carmelitas la dicen a cinco reales.

—Bueno, pues vaya usted donde los padres carmelitas.

Fue doña Milagros a ver a los padres, y estos le dijeron que le llevarían seis reales también, pero que su misa no se podía comparar con la de don Paco, porque este era un sujeto de costumbres libertinas, y su misa no valía nada.

La señora contó a don Paco, ingenuamente, lo que le habían dicho los frailes, y él, después de oírla con su frialdad habitual, le contestó:

—Mire usted, doña Milagros: en último término, ni la misa de los frailes ni la mía sirven para nada.

Al decir esto el confidente, volvió a reír con estrépito.

Otro policía curioso era un ex carlista, hombre a quien le agradaba su oficio. Le conocíamos por su nombre, don Nicanor. A este don Nicanor le gustaba despistar; tenía la obsesión del secreto y del misterio; hablaba confusamente y vivía en dos o tres casas, donde tenía un cuarto. Era un dilettante. En unos cafés le llamaban don León, y era militar retirado; en otros, don Severo y era profesor; en algunas tabernas pasaba por el señor Elías, corrector de pruebas de imprenta. Era de los que se ocupaban principalmente de cuestiones políticas.

Don Nicanor había sido fraile dominico y estaba exclaustrado. Don Nicanor conocía a la gente maleante y a la gente política, sabía sus historias, sus procesos, sus condenas. Tenía una gran memoria, y todo lo oído o leído por él una vez ya no se le olvidaba nunca. Era tan misteriosos y tan profundo, que se perdía en sus misterios y en sus profundidades. Como policía, y juzgándole desde un punto de vista técnico, tenía el gran defecto de no terminar en nada, y, después de dar mil detalles sobre las intrigas y sobre las personas, se le preguntaba: «Bueno, ¿y usted qué cree? ¿En qué terminará esto?». Él no creía nada, ni se figuraba el desenlace ni la marcha de los acontecimientos.

Es decir, que después de tantos informes y de tantos detalles, hubiese debido venir otro a condensarlos y a decir: «Esto pasa. Este es el peligro y esta es la solución».

Don Nicanor no tenía discernimiento; tomaba como verdades los infundios más inverosímiles y lo recogía y lo guardaba todo como si fuera un buzón o una caja de la basura.

Una de las cosas que más resultado me dio en mi oficio de confidente fue el inventar noticias falsas. Cuatro o cinco bolas gordas que metí en el ministerio, pasaron como auténticas, y algunas llegaron oficialmente a comprobarse, a pesar de ser completamente falsas. Las noticias inventadas es lo bueno que tienen, parecen más verdaderas que las ciertas.

—Es natural —dijo Aviraneta—. Son casi siempre más lógicas, el acontecimiento real, tiene una lógica subterránea, imprevista.

—Exacto. Es cómico pero es verdad.

—Entre nosotros se practicaba un juego constante de intriga contra intriga, y de maquinación contra maquinación. Así resultaba muchas veces, que los papeles y notas contra los franciscanistas, los escribían ellos mismos y los ataques contra la reina Cristina, y la infanta Luisa Carlota, salían de Palacio.

En el mundo de la intriga, yo creo que el mérito principal, es no dar batacazos mortales. Si se cae, hay que caer siempre de pie, como los gatos. Caer de cabeza, no sólo demuestra que es uno desgraciado, sino que es uno tonto, dos cosas que no acreditan nada a una persona.

Otro tipo de policía gracioso era Basilio Mangas, a quien llamábamos Carnaval. Era Mangas aficionado a los disfraces y se caracterizaba mucho mejor que un cómico. No tenía más defecto en la profesión que su gordura indisimulable. Era un hombre hexagonal, muy alegre y muy cínico, y nos hacía reír mucho con sus ocurrencias.

Carnaval solía estar con frecuencia en la cárcel para espiar a los presos, y tenía maña para hacerles hablar.

También se metía con habilidad en las casas, y mientras jugaba a la brisca en las porterías, y echaba las cartas a las criadas y les hacía el amor, se enteraba de todo lo que quería.

A este hombre le encontramos muerto una mañana a orillas del Manzanares. Dijeron que tenía huellas en la garganta de algunos dedos. No pudimos averiguar si le habían matado o qué había pasado con él.

Los confidentes tuvimos diferencias con la policía oficial; los empleados en ella eran más torpes y estaban menos enterados que nosotros.

Yo tuve una cuestión personal con un policía, Juan el Largo, un matón que ejercía sus funciones en Barrios Bajos, y que luego estuvo a punto de que le matara la gente.

Juan el Largo, matón de oficio, entró en la policía por su carácter de guapo. Se sabía de él que estuvo perseguido por la justicia, que disparó un trabucazo a una ronda, dio una puñalada a un alguacil, y lo tuvo encerrado en su casa, prohibiéndole salir sin su permiso. Con tales méritos, le hicieron agente. Este Juan el Largo, era un ganapán que creía que su cargo le autorizaba a molestar y saquear a todo el mundo, a robar a los hombres, a disponer de las mujeres y a pegar a los chicos.

Como yo le hice una observación, me amenazó varias veces con la navaja. Yo le cogí desprevenido con los míos, y le dimos una paliza que lo dejamos medio muerto.