V

ALGUNOS TIPOS DE CHIFLADOS

NO sé si le he hablado a usted algo de mi familia —continuó diciendo López del Castillo—. Mi padre, un labrador de posición modesta, hizo algunos estudios en su juventud; mi madre es una mujer triste. Yo no me parezco a ninguno de los dos. Yo he salido no sé a quién. Mi padre es de esos hombres categóricos, repletos de reglas de conducta: «Hay que ser puntual; hay que vigilar la hacienda; no se puede dejar para mañana lo que se puede hacer hoy», pero con todas sus máximas morales siempre ha vivido sin un cuarto, hecho un pobrete. Mi madre debe ser de origen vascongado porque se llama Goizueta y Aguirre.

—No me choca. Usted también tiene algo de vasco —dijo Aviraneta.

—Quizá. Mi madre no ha conocido ni ha oído hablar de sus ascendientes vascongados. Mi abuelo materno era ya andaluz. Sigo mi relato.

Metido ya en la conspiración, y de confidente del ministro, por un lado, y del infante don Francisco, por otro, me convino hacerme masón y entré en la masonería.

—¿Y qué es la masonería ahora? —preguntó Aviraneta—. Yo hace mucho tiempo que estoy durmiente.

—Pues, ahora, la masonería es una sociedad que cuenta con algunos ilusos y fanáticos, pero donde abundan los cucos y los chanchulleros que buscan la manera de quedarse con algo.

—¿Y está permitida en la práctica?

—Está permitida a medias. El ventiséis de abril de 1834, dio en Aranjuez el ministro don Nicolás María Garelly un real decreto acerca de las sociedades secretas. Decía en el preámbulo, que eran notorios los males que estas producían, y daba las disposiciones siguientes: 1.° Amnistía a todos los que hubieran pertenecido a ellas. 2.° Se consideraban fenecidos todos los juicios instaurados por tal delito. 3.° Los que después del decreto siguieran perteneciendo a estas sociedades, si eran empleados, serían privados de empleo y sueldo.

—Claro que esto no se llevaría a la práctica.

—Naturalmente que no.

—Garelly era de los moderados —dijo Aviraneta—; no sé lo que es de él, lo he perdido de vista.

—Yo tampoco. No sé de él más que esa disposición que dio sobre las sociedades secretas, a pesar de pertenecer a la masonería, y unos versos que decían:

Rosita es un pastelero

y Garelly un chacharón;

Zarco del Valle, un tirano,

y Toreno un gran ladrón.

¡Con tal ministerio al frente,

qué bien saldrá la nación!

—¿Y así que la masonería ahora no es más que una sociedad de cucos?

—Nada más. De cucos y de ilusos.

Entre los ilusos, uno de los más ilustres que conocí fue un señor canario, un tal don Saturnino de Luna (Espartaco). Luna (Espartaco) vivía en una casita de la calle de la Estrella. Todos los amigos le llamaban don Saturno.

Don Saturno había estado en Londres a vender frutas y de allí había venido nada menos que caballero Rosa-Cruz. Tenía un libro que me dejó para ilustrarme acerca de esta secta masónica, libro titulado La Reforma universal del mundo entero con la Fama Fraternitatis de la orden respetable de la Rosa Cruz.

Era aquello un galimatías difícil de entender y yo no me tomé el trabajo de desentrañarlo.

Había grandes farsas en aquellas cuestiones masónicas de iniciación, pero muchas veces los que tomaban parte en ellas y conocían los bastidores de la trampa conservaban la fe. Estos tipos de crédulos y de mixtificadores se dan en todas las sectas. De tales creyentes era don Saturno.

Una vez a un recipiendario a quien la logia quería asustar y dar una sensación terrorífica le dijeron que le iban a mostrar la cabeza de un traidor a quien acababan de cortársela con un hacha.

Ante el recipiendario espantado, estremecido, abrieron unas cortinas y en una mesa sobre un plato vio una cabeza llena de sangre.

La cabeza estaba pintada con pintura roja y el cuerpo en vez de separado se hallaba escondido por unas telas y unos espejos. El neófito se asustó al principio pero después conoció al supuesto muerto, y dijo:

—Toma, si es don Saturno.

—¡Calla profano! —le amonestó este con voz cavernosa—. Hay que tener más respeto.

Don Saturno padecía de proselitismo agudo.

El señor Luna, alto, un poco sordo, con una larga barba negra y melenas, tenía la nariz corva, las manos grandes, y vestía de luto. Era viudo inconsolable. De la conjunción con su mujer no había tenido hijos: su horóscopo se lo impedía, según decía el señor Luna. Don Saturno se consideraba como el más planetario de todos los masones madrileños. Don Saturno creía de buena fe que combinando algunos metales y piedras preciosas y haciendo así anillos mágicos, se podía dominar la mala suerte, y conseguir las riquezas, los ascensos y toda clase de felicidades.

Don Saturno se tenía por un hombre misterioso, oscuro, laberíntico, lleno de fuerza astral y de fluido magnético; era uno de los magos de la torre de Babilonia, un caballero Rosa Cruz. Los demás le considerábamos como un pobre hombre.

Nos decía cosas estrambóticas; por ejemplo el monograma Inri de los crucifijos no quería decir: Iesus Nazarenus Rex Iudeorum sino Igne Natura Renovatur Integra o sea el fuego renueva íntegramente la naturaleza.

Don Saturno era un chiflado; sabía algo, aunque cosas raras y poco prácticas. Cuando me hablaba a mí del Gran Arquitecto del Universo yo le decía que no debía haber habido en las alturas más que un modesto aficionado a la albañilería y además muy torpe.

—Es usted ateo —me decía— como buen madrileño. Creía que yo era de Madrid.

—¿Pero es que los madrileños son ateos? —le preguntaba yo.

—Sí —y me recitaba unos versos de Lope de Vega a don Félix Diego Quijada, que decían así:

De estos de amor dulcísimos correos,

Yo sé que tengo más que el mar espumas,

Palacio envidias y Madrid ateos.

La verdad es que en Madrid no he conocido a un creyente sincero.

Don Saturno nos hablaba con entusiasmo de un periodista de la segunda época constitucional, de Cádiz, que se firmaba Clara-Rosa. Este hombre tuvo fama en su tiempo y debía ser un tipo medio cínico, medio demagógico, que hablaba de una manera pedantesca contra el gobierno, contra la religión y contra todo. Clara-Rosa, que al parecer se llamaba Labarrieta, era un ex fraile. Se escapó a América, se casó y se improvisó médico. Él inició en la masonería a don Saturno, y le dio el nombre de Espartaco.

Clara-Rosa murió en la cárcel y dejó mandado que lo enterraran en Cádiz, sin curas, sin cruces, y sólo con acompañamiento de charangas que tocaran himnos nacionales.

No cabe duda que cada uno tiene el derecho de ir a la tumba a su gusto; unos con acompañamiento de responsos y otros a los sones del cornetín de pistón. Don Saturno tenía por su maestro en política a Clara-Rosa. Don Saturnino de Luna, que vivía en la calle de la Estrella, se había considerado obligado a hacerse aficionado a la astronomía; don Saturno era un pobre chiflado con algún dinero; se decía astrólogo y alquimista.

Don Saturno, como alquimista, empleaba un hornillo y retortas para sus experiencias; me prestó un libro que se llamaba El Mayor Tesoro, que tenía marcado con tinta roja y me recomendó que copiara algunos pasajes por lo que me podían servir. Copié algunas cosas pero no seguí porque pronto noté que el libro no decía más que tonterías. Este primer párrafo, copiado por mí, puede servir de muestra:

Con estas experiencias se evidencia y acredita la posibilidad del arte para dar crédito más fácilmente a las cosas que se hablan en las historias, como son las Estatuas que hizo Dédalo que se movían por sí mismas; las Palomas de madera que hizo Archyta, que por sí mismas se tenían en el aire y volaban; los Coperos hechos de oro que servían las copas para beber en sus convites a el Rey Brachamanor; la cabeza de cobre o metal de Alberto Magno que hablaba a los huéspedes con articuladas voces; el Águila de Juan Regimontano, la cual en Norimberga, Ciudad Imperial de Alemania, volando por sí misma salió a recibir a Carlos Quinto y le saludó y otras muchas cosas que se dicen y experimentan entre las cuales no es menos de admirar la repetición de los relojes, que ya por común no se repara mucho en ella ni en otras que hay hechas no tan solamente por virtud de la naturaleza sino también del arte, el cual con el conocimiento de las fuerzas de que se vale aplicando lo activo a lo pasivo logra estas admirables operaciones.

Don Saturno hacía horóscopos. En política era exaltado y radical Espartaco hasta la médula de los huesos. El techo de su despacho era de papel azul con estrellas de plata, formando constelaciones, y en las paredes había una serie de signos misteriosos con rosas y cruces. Don Saturno poseía una casa pequeñita, y de cuando en cuando daba una comida a los caballeros Kadosch, a los venerables o a los vigilantes. Como don Saturno era un enamorado del color local y de la cocina regional, nos decía cuando nos convidaba a comer:

—Señores, esperen ustedes un momento, un instante, y tiraba de sus cuerdas y bajaban cuatro transparentes de lienzo en que se veían muy mal pintadas unas barracas valencianas, unas palmeras y la torre del Miguelete. Después de estos preparativos decía: «Ahora, que traigan la paella».

Entonces todos los convidados aplaudíamos a rabiar.

Otro día la decoración era un cortijo, y se comía gazpacho andaluz o un caserío vasco, y venía una fuente de bacalao a la vizcaína. Algunos días, en los lienzos se veía el Pico de Teide y se tomaba gofio a estilo canario. Como le digo a usted, estas comidas eran muy pedagógicas.

Al decir esto, el Rostro Pálido comenzó a reír con su risa estruendosa y cínica, y tuvo que limpiarse los ojos de lágrimas.

—Pero, en fin, en la masonería no todo sería comer —dijo Aviraneta—. Algo se haría o se proyectaría.

—Sí; se hicieron y se proyectaron un sin fin de tonterías.

—Qué quiere usted. La mayoría de las empresas políticas son estupideces, que no tienen más base que una palabra. Si las empuja algo, es la rabia, o la cólera, o el interés; por eso los movimientos políticos son tan estériles.

Por entonces hubo una serie de complots, unos más estúpidos que otros. Se trató de matar al presidente del consejo de ministros. Yo hice abortar la conspiración denunciándola al Zamorano. Nuestro Poncio me recomendó que no me diera a conocer como confidente a Chico y a sus secuaces. El Zamorano comprobó que mis servicios tenían utilidad y me dio una tarjeta con su nombre, y en una esquina de ella el número 101. Cuando tenía que comunicarle algo importante, le enviaba la tarjeta con este número, y, estuviese donde estuviese, me recibía al momento.

Poco después, ya no hubo sólo que vigilar a los franciscanos, sino también a los jovellanistas y a los carbonarios.

Serví varias veces de agente en las negociaciones entre franciscanistas, jovellanistas y carlistas. Muchas veces resultaba que los que se tenían por liberales pedían una disposición conservadora y despótica, y los absolutistas una medida progresiva. Tomando aquello en serio era para volverse loco.

Todos estos políticos liberales nuestros de la época que se las echaban de románticos tenían, como decía un cafetero práctico, hablando de los idealistas españoles, los ojos en el ideal y la mano en el cajón; todos andaban a la busca de empleos, de condecoraciones y de medallas, y eran más conservadores y más serviles que Calomarde.

Con todo su romanticismo unos se cargaban de sueldos, siempre para servir al país, otros tenían contratas con el ejército que les hacían ricos, otros compraban los bienes nacionales de los frailes y de las monjas. Ellos lo podían hacer porque eran liberales, todo era cuestión de practicar una pequeña conversión en el porvenir y de dar un poco de dinero al cura y así se cargaban con el santo y la limosna, ricos y buenos católicos.

Si he de decir la verdad, nunca pude averiguar a ciencia cierta, qué punto de realidad tenían muchas de estas sociedades secretas de que nos hablaban constantemente. Que existían masones con su domicilio social, era indudable. ¿Pero existían anilleros, jovellanistas, carbonarios, iluminados, europeos, organizados completamente y con sus casas respectivas? No sé, creo que no. Estas reuniones de carbonarios, iluminados, etc., me figuro que no pasaban de ser tertulias de café. Una vez tuvimos nosotros la confidencia de que un jefe de carbonarios italianos muy importante, a quien llamaban el rey de Facha, o el Re di Faccio, con doce partidarios suyos iba a intentar nada menos que el robar a la reina niña, cuando pasara en coche por el Prado.

Nos apostamos en el paseo, y detuvimos al italiano, un joyero, a quien encontramos un antifaz en el bolsillo.

Nos aseguró que no tenía nada que ver con la política; únicamente estaba en amores con una mujer casada, y esto le obligaba a tomar precauciones. Se le soltó, y no se volvió a oír hablar de él.

Mi táctica como confidente en general, era no moverme, esperar y resistir. Esa siempre ha sido mi política.

Mucha gente se pierde por la impaciencia. Esperar es lo más prudente.

De nuestra logia salió un conato de revolución patrocinado por algunos militares que se reunían en el Café Nuevo. Yo le dije al Zamorano: «Que vaya la policía al café, y que espere; yo estaré con los revolucionarios. Cuando estén todos reunidos, y haya llegado el último, me levantaré de la silla, y entonces que los prendan». Así se hizo.

El Café Nuevo fue uno de nuestros laboratorios. Allí fermentaba constantemente la revolución. Allí vimos una mano y varios dedos del general Quesada, que llevaban unos hombres en un pañuelo de hierbas.

Por entonces, cuando la muerte de Quesada, yo anduve muy mal. Algunos militares comprendieron que les había denunciado y quisieron matarme, pero pude escapar.

También me prepararon una emboscada en un café de la Puerta del Sol, pero me las guillé y los dejé con un palmo de narices.

Por esta época, hice yo una campaña de intriga constante. Vigilaba a los franciscanistas y a los de la sociedad de Jovellanos, y tenía algunos agentes a mis órdenes para espiar a los carbonarios.

Se decía que a nuestro alrededor se agitaban los carbonarios, los masones, los oradores de la Joven España, los Leñadores Escoceses, los Templarios Sublimes, y otra porción de individuos de sociedades de nombre extravagante.

Por entonces metí a uno de mis hombres como empleado en la fábrica de jabón del primo de mi mujer, y le recomendaba que anduviera por cafés y tabernas mientras ofrecía su producto, haciéndose amigo de la gente y espiando y escuchando las conversaciones.

Otro de los nuestros lo colocamos de mozo en un café de la calle Ancha. Teníamos también confidentes entre los asiduos del Café Nuevo. A mi mujer la utilicé para que escribiera anónimos en papeles que cogía yo disimuladamente del ministerio. Mareaba a todo el mundo y hacía así mi negocio.

Cuantas más dificultades y complicaciones, estaba más a gusto.

«Es un hombre que se crece al castigo», decía de mí un compañero de intrigas, empleando una frase de tauromaquia.

Yo denuncié a un jefe de policía que cobraba de distintas casas de juego: le dimos unos billetes marcados para hacer un chanchullo, luego se le cogió, se le prendió, se le registró, se le encontraron los billetes marcados y…, se le trasladó con ascenso. ¡Así van las cosas de España!

Yo salvé también a unos desdichados revolucionarios. Habían pensado estos asaltar el ministerio de la Gobernación, en unión de unos militares franciscanistas. Los paisanos, en su mayoría masones y carbonarios, tenían que atacar el ministerio, y después los militares se apoderarían de él, y se instalarían en el edificio.

—Pero ¿y si los paisanos, ya dueños del ministerio, quieren proclamar la república, qué hacemos? —preguntó uno.

—Se les fusila —contestó el jefe militar de los franciscanos, que era un tal García Ruiz.

Eso de fusilar a los colaboradores, me pareció una indecencia. Decidí impedir aquella porquería, y denuncié a todos los militares que intervenían en ella. A los paisanos, les advertí para que se escondieran.

Estos actos de buena intención, me dieron mala fama. Se decía de mí: «es un hombre peligroso, capaz de todo». Yo consideraba la frase como un elogio.

No siempre me mostré tan caritativo como con aquellos revolucionarios. Había un masón, un tal Cejuela, un pedante perfecto; pequeño, moreno, doctoral, cochambroso, con anteojos, sabihondo, amigo de las palabras raras y lugarteniente del señor Beraza. Lo consuetudinario…, lo que no empece…, ideas que no se compadecen bien…, trabajar de consuno…, el condigno castigo…, no había palabra o fórmula pedantesca de periodista de artículo de fondo, que no la emplease con fruición.

Imitaba a los oradores célebres, a mí me atacaba los nervios. Como además de pedante era hombre que comprometía a los demás, hice que lo metiesen en la cárcel, a ver si se curaba de su pedantería, pero salió más pedante que nunca.

También hice desistir de su proyecto a un zapatero enfermo. Le habían convencido entre un grupo de carlistas y de carbonarios, que su enfermedad era mortal, que no tenía esperanza de salvarse, que estaba desahuciado, y que debía matar a la Reina. A él le darían cinco mil pesetas, y si cometía el atentado, le entregarían veinte mil a la viuda. Se le prendió por una carta cifrada cogida en el gabinete negro.

Como sabrá usted, tan bien como yo, en el ministerio de la Gobernación funcionaba el gabinete negro, y se abrían las cartas y se les quitaba y se les ponía los lacres con una gran habilidad.

El zapatero enfermo cantó, y yo le convencí de que era una tontería lo que iba a hacer, porque no era tan seguro el pronóstico de los médicos, y se podían engañar. Efectivamente, sigue viviendo. Muchos de los que aparecían como fanáticos y exaltados, estaban pagados por los reaccionarios y por los carlistas. Había agentes provocadores y en general los pasquines contra la Reina y contra el gobierno, los ponía la policía. Muchas veces, los carlistas y los moderados, aparecían como partidarios de la revolución.

Las mismas algaradas que parecían espontáneas, se preparaban con dinero. Se daba tres duros a los clubistas de levita, que dirigían un movimiento popular, dos pesetas a los ganapanes que daban un palo o un puñetazo a algún desdichado y una peseta a los chicos que silbaban o se encargaban de tirar una piedra a un farol, o un troncho de berza a un alguacil.

Muchas de estas asonadas, y alguno de aquellos motines, los favorecía, si no el gobierno, gente próxima al gobierno que, sin duda, quería probar que la monarquía constitucional no servía para España.

Yo nunca he creído gran cosa en las nobles intenciones de la mayoría de la gente. No digo que todo sea malo en el hombre pero que abunda más lo malo que lo bueno, me parece evidente.

No sé qué impresión sacarán del hombre los que practican otros oficios; para el policía que vive en una época de disturbios y de anarquía, el hombre es un animal mal intencionado y perverso. Hay momentos en que se cree que va a llegar a la barbarie y a la crueldad más completa y hasta al canibalismo.

No se puede uno fiar gran cosa en lo que se dice de las gentes ni en lo bueno ni en lo malo. Yo he querido ver con claridad en los motivos de las acciones de las personas y cuando he visto algo claro pocas veces ha sido algo generoso y fuerte. Naturalmente el egoísmo, el interés, la vanidad, nos mueve a todos.

Yo lo reconozco, no tuve en el pueblo una idea clara de lo que podía ser la vida y la sociedad, pero la debía tener, aunque oscura, exacta, porque al encontrarme entre gente tan falsa, tan intrigante, tan miserable y tan ruin, no me sorprendió nada, y me encontré allí como el pez en el agua. Yo nunca he pretendido ser simpático; me parece tan natural producir en los demás indiferencia y antipatía como que los demás me produzcan a mí los mismos o parecidos sentimientos.

A mi mujer esto le chocaba. Algunas veces me decía:

—El vecino de abajo no te encuentra simpático.

—Es natural —contestaba yo—, yo tampoco le encuentro simpático a él. Me es indiferente.

A mi mujer le chocaba esto, le parecía raro que yo no tomara cariño por la gente vulgar y sin ninguna condición saliente.

En todo me pasa lo mismo. Tampoco tenía el menor fervor por las cuestiones políticas.

La mayoría de los motines y de las algaradas populares que yo presencié y vi preparar, no fueron más que farsa y mascarada. A veces se torcían y daban resultados inesperados. El hombre pagado, en general, sabe adónde va y no es muy peligroso; casi siempre las barbaridades, los hechos sanguinarios se hacen por colaboradores de última hora, que se impacientan porque no comprenden el objeto de estas mascaradas.

Para el hombre pagado con cobrar ya se ha cumplido su objeto, pero el sincero quiere que pase algo, generalmente una barbaridad.