II

EL ROSTRO PÁLIDO

MESES más tarde de la conversación entre Pita Pizarro y don Eugenio, estaba este en el hotel del Gran Sol, leyendo los anuncios del Journal Politique et Litteraire de Toulouse, cuando llamó el mozo a la puerta.

—Adelante —dijo don Eugenio—. ¿Qué hay?

—Aquí está un señor español que quiere hablarle —dijo el mozo.

—Bueno, que pase.

Se abrió la puerta y entró Jesús López del Castillo, el confidente de Pita Pizarro.

El joven andaluz saludó a Aviraneta.

—¿Me reconoce usted? —le preguntó.

—Sí, hombre, sí; le vi a usted con Pita Pizarro. Entre usted y siéntese.

López del Castillo, cerró cuidadosamente la puerta y se sentó.

—¿Qué hace usted por Tolosa? —le dijo don Eugenio.

El andaluz habló por los codos. Se intrigaba mucho en Toulouse por parte del infante don Francisco y de la infanta Luisa Carlota.

Días antes el confidente había tenido una conversación con el conde de Parcent, mayordomo del infante don Francisco, y con algunas gentes de su séquito. Después contó su entrevista con don Pedro Méndez Vigo, que por aquellos días se encontraba en el pueblo.

—He conocido en otro tiempo a Méndez Vigo. ¿Cómo está ahora? —preguntó Aviraneta.

—Está exaltado y vehemente, tiene la mirada dura y sombría, los ojos hundidos que brillan debajo de las cejas grises y muy tupidas.

—¿Ha hablado usted con él?

—Sí.

—¿Qué le ha dicho a usted?

—Me ha dicho que cree necesaria otra revolución en España y, sobre todo, desterrar a los frailes y a los jesuitas que hacen una campaña cada vez más intensa contra el liberalismo.

López del Castillo tenía sin duda ganas de hablar y contó muchas noticias de las maquinaciones carlistas con detalles desconocidos por Aviraneta.

Dijo que había estado en Esterri con unos cazadores y hablado con los oficiales del batallón del Ros de Eroles y con algunos individuos de la Junta de Berga. El confidente charló por los codos. De cuando en cuanto interrumpía sus palabras y tenía una risa fría, burlona, estruendosa, que no llegaba a dar animación a sus ojos miopes, indiferentes e inexpresivos.

Aviraneta le examinaba con curiosidad.

En la cara afilada, la nariz de López del Castillo daba la impresión de ser traslúcida.

Su fisonomía aguda parecía que por todos lados se veía de perfil. Con frecuencia pasaba el dedo anular por el borde de su nariz como si lo estuviera reconociendo.

Iba bastante bien vestido, con un traje gris a la inglesa; llevaba zapatos y polainas.

Su natural elegancia le daba aire de distinción.

Se hubiera pensado que en aquel cuerpo pálido, delgado, no debía de haber una gota de sangre.

Además de ser exangüe y sin nervios parecía tener aviesa intención, como un Pierrot malévolo o un pelele irónico y endiablado.

El confidente debía ser hombre sin vicios y sin pasiones, curioso de muchas cosas, para quien las necesidades humanas eran un poco ridículas.

Aviraneta pensó que estaría bien llamar al confidente, como en las novelas americanas en que aparecen Pieles Rojas y hombres blancos, el Rostro Pálido.

El confidente manifestó en su conversación una idea bastante mala de España y de los españoles, y peor aún de Andalucía. Hablaba también con cierto desdén, de Pita Pizarro a pesar de ser su protector, le llamaba el Zamorano y el Poncio. No se comprendía si el Rostro Pálido decía esto por entretenimiento, por mala intención, o si había tomado tal costumbre por prudencia, para no pronunciar inadvertidamente el nombre del político que le patroneaba y le protegía.

Aviraneta pensó que el andaluz era original y le convidó a comer.

—¿Quiere usted venir esta noche a comer conmigo?

—Sí; vendré, con mucho gusto. ¿Comeremos aquí, en el hotel?

—No; iremos a un pequeño restaurant de la rue Saint Rome.

—¿A qué hora vendré?

—A las siete, si le parece.

—Muy bien. Entonces hasta luego.

—Hasta luego.

Antes de las siete, López del Castillo fue a buscar al hotel a don Eugenio, y reunidos marcharon al restaurant.

Entraron en un cuartito y Aviraneta encargó la comida.

—Le admiro a usted, don Eugenio —dijo el andaluz al sentarse a la mesa—. No porque haya hecho usted un servicio a su país con el Convenio de Vergara; eso me tiene sin cuidado; sino porque ha vivido usted siempre intrigando y ni siquiera por dinero, sino por diversión. De esta manera ha despistado usted a todo el mundo. Unos creen que es usted un fanático y otros que es usted un canalla.

Al decir esto López del Castillo se echó a reír con una risa estrepitosa.

—¿Usted ha conspirado sólo por dinero? —preguntó Aviraneta.

—Sí; sólo por dinero; primero por hambre, por alimentar a la mujer…

—¿Es usted casado?

—Sí, hice esa tontería.

—¿Qué planes tiene usted?

—Hasta ahora no he tenido ninguno; de ahora en adelante, ¿quién sabe?

—¿Pero tiene usted planes políticos?

—No, no; en absoluto.

—¿No tiene usted ideas políticas?

—No.

—¿Pero las ha tenido usted?

—No; he sido del que pagaba mejor. He estado al servicio de nuestro amigo el Zamorano, pero ahora tengo otros proyectos. He trabajado en contra de los carlistas, de los franciscanos, de los jovellanistas y de los carbonarios. Lo de los franciscanos, jovellanistas y carbonarios era relativamente fácil: lo de los carlistas, no.

—¿Y cómo se ha metido usted en el espionaje político sin afición a la política? No es lo general.

—Pues verá usted. Yo, como le digo, no he tenido ningún entusiasmo por esta o la otra doctrina política. No soy un doctrinario como usted.

—¿Usted cree que yo soy un doctrinario?

—Sí; lo que se llama ahora un romántico.

—Pues ha habido majadero que ha dicho que yo no quería más que vivir a costa del Gobierno y explotar la política y muchos amigos míos aseguran que yo no he hecho nada en el Convenio de Vergara, y que todo el mérito se debe al general Espartero.

—Es la adulación natural al que tiene fuerza y posibilidad de dar destinos, honores y condecoraciones. Por otra parte, está usted equivocado, amigo don Eugenio.

—¿Por qué?

—Porque usted cree que a la gente de las ciudades españolas les importa mucho el liberalismo o el absolutismo, y a la gente no le importa nada; esa es la verdad. Hay un ejército liberal y otro carlista, y se baten con energía y a veces con valor; pero la gente no quiere más sino que no pase nada y vivir.

—No sé…, no sé… Pero aquí no se trata de eso, sino de su vida. Cuente usted cómo se metió en el espionaje político.

—Ahora voy. Déjeme usted acabar con la sopa, que está muy buena.

—Es usted un gourmand.

—¡Psch! Tiene uno todavía hambre atrasada. López del Castillo se limpió los labios con la servilleta y levantó una copa de Borgoña y la paladeó.

—¿Bueno? —dijo Aviraneta.

—Maravilloso.

—Veo que también tiene usted sed atrasada.

—Sí; sería uno candidato a todos los vicios que animan y adornan la existencia. Pues bien; ya que le interesa algo le contaré mi vida. Yo soy un señorito ridículo de un pueblo andaluz que se llama Baza. Soy hombre sin instrucción: todos mis talentos se han reducido a tocar medianamente la guitarra con un poco de gracia y a componer relojes. Quizá hubiera sido un relojero regular; pero como no estuve en ningún taller, no pasé de aficionado. En el pueblo, toda mi vida consistía en comer, en dormir, en pasear con unos y con otros y en tocar la guitarra. Algunas veces caía en mis manos algún periódico atrasado de Madrid y lo leía de cabo a rabo; lo leía, más que por curiosidad —no la tenía—, por demostrarme a mí mismo que sabía leer. Yo me río un poco cuando se habla de la juventud de una manera lírica. Es un lugar común que no me entusiasma. La juventud, con salud, con fuerza, con suerte, con dinero, es una gran cosa…; pero la juventud sola, a palo seco, con anginas y dolor de muelas…, eso no vale nada. Casi es peor que las demás edades de la vida. En la juventud fui un hombre poco presumido. Me creía insignificante y me miraba poco o nada al espejo. Tenía algunos compañeros, uno de ellos feo, chato, que sentían gran preocupación por su cara, que me chocaba. A mí me parecía casi repugnante; pero a las chicas no les parecía lo mismo. Lo encontraban bien con su aire de gran mono. Se casó con una muchacha guapa, con algún dinero, y se hizo un hombre serio. Se ve que las condiciones simias son condiciones apreciadas entre las mujeres. Yo, la verdad, creo que no tenía amor propio. Una vez me insultaron estúpidamente, y quedé bastante mal ante el pueblo, por no haber contestado con una bofetada al insulto; pero a mí estos insultos me parecían una estupidez más que otra cosa.

Vegetaba así en mi pueblo, como le he indicado a usted, cuando hice la tontería de escaparme con mi novia. ¿Para qué me escapé? Para nada; por hacer el tonto. Yo no sé si usted sabrá que en los pueblos de al lado del mío suelen decir de Baza: «Si los de Mallorca son mallorquines, los de Baza, ¿qué serán?», y contestan: «bacines». Yo he sido completamente bacín. Aquella escapatoria fue una completa ridiculez. La madre y el padre de la niña estaban deseando que yo me la llevara, porque la chica no tenía dinero, ni era muy guapa, ni muy lista, ni un águila para el trabajo. Si no había obstáculos, preguntará usted: ¿Para qué esa proeza ridícula? Para nada; majaderías. Romanticismos de pueblo. Me escapo con la chica y me voy a Madrid. ¡Qué idea estúpida tendría yo en la cabeza! No lo sé. Llegamos a Madrid unos meses antes de los sucesos de la Granja. Comenzamos a gastar nuestros cuartos y pronto acabamos con ellos; nos quedamos in albis, y fuimos dando tumbos y más tumbos. Yo estaba decidido a no trabajar; mi mujer encontraba esto muy natural.

—Ahora, ¿qué tenemos? —preguntó el Rostro Pálido, interrumpiéndose, viendo que el mozo traía otro plato.

—Salmón; lo remojaremos con una botella de Chablis.

—¡Pero esto es un banquete magnífico!

—Bueno; siga usted.

—Sigo. Con nosotros, con mi mujer y conmigo, vino una criada vieja, también de Baza, la señora Cirila, que pensó que debía protegernos, y nos protegió. Yo creo que dio todo su dinero a mi mujer, y empeñó lo que tenía. ¡Pobre! ¡Qué raza más absurda la nuestra! Proteger a los inútiles habiendo tanta gente útil y trabajadora por esos mundos. Yo, ¡qué quiere usted!, ese espíritu cristiano de protección al que no vale para nada me produce repugnancia.

Los primeros tiempos de Madrid hubo que ir con mucha frecuencia a la casa de empeños, y nos quedamos mi mujer y yo sin joyas y sin ropa. Ya sabe usted los andaluces qué estimación tienen por las sortijas, los pendientes, las pulseras y por toda esa quincallería de negro. Mi mujer se lamentaba de sus zarcillos.

No le digo a usted a qué rincones miserables tuvimos que ir a vivir. Habitamos un entresuelo interior de la calle de Mesón de Paredes, tan húmedo que un bastón que tenía, y que no lo vendí porque no valía dos cuartos, se quedó torcido; pero mi mujer, la señora Cirila y yo seguíamos como si tal cosa y de buen apetito. Todos los días había que abordar el magno problema de comer de balde. Yo era capaz de dar mil vueltas, pero no de trabajar. Como le he dicho a usted antes, me sentía completamente bacín.

Al decir esto el Rostro Pálido se echó a reír, con una carcajada estruendosa, y tanto rio que tuvo que toser, carraspear y sonarse.

—Bueno, cálmese usted —dijo Aviraneta—. Tenemos una poularde de la Bresse a la crema.

—¡Oh! ¡Esto es delicioso! ¿Y por qué le llaman de la Bresse?

—La Bresse es una antigua provincia, que tiene esa especialidad; antes la tenía la comarca de Mans, en Francia. Si quiere usted, beberemos ahora este Burdeos.

—Sí, sí. Esta poularde está exquisita. ¡Es un crimen guisar así, habiendo tanta gente hambrienta! —dijo López del Castillo, con ironía.

—Bueno, siga usted con su historia.

—Pues era yo uno de tantos desocupados madrileños que constituyen el gremio de paseantes en cortes; tomaba el sol en las plazas; miraba los escaparates de las tiendas, y presenciaba los espectáculos callejeros. Como no fumaba, no recogía colillas; de ser fumador, no sé lo que hubiera hecho.

Esta miseria tan grande, esta apatía tan profunda, no sé de dónde podía proceder en mí. Era yo como una rueda que no ha girado nunca y que no tiene deseos de girar.

En este tiempo yo no sé qué pensaba; creo que no tenía ningún plan en la vida. Hacía mis comentarios y reflexiones, pero no sacaba de ellos consecuencia. Creo que me pasaba como al que va amontonando ramas y hierbas secas hasta que un día les echa un papel encendido y arde todo a la carrera.

Mi mujer tenía un primo en Madrid y se acercó a él. El primo Ramón era un hombre muy trabajador, dueño de una cerería de la calle de Silva. Comenzamos a ir a su casa a comer mi mujer y yo. A mí me decía el primo, con acento andaluz cerrado:

—No trabaja, no hases ná, ¿así cómo va a viví?

Yo le contestaba en broma:

—También la pereza tiene su premio, con lo que le desesperaba.

Yo me creía de buena fe un hombre frío, perezoso, incapaz de matar a una mosca; además me consideraba enfermo, y siempre andaba tomando píldoras, jarabes y cocimentos.

Yo era como esas personas de que hablan unas coplas que se venden en la calle:

Aun las personas más sanas,

si son en Madrid nacidas

tienen que hacer sus comidas

de píldoras y tisanas.

Tenía con frecuencia algunos dolores en las costillas que no me dijeron bien los médicos lo que eran, pues uno me aseguró que debía ser cosa hepática, y otro, que una neuralgia.

Para quitar estos dolores me quedó la mala costumbre de tomar unas gotas de láudano cuando me daba algún dolor fuerte o cuando llevaba algunos días sin dormir. Yo no tomaba el láudano por la idea de sentir sueños voluptuosos, sino por quitarme el dolor; así que, cuando me lo he propuesto, he dejado de tomarlo sin ninguna dificultad.