II

LA SEGURIDAD EN LA CÁRCEL

EL preso, sin duda acostumbrado a aquellas medidas de una época arbitraria, no hizo reclamación ni protesta, ni dio gritos, ni se mostró rebelde.

—¿No me podrían poner un poco de lumbre aquí? —preguntó al alcaide.

—Está prohibido por el reglamento.

—Qué estupidez. ¿Por qué será obligatorio que los presos tengan frío?

—Así está mandado.

—Bueno. ¡Qué se le va a hacer!

—Se le calentará la cama cuando vaya usted a acostarse y le traeré una manta más si la necesita.

—Muy bien, muchas gracias.

—¿Cuándo quiere usted comer?

El preso señaló las horas en que deseaba el desayuno, la comida y la cena, y se dedicó a pasear por el cuarto espacioso, con el sombrero encasquetado hasta los ojos, envuelto en la capa. Hacía allí un frío de nevera. En los días siguientes, uno de los demandaderos de la cárcel, Tomasico, traía la comida al preso de la fonda de las Cuatro Naciones; Aviraneta charlaba con él mientras fumaban un cigarro.

La mujer del alcaide llevaba a don Eugenio, antes de acostarse, todas las noches, un ladrillo caliente envuelto en un pedazo de manta, y el prisionero dormía en su prisión como un bendito.

Ya fuese la soledad y el silencio, o el sistema de vida adoptado por él, el caso fue que nuestro conspirador se restableció completamente y se le abrieron las ganas de comer. Desayuno, comida y cena se los zampaba como un hombre joven.

—Bien, don Eugenio, bien —le decía el demandadero—. Se hace por la vida.

—¿No quiere usted?

—No; lo que sobra lo llevo a mi casa para los chicos.

A veces, don Eugenio invitaba a comer al alcaide, a su mujer y al fiel de llaves y charlaban todos amistosamente.

Cerca de tres semanas pasó así nuestro hombre, incomunicado, paseando, comiendo, cenando, fumando y hablando solo, hasta que una noche del mes de febrero, desde la cama, oyó ruido de cerrojos y llaves y vio una línea de luz por debajo de la puerta, y después el cuarto iluminado por un farol.

El preso se incorporó en la cama y se encontró en presencia del gobernador, don Antonio Oviedo, y de algunos señores más, entre ellos un amigo de Aviraneta, de Madrid, don Antonio Zaro. El fiel de llaves tenía en la mano un gran farol como el que llevan los sacristanes para el viático.

—¿Qué pasa? —preguntó don Eugenio.

—Pasa que está usted libre —contestó el gobernador avanzando hacia él—. Si quiere usted, ahora mismo, puede usted salir y marcharse a la fonda.

—No, no. ¿Para qué? —dijo el preso—. Aquí me encuentro muy bien, estoy acostumbrado y el alcaide y los empleados me tratan con mucha amabilidad.

—Pero eso de estar libre…

—No me preocupa. Como ve usted, aquí tengo un buen cuarto, con magnífico silencio para dormir, la mujer del alcaide me atiende mucho y también el alcaide, que es todo un caballero.

—Es usted un preso extraordinario. ¡No quiere salir inmediatamente de la cárcel!… No lo he visto nunca, la verdad.

—Pues no tengo interés en trasladarme a ninguna fonda. ¡Debe correr un frío por esas calles! Si usted me lo permite, señor gobernador, haré un encargo a mi amigo Zaro.

—¿Un encargo secreto?

—No, no; nada de secretos. Se trata únicamente de que vea si puede proporcionarme, para mañana por la mañana, dos caballos y un guía para pasar la frontera por Canfranc.

—Sí, hombre, sí —dijo el señor Zaro—. ¿A qué hora los quiere usted?

—A eso de las ocho.

—Pues los tendrá usted.

—El general Espartero —advirtió el gobernador— ha mandado que se le den a usted auxilios y escolta para pasar la frontera.

—¡Muchas gracias! La verdad, no los necesito; pero de todas maneras le dan ustedes las gracias de mi parte al general.

El jefe político Oviedo y el señor Zaro se despidieron del preso, y el fiel de llaves gritó:

—Buenas noches, don Eugenio, y que duerma usted bien.

Aviraneta volvió a tenderse en la cama y se quedó dormido.