EL VIAJERO ESPECTRAL
UN día de enero de 1840, un señor pequeño, delgado, de tipo aguileño, con la mirada extraviada, vestido de negro, embozado en la clásica capa española y con sombrero alto y redondo, marchaba sentado en un rincón de la diligencia de Madrid a Zaragoza.
Este señor era nuestro amigo don Eugenio de Aviraneta. Don Eugenio, no respuesto aún de la enfermedad padecida en Madrid, estaba más flaco y macilento que de ordinario, tenía un aire triste y agrio. Don Eugenio, en el coche, dormitaba y fumaba.
Había tomado la diligencia para Zaragoza en la central de la calle del Lobo y no había visto por allí gente sospechosa. Estaba tranquilo.
La diligencia de entonces era un aparato inmenso, gigantesco, especie de Arca de Noé, abultada y ventruda, con ventanas redondeadas y varios departamentos y rincones.
Al frente de tal máquina, de aspecto extraordinario y fantástico, corrían dos filas de mulas, que se relevaban en el camino y variaban en número de siete a diez.
Estas mulas, afeitadas desde la mitad del cuerpo hasta el nacimiento de la cola, se llamaban, Capitana, Coronela, Generala, Montesina… El mayoral, indiferente, orgulloso como un primer Lord del Almirantazgo inglés en su elevada posición, condescendía a veces a excitar a los animales para que corrieran, dirigéndoles desde el pescante exhortaciones, frases pintorescas, blasfemias y chasquidos de tralla. Ayudaban al mayoral en su tarea el zagal y el postillón.
Aquel día de enero el tiempo estaba frío y los campos cubiertos de manchones de nieve y de capas extensas de escarcha.
La diligencia había pasado Guadalajara y marchaba camino de Aragón. Iba llena de campesinos, de mujeres, de militares, de cazadores, de curas y de damiselas, de perros y de toda clase de bultos animados e inertes. Los cazadores hablaban de conejos y perdices; el canónigo grueso rezaba con el libro de oraciones en la mano; una vieja suspiraba; una damisela, acompañada de su madre, coqueteaba con un joven militar, melenudo, de bigote y perilla, mientras galopaban las mulas, sonaban los cascabeles y se oían los gritos y trallazos de los conductores.
No se sabe si alguno de los compañeros de viaje, en el aburrimiento propicio a las confidencias, después de contar sus asuntos personales, preguntó a nuestro amigo cuál era su oficio. Si se lo preguntó, él hubiera podido contestar que su especialidad consistía en preparar conspiraciones e intrigas, constituir sociedades secretas y en otros menesteres extraños y misteriosos, más o menos prácticos y necesarios en una sociedad mal organizada.
Lo más probable fue que nadie se atrevió a interrogar a nuestro viajero; seguramente, si alguien llegó a interrogarle, él contestó con evasivas y vaguedades.
Paró la diligencia aquí y allá, se detuvo a la puerta de fondas y posadas, salieron los hosteleros y las maritornes desde el interior de las cocinas, se puso una escalerita en el costado del coche y se echaron paquetes y sacos en la baca; subieron y bajaron viajeros en una plaza ancha con arcos y en una calle estrecha y fangosa; se repitieron los rezos de los curas, los suspiros de las viejas y las miradas incendiarias entre damiselas y lechuguinos, y ¡adelante!, por el campo aterido y helado. Cruzaron varios pueblos aragoneses por en medio de la calle Mayor, pasaron por plazas con soportales, vieron a lo lejos torres mudéjares con adornos y alicatados moriscos y marcharon después durante largo tiempo por despoblados y cerros blancos y rojos sin vegetación, con algunos matorrales pardos.
Entraron en Zaragoza; se detuvo la diligencia en un patio grande, ante un público de vagos, curiosos y mozos de posada, cuando una ronda de policía, formada por cuatro individuos de sombrero de copa, dirigida por uno, se acercó a nuestro viajero, y el que parecía el jefe, con aire misterioso y confidencial, le invitó a salir del coche.
Don Eugenio aceptó la detención con filosófica calma y sin protesta, y fue con los hombres hasta la plaza de la Seo.
Al pasar por las calles la comitiva llamaba la atención, se hablaban las gentes unas a otras por lo bajo y hacían sus comentarios. Al llegar al Ayuntamiento pasaron todos al despacho del alcalde.
—¿Es usted don Eugenio de Aviraneta? —le preguntó la primera autoridad del pueblo.
—Sí.
—Pues no tengo más remedio que detenerle a usted.
—Está bien.
—Así, que vaya usted con este señor.
El jefe de la ronda y Aviraneta salieron del despacho, bajaron la escalera y en la puerta tomaron un cochecito y se dirigieron a la plaza del Mercado.
La cárcel estaba en el arco de Toledo y se componía de dos departamentos, uno en el mismo arco y otro en la antigua casa llamada de los Manifestados, edificio que quedaba de la época de la institución del Justicia. El nombre de Manifestados venía del uso del fuero de manifestación, fuero de los que se refugiaban allí al considerarse agraviados y perseguidos sin motivo.
Don Eugenio, indiferente y fumando un cigarro, entró en la cárcel; pasó a la oficina del alcaide; este, con buenos modos, le decomisó la maleta, los papeles y el dinero y le dio un recibo de todo ello.
Después, muy amable y hasta respetuoso, le llevó a un cuarto grande, donde le encerró con gran ruido de llaves y cerrojos.
Al anochecer se presentaron en la cárcel el jefe político de Zaragoza, don Antonio Oviedo, el capitán general y el juez de primera instancia.
Llamaron al preso a la oficina del alcaide y le sometieron a un breve interrogatorio confidencial, hicieron un registro en sus papeles y un inventario de cuanto llevaba.
Don Eugenio mostró sus credenciales. Estas credenciales le acreditaban como comisionado del Gobierno en el extranjero. Las tres autoridades zaragozanas se manifestaron un tanto confusas y perplejas al ver los documentos. No preguntaron nada acerca de sus planes a don Eugenio, y el alcaide le condujo de nuevo al cuarto de su prisión.
—Este señor debe ser algún personaje importante —dijo el alcaide a su mujer y al fiel de llaves—. Hay que tratarlo con mucho respeto.
Al día siguiente supo don Eugenio por el alcaide que las tres autoridades reunidas determinaron consultar el caso con el general Espartero, futuro jefe del Gobierno, candidato a dictador de España, que entonces se encontraba en el campamento del Mas de las Matas, preparándose para dar la última embestida al carlismo.