VII

LA FUGA DE LOS COMPADRES

POR los datos que recogió Roquet, todo el campo próximo a Berga estaba lleno de grupos de carlistas y de partidas de trabucaires. El canónigo Tristany con su gente andaba merodeando por las proximidades de la frontera.

Un día Roquet preguntó a Marcillón:

—¿Estamos o no estamos? ¿Ha avisado usted a Anatolio?

—Sí; el caso es que…

—¿Qué se le ocurre a usted?

—Se me ocurre que hay peligro.

—¡Ah! Naturalmente.

—¿Y lo dice usted con tranquilidad?

—¿Cómo quiere usted que lo diga?

—¿Sabe usted que entre esos trabucaires hay algunos que llaman atormentadores que pinchan y queman a los prisioneros con ascuas como los abrasadores de Orgeres (los chauffeurs) para que les digan dónde tienen escondido su dinero?

—Sí, eso se cuenta.

—Dicen que el Casulleras y el Tocabens son terribles. Caer en sus manos sería horroroso.

—¿Es que no se quiere usted marchar de aquí, Marcillón? Si es así, dígalo usted.

—Sí, quisiera salir…, pero temo que nuestra salida va a ser difícil.

—¡Ah!, claro, también el quedarse aquí es peligroso. Si encuentran que ha vendido usted tierra y yeso por harina y azúcar lo fusilan a usted sobre la marcha.

—No me diga usted eso.

—¿Pero es usted tan cobarde?

—Siempre he sido hombre tímido y nervioso.

—Pues hay que sacudirse la timidez y la nerviosidad, amigo Marcillón. Yo también estoy en peligro. Si alguno de la Junta me denuncia me pegan cuatro tiros.

—No sé cómo puede usted hablar así, señor Roquet, con esa frialdad. Yo nunca he servido para las aventuras.

—Sí, usted quizá tenía condiciones para millonario, para la vida reposada y tranquila…, yo creo que también. El campo, las flores, una mujer amante…, los niños…

—No se ría usted.

—No me río.

—Yo tengo el valor de reconocer que no soy valiente. ¿Qué quiere usted? Yo no tengo la culpa. El peligro cuando estoy en su presencia me trastorna; el corazón me empieza a palpitar con fuerza, el estómago me da como una vuelta, el cuerpo se me inunda de sudor y comienzo a temblor…, yo no tengo la culpa.

—Nadie tiene la culpa de nada —dijo Roquet con cierta violencia—. ¿Es que cree usted que vamos a ponerle en la hoja de servicios, valor heroico o valor acreditado, como se pone a los militares? No. Esas farsas ridículas se quedan para la milicia pero no valen para los que hemos estado en presidio.

—No hable usted así.

—Es para decirle que todos los hombres son, naturalmente, cobardes menos los locos, pero cuando hay que hacer una cosa que no se puede evitar se hace; como se muere uno al fin siendo valiente o cobarde. Ahora hay que seguir adelante temblando o sin temblar, porque no se puede volver atrás.

—¿Qué quiere usted?, yo no sirvo.

—Lo mismo da que se sirva como que no se sirva. ¿Qué va usted a hacer? Ahora hay que escapar. Esta madrugada a las cuatro al camino y hacia Puigcerdá. ¿Tiene usted su caballo?

—Sí.

—Hoy parece que se ha escapado el obispo de Orihuela disfrazado de pastor.

—¿Se ha escapado?

—Si. No es tímido como usted.

—Lo veo.

—¿Le ha avisado usted a Anatolio?

—Si. ¿Vendrá cuando se le llame?

—¿Tiene también caballo?

—Sí.

Durmieron unas horas y por la mañana a la chita callando tomaron los tres el camino hacia San Julián de Cerdanyola.

Roquet estaba asombrado del poco espíritu de su compañero Marcillón. Este, al ver cualquier grupo de gente, se ponía lívido, se echaba a temblar y comunicaba su miedo a Anatolio.

Cerca de Guardiola de Berga se encontraron a cuatro frailes capuchinos que marchaban a Francia; dos eran catalanes y los otros dos valencianos.

Marcillón y Anatolio se acogieron a ellos pensando que les protegerían y se pusieron a darles conversación. Los frailes no les tranquilizaron, por lo que dijeron el campo estaba lleno de soldados prófugos y de trabucaires. A ellos, pobres capuchinos, creían que no les molestarían; al fin y al cabo los carlistas eran buenos cristianos, pero con los demás no tendrían probablemente las mismas consideraciones. Uno de los frailes catalanes era alto y fornido y rezaba a cada paso con un vozarrón terrible.

Llegaron a la Pobla de Lillet y Marcillón quiso convidar a los frailes a cenar. Así lo hizo y cenaron juntos. Los capuchinos al terminar la cena dijeron que se iban inmediatamente a acostar porque se levantaban al amanecer. En la posada había bastante gente.

Marcillón, Anatolio y Roquet dejaron sus caballitos en la cuadra. El posadero llevó a los tres franceses a dormir a un cuartucho estrecho. Roquet anduvo mirando acá y allá.

Anatolio dijo:

—Vamos a dormir. Yo estoy que no puedo con mi alma.

—No sé si podremos dormir —replicó Marcillón acongojado— porque hay chinches.

—¿Qué quiere usted, que haya rosas? —preguntó con ironía Roquet.

—¡Hombre! ¿Por qué no ha de haber limpieza?

—Porque en un pueblo atrasado y en tiempo de guerra no hay limpieza. No pida usted gollerías. Además, no hay que desesperarse. Hoy no dormimos —añadió Roquet secamente.

—¿Por qué no?

—No se puede dormir. Si se duermen ustedes los despertaré a palos. Estamos en peligro. He visto dos hombres de traza sospechosa que han estado hablando de nosotros.

Marcillón y el Bello Anatolio se miraron y comenzaron a palidecer y a temblar.

A las doce de la noche Roquet salió de la alcoba en la cual estaba con sus franceses con una vela de sebo encendida en la mano. Entró en el cuarto donde ya roncaban los frailes. Estos se habían quitado los hábitos y los habían dejado en el suelo cerca del jergón donde dormían. Hacía calor.

Roquet volvió a su alcoba con tres hábitos y echando uno sobre Marcillón y el otro sobre Anatolio les dijo:

—Pónganse ustedes eso.

Él se disfrazó con rapidez.

Marcillón y Anatolio asustados se pusieron los hábitos torpemente. Marcillón protestaba porque el hábito olía mal.

—Olerá a cerdo —indicó Roquet con indiferencia.

—¡Qué cosas dice usted! —exclamó Marcillón, que era respetuoso con las personas religiosas.

—Ahora vamos —añadió Roquet.

Salieron, abrieron la puerta de la posada y montaron en sus caballerías. Uno de los frailes, de los catalanes, que sin duda se había dado cuenta de que les habían robado los hábitos, salió a la ventana y comenzó a gritar con furia.

Lladres! Bugres! Indesens! Sancarrones!

—En marcha —dijo Roquet.

Echaron a trotar a campo traviesa alejándose del pueblo. Marcharon así tres o cuatro horas, cruzaron algunas aldeas. Era muy difícil de noche saber dónde se estaba, si lejos o cerca de la frontera, sobre todo no conociendo el país. Roquet pensando que al fin tendrían que preguntar en alguna parte se decidió a llamar en una venta solitaria del camino.

—¿Y será conveniente seguir con estos hábitos? —preguntó Marcillón.

—Los dejaremos ahí, entre las zarzas.

Se quitaron los hábitos, los echaron bajo unas matas y llamaron en la venta.

Salió un hombre de unos treinta a cuarenta años, fuerte y rojo, con pantalón corto y barretina morada que les hizo pasar adentro. Había allí una vieja y una muchacha morena, con ojos grandes, despeinada, con una mata de pelo negro, que iban y venían cantando y moviendo las caderas.

La venta era pobre, Roquet habló al ventero y los condujeron a los tres a dormir al pajar. Los caballos los llevaron a la cuadra.

Roquet dijo a sus amigos:

—Uno tiene que estar en vela mientras los otros duermen. Yo estaré hasta que amanezca.

Roquet llenó la pipa y encendió la yesca con el pedernal y el eslabón.

—Es peligroso —le dijo Anatolio— el fumar aquí.

—Muy peligroso —añadió Marcillón.

—Mejor, así no dormiré con el cuidado de no provocar el incendio.

Los otros dos se echaron en la paja y se quedaron inmediatamente dormidos, Roquet siguió vigilando fumando pipa tras pipa.

Comenzaban a penetrar los rayos del sol por entre los intersticios de las tejas cuando Roquet vio que el ventero se asomaba al pajar y se acercaba agazapándose adonde ellos estaban.

—¡Malo! —exclamó Roquet, este ventero es un granuja y dio un puntapié a Marcillón que gritó:

—¡Eh!, ¿qué pasa?

El ventero desapareció al momento.

Roquet despertó a sus dos compañeros.

—Vámonos —les dijo— aquí también estamos en peligro.

Se levantaron y bajaron a la cocina. La venta tenía un aire muy pobre y muy sórdido, al ventero si no era un pillo no le faltaba para serlo, a juzgar por su fisonomía, el canto de un duro.

—¿Pero hombre, no han dormido ustedes nada? —les dijo al verles.

—Es que estos tienen pesadillas y gritando se han despertado y me han despertado a mi, replicó Roquet.

—¿Qué van ustedes a hacer?

—Vamos a ir a Francia, pero quisiéramos un guía.

—Muy bien, yo se lo proporcionaré —dijo el ventero—. Les avisaré a unos contrabandistas y les dejarán en Francia.

No hizo más que salir el ventero cuando Roquet sacó los caballos de la cuadra, montó en uno de ellos y mandó que hicieran lo mismo sus compañeros.

—¿Qué, se van? —preguntó la muchacha de la venta sorprendida.

—Sí.

—¿Es que no tienen confianza?

—Poca. ¿Cuánto es la cama?

—Tres pesetas.

—Ahí van.

Salieron al trote.

Una hora después vieron a un pastor, le preguntaron si estaban cerca de la frontera y el pastor no les contestó.

Siguieron adelante y encontraron a una mujer. Esta les dijo que la frontera está próxima, pero, añadió, que andaban por ella tropas que habían acampado en una colina.

Roquet empezaba a sospechar que su fuga iba a terminar en un fracaso y que los iban a prender. En esto vieron cuatro hombres que venían a caballo. Por su aspecto eran carlistas.

—Un momento —les dijo Roquet con decisión—. ¿Ustedes van a Francia?

—Sí.

—¿Les podemos seguir a ustedes?

—No hay inconveniente.

—Nosotros no conocemos el camino.

Aquellos cuatro hombres avanzaron muy de prisa y Roquet, Marcillón y Anatolio les siguieron. Al acercarse a la frontera un grupo de guerrilleros les hicieron señas y dieron gritos para que se detuviesen.

Los cuatro jinetes pusieron sus caballos al galope. Los tres franceses hicieron lo mismo y avanzaron durante un cuarto de hora oyendo silbar algunas balas por encima de sus cabezas. Al entrar en Francia y ver el poste de la frontera Roquet dijo:

—Adelante todavía.

Cuando ya llevaban más de media legua en tierra francesa Roquet gritó:

—¡Alto! Ya estamos en seguridad.

Entonces paró el caballo y los compañeros hicieron lo mismo. Marcillón desmontó pálido, demudado, se llevó la mano al corazón y exclamó:

—Déjeme usted un momento, y se echó en el suelo aniquilado.

Anatolio se sentó en una piedra. Cuando se le pasó la fatiga, Marcillón exclamó:

—Es usted un valiente, señor Roquet. Este y yo somos unas mujerzuelas.

El insultar a su compañero y el participar con él su cobardía le consolaba.

Llegaron a Bourg-Madame, pueblo banal y fueron al hotel del Comercio. Se lavaron y arreglaron y pasaron al comedor. Después de comer pidieron una botella de Champaña y bebieron alegremente.

—¡A la salud de Roquet!

—¡A la salud de Marcillón!

—¡Por nuestro amigo Anatolio! Así siguieron las libaciones.

—La verdad es que esto de encontrarse en Francia… en seguridad —dijo Marcillón— es magnífico. Todas estas últimas noches soñaba…, unas veces que me cogían por el cuello…, otras que me obligaban a comer la tierra de los sacos del almacén.

—Sería un suplicio terrible —exclamó Anatolio—. ¡Tanta tierra! ¡Qué idea! Después de dormir, por la mañana siguieron el camino para Tolosa.

En este camino Marcillón y el Bello Anatolio se mostraron alegres y contentos, cantaron todas las canciones que sabían repetidas veces, desde la Mére Michel a Fanfan la Tulipe. Anatolio hizo títeres, Marcillón de placer abrazaba las piedras y las besaba.

—Oye Marcillón —dijo de pronto Anatolio.

—¿Qué?

—Cuando abran nuestras latas de conservas y nuestros barriles, ¿qué sorpresa? ¿Eh?

—Será terrible, querido, terrible… ¡Qué broma!

—Yo he metido en uno de los barriles, entre la tierra, un gato muerto.

—¿De verdad?

—Sí.

Marcillón y Anatolio se pusieron a reír como locos.

—Y una lata está llena de ratones.

Al llegar a Toulouse Marcillón y Roquet hicieron sus cuentas. Marcillón serio en sus compromisos industriales cobró sus letras y le dio a Roquet seis mil francos y a Anatolio la parte que le correspondía.

—No hable usted por ahí señor Roquet de mi falta de ánimo —dijo Marcillón al despedirse de Roquet.

—No, ¿para qué voy a hablar de eso? No tiene importancia Además que en el sitio donde yo vivo no le conocen a usted.

Roquet era un hombre demasiado práctico para que le preocupara una insignificancia de tal naturaleza.

Aviraneta gratificó a Roquet con cuatro mil francos los cuales, unidos a la venta de su caballo, llegaron a cinco mil. Roquet se marchó a su casa de Behovia con once mil francos en el bolsillo.

Un mes después Cabrera llegaba a Tolosa de Francia escoltado por un pelotón de caballería. El comisario de policía, el señor Lenormand, quiso llevar a Aviraneta para que le viese al caudillo. Aviraneta se negó.

Se había acabado la guerra civil. Se decía que Cabrera y los principales jefes carlistas llevaban bolsas llenas de oro en sus equipajes al pasar a Francia. No era fácil saberlo.

Se aseguró que, al principio, Cabrera gastaba todo su dinero en el ejército y en francachelas, luego se supuso que empezó a guardar porque la guerra iba tomando mal cariz.

De los tres franceses escapados de Berga, Roquet gastó en poco tiempo el dinero que le habían dado don Eugenio y Marcillón, fue a Argelia y murió allí asesinado.

El Bello Anatolio puso un café en su pueblo, en Castres, se las manejó bien y llegó a ganar dinero.

Marcillón fue a Avignonet, cerca de Castelnaudary y se dedicó a vivir de sus rentas y a pescar en el canal del Midi como eran sus ideales Luego se casó, con el tiempo, con una viuda rica que tenía dos hijos y compró una hermosa casa llena de flores. Marcillón fue un buen marido y un excelente padre de familia.

Como era hombre inteligente y de fantasía le gustaba contar sus aventuras de juventud, naturalmente, cambiadas y transformadas.

Su estancia en la cárcel la atribuía a sus campañas políticas, su entrada en Cataluña era consecuencia de su entusiasmo por la religión y por la legitimidad.

Él era un hombre de otra época, de otro siglo, con un espíritu de vendeano, partidario a ultranza de la legitimidad y de la lealtad. Dios, el Rey, la Patria, esos habían sido siempre sus ideales a los cuales había levantado un altar en su corazón.

—¿Qué quieren ustedes? —solía decir a sus oyentes—, en mi juventud he sido un loco, un insensato. Yo comprendo que hay que ser prudente en la vida, pero yo no lo he sido, no lo he podido ser. Me decían que aquí o allí se peleaba por mis ideas y yo iba atropellándolo todo. Era un Quijote, un personaje ridículo, lo comprendo pero… ¿qué iba a hacer?… era más fuerte que yo. Tenía una confianza absurda, creía que las balas me iban a respetar siempre.

—Eso es el valor —interrumpía alguno.

—No, no; eso es una locura, una insensatez.

Tan convencido parecía estar de lo que contaba que escribió un librito en un estilo imitado del vizconde de Chateaubriand titulado Memorias de un voluntario realista en España, impreso en Tolosa, que tuvo algún éxito.

Hablaba en sus memorias de su familia pobre, pero ilustre, descendiente de héroes de las Cruzadas, de sus hazañas militares, de su amigo el conde de España y de los esfuerzos que había hecho para salvarle. Se colocaba en las filas de los leales, de los legitimistas y afirmaba que estaba siempre dispuesto a sacrificarse por la felicidad del royaume de France. Desde entonces le pareció necesario firmarse De Marcillón.

Marcillón pudo pescar hasta hartarse en el canal próximo a su pueblo y tuvo al morir una excelente necrología en un periódico de Castelnaudary y en otro de Carcasona, cosas de las más agradables y halagüeñas para el corazón de un hombre del Mediodía de Francia.

Madrid. Noviembre, 1930.