CABRERA EN BERGA
AL día siguiente amaneció tranquila la ciudad.
Roquet se levantó, se vistió y después de desayunar fue a casa del cirujano Ferrer a ver si se había marchado. La casa estaba abierta, parecía un hospital robado, según dijo una vieja castellana; no quedaba dentro más que una tinaja, unos cacharros grandes de cocina y unas sillas viejas. Ferrer se llevó lo que pudo; alguna gente maleante se dio cuenta del abandono de la casa y arrambló con lo demás.
—¿A quién busca usted?, ¿al cirujano Ferrer? —preguntó una mujer a Roquet.
—Sí.
—El cirujano y su familia se han marchado a las cuatro de la madrugada. Llevaron los muebles en un carro y marcharon ellos en una tartana.
Roquet volvió a la posada y tuvo una larga conversación con Marcillón. Quedaron de acuerdo en que tenían que esperar para escaparse. Mientras no comenzaran a sacar géneros del almacén, Marcillón no tenía miedo.
El día aquel en que Cabrera iba a presentarse ante el pueblo, no era prudente escaparse, podían infundir sospechas, tomarlos por gente comprometida en la muerte del conde de España y hacer que los detuvieran.
Decidieron Roquet y Marcillón, si se encontraban por las calles, no hablarse ni darse por conocidos.
Roquet anduvo por el pueblo observando los movimientos de la multitud que llenaba las calles.
Al mediodía, los vocales de la Junta unidos al gobernador militar comenzaron a recorrer a caballo las baterías, los fuertes y las puertas de la ciudad. Arengaban y excitaban a las masas. Con ellos iban varios curas y frailes, echaban discursos frenéticos desde los balcones y las esquinas. No decían nada concreto sobre la entrada próxima de Cabrera. Algunos que hablaron de ello fueron muy aplaudidos.
Se distribuyó a la tropa una ración de aguardiente. Los soldados parecían excitados y alegres.
A la una se presentó a la vista del pueblo una partida de caballería de Cabrera. Venían los soldados con sus boinas blancas y uno de ellos enarbolaba un pequeño estandarte. Se veían por el campo pelotones de caballería, los jinetes con boinas y capas iban avanzando al paso.
La expectación de los bergadanos era grande; las puertas de la ciudad se mantenían cerradas. Mucha gente se asoma a los balcones y a las murallas. A pesar de la excitación pública, reinaba un profundo silencio. Se había dado orden de que no se dispararan salvas.
La guarnición de Berga se componía del batallón del Pep del Oli, del de Griset y de una compañía de artilleros, otra de zapadores y dos batallones de voluntarios realistas.
Si la guarnición hubiera querido resistir probablemente Cabrera hubiera tenido que retirarse. Roquet fue a la posada de Marcillón a comer y después de comer reunido con dos capataces vascos de la Maestranza, entró en el convento de San Francisco y se asomaron a una ventana que daba al campo.
A eso de las dos o las tres de la tarde aparecieron a la vista varios batallones y una gran escolta de caballería.
Cabrera, a una distancia de tiro de cañón, iba reconociendo la plaza y colocando piquetes como para un posible ataque.
En el Estado Mayor que rodeaba al general tortosino tremolaron un pañuelo blanco en la punta de una lanza. De la plaza respondieron levantando una bandera también blanca en el tejado del convento de la Merced.
Se abrió entonces una de las puertas de la ciudad, la más próxima al fuerte del Rosario, y salieron y se acercaron al Estado Mayor de Cabrera las fuerzas del Pep del Oli y varios individuos de la Junta.
Al parecer, por lo que dijeron después de haber conferenciado estos individuos con Cabrera y con el intendente Labandero, volvieron a Berga.
Se aseguró que Cabrera venía con intenciones de concordia, sin ideas agresivas para nadie. Se reunió la Junta y se decidió que entraran las tropas en la ciudad.
De allí a poco se hizo la señal convenida y se abrieron las puertas. Cabrera, vestido de gran uniforme, pálido, pero ya restablecido de su enfermedad, rodeado de su Estado Mayor y de su escolta, seguido de todos los batallones y escuadrones, hizo su entrada en la plaza en medio del mayor entusiasmo del vecindario.
Con las tropas de Cabrera de infantería y caballería, llegaron una nube de canónigos, de capellanes y de frailes. Acompañaban también al caudillo carlista dos hermanas y un hermano.
Al día siguiente se celebraron varias fiestas y regocijos.
Los cómplices de la muerte del conde de España parecían seguros, se encontraban tranquilos, fiados en la palabra del general.
—¿Qué hacemos? —preguntaba todas las noches Roquet a Marcillón—. Cuando usted diga nos vamos.
—Yo por ahora no tengo prisa. He pedido un salvoconducto para mí, otro para usted y para Anatolio. Si no pasa nada esperaremos.
A pesar de las promesas hechas a los junteros, Cabrera, con el mayor sigilo, encargó la formación del sumario por la muerte del conde de España al coronel Serradilla. Este lo instruyó pronto y entregó el proceso terminado al general carlista.
El 12 de junio por la mañana Cabrera citó a los individuos de la Junta de Berga y los mandó presos al Santuario de Queralt. Orteu, Torrabadella y Dalmau fueron los primeros presos; Milla, Ventós y Sampons, también detenidos, quedaron poco después en libertad. El mismo día fueron arrestados Mariano Orteu, el brigadier Valls y el comandante Grau.
Se afirmó que habían preso a Narciso Ferrer en compañía de un cura de Moya llamado Bartolet, pero otros dijeron que le buscaron inútilmente y que no consiguieron dar con él.
Cabrera mandó con gran insistencia que se detuviera al cura Ferrer, pero no lo encontraron.
Al mismo tiempo que a los jefes de la Junta, se comenzó a prender a sus amigos y allegados. Parecía que el terror cabrerista iba a implantarse en Berga.
Aunque corrió la voz de que los castigos serían severos e inmediatos, Cabrera no se dio mucha prisa. Sin duda, le bastaba dar una impresión de severidad.
Unos días después de ejecutarse la detención de los presuntos reos y cómplices en la muerte del conde de España, ocurrió la deserción del comandante general de las fuerzas carlistas catalanas, don José Segarra, al campo de la Reina y se descubrió al mismo tiempo un complot para entregar a los liberales la plaza de Berga.
Segarra había estado escondido varios días en una finca de la señora Senespleda, esperando ver lo que hacía Cabrera.
Segarra marchó a Prats de Llusanés donde parece que tenía partidarios y pensaba arrastrarlos a una transacción con los liberales, pero no consiguió su objeto.
Segarra salió de Prats de Llusanés con treinta hombres de escolta que se le sublevaron en San Bartolomé del Grau y se le escaparon llevándole el equipaje.
Dos asistentes le siguieron, pero cuando se hallaban a corta distancia del campo liberal desconfiaron de las intenciones de su jefe, viéndole que se aproximaba cada vez más a los enemigos.
Estos asistentes contaron después que ellos exigieron de Segarra que les comunicase sus intenciones, pero Segarra por toda respuesta soltó la brida al caballo y partió al galope hacia Vich.
Los asistentes volvieron a Cabrera con sus lanzas ensangrentadas, jactándose de haber herido al general traidor y dando por disculpa de no haberle matado la ventaja sacada a sus caballos por el que montaba Segarra.
Los amigos del cabecilla dijeron que si escapó fue después de que los soldados le robaron el equipaje, cuatro hermosos caballos y ciento sesenta y dos onzas, no dejándole más que la camisa, el chaleco, el pantalón, los calcetines, un zapato y un pañuelo que llevaba en la cabeza.
Segarra, al entrar en Vich, publicó una alocución a sus antiguos amigos y compañeros de armas, exhortándoles a dejar el carlismo ya vencido y a ingresar en el partido de la Reina. Cabrera contestó a la alocución con otra, como todas las suyas jactanciosa y un tanto pedantesca.
Cabrera castigó a la señora de Senespleda, que había ocultado en su finca a Segarra, con una multa de cuarenta mil reales.
La conspiración para entregar la plaza de Berga a los liberales fue bastante oscura. En esto Cabrera se mostró más rápido y expeditivo que en la causa por la muerte del conde de España.
Inmediatamente fueron presos y fusilados el primer comandante de batallón, don Luis Castañola, el capitán Correcher y el teniente García. Castañola era un pobre hombre apático que se había comprometido pensando que el carlismo declinaba, los otros dos creían también que la rendición de Berga no tardaría en verificarse.
Estos fusilamientos fueron algo estúpido y sin sentido. Cabrera podía comprender que la guerra por entonces estaba perdida para los carlistas y que tendría que escapar pronto a Francia. La pedantería militar pudo en él más que el buen sentido y se dejó llevar por la disciplina rígida.
En cambio, con los matadores del conde de España, el caudillo tortosino estuvo más discreto.
Los llevó hasta la frontera, presos, y antes de entrar en Francia y con el pretexto de que no se podía aclarar bien la participación de cada uno en el crimen, los dejó en libertad.