IV

ROQUET Y MARCILLÓN

UNOS días después, don Eugenio se encontró con Castelnau, el ex ayudante del conde de España, que tenía la obsesión de vengar la muerte de su antiguo jefe.

Castelnau le dijo:

—Tengo noticias de que los asuntos de Cataluña se encrespan.

—¿Qué sucede?

—Tristany y Segarra no se entienden con la Junta, y esta a su vez no quiere nada con Cabrera.

—Esto toma mal cariz.

—Sólo Dios sabe en qué va a terminar todo ello.

—¿Y en sus gestiones con relación a la muerte del conde, ocurre alguna novedad?

—Me escriben de Berga que los asesinos del general están llenos de miedo y que trabajan para que el pueblo haga causa común con ellos —contestó Castelnau—. Tratan de defenderse en la ciudad, donde no admiten más que a gente catalana, suya, incondicional, y están aprovisionando la población con toda clase de víveres que la Junta hace traer de los pueblos próximos.

Aviraneta celebró en su fuero interno que la Junta llevase sus consejos a la práctica.

Al parecer, Berga se encontraba en un momento de inquietud y de terror; el vecindario estaba asustado y descontento de la marcha del carlismo.

En aquel estado de fermentación, se supo la toma de Morella por Espartero. Cabrera se acercaba al Ebro, probablemente para entrar en Cataluña.

Aviraneta llamó a Roquet, que se presentó enseguida en Tolosa. Le dijo que tendría que ir de nuevo a Berga.

—Muy bien. Estoy dispuesto —contestó el francés. Aviraneta escribió una carta, con tinta simpática, para el cirujano Ferrer; le decía así:

Señor Ferrer:

Por telégrafo se ha sabido el paso de Cabrera del Ebro. El tortosino se dirige a Berga con ánimo de instalarse allí despóticamente, de poner en la ciudad su cuartel general y de vengar la muerte del conde de España. El ayudante de este, Luis Adell, y varios carlistas se preparan para marchar a Berga con anticipación, con el pretexto de organizar mejor la defensa del pueblo contra los cristinos; pero, en realidad, con el objeto de cebarse en los que tomaron parte en la muerte del conde. Miren ustedes bien a quién admiten en la ciudad; en esto deben poner ustedes toda su atención. No permitan que entre nadie en el pueblo que no sea incondicional de la Junta.

Etchegaray.

A Roquet, don Eugenio le encargó que, cuando fuese a Berga, recogiese cuantas versiones corrieran por el pueblo, y que, si podía, defendiese en todas partes con su palabra a los individuos de la Junta. También debía enterarse de los proyectos de Cabrera y averiguar si tenía intenciones de escapar a Francia y por dónde pensaba hacerlo.

Le recomendó que si Cabrera llegaba a Berga, hiciera lo posible por permanecer en la ciudad, presenciar la entrada del caudillo y el desenlace de la tragedia.

—Sería conveniente —añadió— avisar a Segarra y decirle que la Reina tiene gran interés en que la guerra termine en Cataluña con otro convenio como el de Vergara y advertirle también que los dos enemigos acérrimos de este posible convenio son Espartero y Cabrera, porque ninguno de los dos ve en la transacción un medio de lucirse.

Roquet escuchó las recomendaciones. El francés era hombre frío y templado. Su táctica estribaba en la astucia, en esconderse y deslizarse como una anguila.

Roquet fue al corral de las Cuevas del Padre José a coger su caballito. Tomó un criado español de la frontera, muy poco avispado, y le dio a guardar la carta de don Eugenio para Ferrer, metida en un libro de misa, y este en una alforja.

Roquet aseguró a don Eugenio que al día siguiente estaría en Berga. Se pusieron en camino, amo y criado, en las primeras horas de la mañana; el uno en su caballito y el otro en un mulo, y llegaron delante de Berga al anochecer.

No les dejaron entrar. Un sargento de miqueletes, que mandaba en la puerta de la ciudad, les detuvo.

—Vengo de Tolosa de Francia, y traigo una carta importante para el cirujano Ferrer —dijo Roquet.

—Bien; deme usted la carta.

—No. La orden que tengo es de entregarla en manos del médico Ferrer o en las de su hermano, el vocal de la Junta, don Narciso.

—Entonces, espere usted aquí en el cuerpo de guardia.

—¿Va usted avisar?

—Sí, voy a enviar un miquelete para que le avise al cirujano.

No tardaría media hora, y volvió con el médico Ferrer. Este, desde alguna distancia, conoció a Roquet y le saludó con la mano.

Cuando se acercó al cuerpo de guardia, le dijo al sargento, por el francés:

—Conozco a este señor. Bajo mi responsabilidad, déjele usted pasar.

—Muy bien, que pase.

—¿Trae usted alguna carta? —preguntó Ferrer con ansiedad.

—Sí, traigo una carta del señor Etchegaray. Ferrer la leyó, y dijo:

—Voy enseguida a llevársela a mi hermano. La cosa es grave. Usted sabe dónde vivo, vaya usted a mi casa a descansar y deje usted el caballo en la cuadra. Yo iré inmediatamente a reunirme con usted y comeremos juntos.

—Muy bien. Oiga usted: ¿no podría pasar este mozo que me acompaña?

—¿Para qué? —contestó Ferrer—. ¿Vive aquí? 

—No, vive en Francia.

—Pues entonces vale más que lo despida usted y que se vuelva.

Roquet le pagó al mozo la ida y la vuelta y se marchó inmediatamente a casa de Ferrer, donde fue bien recibido por su mujer y por su cuñada.

Una hora después apareció el cirujano.

—¿Qué dice el señor Etchegaray? —le preguntó a Roquet.

—Sigue en Tolosa, siempre muy preocupado con la suerte del carlismo.

—Es un excelente sujeto. El contenido de la carta que me ha enviado demuestra el gran amor que tiene Etchegaray por don Carlos y por el carlismo.

—Sí, es un gran entusiasta —repuso Roquet sin pestañear—. ¿Y qué pasa ahora? ¿Cómo va la Junta?

—La Junta, en estos momentos, y se lo digo a usted muy reservadamente, está reunida. Van a tomar medidas muy rigurosas para que no se deje entrar a nadie en la ciudad, sobre todo a nadie procedente de Francia, ni a ningún militar de graduación.

—Así, ¿que no podrá pasar ni una rata?

—Nadie.

—Y la Junta, ¿qué ha dicho del paso de Cabrera por el Ebro y de su entrada en Cataluña?

—La Junta ha sabido hoy la entrada de Cabrera en Cataluña; pero el público no conoce la noticia. Por esto, le advierto a usted que no diga una palabra ni hable de ello en la calle.

—No tenga usted cuidado.

—Las circunstancias son muy críticas y difíciles y hay que estar muy sobre aviso.

—Descuide usted. ¿Y se sabe si Cabrera se dirige a Berga?

—Esto todavía no lo sabemos con seguridad. Al día siguiente, Roquet salió de la casa del cirujano para ir a visitar a Marcillón.

Había por las calles de Berga mucha gente armada, entre ella, algunos paisanos con fusiles y sables.

La Junta había asumido todos los poderes, y a cuantas personas sospechosas, en concepto de los junteros, que vagaban por las calles, se las echaba de la ciudad.

Se había dispuesto no permitir la entrada a ningún general ni militar de graduación. Se admitiría únicamente a los que tuvieran el grado de comandante para abajo, con tal de que fuesen catalanes y hubieran servido con anterioridad en Cataluña.

Marcillón llevó a Roquet a la trastienda de su fonducho, un sitio muy amplio y confortable, con armarios con botellas llenas de etiquetas.

La taberna de Marcillón estaba cerca de la calle Mayor, en una casa baja. Era muy limpia y elegante, con la portada pintada de rojo; el escaparate, con cristales pequeños, mostraba botellas de todas clases de licores.

Marcillón, que sabía que se robaba mucho en el pueblo, no tenía en el escaparate más que cascos de botella llenos de agua.

El fondo de la taberna del francés daba a una callejuela estrecha. Allí se ponían algunas mesas, donde solían comer los oficiales que tenían dinero.

Cruzando la callejuela, en un sótano, estaba el almacén de Marcillón, cerrado por unas puertas gruesas, reforzadas por barras de hierro en forma de aspa.

Roquet y Marcillón hablaron largo y tendido, y Marcillón le dijo:

—¿Quiere usted comer conmigo, paisano?

—Con mucho gusto.

—Prepararé una buena comida.

—Entonces voy a avisar a Ferrer que no comeré en su casa —indicó Roquet.

—Muy bien; mientras tanto, haré yo mis preparativos —dijo Marcillón—. Tengo una cocinera, pero cuando quiero hacer una comida cuidada la atiendo yo mismo. Así que a la una le espero.

—¿Comeremos solos?

—No; comerá con nosotros un amigo y socio, Anatolio, un francés que está en la administración militar.

Macillón preparó una espléndida comida, con vinos de buena marca, café y licores.

Roquet encontró al volver a la taberna a Marcillón con un joven de veinticinco a treinta años, a quien le presentó. Era Anatolio Pichard, llamado el Bello Anatolio. El Bello Anatolio era hombre delgado, esbelto, rubio, con un bigote con las puntas hacia arriba.

La comida se prolongó hasta media tarde. Los tres compinches comieron y bebieron de lo lindo. De pronto, Marcillón, mirando atentamente a Roquet con una mirada lúcida, murmuró:

—Perdone usted, señor Roquet. Se me ocurre una observación; quizá me equivoque.

—Veamos la observación.

—No sé qué me hace pensar que usted y yo, como nuestro amigo Anatolio, hemos pasado temporadas en Francia en algún establecimiento del Estado… No sé si me comprende usted: en algún establecimiento como un colegio…, aunque no es colegio.

—Hum… Quizá. ¿Por qué se lo ha figurado usted?

—Qué sé yo… Hay algo que queda… Y yo soy observador, un tanto psicólogo.

—Pues es verdad. ¿Y usted también ha estado?…

—Yo he pasado unos años en Tolón.

—Años. ¡Demonio!

—Sí, años; me engañaron de mala manera.

—Yo no he llegado a tanto; no he pasado más que algunos meses a la sombra… en Burdeos.

—¿Y la especialidad de usted?

—Se me atribuyeron algunas firmas falsas —insinuó Roquet.

—A mí me acusaron de haber hecho pasar billetes que parecía que no estaban grabados por los grabadores del Estado —dijo Marcillón.

—Yo fui acusado injustamente; lo he dicho siempre, aunque quizá no fuese verdad —añadió Anatolio, riendo—, de hacer una falsificación. 

—Así que cada uno de nosotros —indicó Marcillón— somos lo que se llama elegantemente en la lengua de Racine un cheval de retour.

—Algo por el estilo.

—Encantado de haber hecho su conocimiento, señor Roquet —dijo Anatolio, levantándose y alargándole la mano.

—A sus órdenes, señor Pichard.

El Bello Anatolio estrechó la mano de Roquet.

—Aquí, en país extranjero —añadió Roquet—, si algo puedo hacer por ustedes, lo haré con mucho gusto.

—Digo lo mismo —añadió Anatolio.

Anatolio Pichard, el Bello Anatolio, tenía su historia, no muy clara ni muy limpia. En su juventud había sido acróbata ambulante y andaba con los pies, daba saltos mortales y se descoyuntaba con mucho arte; pero no llamaba la atención. Cansado de su falta de éxito, se metió en otros negocios.

Preso como expendedor de billetes falsos en Marsella, estuvo en Orán, donde tuvo otra condena por estafa. Escapado, se metió en España y entró en la administración militar de los carlistas. Después comenzó a ayudar a Marcillón en negocios de contrabando y de suministros.

Roquet explicó cómo había sido enviado por los carlistas de Tolosa a enterarse de lo que pasaba en Berga.

Los negocios suyos andaban mal, y no tenía más remedio que dedicarse a estas empresas peligrosas para vivir.

—Nosotros le daremos a usted todos los informes que necesite, querido señor Roquet —dijo Marcillón.

—¡Muchísimas gracias!

—A cambio le pediremos a usted sus consejos, porque andamos metidos en unas combinaciones un tanto peligrosas.

Marcillón contó a Roquet una serie de historias del pueblo referentes al conde de España y a la Junta.

—En estos días, los individuos de la Junta salen de noche acompañados de una partida de caballería y otra de miqueletes de toda su confianza, hacen un recorrido por las inmediaciones del pueblo y al amanecer vuelven a Berga.

—¿Hay miedo?

—Mucho miedo.

Marcillón siguió contando más historias y dando detalles de todas las personas que tenían influencia en el carlismo de Berga.

—Con todo esto que me ha dicho usted tengo lo suficiente para contentar a mis patrones —dijo Roquet.

—¿Son carlistas de veras? —preguntó Marcillón sonriendo.

—Con hombres inteligentes y astutos como ustedes no hay disimulo posible —dijo amablemente Roquet—. El individuo que me paga es, creo yo, un agente del Gobierno español.

—¿Y se llama?

—Etchegaray, es un vasco.

—Confianza por confianza —repuso Marcillón—, le voy a contar a usted mi asunto, creo que nos podremos ayudar mutuamente.

—Espero que sí.

—Yo vine aquí hace cuatro años y puse una tabernita, una tienda de comestibles y una posada…, todo ello para mal vivir. Después me reuní con algunos comerciantes de aquí y con la ayuda de Anatolio, hicimos algunas trastadas, vendimos harina de trigo mezclada con centeno al ejército carlista, trajimos zapatos con suela de cartón y mantas que no tenían de mantas más que el nombre.

—Tampoco cobrábamos con moneda saneada —saltó Anatolio.

—Es cierto ni mucho menos, y además nos dejaron sin pagar factura sobre factura.

—¿Y el conde de España, que dicen que era tan severo, permitía esto? —preguntó Roquet.

—El conde de España veía sólo lo que pasaba por sus ojos, aunque él creía que veía todo, pero había muchas cosas más de las que podía ver y comprobar el viejo general.

—¿Así que le daban también la castaña?

—¡Y cómo no! La mayoría de las cosas pasaban sin que él interviniera.

—¿Y con cobros tan malos podían ustedes hacer negocio?

—Sí, a pesar de ello hemos podido reunir un pequeño capital, pero yo quisiera redondearlo vendiendo la tienda y la posada.

—Eso de redondear un capital es siempre peligroso —dijo Roquet.

—¿Cree usted? —preguntó Marcillón un poco inquieto.

—He visto muchos que por querer redondear un capital se han arruinado. ¿Y usted ha encontrado comprador?

—Si, traspaso la taberna y la fonda y estoy en tratos para vender el almacén. Lo principal se queda la Junta. El almacén mío, señor Roquet, es una cosa grande, algo genial…, algo napoleónico.

—¿Por qué?

—Porque es más de la mitad falso, por cada saco de harina verdadero o por cada saco de azúcar auténtico, hay otro lleno de tierra o de yeso. También hay latas de conservas magníficamente soldadas que no tienen más que agua y tarros de dulce llenos de tronchos de berza.

—Pero pueden descubrir su fraude.

—¡No me asuste usted, Roquet! Todo está muy bien preparado y estudiado, cada bulto falso tiene su contraseña. Si vendo mi almacén y si no viene Cabrera u otro general con tropas numerosas, tardarán en notar el engaño un mes. Si viene Cabrera u otro caudillo y se acumulan las tropas y se comienza a consumir mucho, a los ocho días se descubrirá la farsa.

—¿Entonces hay que estar a la mira?

—¡Ah, claro!

—Y escapar si viene la ocasión.

—No cabe duda. Yo quisiera que usted nos ayudara.

—¿Qué puedo hacer yo?

—Muchas cosas. La primera que le voy a proponer es esta.

—Venga.

—¿Usted conoce a Ferrer, el cirujano?

—Sí. Vivo en su casa.

—Yo quisiera que le dijera usted, que ha hablado conmigo, que me encuentro en la necesidad imprescindible de volver a Francia y que le daría doscientos duros en el acto si me firmaran enseguida las seis letras mías que tiene la Junta todavía no aceptadas.

—Hum… ¿Ya querrá?

—Creo que sí.

—¿A cuánto asciende lo que tiene usted que cobrar?

—A treinta mil pesetas.

—¿Y si no quieren firmar?

—Entonces, entre Anatolio y yo iremos cogiendo los sacos falsos, las latas que no tienen nada y vaciándolos en el corral de esta casa.

—Si la gestión tiene éxito, ¿yo ganaré algo en ello?

—¿Le parece a usted suficiente el veinte por ciento de comisión?

—Sí, me parece bien. ¿Y cómo lo cobraré?

—Se lo pagaré a usted en Francia. Si quiere usted haremos un papel.

—¿Para qué? Entre nosotros no hay necesidad de firmas ni papeles.

—De nuevo le digo a usted, señor Roquet, que estoy encantado de haber hecho su conocimiento. Se despidieron los tres afectuosamente.

Roquet habló a Ferrer del asunto y este le dijo que podía contestar a Marcillón que esperara una semana y que al cabo de este tiempo le llevaría las letras firmadas.