NOTICIAS DE ROQUET
HACIA mediados de abril, Aviraneta fue visitado por Castelnau, el antiguo ayudante del conde de España. Se habían hecho los dos muy amigos; solían pasear juntos y se sentaban en las avenidas del Jardín de Plantas.
Castelnau explicó a Aviraneta sus proyectos. Había vuelto a marchar a Burdeos a donde le llamaba para conferenciar con él don Pedro Díaz Labandero. Tres días después estuvo de vuelta en Tolosa y contó a don Eugenio lo que allí había ocurrido.
—El oficial que enviamos a Cabrera —le dijo— ha vuelto a Burdeos y sigue camino de Bourgues con unos pliegos. Este oficial le ha encontrado a Cabrera enfermo, malhumorado e indignado con la muerte del conde de España, deseando castigar a los individuos de la Junta de Berga.
—¿Está bien enterado de lo ocurrido?
—De todo. Además, le ha dado nuevos detalles el intendente don Gaspar Díaz de Labandero, que estaba en Berga cuando la muerte del conde.
—Es verdad, y que parece que no hizo nada para impedirlo.
—¿Cree usted?
—Eso ha dicho todo el mundo.
—El oficial me ha asegurado que Cabrera consideraba al conde de España como a uno de los más leales soldados de don Carlos, ha añadido que cuando llegue a Cataluña vengará de una manera severa y cruel la muerte del conde. Ha dicho también que los curas tienen fanatizado al vulgo, pero que él sabrá meter en cintura a los clérigos de la Junta y hacer justicia contra todo y contra todos.
Aviraneta, al saber que Cabrera se ponía claramente contra los junteros bergadanos, determinó comunicarles la noticia para impulsarles a tomar una actitud violenta y desesperada. Aviraneta pensó que necesitaba un agente más activo que el mozo de las Cuevas del Padre José, y escribió a Roquet, a Behovia, preguntándole si estaba dispuesto a volver a entrar en España y a hacer otra gestión con los carlistas parecida a la del Simancas.
Roquet contestó que sí, y se presentó pocos días después en Tolosa.
—¿Qué hay que hacer? —preguntó el francés.
—Hay que ir a Berga y hacer allí varias gestiones un tanto difíciles.
—Muy bien; usted dirá.
Roquet estaba arruinado y dispuesto a cualquier cosa.
—Tiene usted que ir a Berga, sin prisas —le dijo Aviraneta—, visitar al cirujano Ferrer, entrar en relaciones con un tal Marcillón, fondista francés, averiguar el paradero de Max Labarthe y de Hugo Riversdale, dos jóvenes, uno francés y otro inglés, a quienes envié a Berga y de quienes hace mucho tiempo no tengo noticias. Visitará usted también el convento de las Hermanitas de los Pobres, les llevará usted de regalo una chuchería cualquiera de algún bazar y les dirá que es un recuerdo de un carlista navarro cuidado por ellas y que vive refugiado en Francia.
—Muy bien.
—Además, llevará usted una carta para Arias Teijeiro.
—Todo se hará.
—¿Va usted a ir solo?
—Sí.
—Quizá lo mejor sea comprar un caballito.
—Yo también creo que será lo mejor.
Aviraneta y Roquet compraron el caballo.
Aviraneta redactó una carta muy estudiada para Arias Teijeiro. Le comunicaba lo que sabía de los planes de Cabrera y de Labandero. Le decía que aconsejara a Ferrer y a los que tuvieran más participación en la muerte del conde se pusieran a salvo inmediatamente trasladándose a Francia, o de lo contrario, preparasen una emboscada contra Cabrera, para que tuviera igual o parecida suerte que el conde de España.
Aviraneta no quería exponer a Roquet al peligro de que le cogiesen con una carta así y la escribió con una tinta simpática que se revelaba al calor del fuego. Encima redactó una carta de recomendación vulgar.
A Roquet antes de su partida le aleccionó acerca de la conducta que debía observar entre aquella gente y le fue especificando los encargos. Le advirtió que si Arias Teijeiro no estaba ya en Berga debía entregar el pliego al cura don Narciso Ferrer o al canónigo Torrabadella.
Roquet, montado en su caballo, se dirigió a Oseja, cerca de Bourg-Madame y en compañía de unos contrabandistas a la casa de Lluch y de aquí a Berga.
A fines del mes de abril, Roquet estaba de vuelta en Tolosa.
—¿Ha hecho usted los encargos? —le preguntó Aviraneta.
—Todos.
—Vamos por partes. Primera parte: asunto de la carta de Arias Teijeiro.
—Respecto a esta carta, Arias Teijeiro no estaba en Berga. Parece que ha marchado a Aragón a reunirse con Cabrera.
—¡Demonio! Yo creí que estaba a mal con Cabrera.
—Pues se ha engañado usted.
—Entonces vale más que no le haya usted entregado la carta a él. ¿Quién la recogió?
—En vista de que no estaba Arias Teijeiro, pregunté por el canónigo Torrabadella o por el presbítero Ferrer. Me dijeron que se encontraban ocupadísimos y que no podían recibirme. Quizá sospechaban. Yo insistí diciendo que tenía que darles una carta importante y se me presentó el cirujano Ferrer. Le dije que traía una carta para Arias Teijeiro y, en su falta, para su hermano don Narciso, y que como estaba escrita con tinta simpática tenía que acercarla al fuego para poder leerla.
Lo hizo así, la leyó y fue a consultar con su hermano. Después de pasado largo rato, el cirujano me dio un escrito de muy mala letra, sin fecha ni firma, y aquí lo tiene usted.
Aviraneta cogió el papel y leyó:
Musiu Etchegaray:
Se han recibido sus letras, anunciándonos la tempestad que nos amenaza. Adoptamos el segundo partido que se nos propone y esperamos al tortosino Ramón Cabrera a pie firme.
El Catalán.
—¿No hay más?
—Nada más. El cirujano Ferrer me invitó a hospedarme en su casa y fui a ella. A los dos días me presentó a su hermano, don Narciso. Este, que estaba escribiendo en una mesa grande, entre legajos y papeles, me dijo: «Mi hermano José y todos los vocales de la Junta, estamos muy reconocidos al señor Etchegaray por los informes que nos da en su carta. Dígale usted que se han tomado las precauciones necesarias para que no nos sorprendan los que quieren vengar la muerte del traidor conde de España».
»Después, Ferrer me indicó que le advirtiera a usted que no se fiara más de Arias Teijeiro, porque este, tras de presentarse como partidario de la Junta, se había ido al campo de Cabrera y trabajaba contra sus antiguos amigos.
»También me comisionó para que averiguáramos detalles de la vida de algunos oficiales carlistas que viven en Tolosa y Burdeos y los pusiéramos en conocimiento de la Junta.
—¿Y le dio a usted una lista de esos oficiales?
—Si, señor. Aquí está.
—Venga. Se la enviaré al marqués de Miraflores. ¿No hay más con relación a la carta?
—No hay más.
—Con referencia al espíritu del pueblo, ¿qué pasa?, ¿qué se dice allí?
—Los de la Junta parece que temen una reacción entre los paisanos, y los vocales andan de un lado a otro para averiguar una trama que se dice que está urdida por los emigrados y refugiados carlistas en Francia.
—¿Y qué objeto tiene esa trama?
—Parece que se pretende acabar con la Junta y hacerla desaparecer, reemplazándola por un Gobierno militar puro.
—¿Así que los junteros tienen miedo?
—Mucho miedo.
—Y de Cabrera, ¿qué se dice?
—En los ocho días que he estado en Berga he podido notar que hay allí una gran agitación, tanto en el vecindario como en la tropa. Se discute mucho sobre Cabrera; la mayoría lo defiende y lo ensalza, otros le atacan violentamente. Corre la voz de que Cabrera va a estar pronto en Cataluña, porque le será imposible resistir tanta tropa como ha llevado Espartero al Maestrazgo.
—¿Le ha visto usted a Marcillón, al posadero francés?
—Sí.
—¿Qué le ha dicho a usted de mis amigos Max Labarthe y del inglés Riversdale?
—Max Labarthe murió en el sitio de Ripoll; Hugo Riversdale se marchó de Berga antes de que mataran al conde de España.
—¿Qué dice Marcillón por su parte?
—Poca cosa. Está deseando traspasar la posada, la taberna y la tienda de comestibles y venirse a Francia. Es un buen burgués, que tiene por todo ideal el tener una casita y el pescar en el canal del Midi.
—¿No hay otros franceses en Berga?
—Sí, hay otros avecindados allí y con los que he hablado.
—¿Qué dicen?
—Me han asegurado que están temiendo para el mejor día una catástrofe, porque lo principal de la ciudad está comprometido en la muerte del conde de España, aunque dicen que ninguno de los matadores es bergadano.
—Y estos franceses, ¿qué hacen?
—Hay unos pocos que son comerciantes y cuatro o cinco están empleados en la Intendencia y en la Maestranza.
—¿Y esta Maestranza, está bien montada?
—Parece que sí. No dejan entrar en ella a los curiosos y menos a los forasteros. La Maestranza está en el claustro del convento de San Francisco, y se emplean en ella cuarenta hombres del país, dirigidos por varios capataces vascos, entre ellos uno vasco-francés.
—¿En qué se ocupan?
—Se ocupan principalmente en recomponer fusiles. En los sótanos del mismo convento se funden balas. A muy corta distancia del pueblo, en una casa de la carretera de Barcelona, hacen los proyectiles para la artillería; la pólvora la fabrican en un edificio inmediato al castillo, y en una forja próxima a la puerta Pinsania funden los cañones.
—¿Y a estos capataces vascos no se les podría inducir a que abandonasen su cargo y se largaran? —preguntó Aviraneta.
—Es difícil; están vigilados y se les tiene por sospechosos.
—¿Y ellos qué piensan?
—Ellos dicen que los curas han sido los principales instigadores de la muerte del conde y que tienen fanatizada a la gente. Parece que muchos creían que la culpa de que las cosas del carlismo marcharan mal la tenía exclusivamente el conde de España y que con suprimir al viejo general la cosa estaba resuelta. Ahora, la dictadura de la Junta no deja satisfecho al pueblo y se dibuja la rivalidad entre la Junta y el general Segarra.
—¿Qué motivo tiene esta rivalidad?
—Hay motivos personales que no todos conocen. El caso es que la Junta trata de impedir la entrada en la ciudad de las tropas de Segarra.
—¿Y qué hace Segarra?
—Segarra está enfermo, y Tristany no le considera como capitán general de Cataluña. Algunos militares siguen a Segarra, pero la junta de Berga y los curas están identificados con Tristany.
—Y con respecto a Cabrera, ¿qué es lo que hay?
—Con respecto a Cabrera no hay unanimidad. Algunos entusiastas de la Junta quisieran no dejar entrar a Cabrera en el pueblo si se presenta; pero son la minoría.
—A esos capataces vascos nos convendría convencerles y que hicieran un plante.
—Yo he hablado con algunos de ellos, por intermedio de Marcillón, repetidas veces, y también con los comerciantes paisanos míos. Todos están deseando dejar la ciudad, liquidando sus bienes; pero esto para ellos no es cosa fácil.
—¿Los otros encargos y visitas los hizo usted?
—Sí; estuve en casa del señor Mestres y hablé con su señora; después, en el convento de las Hermanitas de los Pobres, visité también a los capellanes Nicolau y Farguell y al cura don José Rosell.
—¿Estos qué dicen?
—Nada interesante. Lo único que se nota es que todo el mundo está cansado de la guerra.
Aviraneta indicó a Roquet que volviera, si quería, a su casa de Behovia, que le llamaría de nuevo cuando le necesitase y viniera la ocasión oportuna.
Roquet dejó su caballito en un corral de las Cuevas del Padre José, y se marchó a su casa de Behovia.