LA VENGANZA DEL NAVARRITO
A los ocho años apareció el Navarrito en Mirambel; había estado en Ceuta, venía viejo, canoso, sombrío.
El primer día preguntó quién era el dueño del almacén de paja en que se había convertido la venta. El dueño era un labrador; fue a verle, le habló, le contó su caso y entre los dos registraron y cavaron en el suelo de la antigua venta.
Cuando el Navarrito comprendió que allí no había nada, se presentó a Pitarque.
—¿No me conoce usted? —le preguntó.
—La verdad, no caigo —contestó Pitarque aunque sabía muy bien quién era.
—Yo soy uno de los carlistas de Beteta, que estuvieron una noche hace años en la venta que tenía usted fuera del pueblo.
—Ah, sí, y ¿qué quería usted?
—Pues nada. Usted sabe muy bien que nosotros antes de marcharnos de la venta escondimos allí dinero y alhajas. Este dinero y estas alhajas han desaparecido. ¿Quién se las llevó? Para mí no cabe duda. Aquel viejo que estaba en la venta y usted.
Pitarque protestó y se las echó de inocente. Aseguró que él no sabía nada, que aquella noche había dormido en su casa, que quizá don Cayo registrara el corral y la venta, pero él no.
Después, Pitarque reconoció que algunos decían que don Cayo había encontrado dinero y se había marchado con él.
—¿A dónde?
—A Valencia.
—¿Y vive?
—No, ha muerto.
—Entonces, no hay que ocuparse de él. Pensaremos en los vivos. Usted, ¿de dónde tiene su dinero? Antes era usted un miserable ventero y ahora un rico propietario.
—Yo he hecho algunos buenos negocios durante la guerra y me ha tocado la lotería.
La cosa era oscura. El Navarrito no podía averiguar lo que había de verdad en lo contado por Pitarque. Registró de nuevo la antigua venta y el corral próximo y, naturalmente, no encontró nada.
En una segunda conversación que tuvieron, Pitarque aseguró que él había dejado la venta hacía ya más de cuatro años y que desde entonces pasaron muchas gentes por ella.
El Navarrito no se convenció. Afirmó que no creía en tales historias. Pitarque dijo que era verdad que don Cayo, en combinación con la criada de la venta, registró la cuadra y el corral, que le dio unas pesetas a la Trabuca y que en Valencia, según se contaba, vendió todo a un precio muy alto hasta hacerse rico.
—Yo no sé quién se quedó con aquello —objetó el Navarrito—, pero algo cogió usted porque si no no hubiera usted podido comprar las fincas que ha comprado en el pueblo.
—Yo le juro a usted que no he sido yo.
—Bueno, bueno. A mí devuélvame usted mi dinero.
—No diga usted tonterías. Yo no tengo ningún dinero de usted.
—Usted verá lo que hace. Yo no me voy sin algo. He vivido muy mal en Ceuta, me contento con que me dé usted parte de lo que me cogió.
Pitarque le contestó que no le daba un cuarto, que hiciera lo que le diera la gana.
—Yo he ganado mi dinero trabajando y no se lo doy a usted porque usted me venga con una historia.
—No se vaya usted a arrepentir, Pitarque —exclamó el Navarrito.
—No me arrepiento.
—Mire usted que no tengo dónde caerme muerto, que estoy desesperado y dispuesto a llevar la cosa por la tremenda.
—Haga usted lo que quiera.
Todo el mundo en el pueblo sabía lo ocurrido. El Navarrito le habló al cura párroco, al padre Chamorro, para ver si podía mediar en la cuestión, y le contó lo ocurrido. Le dijo que se contentaría con que Pitarque le diera diez mil pesetas. El párroco no hizo más que advertir a Pitarque de lo que ocurría, hablarle de la proposición del forastero y decir después al Navarrito que Pitarque, in foro conscientiae, no creía debía restituir nada.
Como todos los nuevos ricos, Pitarque se había hecho antipático al pueblo, tenía bastantes enemigos, entre ellos el dueño de la posada. El posadero decidió proteger al Navarrito contra su antecesor.
El Navarrito comenzó a hacerse amigo de la gente del pueblo y a contar a todo el mundo su historia, arreglada por él. Los objetos de oro y las monedas que habían enterrado en la venta eran en parte de su familia, porque él pertenecía a una casa rica de Albarracín, y en parte del cura Montpesar, a quien le habían confiado unas reliquias de valor. Muchos, al oírle, se ponían de su parte, le consideraban como a una víctima y le convidaban a un vaso de vino.
Pitarque para muchos era un personaje repulsivo; su dinero robado, según algunos envidiosos, se le había subido a la cabeza y se creía un personaje.
Su mujer, que en otro tiempo era la tía Blasa, ahora se llamaba doña Blasa. Estos detalles producen gran cólera en los pueblos.
La hija de Pitarque, Pilar, era una muchacha de dieciséis a diecisiete años, muy bonita; en el pueblo solía andar con refajo de campana, corpiño, pañuelo de talle atado atrás, a la cintura, otro de seda al cuello y el pelo con raya en dos bandas. Cuando marchaba a Teruel, vestía como una señorita de Madrid. Esta chica era la novia de Perico Nadal, el hijo del boticario.
El Navarrito conoció al novio de la hija de Pitarque, le preguntó detalles sobre el padre de su novia, le contó las diferencias que tenía con él y le pidió que intercediera amigablemente.
Pitarque, al saberlo, se enfureció, y como era amigo del secretario del Juzgado mandó un recado al Navarrito por medio del alguacil, diciéndole que se marchara del pueblo o que si no le meterían en la cárcel.
«Que venga, que se atreva a hacerlo», dijo el Navarrito.
Este rondaba la casa de Pitarque constantemente, se enteraba de sus costumbres y pretendía hablarle.
Un día, por la mañana, estaba Pitarque en una huerta de a orillas del rio con un mozo que le hacía los trabajos del campo, cuando se le presentó el Navarrito armado con su escopeta.
—Aquí vengo —le dijo— a solventar la cuestión de una vez, a que me de usted el dinero que me ha robado. A mí no me importa ir a presidio para toda la vida.
—Yo no le he robado a usted nada.
—Sí; usted me ha robado. Deme usted parte de aquel dinero o si no le pego a usted un tiro.
Pitarque, que estaba asustado, viendo que no tenía allí socorro, contestó balbuceando:
—Está bien, pero aquí yo no tengo dinero.
—Bueno. Vamos los dos ahora mismo a su casa. Usted me da el dinero y yo me marcho al momento del pueblo, pero no piense usted escapar porque a la primera intentona le pego un tiro.
Subieron los dos desde el cauce del río hasta una de las puertas del pueblo y antes de llegar a ella vio Pitarque, en la antigua venta, una pareja de guardias civiles.
—Eh, ¡a mí! —gritó Pitarque de pronto—. Este hombre me quiere matar.
Pitarque comenzó a correr. Entonces el Navarrito se echó a la cara el fusil y a una distancia de cuatro o cinco varas apuntó al ex posadero, le pegó un tiro en la cabeza y lo dejó muerto abriéndole el cráneo. Según dijeron, había cargado la escopeta con dos balas de plomo, gruesas, que fabricó cortándolas de una cañería.
Inmediatamente dio un salto hacia atrás y comenzó a correr a campo traviesa. La guardia civil y algunos paisanos le persiguieron por entre los matorrales hasta matarle.
Uno de los paisanos aseguró que le había visto al Navarrito tendido en el suelo entre unas matas apuntándole a él con la escopeta y que él le disparó un tiro a boca de jarro con su trabuco, dejándole muerto.