XVII

EN LA TRAMPA

DON Cayo se presentó en la cocina en compañía de Pitarque. Dio las buenas noches, se sentó al lado del fuego, con aire de mal humor; oyó la explicación que dieron de su situación difícil el Garboso y el Navarrito y habló en confianza con este último.

—Lo mejor que pueden ustedes hacer —dijo— es esconder el dinero y las armas, sobre todo el dinero, en algún rincón, sin decir nada a este ventero, que, como todos, es un tunante. Si les cogen a ustedes con dinero o joyas y suponen que los han robado, les fusilarán sobre la marcha. Lo mejor que pueden hacer es esconderlo.

—¿Pero en dónde? —preguntó el Navarrito.

—¡Ah! Eso, allá ustedes. Hay que tener imaginación y escoger un sitio seguro con el que no puedan dar los otros. Después lo más prudente para ustedes será huir cada uno por su lado hacia Cataluña, porque juntos serían presos y probablemente fusilados.

—Pero yendo juntos podemos defendernos mejor —dijo el Navarrito.

—Sí, contra uno o contra dos, pero contra una patrulla imposible.

Los hombres de la partida del Cantarero discutieron el caso con don Cayo que intencionadamente se mostró con ellos rudo y como si sus preguntas y cuestiones le enojaran. El Pepet trajo el tabaco y el Garboso le dio dos cuartos de propina. Los carlistas se pusieron a fumar.

Únicamente la Rubia de Masegosa y el Curita parecían indiferentes a la cuestión. La Trabuca les seguía con la mirada, de una manera atenta, como intentando averiguar la clase de relaciones que podía haber entre los dos.

Al dar las diez de la noche, don Cayo dijo con su voz áspera y malhumorada.

—Yo tengo que acostarme. Adiós señores, buenas noches.

—Yo también me marcho al pueblo; tengo que hacer —dijo Pitarque.

Don Cayo salió despacio de la cocina y se le oyó subir las escaleras renqueando. El posadero abrió la puerta de la venta y se fue. Se acercó a la ermita donde estaba el Pepet.

—Oye —le dijo—, entra en la venta y hazte el dormido. Si ves que estos hombres salen al corral o se van a la cuadra subes al cuarto donde está don Cayo y desde la ventana, con el tirabeque, tiras sobre el tejado de la ermita tres o cuatro piedras. ¿Ya alcanzarás?

—Sí.

—Bueno. Después bajas y ves si está la puerta cerrada con llave; si está, la abres y te vas a acostar.

—Bueno.

Pitarque se sentó en la cerca de la ermita y una hora después oyó las chinas que tiraba el Pepet con su tirabeque.

Entonces se acercó a la venta, empujó la puerta, la cerró y andando de puntillas salió a la escalera hasta un pequeño desván.

Pitarque oyó a la Trabuca que al marchase a su cuarto le advertía al Baulero:

Azérqueze uzted a mi cuarto y verá lo qué le paza; tengo un cuchillo azí de grande y ganaz de clavárzelo a uno en el corazón.

—¡Orgullosa! —le decía el carlista.

—¿Y qué, zi zoy orgulloza? Mejor.

El Navarrito recomendó al Baulero que no importunara a la Trabuca.

—Es muy bestia —exclamó— déjala.

Otro de los guerrilleros añadió con ironía.

—Aquí, el único que hace conquistas es el Curita.

—A ese cochino cura le tengo que dar yo un golpe —gritó el Baulero.

—No te lo vaya a dar él a ti —replicó el Garboso.

—¿A mí? Yo me desayuno con un niño así todos los días.

—Por si acaso, ten cuidado que no te oiga.

Pitarque desde el desván oyó después a los de la partida en la cuadra y los vio en el corral.

Al día siguiente por la mañana, poco después del amanecer, los cinco hombres estaban reunidos en la cocina de la venta.

La Trabuca guisaba y cantaba:

Canta el gallo, canta el gallo,

canta el gallo y amanece

Los hombres comieron unas sopas en una cazuela grande con las cucharas de palo y salieron después de la venta en dos grupos y sin armas; el Navarrito, el Adelantado y el Baulero fueron camino de Olocau del Rey, y el Garboso y el Curita salieron un poco más tarde para Tronchón.

Al despedirse el Curita, la Trabuca le agarró la mano con un entusiasmo animal, casi maternal y la retuvo un momento entre las suyas.

La Rubia de Masegosa se quedó en la venta porque estaba rendida y tenía los pies llagados. Pitarque mandó al Pepet con un recado para el jefe de los milicianos.

No hacía cinco minutos que habían salido los carlistas cuando la patrulla liberal del pueblo echó a correr tras ellos y como algunos se dieron a la fuga, dispararon y mataron a dos: al Adelantado y al Baulero. El Garboso y el Curita, al oir los tiros, se refugiaron cerca de la ermita del Santo Sepulcro y entonces una bala alcanzó al Curita en el pecho y lo dejó muerto en el atrio.

El Navarrito y el Garboso fueron hechos prisioneros y volvieron a Mirambel.

El Navarrito sospechó que Pitarque y don Cayo les habían engañado. Seguramente pensó en contar a los cristinos cómo llevaba monedas y objetos de oro y cómo los habían enterrado en la venta, pero suponiendo que de confesar esto los hubieran tomado por ladrones y los hubieran fusilado, se calló.

Los tres cadáveres los llevaron al cementerio. La Trabuca y la Rubia de Masegosa al saber que el Curita estaba muerto fueron a la capilla del cementerio y lloraron delante del cadáver. El perro negro del Curita lamía las manos del muerto, gemía y no quería separarse de él y ladraba furioso a los que se le acercaban.

Entonces un miliciano dijo:

—El perrito este nos va a dar un disgusto.

—Pues pégale un tiro —contestó otro.

El miliciano levantó su fusil y le pegó al animal un tiro en el pecho; el perro comenzó a aullar y a mostrar los dientes, el miliciano sacó la pistola y le disparó un tiro en la cabeza y el perro cayó al suelo. Entonces otro miliciano le dio un culatazo y lo dejó muerto.

Aquel mismo día don Cayo y Pitarque se pusieron a buscar febrilmente el sitio donde los carlistas habían podido guardar el dinero. Los dos estaban dispuestos a echar la casa abajo.

Don Cayo con una palanca y Pitarque con un pico reconocieron el suelo de la cuadra de la venta y del corral y tardaron mucho en llegar a encontrar el escondrijo.

Por fin lo encontraron y sacaron de un agujero un saco con monedas y varios objetos de oro y de plata. Aquello valdría sus diez o doce mil duros, quizá más.

Pitarque guardó sin que el viejo ex secretario lo notase una bolsita con centenes. A pesar de que Pitarque se oponía don Cayo tomó más de la mitad del tesoro y en esta mitad se apoderó de los objetos y joyas que le parecía que tenían valor artístico.

Don Cayo después fue a ver al comandante liberal de Mirambel y le dijo que los carlistas apresados eran de Beteta, que formaban parte de la cuadrilla del Cantarero, conocida por sus muchos robos y crímenes y que lo más conveniente era fusilarlos.

El oficial quiso hacer averiguaciones. No tenía simpatía ni confianza en don Cayo. Esto salvó a los carlistas. El Garboso pasó al presidio de San Miguel de los Reyes de Valencia, el Navarrito fue enviado a Ceuta, la Rubia de Masegosa se quedó en el pueblo protegida por la Trabuca. Al poco tiempo se enredó con Villanca, el tabernero de Albocácer y marchó a vivir con él.

Don Cayo se trasladó a Valencia. Al parecer, entre los objetos cogidos por él en la venta, había algunas piezas artísticas de mucho valor, que las vendió a un precio muy alto por intermedio del anticuario Juan Bautista Mundo.

De todo aquello se habló mucho y con gran misterio en el pueblo. Algunos aseguraron que de noche habían visto vagar en la oscuridad, en las proximidades de la ermita un bulto negro acompañado de un perro. Para algunos era el alma en pena del Curita, de la partida del Cantarero.