DON CAYO Y PITARQUE PREPARAN UNA ENCERRONA
MIENTRAS los cinco hombres y la mujer se disponían a cenar, Pitarque consultó con don Cayo.
—¿Traerán dinero? —preguntó el viejo ex secretario.
—Yo creo que sí.
—Lo mejor sería aconsejarles que guardaran el dinero en la venta.
—¿Para qué?
—Después denunciarles a la patrulla liberal para que les prendan y quedarse con su dinero. Pitarque se quedó mudo. La idea debió parecerle de perlas.
—Yo creo que lo mejor seria que usted hablara con ellos y les aconsejara eso.
—Muy bien, les hablaré; pero en el negocio tenemos que ir a medias.
—Bueno, bueno.
—A medias, o si no, no hay nada.
—Estamos de acuerdo.
Pitarque bajó a la cocina. Al entrar pudo comprender que alguno de los hombres importunaba a la Trabuca, porque esta decía a voz en grito y ceceando:
—A mí no me toca uzted. Le toca uzted a zu madre.
Otro hombre, el Garboso, dijo al Baulero:
—Nada, que no te quiere.
—Pero me querrá.
—¿Yo a usted? —exclamó la Trabuca—. Vaya, quíteze uzted, que le doy con la zartén.
—Aquí no tiene nadie suerte más que el Curita —dijo el Garboso.
El Curita se echó a reír y siguió jugando con el perro.
Pitarque entró en la cocina y se acercó al Navarrito.
—¿No les ha visto nadie entrar aquí? —le preguntó.
—No; creo que no. ¿Por qué?
—Porque si les denuncian van ustedes a pasarlo mal.
—Nos iremos.
—Es que también es peligroso que intenten ustedes recorrer el campo armados, porque los liberales a los que cogen en grupos y con armas los fusilan inmediatamente.
—Yo no sé qué hacer —repuso el Navarrito, desalentado y cansado.
—Aquí hay un señor viejo carlista, don Cayo Benlloch, muy inteligente y muy influyente que duerme en la venta porque mañana por la mañana, antes de que se abran las puertas del pueblo, piensa ir a Morella —dijo Pitarque.
—¿Y qué?
—Nada, que podían ustedes consultar con él. Es hombre que está muy enterado de todo.
—¿Y se le podrá hablar?
—Sí, yo le avisaré.
—Bien; avísele usted.
—Se lo diré, a ver si quiere venir.
—Bueno, dígaselo usted.
Salió el posadero de la cocina. El Navarrito preguntó a la Trabuca por don Cayo.
—¿Quién es ese don Cayo?
—Ez un viejo, un zeñor arrugado. Yo no zé si ez carlizta o no. A mi no me importa nada.
—A esta no le gustan más que los mozos guapos —dijo el Garboso.
—Claro que zí —contestó ella—; a mí me guztan los chicos guapoz.
—Aunque sean curas —repuso el Garboso.
—Claro que zí —contestó la Trabuca—; son hombrez como los demáz.
La Rubia de Masegosa le miró a la Trabuca con desdén y el Curita sonrió y siguió jugando con su perro negro, como si no le interesara la conversación.
El Garboso agarró al Pepet de un brazo y le dijo:
—Oye tú.
—¿Qué quiere usted?
—¿Podrías traernos tabaco?
—Si me da usted dinero, sí.
—Ahí tienes. Ven en seguida.
—Bueno.
Cuando salió el Pepet, Pitarque le detuvo.
—¿A dónde vas? —le dijo.
—Voy por tabaco. Me han enviado esos hombres.
—Bueno. Luego cuando vuelvas sales aquí a la ermita y me esperas.
—Muy bien.