XV

LOS HOMBRES DE LA PARTIDA

EN la cocina había cinco hombres armados y una mujer. Eran tipos atezados, quemados por el sol, greñudos, llenos de harapos. Tenían los fusiles en un rincón y conservaban la pistola en el cinto. Uno de ellos, el más joven, iba limpio y tenía las manos blancas. La mujer parecía terriblemente cansada.

La Trabuca iba y venía con su falda corta, despechugada, con un pañuelo de seda blanco en el cuello y cantaba con voz aguda.

Canta el gallo, canta el gallo,

canta el gallo y amanece…

El Pepet había ido por agua, y dejando el botijo en el suelo se entretenía en disparar con su tirabeque piedras al tejado de la ermita próxima. Al entrar Pitarque en la cocina uno de los hombres le preguntó con voz ruda:

—¿Usted es el amo?

—Sí —contestó Pitarque secamente.

—¿Nos pueden dar posada?

—Sí; pero tendrán que marcharse por la mañana en seguida. Si no, hay que dar parte a las autoridades de quién entra y quién sale, y supongo que eso no les convendrá.

—Bueno; de todas maneras cenaremos.

—La Trabuca se preparó a hacer la cena en una gran sartén y echó trozos de carne, de jamón, de patatas y guindillas.

Los hombres pidieron noticias de la guerra, Pitarque se las dio.

Ya Cabrera había pasado el Ebro, la comarca toda se hallaba ocupada por los liberales. En Morella estaban los cristinos y andaban las patrullas por el campo, fusilando al que cogían con las armas en la mano.

Pitarque, con habilidad, les preguntó qué eran y qué querían. El que parecía el jefe, un hombre de unos treinta años, cetrino y mal encarado, se explicó. Ellos venían de Beteta. Beteta, punto muy fuerte, había sido atacado con artillería gruesa por el general Aspiroz.

El 21 de junio los carlistas recibieron a tiros al comandante liberal, que se presentó ante ellos a parlamentar con bandera blanca. Días después se rindieron.

Aspiroz mandaba fusilar con mucha facilidad; sabía que la gente refugiada en Bereta era de lo peor del carlismo, criminales y desertores.

El general estuvo a punto de fusilar a todos los rendidos; pero se contentó con llevar al cuadro a los desertores y a los que dispararon contra el comandante liberal Carriola, quien con bandera de parlamento días antes se presentó en la plaza a tratar de la rendición.

Aquellos hombres reunidos en la cocina de la venta, eran de la partida del Cantarero; entre ellos venía el Navarrito y la Rubia de Masegosa.

Se habían podido escapar por milagro de Beteta y pensaban unirse a Cabrera. Además del Navarrito estaban el Adelantado, el Baulero, el Garboso y el Curita, que iba acompañado de un perrillo negro.

Por lo que contó el Navarrito, que, al parecer, hacía de jefe, marcharon de noche y a campo traviesa por la orilla del Guadiela, luego tramontaron la Sierra de Albarracín hasta Orihuela del Tremedal por entre riscos y sin cruzar poblados y vadearon el río Tajo. Dejando a un lado Monterde durmieron en Villarquemado, pueblo en un llano, poco sano, con una laguna en los alrededores. De aquí pasaron por la Peña Palomera hasta Alfambra, después bordearon la Sierra de Gudar hasta Villafranca de los Pinares y de aquí llegaron a Mirambel.

Entre aquellos hombres, los únicos que tenían una personalidad marcada eran el Navarrito y el Curita. El Navarrito, tendría ya de veinticinco a treinta años, era moreno, cetrino, curtido por el sol, con las cejas espesas y bajo ellas unos ojos negros, brillantes, como de animal salvaje.

El Curita era más joven, parecía un niño de coro; tenía los ojos grandes, la cara ovalada y aunque las manos y el rostro estaban curtidos por el sol, en las muñecas y en el cuello se le veía la piel muy blanca. El cura jugaba con un perro negro y no parecía fijarse mucho en lo que pasaba…

La Trabuca había notado la prestancia y la belleza de aquel joven y le miraba constantemente, sonriendo, e intentaba acercarse a él.

La guerra, es sin disputa, una gran escuela para los hombres. El Curita había sido seguramente un seminarista pálido y triste, el andar de guerrillero le había convertido en un tipo audaz y valiente.

En un momento, la Trabuca, al pasar junto al joven guerrillero le preguntó:

—¿Por qué le llaman a uzté el Curita?

—Porque lo soy.

—Tan joven. Ez una broma.

—Como usted quiera.

—Y ¿cómo ze llama uzté si ze puede zaber?

—Me llamo Montpesar. Francisco Montpesar.

—¿Y por qué va uzté con eztos hombrez?

—Porque son amigos míos, compañeros.

Uzté no debía ir con elloz. Le harán una mala partida. Lo mejor que puede uzté hacer ez ezcapar. El Curita sonrió y no hizo caso.

La Trabuca parecía muy impresionada por Montpesar. Quizá era su juventud, su aire infantil, un poco de niño de coro, el que hacía tanto efecto en el corazón impresionable de la moza de la venta.