XIII

DON CAYO

EL otro de los concurrentes y el de más influencia de todos era don Cayo Benlloch.

Don Cayo se manifestó oficialmente carlista hasta el Convenio de Vergara, y después de este tratado cambió la casaca descaradamente, se presentó en Madrid, habló con don Pío Pita Pizarro, se entendió con él y se pasó a los liberales.

Don Cayo era hombre de unos sesenta y tantos años, moreno, de piel oscura e ictérica, con los ojos pequeños y negros, bigote y patillas pintados también de negro, la voz ronca, el aire insolente y de mando, vestía como ciudadano, con levita larga y corbata de varias vueltas. Mucha gente creía que se llamaba de apellido Doncayo.

Don Cayo, tipo atravesado, mal intencionado, chillón, colérico, insultante, se mostraba aficionado a decir insolencias. Era también hombre libertino.

Había tenido últimamente una moza, una valenciana rubia y guapa, pero esta moza se burló de él y después de sacarle los cuartos se marchó con un arriero.

Don Cayo, hombre caprichoso, libidinoso y arbitrario, tenía mala intención para todo el mundo. Había echado a presidio a empleados torpes a quienes enredaba las cuentas y que aparecían como desfalcadores sin serlo. Esto le parecía a él una gracia exquisita. Si además podía conseguir que la familia del empleado se hundiera y la mujer acabara en un hospital y las hijas en un prostíbulo se consideraba contento.

El ex secretario era un mal bicho, no era fácil saber si por orgullo no saciado o por maldad natural. Todo hacía pensar que tenía motivos de resentimiento y de rencor contra los hombres y contra las mujeres. Creía que no le hacían suficiente caso, no se ocupaban de sus opiniones, no le halagaban, no le consultaban. Ante estas pruebas de indiferencia él contestaba con malignidad y con odio.

No cabe duda que hay mucha gente que tiene el placer de la insensatez y de la maldad.

«No comas eso —se le dice al niño—, te hará daño». «Me da la gana», contesta él.

Unos disfrutan haciéndose daño a sí mismos y otros se hacen daño a sí mismos y a los demás, otros saben nadar y guardar la ropa, herir y hacer sangre y quedar con las manos limpias. De estos era don Cayo.

Don Cayo estaba a todas horas con la tagarina en la boca, mascándola, siempre gruñendo, muy tieso y muy áspero. En la conversación se le oía decir a cada instante: «No señor, no es eso. Son ustedes unos ignorantes, unos mentecatos».

La gente, al oír estas frases aunque fuera desde lejos, sabía quién las profería y decía: «Ahí está don Cayo».

Don Cayo hablaba bien el castellano, casi sin acento. Se vanagloriaba de ser un hombre duro, de temple, para el cual no había sentimentalismos ni tonterías.

«El mundo se está echando a perder por la blandura, por la laxitud —decía—. Es ridículo que haya gentes partidarias de que no se pegue a los chicos en las escuelas, de que se quiten los castigos corporales en el ejército y de otras fantasías por el estilo.»

Le parecía también absurdo que se quisiera tener flores en los jardines y árboles en las carreteras.

Todo esto para él era necio y grotesco e iba a terminar por hacer a la gente amadamada y débil.

Don Cayo hablaba de una manera despótica y desagradable.

Había sido secretario de ayuntamiento en San Mateo, en Albocácer y en otros pueblos del Maestrazgo de la parte valenciana. En aquellos pueblos desarrolló sus habilidades como carlista en tiempo de la dominación de Cabrera, después comenzó a usar sus mañas como liberal en la parte aragonesa.

Siempre tuvo una fama equívoca, pues al mismo tiempo, en unos lugares le consideraban como liberal y en otros como carlista. Él cultivó durante largo tiempo su posición ambigua, que le convenía sin duda para sus planes.

Cuando se enteró del Convenio de Vergara y pensó que Espartero con todas sus fuerzas se dirigiría al Maestrazgo se convirtió en liberal entusiasta, marchó a Madrid, se vio con Pita Pizarro, se entendió con él y comenzó a hacer una guerra implacable a los carlistas. Los perseguía con un perfecto descaro.

Don Cayo se estableció en Mirambel, ya ocupado por los liberales. Se hizo amigo de los militares cristinos y aseguró a todas horas que había que pegar fuerte para acabar con los facciosos.

«Nada de contemplaciones. ¡Leña! —aconsejaba a los lugartenientes de Espartero—. A todo el que no vuelva al pueblo hay que quitarle las fincas y vendérselas; la lenidad, la blandura es lo peor.»

Aplastar, machacar, no dejar respirar a nadie, meter en la cárcel a medio pueblo, fusilar a diestro y siniestro; esta era la política preconizada por don Cayo.

Se jactaba sobre todo el ex secretario de ser un hombre de temple. Encontraba las medidas políticas cuanto más radicales mejor. Los procedimientos de Zurbano con el vecindario de un pueblo del Bajo Aragón, que por haber despreciado sus órdenes dio cien baquetazos a ocho vecinos respetables, incluso al alcalde y mandó rapar y expulsar a país carlista a las mujeres de los comprometidos mientras no regresaran con sus hombres, le parecían inmejorables.

Don Cayo no quería trabajar gratis por los liberales. Pita Pizarro le había prometido que, a cambio de sus intrigas en contra de los carlistas, le daría unas concesiones de agua en San Mateo.

Don Cayo fue hombre influyente como carlista. En el mismo Mirambel tuvo mucha mano con la Junta radicada en este pueblo.

Don Cayo había tenido en sus tiempos de burócrata grandes relaciones de amistad con los roders del campo, que entonces disfrutaban casi siempre del favor oficial y se los consideraba como instituciones en algunos pueblos de Valencia.

Su política era el terrorismo, quería mandar, imponer violenta y cínicamente su voluntad.

Don Cayo unía a su manera de ser siniestra y brutal una parte pintoresca y curiosa. Había copiado desde hacía más de cuarenta años todas las noticias raras de los periódicos, la manera de matar cucarachas, los secretos para dorar el cobre, para quitar las manchas del papel o la manera de acabar con las moscas.

Cuando hablaba de esta suma de conocimientos que había reunido se humanizaba y condescendía a explicar sus secretos con grandes detalles y a dar las fórmulas.