LOS DESCONTENTOS
EN Mirambel después de la marcha de los carlistas en 1839 había una pequeña guarnición y cuarenta voluntarios liberales; estos voluntarios liberales eran entusiastas del general Espartero a quien habían visto hacía poco y habían tenido el honor de estrechar su mano.
Al principio la paz produjo una gran tristeza y una gran languidez en el pueblo. Todos se lamentaban de que los negocios marchaban mal.
Pitarque, el yerno y sucesor de Escucha, seguía regentando la posada. La Blasa, su mujer, le ayudaba. Pitarque tenía unas condiciones extraordinarias para no hacer nada y para hacer trabajar a los demás. Se reservaba siempre la alta dirección.
Pitarque, pequeño, moreno, de ojos vivos e inteligentes, tendría unos treinta años y el aire de hombre muy ladino. Vestía pantalón corto, blusa, y pañuelo en la cabeza. Pitarque suministró al final de la guerra víveres al ejército carlista, y aunque muchas veces sin duda no cobró sus facturas, al último ganó dinero.
Pitarque se lamentaba a todas horas de la situación del pueblo y de las dificultades que había traído la paz al comercio.
Era evidente que la ocupación carlista dio vida a Mirambel durante algún tiempo. La Junta Gubernativa atraía mucha gente al pueblo: la fábrica de pólvora y fusiles regentada por catalanes y por vascos proporcionaba dinero y este corría en abundancia por tiendas y tabernas.
El posadero se quejaba constantemente de vivir en aquella aldea donde ya no quedaba ninguna industria, excepción hecha de dos o tres telares, algunos rebaños y dos o tres fábricas de queso.
Pitarque proyectaba marcharse, pero no sabía a dónde. Pitarque seguía teniendo la venta de extramuros que había explotado su suegro. Le servía principalmente como despacho de vinos y para negocios de contrabando. Al frente de ella estaba una moza guapetona a quien llamaban la Trabuca o María la Trabuca.
En la posada de Pitarque se reunían al finalizar la guerra algunos amigos un tanto inquietos. La mayoría de la gente mirambelina se contentaba con vivir en la oscuridad, pero ellos no.
Uno de estos no conformistas era un valenciano llamado Villanca, hombre alto, grueso, rubio, de cara inexpresiva y triste. Hablaba este hombre siempre como si no tuviese ganas y se hallase disgustado. El tal Villanca, hijo de un posadero de Albocácer a quien llamaban el Mercaer, había salido de su pueblo por motivo de varias riñas con unos vecinos y fue a parar a Mirambel, donde tenía negocios con los carlistas. Villanca solía usar traje valenciano, pantalón corto, chaleco y sombrero ancho.
Villanca era un matón y quería resolver todas las cuestiones a trastazos y a tiros, pero según algunos no era tan valiente como aparentaba y había quien le metió el resuello en el cuerpo sin miedo a sus amenazas.
Otro tipo asiduo en la posada era un hombre de cerca de Morella, llamado Escrich, cazador y aficionado a coger minerales, bichos raros y fósiles. Escrich, bohemio, campesino, sin casa ni hogar, vivía hoy aquí y mañana allá, de gorra, dejando a deber en todas partes. Sabía algo de componer relojes, tocaba la guitarra y cantaba canciones populares con poca voz pero con mucho estilo. Escrich conocía muy bien el país en sus más apartados rincones.
Sus útiles de investigador consistían en un martillo y en un cortaplumas fuerte. A toda roca que veía le sacaba un trozo con su martillo y veía después si esta se rayaba o no con el cortaplumas.
Vestía el bohemio un traje basto y llevaba con frecuencia una capa parda que le defendía del frío y de la lluvia. Cuando llenaba su saco de curiosidades iba a ver a un fraile de Morella, aficionado a estas cosas, quien se guardaba los minerales y los fósiles y se dedicaba a averiguar sus nombres científicos.
El fraile alimentaba a Escrich durante unos meses, generalmente los de invierno, y cuando llegaba el buen tiempo el bohemio se lanzaba de nuevo a vagabundear por la comarca.
Escrich en sus excursiones había entrado en muchas cuevas del país, y con este motivo contaba cosas raras, algunas que serían ciertas y otras que no debían existir más en su imaginación. Decía que estas cuevas tenían comunicación con sitios lejanos, que había dentro de ellas fuentes y manantiales, columnas y figuras dibujadas.
No se daba mucho crédito a estas cosas porque se le tenía a Escrich por un fantástico. La mayoría suponía que era la imaginación del bohemio la que le hacia ver estatuas y dibujos en bultos y en rayas entrevistos en la oscuridad, pero Escrich aseguraba que muchos de estos dibujos él los había visto a la luz del sol como unos toros dibujados en una pared de rocas de Albarracín.
—Eso lo hacen ahora los pastores —le decían.
—No lo creo —replicaba Escrich, y él suponía unas gentes antiguas, misteriosas que habían vivido en las cuevas.
Otro de los que frecuentaban la posada, era el anticuario Juan Bautista Mundo. Mundo era chiquitito, pajizo, parecía un pájaro disecado, vestía como un ciudadano, con traje negro y sombrero alto, redondo, y llevaba debajo del sombrero un pañuelo ceñido a la cabeza; unos decían que tenía esta como una bola de billar y otros que con una serie de calvas poco agradables de ver.
Mundo hizo su negocio durante la guerra a la chita callando. Enviaba galoneros y chatarreros a comprar plata y oro con instrucciones. También tenía a sus órdenes viejas buhoneras que iban por los pueblos y vendían joyas a los soldados y jabones y polvos a las muchachas.
El anticuario adquiría objetos del culto en las ermitas, en los conventos y a los oficiales y soldados. Mundo como instrumento de trabajo tenía unas tijeras con las que cortaba telas, metales, lo que se le ponía por delante.
Sus compras las llevaba a Valencia y allí lo que tenía valor artístico lo enviaba para venderlo al extranjero, y lo que no tenía lo fundía y lo convertía en lingotes de oro y de plata.
Mundo adquirió a bajo precio casullas, cálices, cruces, incensarios, candelabros, atriles, trozos de hierro y cobre labrados y algunas tablas y tallas de los retablos.
Era difícil en aquella época saber después si lo que faltaba en las iglesias había sido robado por los de este o los del otro bando, o cómo había desaparecido. En general, todos los robos de cosas de iglesia se atribuían a los liberales, así se decía en Morella que los tesoros artísticos de la arciprestal habían sido arramblados, primero, por el general de los constitucionales, Fernández Bazán, en 1823, y después por Espartero.
Mundo solía enviar fuera de España bordados y encajes. Decía siempre que por aquella región no quedaba nada de valor. Indudablemente él había contribuido con sus rapiñas a este resultado.
Existía una tradición de unos orfebres de Morella que labraron piezas de plata y de oro de importancia, los Santalíneas, y se encontraban copones e incensarios salidos de su mano. Mundo tenía una colección de piezas de estos orfebres y de otro llamado Ponzón de Morella.
Mundo era un hombre muy inteligente, sobre todo en su especialidad. Cuadro, mueble, estatua, libro o pergamino que pasara por delante de sus ojos lo conocía, sabía lo que era, de qué época y si tenía o no valor.
El anticuario, muy hábil para engañar a la gente, desestimaba lo valioso para ver de comprarlo barato y decía en cambio que lo que no tenía ningún valor era de gran mérito. Mundo demostraba una extraordinaria amabilidad en tales engaños. Era hombre amable aunque un tanto burlón e irónico.