XI

LA POSADA

UNO de los sitios donde se reunía con preferencia la gente de Mirambel era la posada. Esta posada, llamada así por antonomasia en el pueblo, era una casa negruzca, de dos pisos. En la pared algún chico había puesto con carbón un letrero: Posada de Escucha.

Esta posada tenía unas puertas y ventanas talladas, de nogal, muy gruesas. El tallado llamaba la atención de los curiosos por las muchas figuras esculpidas, cabezas, guirnaldas, frutos y angelitos. Por lo que se contaba, entre las cabezas había algunas caricaturescas y risibles.

Aquellas figuras servían de indicación y de enseña, y cuando algún forastero preguntaba dónde se encontraba la fonda u hostería, se le contestaba: «Ahí, en esta calle, verá usted una casa con una puerta de madera, que está llena de monos. Allá está la posada».

Luego, años después, la puerta y los entablamientos de las ventanas desaparecieron con todos sus monos.

Según se dijo, un anticuario dio por todo ello tres mil pesetas, cantidad fabulosa para entonces. Se sospechó si las figuras esculpidas tendrían mucho valor. En esta posada se había alojado don Carlos cuando la Expedición Real, con su estado mayor de generales vascos y navarros, y varias veces Cabrera.

Al comienzo de la guerra el dueño de la posada era un tal Blas Escucha, venido pocos años antes de Montalbán.

Tenía el posadero en la misma casa despacho de vinos y carnicería y una venta fuera de las murallas, próxima a la ermita del Santo Sepulcro.

Blas Escucha era un hombre alto, rojizo, de ojos claros, violento, brutal, que había estado en la cárcel por haber intervenido en riñas solventadas a navajadas y a tiros.

Blas era jugador y había puesto muchas veces en peligro el crédito de su casa y lo había salvado con la ayuda de algunos amigos ricos.

Durante los primeros años de la guerra Blas Escucha ganó mucho dinero con la posada, que era al mismo tiempo carnicería y tienda de comestibles. Suministró víveres al ejército carlista y cobró fuertes sumas; pero el hombre creía que podía vivir hecho un príncipe y jugar con los oficiales, y perdió todo su capital y se empeñó y se llenó de deudas. Entonces Escucha, según la voz popular, hizo una mala faena, digna de un desalmado como él.

El posadero tenía mujer y una hija de dieciocho años, muy guapa; la mujer se llamaba la Veremunda y la hija Blasa. Escucha creía que su mujer y su hija eran esclavas suyas y las trataba a la baqueta.

Entre los acreedores más fuertes de Escucha había un ganadero de Mosqueruela, un tal Guillermo Zurita, hombre de treinta a cuarenta años, vicioso, corrido, que tenía hijos en varios pueblos. Este ganadero iba varias veces a Mirambel y recordaba a Escucha sus deudas cada vez con más insistencia. Una de estas veces Escucha le invitó a esperar en su casa para cobrar y Zurita se quedó.

A creer a la maledicencia popular, Escucha aleccionó a su hija, a la Blasa, para que se dejara seducir por el ganadero rico, cosa poco probable; quizá inventada. Lo cierto fue que el ganadero encontró a la muchacha sola, vio la conquista fácil y la llevó adelante.

Al saberlo Blas Escucha, fuera porque aquello no lo había previsto o porque fingió indignación, se puso como un loco y encerrándose con Zurita en un cuarto y con la navaja en la mano le dijo que se casaba con su hija o le abriría en canal. Él estaba perdido y no le importaba nada ir a presidio para toda la vida.

Zurita parece que le llevó a Escucha a un terreno más sensato; le dijo que él tampoco estaba bien de fondos, que tenía compromiso con una viuda rica. Al último los dos hombres pactaron y Zurita devolvió todos los recibos y pagarés que había firmado el posadero y se pudo marchar de Mirambel. Zurita conservó un odio grande a Escucha y dijo en todas partes que era un canalla, pero que él se había vengado acostándose con su hija y dejándola embarazada.

El posadero pronto pudo comprender el estado en que había quedado su hija y entonces habló a un criado suyo. Juan Pitarque, que había llegado de Castell de Cabres, cerca de Morella. Este Pitarque había venido hecho un miserable, huyendo de una quinta ordenada por los carlistas del Maestrazgo.

Escucha le propuso a Pitarque el casarse con su hija y el ir a pasar después unos meses a Montalbán para que nadie tuviese en cuenta en el pueblo la época del nacimiento del hijo o hija de la Blasa. Pitarque aceptó pero a condición de que pasada la temporada él sería el amo de la posada. Escucha transigió, y al volver de Montalbán el matrimonio se instaló en la casa con una niña.

Escucha seguía teniendo sus negocios de suministros, y de contrabando. Solía llevar la banca en algunos pueblos de los alrededores de guarnición carlista donde se jugaba fuerte. Se había trasladado desde que cedió a su yerno y a su hija la posada, a una venta fuera de puertas cerca de la ermita del Espíritu Santo que le servía de cantina.

Allí solía estar y ganaba siempre con unas cosas y con otras, aunque tenía muchas trampas; con él iban constantemente el dinero y las deudas.

Una noche el posadero llegó cansado a la venta y se tendió en el suelo al lado de la lumbre. Una mujer que cuidaba la casa le pregunto:

—¿Qué tiene usted?

—No sé. Estoy enfermo.

Escucha estuvo así quejándose débilmente y por la mañana lo encontraron cadáver. El médico dijo que había muerto de una angina de pecho.