UN SUCESO ROMÁNTICO
EL gran suceso de Mirambel durante la guerra carlista fue la entrada en el pueblo del Serrador.
El día 24 de febrero de 1837, dos compañías de la guarnición liberal de Cantavieja se acercaron a Mirambel para proteger un convoy de víveres. Este convoy venía de Morella.
Las tropas de Cantavieja salieron por la mañana hasta el Forcall y marcharon con grandes precauciones a Mirambel. El camino estaba malo, lleno de agujeros y de baches, llovía y hacía mucho frío. Al entrar en Mirambel y al encontrarse al abrigo de las murallas, los liberales se consideraron seguros y quisieron descansar un momento.
No había, al parecer, enemigos por los alrededores. Parte de la gente se dedicó a merendar alegremente y algunos oficiales y sargentos jóvenes a hablar y bromear con las mozas.
El cabecilla carlista Miralles el Serrador, que andaba campeando por los alrededores y había reunido fuerzas para atacar el convoy, al saber la detención de los isabelinos en Mirambel, cercó rápidamente el pueblo y emprendió desde los cerros inmediatos un ataque enérgico, con fuerzas muy superiores a las de los liberales.
Se defendieron con energía los sitiados desde las torres y desde la muralla; pero eran pocos, no tenían bastantes municiones y no podían atender a todo el extenso recinto amurallado.
Algunos partidarios de don Carlos, del pueblo, en connivencia con los de fuera, abrieron una puerta de la muralla y las tropas del Serrador entraron en la villa.
Los liberales decidieron refugiarse en la iglesia, donde se fortificaron.
El Serrador mandó entonces a todos los vecinos que fuesen con una carga de leña a la puerta de la iglesia. Los que no obedecieran la orden serían inmediatamente fusilados.
Se hacinó una gran cantidad de combustible, se sacaron en cestas los papeles del archivo municipal; se hizo un montón de ramas y papel, se les pegó fuego y pronto una enorme llamarada subía por las paredes de la torre.
La puerta de la iglesia fue lo primero que comenzó a arder. Se la vio enrojecer, agrietarse, echar humo y, entreabriéndose, caer al suelo, dejando la entrada llena de brasas; los carlistas saltaron por encima del incendio al interior de la iglesia, metieron nuevos haces de leña y los prendieron fuego.
Entonces toda la iglesia comenzó a echar humo por sus ventanas y por el tejado.
Muchos isabelinos murieron asfixiados, otros se tiraron de las ventanas y quedaron muertos. Un centenar se entregaron y de estos los soldados quedaron prisioneros y se fusiló en el arco del Ayuntamiento a los sargentos y a los oficiales.
El fuego de la iglesia duró varios días.
En el momento en que el edificio ardía ya por todas partes, un vecino se metió entre las llamas y salió con la custodia en la mano. La custodia no valía gran cosa, pero se creyó que el hombre había hecho algo grande.
Mientras la mayoría de los soldados liberales se encerraban en la iglesia, un pelotón aislado de la fuerza, mandado por un capitán, y que había estado de observación en la muralla, se refugió en el convento de monjas Agustinas. Llamaron desesperadamente varias veces a la puerta hasta que les abrió la hermana tornera. Le explicaron lo que les pasaba y salió a enterarse de lo que ocurría la priora.
La priora era una mujer amable, inteligente y bondadosa y, a pesar de los peligros de toda clase que podían sobrevenirle, mandó entrar a los soldados.
El capitán tenía una herida de bala en el hombro e iba dejando gotas de sangre por donde pasaba. Había varios soldados heridos.
La priora franqueó la entrada a los militares, condujo a los heridos a una celda de la guardilla y llevó a los soldados a la cripta del convento. Inmediatamente las monjas lavaron las manchas de sangre que habían quedado en las baldosas del suelo.
Pocos minutos después los carlistas llamaban dando aldabonazos en la puerta del convento. Les abrió la hermana tornera, oyó sus explicaciones, les hizo pasar a la capilla y les dijo que esperaran un momento a que se terminaran las vísperas.
Los carlistas quedaron un poco sobrecogidos. Era el día de San Matías; las monjas celebraban las segundas vísperas y cantaban la oración del día: Deus qui beatum Mathian Apostolorum, y después el cántico de la Virgen: Magnificat anima mea.
Los soldados carlistas no se atrevieron a registrar el convento y se contentaron con las explicaciones que les dieron las religiosas. Así los soldados liberales con su capitán, ocultos en el convento, pudieron burlar por espacio de varios días la vigilancia de los enemigos, quienes registraron minuciosamente todas las casas del pueblo. Las monjas dieron a los escondidos parte de su comida y cuidaron de los heridos hasta que se curaron.
Días después, aprovechando el silencio y la oscuridad de la noche, los cristinos se descolgaron por una ventana del monasterio a la parte exterior de la muralla y por sendas extraviadas llegaron a Cantavieja.
Al saberse lo ocurrido, se discutió mucho el caso, sobre todo entre los curas y las personas religiosas. Las monjas, al salvar a los soldados, incurrían, según algunos, en una excomunión latae sententiae; según otros, hacían una obra de caridad digna de alabanza.
Cuando se supo esta historia se dijo que Cabrera, que se consideraba omnipotente, quiso conocer a la priora, pero ella se negó a ver y a hablar con el jefe carlista.
Después se contaron varios detalles de la misma historia. El oficial herido de un balazo y escondido en el convento, el capitán Montpesar, había sido en Zaragoza el novio de una de las monjas, de sor Juana de la Cruz, cuando esta era una muchacha elegante y se llamaba Carmen Abarca.
La muchacha, por lo que se contó, estaba enamorada de su novio, pero al saber que este tenía un hijo de una mujer del pueblo decidió romper la boda y marcharse al convento.
No tenía familia y el único pariente, un hermano mayor, había muerto.
Por muchos esfuerzos que hizo el militar y por muchas explicaciones que dio no consiguió nada y Carmen Abarca entró en el convento de Mirambel.
Esta monja, según se decía, era la más sabia de la comunidad, había aprendido latín y paleografía, estaba escribiendo la historia de la orden y había pintado varios santos en la capilla del convento.
Era también muy música, tocaba en el órgano composiciones de Palestrina y de Bach, y cantaba muy bien. Su voz se destacaba entre las otras en el coro por su afinación y por su timbre cuando, cantaba las vísperas y el Tantum ergo.
Sor Juana de la Cruz ponía toda su alma exaltada en la música. La priora, muy inocente, no notaba aquella exaltación. De notarla, quizá le hubiera parecido prueba de poca humildad cristiana.
Sor Juana de la Cruz solía repetir con frecuencia el soneto místico: No me mueve mi Dios para quererte, y los versos de Santa Teresa de Jesús:
Vivo sin vivir en mí.
Y tan alta gloria espero
que muero porque no muero…
El capitán Montpesar y Carmen Abarca se reconocieron y se hablaron. Algunos afirmaron que habían visto en una ventana del monasterio a la religiosa con su hábito negro y al militar convaleciente con su uniforme. Otros aseguraban que lo que se veía eran las sombras de los dos vagando por la muralla.
Se contó después de acabada la guerra en el Maestrazgo que el capitán Montpesar se presentó en Mirambel. El capitán iba a la capilla del convento a rezar y a oír el órgano. En aquella oleada de voces y de sonidos majestuosos, entre las armonías inefables, el militar reconocía la voz de sor Juana de la Cruz como si fuera un rayo de oro.
El capitán pudo comunicarse con la monja y le propuso, según parece, salir del convento. Él prepararía la fuga y se casarían. La esperaría una noche en la venta de fuera de las murallas, cerca de la ermita del Santo Sepulcro.
Él empleó todos los argumentos para convencerla, pero no lo pudo conseguir. Estaba libre, su hijo había muerto, la mujer con quien lo había tenido se había casado con otro.
—No hay obstáculos para nuestro amor —la decía él.
—Ya no. Es tarde. He tomado otro camino —contestaba ella.
Y no le pudo sacar de ahí.
Había llegado, sin duda, a pensar que hay que vivir en lo eterno: «Peritura fastidiens, aeternis intentu». Quería seguir las huellas de Santa Catalina de Siena y de Santa Teresa de Jesús.
El capitán, desesperado, marchó a Cataluña y murió en un encuentro cerca de Berga.
Respecto a sor Juana, no le sobrevivió mucho tiempo.
Entregada a la música, a las oraciones y a la lectura del Kempis, de Santa Teresa y de San Juan de la Cruz, pasó dos años al cabo de los cuales murió, según algunos, en olor de santidad.
Al parecer, sufría una enfermedad de languidez, una apatía y un cansancio profundos. Esta languidez no le impedía estar alegre y sonriente. Las demás monjas la visitaban constantemente en su celda.
Ella abría la ventana para que entrara el sol y echaba migas de pan a los pájaros, que iban a comer a veces de su mano.
Momentos antes de morir, un día claro de otoño, rodeada de la priora, de sor Maria de los Ángeles, que era la bibliotecaria, de una monja cantora y de dos legas, parece que repitió con unción estos versos de San Juan de la Cruz:
Del agua de la vida
mi alma tuvo sed insaciable;
desea la salida
del cuerpo miserable
para beber de esta agua perdurable…
Se afirmó luego que algunas noches aparecían las sombras del capitán y de la monja en las proximidades del cementerio y de la ermita del Santo Sepulcro; pero esto no lo creyeron más que algunos pobres exaltados y algunas mujeres medio locas.