UN CURA HECHICERO
MUCHAS historias curiosas se oían en la tertulia de la posada de Mirambel, en donde durante la guerra iba y venía gente de todas partes. Una de estas historias la contó un anticuario que se llamaba Juan Bautista Mundo, poco después de haber sido abandonado Mirambel por los carlistas. Mundo solía andar comprando objetos de arte en las casas y en las iglesias en ruina.
Los relatos de este chamarilero eran casi siempre amenos. Un día se presentó en la tertulia con un librito.
—En el ramo de librería —dijo—, una de las cosas que he perseguido con más asiduidad han sido los libros de brujería. Desgraciadamente, no se encuentran, a causa de que se imprimieron muy pocos en España y de que la Inquisición debió perseguirlos con encarnizamiento. Yo no conozco más que la Reprobación de las supersticiones y hechicerías, del padre Ciruelo; el Juris Spiritualis practicabilium, de don Francisco Torreblanca; el libro de Incantationibus seu Ensalmis, de Emanuel del Valle de Moura, y algunos tratados de exorcismos de Valencia, de Orihuela, de Cataluña y de Burgos. Hay también un librito que se llama Discurso prodigioso de tres españoles mágicos y brujos, pero está escrito en francés e impreso en París, en el siglo XVII. Yo tengo el encargo de enviar los libros de magia que encuentre, españoles o extranjeros, a un librero alemán, que me los paga muy bien.
»Hace poco —añadió—, en una casa de Teruel que había pertenecido a un inquisidor, encontré una caja cerrada con varios legajos, manuscritos y varios libros prohibidos.
»Algunos tenían interés histórico y los vendí a un personaje de la Corte, otros los conservo aún. Entre estos se hallaba un legajo atado con una cinta roja y dentro un grimorio muy pequeño y el libro del conde de Campomanes sobre los templarios.
El grimorio es un librito de fórmulas diabólicas para uso de magos y de brujos.
La palabra grimorio es francesa, grimmoire, y es una modificación popular de la manera de pronunciar los palurdos la palabra grammaire. Según otros, la voz es de origen italiano y viene de rimario, que quiere decir conjunto de rimas, es decir, diccionario de la rima.
Este grimorio, —y Mundo sacó un librito del bolsillo— es de los más importantes y conocidos.
Los que oían tomaron el libro en las manos, lo hojearon y lo miraron con gran curiosidad. En la portada decía:
ENCHIRIDION
LEONIS PAPAE
SERENISSIMO IMPERATORI
CAROLO MAGNO
IN MUNUS PRETIOSUM DATUM
NUPERRIME MENDIS OMNIBUS
PURGATUM
Más abajo del título había una viñeta representando un círculo, con figuras misteriosas que formaban un triángulo y dentro del círculo tres palabras: Transformatio-Formationis-Reformatio. Debajo, como pie de imprenta, se leía:
ROME
M. D. C. L. X.
Dentro del libro había varios párrafos marcados con tinta roja. Cuando todos los contertulios de la posada contemplaron el libro a su sabor, el chamarilero dijo:
—En el legajo venía la historia de este libro, de quien lo poseyó y quién era.
—Cuéntela usted —dijo uno de los contertulios—. Ve usted que todos estamos impacientes.
—Yo no sé esta historia a qué pueblo se refiere, si a este mismo Mirambel o algún otro de por aquí. Tampoco he podido averiguar la fecha exacta de lo ocurrido, supongo que fue en el siglo pasado por estar unido a la causa el libro sobre los Templarios del conde de Campomanes.
Es el caso que al pueblo llegó un cura joven con su madre, como capellán y organista del convento. Este cura se llamaba Francisco Montpesar, nombre de uno de los grandes maestres de la orden del Temple, en Aragón.
El joven Montpesar tenía un aire de colegial: era moreno, pálido, esbelto, con ojos grandes de largas pestañas. Su madre era una mujer hacendosa y humilde. Madre e hijo vivían muy modestamente. La madre todavía era una mujer joven y guapa, que hacía los menesteres de su casa y después pasaba el tiempo en la iglesia.
Durante algún tiempo, el pueblo y las monjas del convento estuvieron llenos de entusiasmo por el joven organista; pero pronto comenzaron a correr extraños rumores acerca de él. Se dijo que el cura había seducido a una muchacha que daba con él lección de música. La muchacha salió del pueblo y ya no se volvió a hablar de ella. Se indicó también otras jóvenes que parecían habían tenido relaciones con el cura.
En algunos de estos amores del cura medió una Celestina, que llamaban la Garrocha. La Garrocha era una vieja comadrona y emplastera, un poco bruja, con la nariz ganchuda y los ojos de mochuelo; tenía amistades en el convento de Mirambel y en otros de los pueblos próximos. Esta vieja sentía una adoración profunda por Montpesar y le obedecía en todo.
Luego ya no fue una muchacha sino una monja del convento, la hermana Encarnación, la seducida. La monja comenzó a ponerse pálida y desmejorada.
La monja dio a luz con los cuidados de la Garrocha, que llevó al niño a una masada próxima. Este chico, por lo que se dijo, era un engendro monstruoso; mordía en el seno a su nodriza, hacía unos gestos que ponían espanto y se subía por las paredes. Afortunadamente, el tal monstruo tuvo poca vida y murió rabioso y echando espuma por la boca.
Con el escándalo, la fama del organista perdió mucho; pero él se envalentonó con sus fechorías y se mostró cada vez más cínico y atrevido. Ya no se contentó con sus conquistas, sino que quiso unir a ellas la ostentación. Hizo de la ermita del Santo Sepulcro, próxima al pueblo, un centro de operaciones para evocar al demonio, para fabricar drogas venenosas y tener inmundas orgías. La ermita del Santo Sepulcro, tosca, de piedra, tenía una espadaña con su campana y dentro un altar con un Cristo terrorífico, de aire facineroso.
En esta ermita había hecho su nido una lechuza grande que, según la gente, iba a beber el aceite de la lámpara.
Se afirmaba en el pueblo que al padre Francisco se le veía con frecuencia a pie y a caballo envuelto en un capote, la capucha como de fraile, armado, en el cementerio o en algún campo desierto y de mala fama, seguido de un perro negro.
El organista decía orgullosamente que su nombre y apellido eran los mismos que uno de los grandes maestres del Temple, en Aragón, y que él era un príncipe, el último templario.
En sus reuniones en la ermita le acompañaban el ermitaño, a quien apodaban el Peregrino, la Garrocha y varios jóvenes enloquecidos por él, entre ellos un jorobado a quien llamaban Sotavientos.
Sotavientos era un jorobadillo muy malicioso y muy original, que hacía de bufón. Sotavientos estaba encorvado y por su enfermedad iba encorvándose cada vez más. Para comprobar si su encorvamiento aumentaba o no llevaba una plomada en el bolsillo y se la ponía en la punta de la nariz y medía la distancia entre su nariz y el suelo. Si esta no disminuía quedaba contento, porque aseguraba que cuando la distancia se acortara hasta llegar a una marca que había hecho en el bramante, moriría.
El jorobado consideraba que su cuerpo, como su vida, estaba representado por un arco de círculo sobre la tierra y el seno de este arco de círculo era la medida de su vitalidad. Este seno era el que comprobaba constantemente con su plomada.
Este pobre Sotavientos era una torre de Pisa humana o una torre Garisenda y su nariz el punto desde donde hacía experimentos para él más trascendentales que los de Galileo.
Sotavientos solía tocar la guitarra y cantaba con una voz de rata con mucha gracia canciones cómicas.
Cuando Montpesar reunía sus fieles: el Peregrino, la Garrocha, Sotavientos y los demás, sacaba su grimorio y empleaba sus fórmulas diabólicas.
Se afirmaba que tenía sobre el altar de la ermita una cabeza blanca, misteriosa, con barbas grandes y ojos de cristal, con la que conseguía lo que deseaba.
Esta cabeza de madera pintada la llevó un extranjero que pasó por el pueblo. Según algunos, era la cabeza de un santo, que había estado dorada y pintada; según otros, no era la cabeza de un santo sino de alguna estatua pagana.
El organista llevaba siempre como un escapulario, un trozo de pergamino, una filacteria con unas letras escritas con sangre.
Se decía que en la ermita Montpesar y la vieja curandera, la Garrocha, componían un licor especial que al beberlo trastornaba y dejaba como loco. Entonces se veía al diablo, que entraba por las ventanas y tomaba la forma de un gato gigantesco. Luego venían otros demonios, que se convertían en mujeres hermosas, y lo mismo en el suelo de la iglesia que en el coro se celebraba un baile frenético. Antes de estas orgías se tenía cuidado de tapar el Santo Cristo de la ermita con un lienzo.
El cura hechicero solía hacer largos viajes no se sabía adónde. Una noche, de un tiempo horrible, un vecino del pueblo al volver a casa le vio pasar montado a caballo, al galope, seguido de su perro. Iba tan frenético que le dio miedo y se persigno al verle.
A pesar de sus maldades y de sus vicios, la mayoría del pueblo tenía gran admiración y entusiasmo por Montpesar, el cura hechicero, y su madre rezaba constantemente por él tendida en el suelo.
Después de la hermana Desamparados, fue otra monja, sor Magdalena, la seducida y se dijo que con esta había celebrado un matrimonio sacrílego, colocándole en el dedo el anillo nupcial.
Algunos creían que Montpesar era un brujo y que tenía la mirada fascinadora, hasta tal punto, que un pequeño espejo que usaba había quedado marcado con unas extrañas manchas.
Había un clérigo en el pueblo, llamado Sarrión, enemigo de Francisco Montpesar y que le sospechaba dado a las prácticas de la hechicería. Este clérigo, hombre espeso, fuerte, cabezudo y rojo, yendo a caballo a visitar a un moribundo, encontró en el campo, cerca de la ermita del Santo Sepulcro, al perro negro del organista.
El clérigo Sarrión se encomendó a la Virgen, y el perro se convirtió en un árbol grande cruzado en el camino que le impidió el paso. Sarrión bajó del caballo, hizo en la tierra un círculo y en medio trazó una cruz.
Inmediatamente el árbol desapareció, dejando un terrible olor de azufre.
A poco, el clérigo vio que le seguía un cerdo gruñendo; por si acaso, hizo la señal de la cruz, y el cerdo se convirtió en un asno con grandes orejas, que empezó a rebuznar. El asno se transformó en un ganso, y el ganso en una urraca.
El clérigo Sarrión se burlaba de las metamorfosis del diablo; había comprendido que era él, y se reía, hasta que el mal espíritu, ofendido de los desprecios y de las risas, se convirtió en tonel y fue rodando por el campo y desapareció.
El relato del clérigo, hizo comprender que el padre Francisco, el organista, tenía pacto con el demonio. Se le espió y se pudo comprobar sus devaneos y sus locuras. El obispo le retiró las licencias.
En el convento, las monjas, en su mayoría, eran partidarias suyas; pero algunas habían notado que andaban sueltos unos martinicos o diablillos galantes, verdaderos duendes, que hacían una porción de impertinencias a las madres y les sugerían ideas locas y libertinas.
El padre Fuente La Peña, el autor del Ente Dilucidado, hubiera sabido clasificar y definir a estos martinicos y señalar su origen, si era natural o diabólico; pero este padre no tenía allí ningún buen discípulo.
Se supo que el cura Montpesar seguía en relaciones con sor Encarnación y con sor Magdalena.
Estas estaban celosas una de otra. A la última, Montpesar le daba cita en la capilla del convento.
Había mandado hacer una llave falsa para abrir la puerta de la iglesia.
Cuando daban las doce de la noche corría, impaciente, a reunirse con la monja.
Una noche oscura y siniestra, día de Animas, salió el cura de su casa con intención de ir a la capilla del convento a verse con la monja, cuando el reloj de la iglesia dio las doce en unas campanadas lúgubres Poco después siguió otro campaneo triste, fúnebre, melancólico. El cura se estremeció y pensó después que alguna persona importante había muerto en el pueblo.
En esto oyó por la calle próxima rumor de rezos y de cánticos; se asomó a la esquina y vio pasar a la luz de los hachones un entierro con gran acompañamiento de frailes, de curas con sus sobrepellices blancas, su cruz alzada y su manga al frente y, al final, un ataúd, envuelto en una bayeta negra con un bonete de cura encima, llevado por cuatro encapuchados.
El cortejo se acercó a la capilla del convento. El cura Montpesar se asomó a la puerta y vio la iglesia vestida de paños negros, y en medio, sobre un catafalco, el ataúd con su bonete de cura, rodeado de amarillos cirios.
Se rezaba el oficio de difuntos.
De pronto, los curas y los frailes encapuchados comenzaron a desfilar, cantando el Dies irae. Estremecido de terror, el organista se acerca a un fraile y le pregunta:
—¿Por quién se celebran estos funerales?
—Es por el alma del clérigo sacrílego y malvado Francisco de Montpesar.
El organista creyó haber oído mal. Hizo la pregunta a otro fraile, después a otro, y los tres le dijeron lo mismo.
—¿Cómo puede ser eso? —preguntó Montpesar—. Yo estoy vivo.
—Nosotros somos almas —contestó el fraile— que, ayudadas por las oraciones y limosnas del cura Montpesar cuando era bueno, salimos del purgatorio y venimos a celebrar sus funerales, porque su alma se halla en peligro de perderse.
El organista estaba asistiendo a sus propios funerales.
Montpesar tembló, se tocó el pecho, la cabeza y los brazos, por si tenía alguna herida mortal.
Luego, lleno de pavor, salió de la iglesia, corrió a la ermita, seguido de su perro, que saltaba como loco y, al llegar a ella cayó desmayado.
—Tengo que reconocer, dijo el chamarilero, que este relato lo he leído antes en un libro muy divertido, lleno de historias de monstruos, aparecidos y fantasmas, que tiene este título: Jardín de flores curiosas, en que se tratan algunas materias de humanidad, philosophía, theología, geografía, con otras cosas curiosas y apacibles, por Antonio de Torquemada, libro pequeño, en octavo, impreso por primera vez en Salamanca por Juan B. de Terranova en 1570. El doctor don Cristóbal Lozano, en Las soledades de la vida y desengaños del mundo, cuenta también la misma historia, y se la atribuye a un estudiante llamado Lisardo.
En esto, la noticia de los escándalos del pueblo llegó a Teruel, y la Inquisición tomó parte en el asunto. Se llevó a un convento al padre Francisco, se metió en la cárcel al ermitaño, a quien llamaban el Peregrino, a la vieja curandera la Garrocha, a Sotavientos el jorobado y algunos otros miserables que acudían a las reuniones de la ermita.
La Garrocha salió de la cárcel, con la protección de alguien, después de haber sido exorcisada. No faltó quien creyera que había escapado por la chimenea, montada en el palo de una escoba.
Poco después, la Garrocha comenzó de nuevo a ejercer su profesión de comadrona en Teruel, y murió años más tarde, produciendo la risa de las compañeras de oficio que la asistían. A la Garrocha se le metió en la cabeza que a los setenta años estaba de parto y mandaba preparar las ropas para el que tenía que nacer. Esta idea y un poco de aguardiente que tomaba, de cuando en cuando, le hicieron pasar al otro mundo con una perfecta alegría.
El pobre Sotavientos, en la cárcel, se puso la plomada en la punta de la nariz; comprobó que la distancia entre ella y el suelo había disminuido mucho y decidió morirse.
El seno del arco de círculo de su vida se había achicado de tal manera, que tuvo que largarse a medir otro seno: el de la eternidad.
A los demás se les azotó, por mano del verdugo. Al clérigo Sarrión se le trasladó a otro curato peor de la montaña.
El joven Francisco de Montpesar se arrepintió de su vida y de sus errores, porque siempre había tenido una devoción verdadera, y entró en un convento. En su casa se encontraron libros de magia, pergaminos con letras misteriosas y dos o tres anillos con signos extraños.
Los padres inquisidores comprendieron que habla sido instigado por el demonio, que era el perro negro que acompañaba al organista, porque inmediatamente que se separó del animal se arrepintió de sus errores y de sus crímenes. También dijeron algunos que no era el cura Montpesar, sino un incubo el que aparecía en el convento y tomaba su forma para ir a refocilarse con las monjas.
El único castigado con severidad en este proceso fue el perro que, después de estrangulado con una cuerda fue quemado en una de las eras del pueblo.
Al parecer, la gente se maravilló al ver la cantidad de humo negro y mal oliente que echó al ser quemada aquella maldita bestia, indicio bien claro de que era el mismo Satán.
Durante mucho tiempo después se dijo que en los alrededores de la ermita del Santo Sepulcro se veía vagar la sombra del cura Montpesar acompañado de su perro negro. Se decía también que en la ermita se oían ruidos de cadenas y que andaban sombras dentro.
Al terminar su narración, el chamarilero sonrió con aire malicioso.
—Pues yo ya creo en algo de esas brujerías —dijo uno de los contertulios.
—Yo, en nada —contestó el anticuario.
El posadero movió la cabeza doctoralmente, sin afirmar ni negar.