VII

LA ÉPOCA CARLISTA

DESPUÉS de la lejana época en que Mirambel alojó a los templarios figuró poco en la historia, pasaron por la villa las tropas de uno y otro bando durante la guerra de Sucesión, ocuparon el pueblo unos días los soldados del duque de Berwick, estuvieron de paso los franceses en la guerra de la Independencia y únicamente el pueblo llegó a adquirir cierto renombre en la guerra civil primera por circunstancias especiales que mediaron en ella.

Durante algún tiempo residió en Mirambel la Junta Suprema de Aragón, de Valencia y Murcia, nombrada por don Carlos a su paso por el país cuando la Expedición Real de 1837.

La Junta elegida de antemano por Cabrera se estableció primero en el Forcall. Estaba compuesta por el conde de Cirat, el obispo de Orihuela, don Félix Herrero Valverde, el conde de Samitier, don Joaquín Polo, don Ramón Plana, don Antonio Santa Pau, don Juan Ibáñez y don Francisco Sanz.

Después se consideró más seguro que el Forcall, Mirambel por su aislamiento y por su muralla, y a este pueblo se trasladó la Junta.

La Junta Gubernativa se ocupaba de administración y de suministros. Cabrera le hacía poco caso; el caudillo obraba muchas veces sin tomarla en consideración y no la licenciaba porque le servía para allegar recursos y para mantener por medio de los junteros relaciones con el pretendiente.

Cabrera se valía de la Junta a su modo. No la tenía en mucho ni respetaba gran cosa a los vocales. Cuando le convenía seguía el parecer de aquellos señores; luego, entre sus ayudantes y con frecuencia hasta con el público, se burlaba de ellos.

Mirambel, por ser asiento de la Junta, sirvió de receptáculo a muchas notabilidades carlistas. El reducido pueblo se convirtió de pronto en una pequeña corte. A él concurrían los pretendientes a distintas plazas en el ejército carlista. Se solicitaban y se obtenían destinos para diversos puntos de la nación.

Allí tuvieron su sede y sus despachos oficiales los obispos de Orihuela y de Mondoñedo, allí se instalaron las oficinas del tribunal de secuestros, las de la policía, las de la curia eclesiástica, las del tribunal de diezmos y hospitales, de la intendencia, del tribunal de alzada, de la tesorería general, de la imprenta real y del papel sellado.

Había entre los empleados un sin fin de intrigas y de enemistades. Los burócratas estaban divididos en dos grupos, uno partidario de la Junta y otro de Cabrera. Había también una gran enemistad entre el secretario de Cabrera, Caire, y el eclesiástico, comisario de la Junta, subdelegado castrense, don Lorenzo Cala y Valverde.

Caire, tortosino como Cabrera, era un escribano chanchullero que había dejado rastro de sus raterías en Tortosa, enredador e intrigante por naturaleza. Don Lorenzo Cala, el comisario de la Junta, era también hombre ambicioso que pretendía ser obispo. Descontento y osado, se ponía con frecuencia frente a Cabrera. Varias veces riñó con él y se mantuvo firme a pesar de que el general le amenazaba con fusilarle.

Como Mirambel guardaba entre sus muros gente tan importante, se consideró necesaria una numerosa guarnición y se establecieron fábricas de pólvora y de fusiles; se construyeron nuevas fortificaciones donde lo permitía el terreno y los antiguos baluartes se rodearon de fosos, empalizadas, parapetos aspillerados y otras obras de defensa.

Se temía una sorpresa y un asalto parecido al que realizó el Serrador años antes cuando el pueblo estaba ocupado por los liberales.

Como el sistema de Cabrera era hacer sus rapiñas fuera de la comarca dominada por sus tropas y como estas cobraban puntualmente, en Mirambel, durante la guerra reinaba la abundancia y circulaba con profusión el dinero.

No toda la gente mirambeliana era entusiasta de Cabrera, y muchos por espíritu regional se indignaban de que el caudillo y sus lugartenientes valencianos y catalanes devastaran con preferencia el antiguo reino de Aragón.

Se aseguraba que en las tierras aragonesas se saqueaba constantemente y sin miramientos, en cambio Levante y, sobre todo, la comarca de Tortosa no se tocaba.

Se decía que Llagostera se apropiaba de los granos y de los ganados que cogía en sus excursiones por el Bajo Aragón y que los vendía en Tortosa a sus amigos. A don Luis Casadevall (Llagostera) le llamaban la langosta porque devastaba el país por donde pasaba.

Los movimientos del ejército constitucional en 1839 obligaron a las personas empleadas en las oficinas de Mirambel a trasladarse a otros puntos. Salieron de la villa varios regimientos, quedó la brigada de artillería carlista y esta marchó poco después reemplazándole la titulada Guías de Aragón.

Los Guías, con poco espíritu militar, apenas columbraron las fuerzas liberales del general Ayerve abandonaron el pueblo.

Desde aquel instante Mirambel ya no fue ocupado por tropas carlistas y a los pocos días vino la completa pacificación del territorio.

Al comienzo del dominio carlista Mirambel y sus contornos fueron ocupados por los cabecillas aragoneses, luego por Cabrera y sus lugartenientes.

Al principio las correrías de los carlistas en el Bajo Aragón, las dirigieron Manuel Carnicer, natural de Alcañiz, y Joaquín Quílez, nacido en Samper de Calanda, cerca de Híjar, los dos aragoneses.

En esta época había en el campo liberal una gran confusión y las pequeñas partidas rebeldes podían tener grandes éxitos y producir descalabros en las tropas del Gobierno.

Quílez anduvo con frecuencia por las inmediaciones de Zorita, el Forcall, la Mata y Mirambel. Quílez tenía más partidarios que Cabrera en el Bajo Aragón, se le consideraba más noble y más humano a pesar de que había cometido también sus tropelías y sus barbaridades.

Cuando la Expedición Real, don Carlos fue con siete batallones a Todolella, al Forcall, a la Mata de Horcajo y a Olocau del Rey; Cabrera a Cinctorres y al Portell, y Quílez quedó en Mirambel.

El general Oraá marchó al Forcall con sus cristinos a buscar a los carlistas, a darles la batalla. El Lobo Cano, además de gran táctico era hombre bravo. Don Carlos con su cuartel real de vascos y de navarros retrocedió a Mirambel y estuvo allí cinco días.

Oraá quería quedarse en el Forcall y atacar después, pero no tenía víveres. Mandó registrar las casas del Forcall y reunió únicamente ciento veinte raciones. Necesitaba nueve mil. Ante esta penuria decidió retirarse con sus soldados hambrientos a Morella.

Los guerrilleros valencianos hicieron sus correrías después por el Bajo Aragón, sorprendieron pueblos e incendiaron iglesias. Todo el centro de España y Levante se distinguió en la guerra por su violencia, por su crueldad y por su rapiña.

El general, don Basilio García, dijo que las tropas carlistas de Aragón, cobardes e indisciplinadas, huían a la vista del enemigo y no hacían más que robar y atropellar cuando entraban en los pueblos y que las de la Mancha eran aún peores.

Urbiztondo aseguró que los carlistas catalanes no conocían más guerra que el vandalismo y la rapiña y que sus triunfos y su valor eran ficticios.

Quílez dijo que los jefes catalanes robaban para enriquecerse y refugiarse en el extranjero.

Cuando avanzó la guerra y Cabrera fue el jefe único e indiscutible, los catalanes y valencianos mandaron en el Bajo Aragón, sobre todo al morir Quílez en la acción del Villar de los Navarros.

A Quílez le sustituyó el francés Lespinasse, de los protegidos de Cabrera, luego segundo con Cabañero cuando la sorpresa de Zaragoza. El aristócrata José Lespinasse había dejado nombre en Aragón por quedarse con todo lo que podía. En esto el noble francés estaba a la misma altura que los plebeyos españoles.

Durante el mando de Cabrera los cabecillas aragoneses Arévalo, Cabañero, Bonet y otros muchos de menor importancia quedaron postergados, olvidados en la parte interior de Aragón. Cabrera favoreció a sus paisanos y hasta el gobierno de Cantavieja se lo dio a un catalán. Para la maestranza de este pueblo fue nombrado el alavés Echavasti.

Los gobernadores de Morella, la plaza más importante ocupada por los carlistas, fueron también catalanes o levantinos, uno de ellos Ramón O’Callaghan, amigo de Cabrera y de origen irlandés. De este O’Callaghan se tenía mala opinión y se decía que se quedaba con todo.

El otro, Magín Sola, también gobernador del castillo de Morella, tenía fama de ladrón y se aseguraba que Cabrera había estado muchas veces a punto de fusilarle.

De Pedro Beltrán, llamado Peret del Riu, el último de los gobernadores morellanos, se aseguraba que había ordenado una quinta de inútiles y viejos y para licenciarlos había exigido dinero a cada uno.

Cabrera no tenía simpatía por los aragoneses. Dos jefes no se rindieron inmediatamente a su ambición de mando y hasta se le pusieron en frente: Carnicer y Quílez, los dos aragoneses; al primero, según el rumor popular, lo denunció el mismo Cabrera cuando iba camino de Navarra; del segundo le libró una bala enemiga.

Por contraste, a los valencianos y catalanes, como Llagostera, Forcadell y el Serrador, Cabrera los había dominado enseguida haciéndoles después sus lugartenientes.

Carnicer y Quílez, buenos militares, hombres honrados sin maquiavelismo, no tenían gran genio militar ni mucha suerte; Cabrera, por el contrario, era un buen táctico, un maquiavélico intrigante, con una ambición terrible y al menos en la primera parte de su vida de una suerte extraordinaria.

Carnicer y Quílez, dos tipos de aragoneses medio castellanos, no podían luchar con el tortosino lleno de doblez y de malicia y, al mismo tiempo, de ambición y de furor. Cabañero tampoco.

Cabañero tomó Cantavieja para los carlistas. Los habitantes de la ciudad se presentaron a Cabrera diciéndole que se habían conjurado para entregársela y que el único obstáculo que tenían que vencer era el desarme de unos doscientos cincuenta hombres de guarnición del Inmemorial del Rey. Los vecinos carlistas necesitaban dinero para seducir a algunos sargentos.

Cabrera se lo dio y se retiró de las proximidades de la plaza y escribió a Cabañero para que diese la sorpresa. Este entró con sus soldados por un boquete de la muralla de Cantavieja y pasó a la casa de un cura y desde aquí salió y ocupó el pueblo. Los soldados se rindieron, algunos oficiales y sargentos se refugiaron en el reducto de San Blas y se entregaron a condición de que se respetasen sus vidas, condición que Cabañero aceptó y cumplió, pero Cabrera al ocupar la ciudad no hizo lo mismo y fusiló a los oficiales rendidos menos a uno que tenía amistades con la familia de Cabañero y mandó rematar a los que no estaban muertos a bayonetazos. El tortosino contempló la matanza con su aire feroz, jactancioso y alegre.

Cabañero tampoco fue nunca persona grata para Cabrera, no era muy seguro como carlista y se pasó a los cristinos con gran facilidad.

Cabrera tenía demasiada ambición por entonces, demasiada fe en su estrella para pasarse al partido de la Reina. Hubiera exigido mucho.

Se afirmó, aunque no se pudo demostrar, que en la muerte de Carnicer y en la de Quílez Cabrera tuvo alguna parte. Tuviera o no participación en ellas, la muerte libró a Cabrera de dos rivales temidos.

El vecindario de Mirambel sufrió bastante durante la guerra y contempló espectáculos terribles: los prisioneros liberales de la acción del Villar de los Navarros estuvieron unos días en Mirambel desnudos, hambrientos, heridos y enfermos y tratados a palos por los carlistas.

Años después, desde el cuartel general de aquel pueblo, Cabrera dio una alocución enfática, como todas las suyas, hablando del convenio de Vergara, expresándose con la jactancia que en él era habitual.

Cabrera tenía por su tipo, por su crueldad, por su ímpetu, algo de africano. Era bilioso, inquieto, cruel y declamador. Su valor, su arrogancia, su genialidad militar y política, su histrionismo, le hacían un hermano de raza del general Prim.

Cabrera era un condotiero feroz, teatral y alegre, obligado por las circunstancias a hablar de una manera sacristanesca e hipócrita.

Era una mentalidad estrecha y una fisiología admirable. Como hombre de presa no tenía rival. Era el más felino de todos los guerrilleros españoles.

Aquellos pueblos de la comarca bajo aragonesa sufrieron mucho durante la guerra y presenciaron tristes escenas de crueldad y de barbarie.

Incendios, robos y, sobre todo, fusilamientos, algunos en condiciones muy duras y sobre gente inocente, fueron para ellos espectáculos repetidos. Cabrera fusiló a cuatro nacionales de Zorita, dos viejos que apenas podían andar y dos niños. En el Forcall, el mismo Cabrera, en octubre de 1838, mandó fusilar noventa y seis sargentos de la división de Pardiñas, prisioneros en la acción de Maella. Se les propuso pasarse a los carlistas, no aceptó ninguno y uno de ellos parece que dijo con petulancia: Primero morir que tomar parte con ladrones.

Por aquella época los alrededores de Mirambel y de Morella, como todas las tierras del Maestrazgo, debían estar empapadas en sangre.