V

LOS TEMPLARIOS

MIRAMBEL perteneció en la Edad Media, durante más de un siglo, a la Orden de los Templarios. En la villa tenían los cruzados un suntuoso palacio y varias torres.

Los caballeros del Temple gozaban, al parecer, de unos privilegios exagerados, de unos derechos extraordinarios; mandaban en todo: en las personas y en las cosas. Eran banqueros, usureros y señores de horca y cuchillo. Vejaban al pueblo con sus prohibiciones.

Los villanos no eran nada, no tenían libertad de ir y venir, de vender y de comprar, ni de cazar en los montes. Los entierros de los suyos no podían pasar por delante de las moradas suntuosas de los caballeros de la orden.

Los templarios gozaban de la exención de diezmos; sus monasterios, iglesias, casas, hospitales y granjas eran casi sagrados, y los soldados o jefes de las milicias reales que pretendieran alojarse en ellos quedaban en entredicho.

El fuero de la población de Mirambel fue concedido a esta villa por don Raimundo Serra, maestre de la Orden del Temple en Aragón y en Cataluña, en 1243. El fuero era idéntico al otorgado a Zaragoza.

Las hazañas de los templarios mirambelianos no dejaron gran rastro en la memoria de las gentes; no registró la historia gestas heroicas contra los moros; quizás se limitaron estos caballeros a pelear con las botellas y con las buenas mozas. Los cruzados mirambelianos, hermanos sirvientes, escuderos o fámulos, se dedicaban más a la caza y a la buena vida que a las abstinencias o a los peligros de la guerra.

El dominio de los templarios no fue muy largo en el país, ni tampoco lo fue en el resto de España ni en Europa.

La historia de los templarios durante mucho tiempo fue una historia conocida y apasionante; luego, al cabo de los años, no quedó de ellos más recuerdo que las ruinas de sus castillos y el nombre.

El hablar de ellos hoy, es casi una novedad.

La orden del Temple era una orden de fundación francesa. Los primeros templarios fueron nueve caballeros que siguieron a Godofredo de Bouillon a la conquista de Tierra Santa. A estos se unieron otros; se constituyó la orden, y el Concilio de Troyes aceptó sus estatutos.

Los templarios debían considerarse más que las otras órdenes militares, porque en un Concilio de Salzburgo se propuso reunir en una orden sola los templarios, los hospitalarios y los caballeros teutónicos, y los templarios no aceptaron la fusión.

El estandarte blanco y negro de los templarios, el Bauceant, gozaba de un enorme prestigio.

A principios del siglo XIV este prestigio comenzó a decaer. Los templarios tenían que retirarse de Palestina y de Chipre. El rey de Francia se manifiesta de pronto enemigo suyo; publica un acta de acusación y les llama lobos, pérfidos, idolatras cuyas palabras son capaces de ensuciar la tierra y de infectar el aire.

El monarca francés Felipe el Hermoso pidió colaboración y ayuda contra los templarios y dirigió primero cartas a Fernando IV de Castilla y a Jaime II de Aragón.

Este último contestó haciendo un elogio de sus caballeros del Temple, exponiendo no tener de ellos queja alguna y negándose a proceder contra la orden.

Por el mismo tiempo, el rey de Inglaterra escribe a los reyes de Castilla, de Aragón, de Portugal y de Sicilia, defendiendo a los templarios. Los reyes quedan indecisos, hasta que, años después, el papa se manifiesta contra ellos y lanza una Bula de excomunión a las personas que les presten ayuda.

En 1308 el papa Clemente V escribió al rey de Aragón y a los inquisidores para detener como sospechosos de herejía a los caballeros del Temple de aquel reino que no hubieran sido detenidos y de confiscar sus bienes en beneficio de la Santa Sede.

Por entonces, el rey Jaime II de Aragón da la orden de prender a los de su territorio, y los caballeros cruzados se refugian en los castillos de Monzón, Cantavieja, Villel, Castellote y Alcañiz; se fortifican, se preparan a la defensa resisten durante algún tiempo, hasta que se rinden a las tropas reales en 1308.

Jaime II de Aragón se había declarado antes partidario de los caballeros del Temple; pero como el papa exigía su proceso, a petición del inquisidor fray Juan Llorget se nombró un tribunal para juzgarlos, que se reunió en Tarragona en 1312, en el cual fueron absueltos.

En Castilla, en el Concilio celebrado en Salamanca, encargado de examinar la causa de los templarios, se les declaró inocentes de los hechos terribles que se les imputaba.

Por entonces, la Orden de los Templarios fue abolida por una Bula del papa.

En Francia, Felipe IV el Hermoso fue el que comenzó las hostilidades contra los templarios, según unos, por rivalidad contra ellos y por apoderarse de sus inmensas riquezas y propiedades; según otros, por motivos plausibles. En España los templarios no fueron acusados tan violentamente como en Francia. En Castilla y Aragón se les reprochaba únicamente su influencia y sus inmensas fortunas.

Se supone que Felipe el Hermoso, de Francia, tenía un profundo odio por los templarios. Los consideraba orgullosos y ambiciosos, les acusaba de amotinar al pueblo y de haber socorrido con grandes recursos al papa Bonifacio VIII cuando este tenía diferencias con el rey de Francia.

El proceso de los templarios, iniciado en Paris, tuvo carácter de una acusación de magia y de brujería contra la orden. La política no intervino, aparentemente, en nada. Eran quince mil caballeros, sin contar los hermanos sirvientes y afiliados, y tenían nueve mil casas o señorías repartidas en Europa y Asia entre granjas y castillos. Podían desafiar a los ejércitos de los reyes de Europa.

El rey de Francia vio, por un lado, el peligro, y, por otro, la posibilidad de apoderarse de las grandes riquezas de los templarios, y lanzó contra ellos una acusación de orden religioso y canónico, apoyándose en la Inquisición, entonces poderosísima.

Felipe el Hermoso, con su consejero Guillermo de Nogaret, había hecho lo mismo con el papa Bonifacio VIII. El rey de Francia había obligado a los obispos y abades de su reino a pagar los tributos correspondientes a las propiedades de sus iglesias; el papa Bonifacio prohibió pagar a los eclesiásticos. Se amenazó al rey con la excomunión y se declaró la guerra entre el rey y el papa. Entonces Felipe y su consejero acusaron al papa de que no creía en la inmortalidad del alma, de que tenía un demonio al cual pedía consejo, de que había hecho matar a varios eclesiásticos, de que vendía públicamente las dignidades de la Iglesia y de que había envenenado a su predecesor. Estos cargos eran frecuentes en la época.

Las acusaciones contra los templarios fueron de la misma clase de las dirigidas años antes contra el papa. Los motivos que para el tribunal de París eran gravísimos y merecían la muerte en la hoguera, para los inquisidores de España, Italia y Alemania no existían, porque los Concilios de Rávena, Maguncia, Salamanca y Tarragona consideraron a los templarios inocentes.

Al hablar del proceso de los templarios dice el padre Mariana:

El principio de esta tempestad comenzó en Francia. Achacábanles delitos nunca oídos, no tan solamente algunos en particular, sino en común a todos ellos y a toda su religión. Las causas eran infinitas; las más graves estas: que lo primero que hacían cuando entraban en aquella religión era renegar de Cristo y de la Virgen, su madre, y de todos los santos y santas del cielo; negaban que por Cristo habían de ser salvos y que fuese Dios; decían que en la cruz pagó las penas de sus pecados mediante la muerte; ensuciaban la señal de la cruz y la imagen de Cristo con saliva, con orina y con los pies en especial, porque fuese mayor el vituperio y afrenta en aquel sagrado tiempo de la Semana Santa, cuando el pueblo cristiano con tanta veneración celebra la memoria de la pasión y muerte de Cristo; que en la Santísima Eucaristía no está el cuerpo de Cristo el cual y los demás sacramentos de la santa madre iglesia los negaban y repudiaban. Los sacerdotes de aquella religión no proferían las místicas palabras de la Consagración cuando parecía que decían misa, porque decían que eran cosas ficticias e invenciones de los hombres, y que no eran de provecho alguno; el maestre general de su religión y todos los demás comendadores que presidían cualquiera casa o convento suyo, aunque no fuesen sacerdotes, tenían potestad de perdonar todos los pecados; solía venir un gato a sus juntas; a este acostumbraban arrodillarse y hacerle gran veneración, como cosa venida del cielo y llena de divinidad; ultra de esto, tenían un ídolo, unas veces de tres cabezas; otras, de una sola; algunas, también, con una calavera y cubierta de una piel de hombre muerto; de este reconocían las riquezas, la salud y todos los demás bienes, y le daban gracias por ellos. Tocaban unos cordones a este ídolo y, como cosa sagrada, los traían revueltos al cuerpo, por devoción y buen agüero. Desenfrenados en la torpeza del pecado nefando, hacían y padecían indiferentemente.

Después de esta explicación, el sabio historiador jesuita se pregunta si estos cargos no serían cuentos de viejas.

El caballero sevillano don Pedro Mexía, en su Silva de varia lección, habla de los templarios, y aunque no se decide en favor ni en contra suya, dice que hacían su profesión ante una estampa o imagen vestida con cuero o pellejo de hombre y que bebían sangre humana en sus juramentos para guardar su secreto.

Don Pedro Rodríguez Campomanes, conde de Campomanes, en sus Disertaciones Históricas del Orden y Caballería de los Templarios, especifica los cargos contra ellos. Primeramente dice:

Los novicios, luego que entraban en la religión de los templarios, blasfemaban a Dios, a Cristo, a su bienaventurada madre María, negaban a todos los santos, y escupían sobre la cruz e imagen de Jesucristo, y le pisaban con los pies, y afirmaban que Cristo había sido falso profeta y que ni había padecido o sido crucificado por la redención del género humano.

Además de esto, adoraban, con culto de latría, una cabeza blanca, que parecía casi humana, que no había sido de santo alguno, adornada con cabellos negros y encrespados y con adorno de oro cerca del cuello, y delante de ella rezaban ciertas oraciones, y ciñéndola con unos cíngulos se ceñían después a su cuerpo con ellos, como si fueran saludables.

El tercer cargo era que omitían en la misa las palabras de la consagración, y los últimos, los que se referían a sus malas costumbres. También se decía que evocaban al diablo, que se les aparecía en forma de gato.

Otras muchas leyendas quedaron de los templarios. En su tiempo se les acusó de formar una sociedad misteriosa, de unirse unos a otros con un secreto impenetrable, con terribles juramentos para apoderarse de Europa.

Se aseguró también que a los templarios que morían se les quemaba y se daban sus cenizas a los otros para que las bebieran mezcladas con licores, y que a un hijo que tuvo un templario se le asó al fuego y que con la grasa se untó al ídolo que adoraban.

Todas estas acusaciones revelaban el mismo sistema que los papas y los reyes siguieron contra las instituciones y los hombres que les estorbaban, tachándoles siempre de heréticos y de inmorales.