IV

LA VIDA EN EL CONVENTO

AL contemplar aquella casa grande, amurallada, cerrada, en el pueblo desierto, rodeado de campos áridos, en el aire claro y seco, venía a la imaginación la idea de lo triste de la vida dentro de aquellas paredes blancas.

Se pensaba estar enfrente de una cárcel, de una tumba, de un sepulcro con momias anquilosadas y vendadas, de un hipogeo con autómatas vivientes perinde ac cadaver.

Aquel edificio blanco parecía que debía ser una gran prensa para petrificar las almas, sometiéndolas a una rutina árida y formalista, y, sin embargo, donde uno se figuraba desolación y muerte, otro veía en el mismo recinto un castillo de luz esplendoroso, de vida espiritual, un huerto florido con fuentes puras y boscajes, un místico jardín de las Hespérides.

Para muchas de las mujeres encerradas allí, por equivocación, de corazón débil y de poca fe, la existencia entre los espesos muros encalados debía ser monótona, sombría, de presidio, algo como habitar un sarcófago, una catacumba con el sudario presto, sintiendo a pesar de ello el corazón palpitante y el latido de la sangre en las arterias.

La vida monástica para la persona sin vocación tiene que ser un suplicio y una triste comedia en que se representa un papel sin entusiasmo y sin ganas. La mujer o el hombre encerrado en el convento es un pobre histrión que se sacrifica por hacer algo que parezca bien, ¡qué triste y siniestra comedia la del claustro! Sobre todo, ¡qué horrible para la mujer! La ficción de la caridad y de la bondad con el corazón ulcerado por el rencor y la envidia, la histeria disfrazada de misticismo, las galerías siniestras a la luz del crepúsculo, los pasos de las monjas que salen de las celdas a reunirse y a repetir unas palabras sin sentido, la campana que llama en la oscuridad, la lámpara mortecina que se balancea en el coro y los rezos de las completas hechos en las tinieblas y sin luz.

Entre las mujeres llegadas allí equivocadamente, de poco espíritu, de poca imaginación y de poca fe, había sin duda otras de corazón llameante y estas miraban los muros de la fortaleza ascética con amor, considerándolos no de cárcel horrenda sino más bien de retiro celestial.

Para las almas ardientes y fogosas, enardecidas por la fe, vivir en una constante alucinación mística debía constituir una delicia y la celda pobre y fría, el hábito negro y tosco sobre la piel delicada, la disciplina y el cilicio, la tumba abierta y el sudario próximo eran seguramente un manantial de felicidad y de dulzuras místicas. Todo ello se había de dejar pronto como la mariposa abandona su capullo y lo olvida, se tenía que pasar por lo eventual para llegar a lo definitivo, la vida pasajera por la eterna. Ad vitam aeternam como dice con su solemnidad el latín…

Hay en la portada de una pequeña iglesia de extramuros de Roma un escudo con una leyenda en castellano de alguno de nuestros místicos: «Mi corazón arde en mucha llama».

¡Cosa difícil hacer arder el corazón en mucha llama! Es, aun no pensando en el órgano material, sino en el espíritu, algo lleno de sustancias duras, muy pesadas e incombustibles.

Para aquellas mujeres cuyo corazón podía arder en mucha llama, el convento de Mirambel no era pobre ni desolado.

Su vida se les figuraba rica y feliz. Como dice San Juan de la Cruz:

Dichosa y venturosa

el alma que a su Dios tiene presente,

Oh, mil veces dichosa,

pues bebe de una fuente

que no se ha de agotar eternamente.

Después de la contemplación mística, de la perspectiva inefable del futuro, de la música religiosa, tenían enfrente la naturaleza pobre, un poco áspera, más no sin encantos.

Desde las ventanas altas de la galería, abiertas por encima de la muralla, se veía, en verano, el cielo uniformemente azul; en otoño, las nubes fantásticas de oro y de sangre del crepúsculo; en invierno, el horizonte gris y a veces amenazador y las turbonadas de viento con polvo y con hojas secas.

En primavera los montes aparecían con las manchas verde-oscuras de los matorrales; en verano algunas flores silvestres: digitales rojas, retamas amarillas, alteas blancas se mostraban en los ribazos; en otoño y en invierno los pocos campos de alrededor se teñían del amarillo y del pardo de las plantas agostadas.

El suntuoso cortejo de las estaciones tiene siempre su carácter y su pompa; cada una de ellas, para el que sabe oírlas, canta su canción peculiar y típica e inconfundible: el día de primavera es la melodía joven, fresca y alada; el de otoño, el adagio melancólico y lánguido; el de invierno el recitativo rudo, poderoso y amenazador. La tarde de verano, con el cielo azul espléndido, la tierra seca, el paisaje con aire tembloroso de ingravidez y de irrealidad, es el himno violento y estridente en honor de las divinidades pánicas.

Esta canción peculiar de cada estación del año posee siempre muchas notas, muchos tonos, muchos matices.

En la primavera es el cuco, como la voz de un niño burlón jugando entre las matas al escondite; la alondra, en el aire, como una saeta de luz; la perdiz, rechoncha, con las patas rojas, que se pavonea coquetona; el seto verde, la flor en el almendro y la nube blanca en el cielo, de un azul de sueño.

En el verano es el calor, que resuena en el oído como un caracol sonoro; el trigal amarillento, con sus amapolas rojas y sus acianos azules; el grillo, que chirría en la tarde pesada y monótona, y la estrella que parpadea con más fulgor en la noche.

En otoño son las bandadas de grullas por el cielo gris, en forma de triángulo, gritando su adiós de despedida a las tierras frías, abandonadas; los pájaros, emigrantes, de colores; las avutardas voluminosas, con sus alas blancas, y los graznidos de los cuervos a lo lejos.

En invierno, el águila o el buitre sobre los cabezos de los montes cubiertos de nieve, y los gorriones aleteando cerca de los cristales, buscando la comida y un asilo contra el frío…

Para alguna de aquellas monjas de espíritu poético y soñador, el convento debía tener sus encantos.

Aquellos pájaros de distinto plumaje y colores que se acercaban a las ventanas, le recordarían las conversaciones de San Francisco de Asís con ellos, a quienes llamaba sus hermanos; la predilección que tenía el santo por las alondras, a las que llamaba hijas de la luz, y sus cantos en colaboración con los ruiseñores.

El gris del otoño y del invierno le traería a la imaginación la hermana ceniza que cantaba el bienaventurado de Asís.

En toda la época invernal, desde la galería del convento se veía en el campo algún cazador con su escopeta y sus perros, y con frecuencia, los ojos escintilantes de algún zorro brillaban entre las matas.

Varias veces al día, en todas las estaciones, un carromato, con su fila de mulas lentas y cansadas, pasaba por el camino levantando nubes de polvo; con frecuencia, caravanas de gitanos se detenían y encendían hogueras al borde de un ribazo; a la misma hora todos los días pasaba una tartana con el correo, y de tarde en tarde se veía venir una berlina, arrastrada por dos caballos, de algún viajero rico de la ciudad.

En las noches tranquilas reinaba un silencio imponente, sólo a veces interrumpido por el grito de la lechuza o por el tintineo de los cencerros de los caballos que pastaban en el campo.

Cuando se desencadenaba el viento, las ráfagas de aire parecían raspar las paredes, y su silbido agudo se convertía a ratos en una voz ronca y amenazadora.

Hay quien supone que la cantidad de felicidad y de desdicha de una persona radica en sí misma. Para los que opinan así, lo mismo da más que menos, arriba o abajo, la cima o el valle, el convento o el salón. ¿Quién sabe si estarán en lo cierto los que tal aseguran? Quizá asomarse, presa, a la ventana del convento de Mirambel no es muy diferente que mirar al mundo, libre, desde el palacio de la Castellana o de hotel suntuoso de la Avenida de los Campos Elíseos.