III

EL CONVENTO

LA orden religiosa de Agustinas, fundada en África por San Agustín, tuvo en España tres reformas: la primera, verificada por la madre María de Jesús, en Madrid, en 1587; la segunda, por el beato Juan de Ribera, en Alcoy, en 1597, imitando las constituciones de las Carmelitas, y la tercera, de Agustinas Descalzas o Recoletas, ideada por sor María Manzaneda, en Eibar, en 1602.

Al parecer, el convento de Mirambel pertenecía a la segunda reforma. Las monjas llevaban hábito negro y escapulario blanco. El convento se hallaba adosado a la muralla. El muro ciudadano estrechaba y abrazaba el cenobio con su cintura de piedra, formando un recodo.

El arco de entrada de la villa pasaba por debajo de algunos corredores del monasterio. Sobre el arco, por la parte de intramuros, se veían tres balcones de madera, uno sobre otro, con celosías muy primitivas en las balaustradas. Tales celosías conventuales, llamadas por los arquitectos claustras, hechas con placas de barro cocido, con calados en círculos y en forma de cruz para mirar por las ranuras, estaban colocadas como cristales en las maderas de los balcones.

Las ventanas y miradores de la fachada grande, que daban a la calle Mayor, con celosías de madera negra, tenían un aire de jaulas y al mismo tiempo de altares. Se suponía que detrás de ellas, en aquel retiro místico blanqueado, debía haber una monja pálida que contemplase el azul del cielo, rezara el rosario desgranando las cuentas de azabache negro o bordase una blonda tan descolorida como sus manos.

El convento de Mirambel era amplio y espacioso, con extensas vistas hacia el campo a la parte del camino de Morella a Cantavieja. No tenía huerto, sino un pequeño claustro con galerías a un patio interior.

A este patio daban los corredores, la entrada de las salas, de la sacristía, del locutorio y del refectorio. El patio con su fuente y su pozo tenía tiestos con flores y algunas palomas que tomaban la comida de las manos de las monjas.

En la puerta del claustro que comunicaba con la portería por fuera se leía este letrero: «Solis mervere beati»: Felices los que viven en la soledad; y por dentro este otro también elogioso de la soledad: «Beati solitudo, sola beatitudo».

La iglesia, independiente, con entrada a parte para el pueblo, era amplia y hermosa.

Había un coro bajo con una gran reja oculta durante las funciones por una cortina de terciopelo granate y un coro alto con celosías y el órgano.

En el coro alto se celebraban todas las funciones importantes. Se sentaba en medio en su sitial la priora, después las cantoras, por el orden e importancia de su cargo, y en los extremos las legas.

La sala del Capítulo se encontraba cerca de la iglesia, y un vestíbulo la separaba del coro de las religiosas.

Debajo de la planta de la capilla estaba la cripta. Era esta ahogada y baja de techo, tenía una parte con losas, donde había enterramientos, y un respiradero que no renovaba completamente el aire frío y húmedo de aquel subterráneo.

El convento tenía, por dentro y por fuera, un aspecto más levantino que castellano, pero un aspecto levantino un poco seco, un poco jesuítico. Todas las paredes, enjalbegadas de cal, brillaban cegadoras; el suelo, cubierto de ladrillos rojos, estaba embadurnado de almazarrón, y las salas principales tenían un zócalo pintado de azul intenso. A pesar de que el edificio estaba hecho para convento con un plan muy estricto y severo tenía muchos rincones y recovecos que habían resultado a consecuencia de las necesidades de la vida de la comunidad.

Las celdas eran pobres como correspondía a las reglas de la orden. En los pasillos alternaban algunos cuadros oscuros con cruces de madera negra.

El locutorio tenía su reja, el torno al lado y unas cuantas sillas con el asiento de esparto.

En el refectorio, cuadrangular y estrecho, había dos mesas largas y oscuras, ventanas que daban al campo y una fila de sillas de paja con el respaldo negro.

La biblioteca era una sala alta de techo abuhardillado con ventanas sobre la muralla y dos armarios de puertas con alambreras. En los estantes había libros con pasta de pergamino, roídos por los gusanos y que olían a mohoso, los libros del padre Arbiol, del padre Enríquez, del padre Granada, de Diego de Estella, de Malón de Chaide, de San Juan de la Cruz y de Santa Teresa. En medio del cuarto una mesa apolillada y dos sillones de paja invitaban a las monjas a dedicarse a la lectura o a dormirse. Una monja aficionada había hecho el catálogo.

Desde la biblioteca se podía subir al torreón de la muralla por una escalera de caracol, ya medio ruinosa y desgastada.

La cocina era de lo más bonito del convento; dos grandes ventanas daban al patio y la iluminaban. La chimenea era baja y espaciosa. Había un poyo con agujeros, en el cual se veían empotradas las tinajas llenas de agua. Los vasares estaban repletos de jarros y platos de Talavera y de Manises y una espetera de cobre relucía al sol.

En la sacristía y sobre las puertas de cuarterones, había algunos adornos barrocos, pintados con cierta gracia en rojo y negro.

En la casa no había riquezas artísticas.

Estos conventos humildes, sin valor arqueológico, sin portadas góticas, sin claustros románicos y sin lienzos de grandes maestros en las paredes, son los que tienen el carácter ascético más místico, más puro. Los otros, ricos y artísticos, toman el aire banal de los museos: las obras de arte parecen borrar la idea monástica acusando lo que es adjetivo y accesorio.

Como había dicho una superiora sabia al llegar a Mirambel, el convento era domus orationes porque nada podía distraer allá de la plegaria y de la meditación y no domus domine porque para ser la casa del Señor no tenía bastante lujo y magnificencia.

La única obra artística que se podía hallar en el convento era un retablo gótico de mármol esculpido y policromado, quizá de Juan de la Huerta el de Daroca o de alguno de sus compañeros o discípulos. Era un tríptico de pequeño tamaño. En el centro tenía la crucifixión, en uno de los lados la anunciación y en el otro el entierro de Cristo.

Por la talla delicada y minuciosa se comprendía que era obra de algún gran maestro inspirado en la escuela gótica de Dijon.

Todas aquellas figuritas tenían una expresión extraordinaria; pero aún eran de mayor expresión dos imágenes esculpidas a los dos extremos del marco: la una de una plañidera y la otra de la donante; la plañidera con hábito de monja y con los ojos bajos parecía estar llorando; la donante era un retrato casi caricaturizado, una vieja con hábito, la nariz larga y un poco roja, los ojos pequeños y el aire grotesco de dueña suspicaz.

En el dintel de las puertas del convento, entre cartelas y guirnaldas, se leían inscripciones en latín y en castellano, pintadas con letras rojas descoloridas sobre la cal: «Bendito y Alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar», «Alabado sea Dios», «Ave María Purísima», «Ave María gratia plena», «¡O cruz ave Spes unica!», «Coeli enarrant gloriam Dei».

Estos letreros y adornos del claustro los había hecho un pintor valenciano que vivió en el pueblo.

A la entrada de la capilla, que daba al claustro, se leía la frase en honor de la Virgen:

Stabat Mater Dolorosa.

Juxta crucem lacrimosa

dum pendebat Filius.

Cerca de esta entrada, en un ángulo del corredor del piso bajo, había una puerta pequeña, reforzada con barras de hierro, y sobre su dintel estaba escrito:

La puerta daba al panteón que se encontraba debajo de la iglesia. Si se abría aquella poterna se pasaba a una galería oscura, y al final partía una escalera estrecha de escalones resbaladizos que terminaba en el cementerio o cripta donde se enterraba a las monjas. Esta cripta era un lugar oscuro, con columnas iluminado por una saetera en el que se veían vagamente tumbas en el suelo y nichos en las paredes.

Antes de la primera guerra civil, el convento, todavía rico, tenía un capellán organista con su sueldo; durante la guerra, uno de los curas del pueblo decía la misa y una de las monjas era la organista.

En tiempo de la guerra había diez y nueve monjas; luego, el número fue disminuyendo paulatinamente. Por regla de la orden aquellas Agustinas tenían que comer siempre de vigilia.

En época de guerra, en que Mirambel estaba incomunicado, las pobres monjas se veían obligadas a alimentarse de verduras, legumbres y algunos pececillos de río.

Tenían ellas que fregar y que barrer. Se decía que muchas de las religiosas encerradas allí enfermaban pronto del pecho y morían de tisis y de anemia.

En el pueblo se contaban algunas fantasías sobre el convento. Se decía que de él partía una mina que lo comunicaba con la ermita del Santo Sepulcro. Se añadía que había cuevas e in-pace donde habían muerto monjas castigadas en otro tiempo.

También se aseguraba que a veces se trataba a las monjas con mucho rigor. Se les condenaba a pasar días de ayuno y a comer en el refectorio en el suelo.

En tiempo de la guerra civil se habló de una monja, sor Consuelo, que se escapó con un militar carlista. Se dijo, aunque quizá no era cierto, que el militar la esperó a la puerta del convento, que ella salió y que él le puso un capote de soldado en los hombros, que dejaron el pueblo, descansando un momento en la venta donde la monja dejó sus hábitos, y que huyeron los dos a uña de caballo.