I

EL PUEBLO

EN los confines meridionales del Bajo Aragón, en una cañada, al pie de la montaña de San Cristóbal y cerca del pequeño río o rambla de Cantavieja se encuentra el pueblo llamado Mirambel.

Es una aldea, oscura, amurallada, con aire antiguo, casi de la Edad Media. Su muralla amarillenta negruzca, se conserva intacta, sin ninguna brecha y para entrar en el pueblo, es necesario pasar por alguna de sus puertas. Esta muralla gótica tuvo en otro tiempo su camino de ronda, sus matacanes y aspilleras, que después se tapiaron.

El terreno próximo a la aldea es árido y montañoso; en las inmediaciones se levantan los cabezos de la Sierra Palomita, el alto de Tavaruela, la Sierra Blanca hacia Olocau del Rey, y la Sierra Menadella en el límite de las provincias de Castellón y de Teruel. Más cerca, se yergue el tozal de San Martín, el de Aniento y el Cabezo de Moragues.

La rambla de Cantavieja, pasa a poca distancia de la villa sobre un lecho de piedra gris. Este arroyo nace en los montes de Tavaruela y de Bobolar, baja por Mirambel y en la Mata se le une otro procedente de la Iglesuela del Cid: la rambla Sellumbres, o río de las Truchas. El riachuelo de este nombre se vierte en el Bergantes, cerca del pueblo llamado el Forcall o el Horcajo.

Los tres arroyos unidos en el Forcall: el de Cantavieja, el de Caldés y el Bergantes forman uno solo con este último nombre. El Bergantes nace en el Coll de Morella, entre la Sierra de la Higuera y la Mola de Clapisa y tras de unirse con el Caldés y el Cantavieja, cruza por el llano de la Batallera y desemboca, después de pasar por Aguaviva, en el Guadalope, el cual sale al Ebro, en las cercanías de Caspe.

La comarca entre Mirambel y Morella, es árida, áspera, desolada, erizada de colinas yermas. Hay grandes cerros de piedra caliza, formaciones de moles rojas y amarillentas como ruinas de inmensos palacios y castillos, de ciudadelas de cíclopes o de gigantes, que a veces fingen detalles que parecen por un momento de construcción humana.

En los barrancos próximos a Mirambel la frondosidad es poca; nacen en ellos plantas silvestres, carrascas, pinos, robles, enebrales, romerales y pequeños almendros que en primavera alegran la tierra árida con sus flores blancas.

El clima es extremado, más frío que caliente; el aire puro y el cielo casi siempre limpio.

La gente, en vez de temer el calor del verano lo desea, pensando que con el calor las cosechas pueden ser mejores.

La labranza es escasa; el campo montuoso, escarpado y árido produce centeno, cebada, avena y azafrán, todo en poca cantidad; la industria del pueblo consiste en algunos telares primitivos de cordellates, estameñas y lienzos.

Cuando la meseta aragonesa baja al Mediterráneo, comienza la tierra a cambiar y con ella el aspecto de los pueblos; se blanquean las casas, se les ponen franjas azules debajo de los aleros, aparecen las azoteas, deja de reinar el castellano y se empieza a hablar valenciano.

El Maestrazgo se halla en el límite de las dos influencias, la de la meseta y la del mar, la castellana y la valenciana. Mirambel se encuentra en la frontera de esta zona en la parte castellana, y Morella en la valenciana.

En algunos pueblos del Bajo Aragón se habla ya valenciano. Las dos lenguas, la del centro y la de levante, el castellano y el valenciano, como todos los dialectos latinos, se pueden mezclar con facilidad y dar diversos productos híbridos con distintos matices.

No ocurre lo mismo con el vasco que no puede mezclarse con el castellano ni con el francés y la frontera suya con los idiomas latinos está cortada a pico y no da productos híbridos.

En Mirambel se habla castellano casi sin acento regional.

Mirambel tiene unas ciento cincuentas a doscientas casas de dos pisos y algunas de tres, casi todas de piedra. Al pueblo le ciñe un muro con cinco portales y otros tantos torreones redondos, coronados por tejadillos cónicos aplanados.

A la salida del pueblo, de aire caballeresco, medieval, a la orilla del camino hay una cruz de término, desgastada por las inclemencias del tiempo. Al entrar en Mirambel por el lado de Morella se pasa por debajo de un arco. Este arco se abre a poca distancia de una de las atalayas redondas, incrustadas en la muralla con su tejado cónico aplastado y sus matacanes.

Frente a la cruz del camino la muralla presenta una arista y sobre ella se levanta el torreón, lo que le da un poco el aire de la proa de un barco que penetrara en la tierra.

Entrando por la puerta se sale a la calle mayor, la calle principal, bastante ancha y casi siempre desierta. Esta calle, empedrada de cantos empotrados en el suelo, tiene una especie de acera también de cantos limitada por una línea de piedras blancas.

A mano derecha del portal e inmediata a él se levanta una pared encalada con unas ventanas pequeñas, otras grandes con celosías negras y miradores salientes, cerrados, con su tejadillo. Es el convento de las Agustinas Descalzas.

Mirambel tiene pocas calles, unas con el suelo de tierra, otras empedradas con cantos agudos; la calle Mayor atraviesa toda la villa. A pesar de ser la principal es triste, pobre, llena de soledad y de silencio. Pasa, muy de tarde en tarde, algún hombre con su caballería o algún carromato; se oye al herrero que da martillazos en su yunque, al albéitar que saca a herrar a los caballos y a los mulos a una esquina o algunos chiquillos que juegan.

Las mujeres, sentadas en los portales o delante de las casas, hilan, hacen calceta o charlan.

Algunas, mientras terminan sus faenas, cantan una canción que se oye con frecuencia en el país:

Canta el gallo, canta el gallo,

canta el gallo y amanece…

Dentro del pueblo hay una hermosa fuente con muchos caños con un abrevadero. En medio del caserío se abre una gran plaza, la plaza Mayor o plaza de Aliaga. Se levantan en ella dos caserones grandes, de piedra amarillenta, negruzca, con el alero saliente y, debajo de este, una galería con arcos, la mayoría cerrados con tapias de ladrillo.

Las dos casonas, por su traza, parecen del final del siglo XVI o principios del XVII; no tienen balcones, sino grandes ventanas y un arco elevado de medio punto, de piedra, con sus dovelas y unas puertas espaciosas con su postigo. En una de estas casas hay un reloj de sol, blanqueado con cal, con los números romanos de las horas grabados y pintados de negro.

Las dos casas oscuras, casi iguales, se yerguen en la plaza, una frente a otra, como desafiándose. Quizá fueron construidas por familias rivales.

En tiempo de la primera guerra carlista hubo allí oficinas y empleados y se alojaron personajes importantes.

Son dos casas sombrías, siniestras. Es muy posible que en ellas haya habido duendes, almas en pena y ruido de cadenas. Si no los ha habido es más que por culpa suya por falta de imaginación de los mirambelianos.

Las otras casas de la plaza son pequeñas, pobres, de un piso o de dos, con ventanas y balcones sencillos, de hierro o de madera.

El ayuntamiento se halla cerca de la iglesia, tiene un solo piso y un soportal con arcos grandes a manera de logia. Los mozos juegan allí a la pelota los domingos.

La iglesia está bajo la advocación de Santa Margarita y fue quemada casi por completo por las fuerzas carlistas del Serrador, en 1837.

Se construyó después una torre amarillenta y de aire barroco, en la cual, con el tiempo, nació un arbolillo. Nadie lo quitó, y hoy corona la torre en verano con su verdura como si fuera el airón de un casco heráldico.

Desde lejos, Mirambel, tiene una traza hosca y guerrera, con su muralla negruzca y sus torreones, destacándose en el fondo de los montes amarillentos y grises.

Hay algunas huertas cerca del pueblo a orilla de la rambla de Cantavieja, arroyo escaso en invierno y seco en verano.

Un cementerio, con cipreses negros, se destaca en una altura con un calvario; hay, además, una ermita, la del Santo Sepulcro en las inmediaciones, con su espadaña y su esquila.

El campo de los alrededores es pobre y despoblado, con algunas pocas masías, muy lejanas unas de otras.

Al final del siglo XVIII, don Antonio Ponz, que visitó Mirambel, decía en su Viaje por España:

Su población es de doscientos vecinos, que viven en la villa y en las masías de labor; hay algunas familias de caballeros hacendados; un convento de monjas Agustinas, en cuya iglesia no hay objeto artístico que llame la atención, ni tampoco en la parroquia, fuera de la portada, que es sencilla, con ornato de dos columnas. Hay ermitas y cofradías que, con sus gastos, no dejan de atrasar a los vecinos.

Mirambel, en el siglo XIX, apenas aumentó de habitantes; no varió, se quedó inmóvil, paralizado dentro de sus muros de piedra, como un fósil.

Los pueblos de altura tienen siempre un aire más aristocrático, más hermético que los pueblos de llano o de las orillas del mar. Mirambel ha seguido siendo pueblo cerrado, hierático, misterioso. Parece un animal muerto dentro de su concha.

El convento de las Agustinas, en este pueblo lánguido y triste, da una gran impresión de melancolía, con sus muros blanqueados y sus ventanas cerradas.

Los domingos, por la tarde, cuando el esquilón de la capilla de las monjas toca a vísperas o a completas y se oye detrás del gran muro un rumor lejano de órgano y los cantos de las religiosas, el raro viajero que pasa por allí se siente sobrecogido como si le hubieran transportado por arte de magia a un rincón de la Edad Media.

Esta campana de los conventos de monjas que va marcando las horas canónicas de los distintos oficios divinos, tiene algo parlanchín e impertinente; parece que todo lo que no pueden hablar las místicas ovejas del señor en el claustro o en las celdas lo habla su esquilón de una manera pertinaz y charlatana.

Muchas veces en las fiestas se establece el diálogo entre la campana hombruna de la iglesia y la femenina del convento y parecen explicarse como un matrimonio no muy bien avenido.

Cuando cesan los rumores de los cánticos del convento, no se oye más que el grito de algún alcotán que cruza el aire puro y en verano el chillar confuso de los gorriones y de las golondrinas que trazan líneas vertiginosas en el espacio, a las que suelen suceder los murciélagos con su vuelo tortuoso e inquieto.

Unos y otras tienen sus nidos en los huecos de la muralla, en el tejado de la torre y en los aleros del convento y no es raro ver cómo se disputan a picotazos y a arañazos la habitación para sus crías.

Al salir el sol, Mirambel, brota de la oscuridad de la noche, claro, frío, casi nuevo bajo el cielo azul y el aire claro que parece de cristal; el humo gris de las chimeneas se expira en el cielo transparente. Al ponerse el sol, cuando el Ángelus da sus campanadas tristes, el pueblo parece ruinoso, abandonado, y el humo de las hogueras llena la cañada y enturbia el aire.

Mirambel tiene ese crepúsculo de las tierras altas y secas; crepúsculo lleno de magnificencia, en que el día parece morir inundando el cielo de sangre.

En esta hora misteriosa y mágica, cuando el sol se retira y los montes se tiñen a lo lejos de luz morada, cuando un vientecillo frío corre por las calles del pueblo, trayendo un olor de retama y de jara de las cocinas y los cerros grises se incendian en las alturas por un último rayo de sol, parece que nada tiene materia ni consistencia y que las piedras van a huir llevadas por una ráfaga de aire.

El primer momento del anochecer es lóbrego, amenazador; pero pasado este se presenta la noche maravillosa, plagada de estrellas.

En estos lugares, secos, altos, de aire puro y limpio, el resplandor de los astros está lleno de fulgores. Son también magníficas las noches de luna. Entonces, desde el camino, se ve a Mirambel con sus murallas y sus paredes blancas con el aspecto de un pueblo fantasmático, muerto, como metido en una campana de cristal.

Los montes grises brillan desnudos y desolados, el viento silba en la cañada, las lechuzas pasan revoloteando sobre el camino lanzando su grito estridente y algún perro ladra furioso a la luna.