AL frente de esta relación puso don Pedro Leguía y Gaztelumendi, el autor de la obra, un prólogo explicativo, que extractamos, por demasiado extenso.
En una época en que Aviraneta, su mujer Josefina y yo solíamos ir a los baños de Trillo a tratar nuestros respectivos artritismos —dice Leguía—, antes de la revolución de septiembre, encontrábamos allí alguna que otra familia madrileña y varias que venían de los pueblos de los contornos y de sitios más lejanos, de las provincias de Guadalajara, Cuenca y Teruel.
Una vez hallamos dos familias aragonesas del Bajo Aragón, con las cuales llegamos a intimar. Una era de un contratista del tren, buen señor, tranquilo, que estaba con su mujer y una niña de ocho a diez años. Este señor se hizo muy amigo de Aviraneta e iba a verle a Madrid. La otra familia era de un hidalgo rico de Cantavieja, propietario de grandes rebaños, hombre delgado, alto, rasurado, tostado por el sol, de pelo blanco y ojos verdes. Tendría unos cincuenta años. Se llamaba don Pedro Montpesar.
Este señor se alojaba en el balneario con su mujer y sus dos hijos. La mujer, una señora gruesa, decaída, parecía más vieja que el marido, tendría diez años menos que él y se hallaba enferma de reumatismo. El hijo, Paco, era delgado, esbelto, de unos diez y nueve años, muy parecido a su padre en la expresión y en el continente; la hija, Conchita, de diecisiete, aunque rubia y de facciones distintas a su padre y a su hermano, tenía con ellos gran aire de familia.
El hijo, Paco, salía por la mañana con la escopeta a cazar, muy atildado y muy pincho. La hija solía estar cosiendo y bordando en la ventana de su cuarto, cuando no andaba correteando por los pasillos y coqueteando con los muchachos. Al parecer, la niña era una especialidad en el arte de enviar y de recibir cartas y de dar y recoger recados amorosos.
Hicimos un grupo de bañistas una excursión a caballo hacia los altos de Viana. A don Eugenio le gustaba demostrar que, jinete en su juventud, todavía, a pesar de los años, sabía sostenerse a caballo, trotar y galopar como un gaucho y hacer buena figura.
El señor Montpesar y sus dos hijos vinieron con nosotros. Paco y Conchita eran grandes caballistas: él parecía un centauro y ella una amazona.
El señor Montpesar, después, en el balneario, comentó con nosotros los incidentes de la excursión y pretendió intervenir en las conversaciones que sosteníamos Aviraneta y yo y dos o tres señores madrileños que se consideraban enterados a fondo de las cuestiones políticas del momento.
El señor Montpesar y su familia se sentaban en una mesa próxima a la que solíamos estar Aviraneta, Josefina y yo.
Una vez presenciamos los tres un altercado entre el padre y los dos hijos, violento; se dijeron cosas terribles y se pusieron frenéticos. Afortunadamente, el incidente fue rápido y la idea de que los que estábamos alrededor les oíamos influyó, sobre todo en el padre, que logró dominarse y zafar la cuestión.
—¡Por Dios!, ¡por Dios! —decía la madre, medio llorando—. ¡Calláos! Nos están oyendo todos los del balneario. ¿Qué van a pensar de nosotros?
—Que piensen lo que quieran —gritó el chico con furia.
—Yo me callo —dijo el padre— no hablaré más— y enmudeció, temblando de cólera.
Se hizo el silencio en la mesa e inmediatamente que acabaron de comer se marcharon todos a sus respectivos cuartos.
—¡Cómo se han puesto! —dijo Aviraneta riendo— estaban como gallitos.
—¡Qué como gallitos!, más parecían tigres —replicó Josefina.
Aviraneta era un tanto curioso y amigo de los chismes y enredos; le parecían un picante de la vida.
Se enteró poco después de que la chica armó una trifulca con su madre porque esta le reprochaba sus coqueterías. Por lo que nos contó la criada, la Conchita se tiró en el suelo y se pegó de cabezadas con las paredes.
—Quitando la madre, que parece una buena señora, esta es una familia de energúmenos —me decía Aviraneta.
El mozo del comedor nos dio otros detalles del joven Montpesar; según él, jugaba a las cartas, bebía y pretendía meterse en el cuarto de las criadas del balneario; una de las veces había intentado subir por un balcón.
El señor Montpesar se acogió a nosotros con cierta ansia, quería hacerse el modesto y el amable y se dominaba como podía; pero a la menor frase que le mortificara un poco brillaban sus ojos como los de un aguilucho.
El señor Montpesar nos habló de su vida, tenía muchos rebaños, conocía muy bien su comarca, había hablado de joven con Cabrera y aunque no era carlista sentía marcada simpatía por los carlistas. Era hombre curioso, de los que gustan enterarse de todo; hablaba bien, con facilidad, y contaba historias muy amenas. No era de esa gente que pasa por la vida sin comprender nada. Había leído poco, pero lo leído por él lo recordaba perfectamente.
Nos dijo que era descendiente de un maestre de la orden de los Templarios, Francisco Montpesar, y que guardaba un árbol genealógico que tenía las garantías que pueden tener estas cosas y una ejecutoria que explicaba el origen de su familia.
Después nos explicó sus preocupaciones que provenían principalmente del carácter turbulento de sus hijos. Él mismo había tenido una juventud borrascosa, pero la suerte le hizo casarse con una mujer tranquila y pudo sentar la cabeza. A veces, aun a pesar de su edad, tenía días en que se le encalabrinaba la sangre y estos días no encontraba mejor remedio para tranquilizarse que montar a caballo y dar una caminata de diez o doce leguas.
«Los Montpesar tenemos la sangre ardiente; esto nos mata», decía.
Con respecto a sus hijos no sabía qué hacer con ellos, si mandarlos a Madrid o dejarles en Cantavieja a que vivieran como unos palurdos.
La violencia que manifestaban le asustaba. El chico, Paco, tenía buenos sentimientos, pero era como un gavilán o un aguilucho: a la menor cosa se disparaba, se exaltaba y estaba dispuesto a pegarse con cualquiera. A la chica le ocurría algo por el estilo: podía pasar por modosita y tranquila un momento, pero cuando le contrariaban le brillaban los ojos, se ponía pálida y comenzaba a gritar como una loca, a llorar y a pegarse cabezadas en las paredes.
—Somos gente violenta —murmuró el señor Montpesar—. Esto no es fácil dominarlo, y menos viviendo en un ambiente de pueblo.
—¿Y no ha pensado usted que sería mejor llevar a sus hijos fuera? Por ejemplo, al extranjero —le pregunté yo.
—Sí, lo he pensado; pero no me resuelvo a hacerlo. Primero, yo no soy bastante rico para enviar a mis dos hijos a colegios buenos al extranjero; yo haría un sacrificio con gusto, pero ¿luego? Estos chicos, acostumbrados al extranjero, ¿podrían vivir después en una aldea atrasada pensando sólo en los rebaños?
—Sí, es verdad; tiene usted razón.
—¿Y usted no puede dejar el pueblo? —preguntó Aviraneta.
—No puedo, no. Tengo que atender a mis fincas. Si las dejara en manos de administradores, ¡adiós!, se quedaban en pocos años reducidas a nada. Puedo llevar a la familia a pasar unas temporadas a Madrid, a Barcelona o a Valencia; pero dejar el campo, no puedo.
—¿Y cuál es su plan?
—Pienso darle a mi hija una dote de quince a veinte mil duros para que se case, y dejarle las masadas con sus rebaños a mi hijo; pero Conchita es muy rebelde y no se casará, si se casa, más que con el que a ella le parezca bien.
El señor Montpesar nos habló de Cantavieja y de los pueblos de alrededor, nos explicó detalles muy curiosos de la vida de los ganaderos y de los pastores. También nos habló de Mirambel, un pueblo próximo al suyo, y nos contó una larga historia referente a este pueblo en la que intervenían sus antepasados, los Montpesar.
Esta historia tiene alguna relación con un agente que Aviraneta envió al Maestrazgo en tiempo de la guerra civil y por eso he pensado que debía incrustarla en las Memorias de un hombre de acción.