Habían transcurrido varias horas, durante las cuales los chicos se habían dedicado a dormir dentro del palacio. Su agotamiento era tal que ni siquiera los últimos acontecimientos impidieron que conciliaran el sueño, aunque en algunos casos estuviera contaminado por recurrentes pesadillas cuyo protagonista era, invariablemente, Jules.
Marcel, mientras tanto, no perdió el tiempo. Tras tomarse varios cafés para mantenerse despierto y repartir instrucciones entre sus herméticos servidores, acudió al Instituto Anatómico Forense y confirmó la identidad de Daphne. A continuación gestionó los preparativos para la celebración del rito de clausura de la Puerta Oscura, que tendría lugar esa misma tarde. Aquella iniciativa había supuesto ponerse en contacto con la Hermandad de Videntes —cuya colaboración precisaba—, por lo que aprovechó para notificarles de manera oficial la muerte de la vieja Daphne.
Cuando los chicos se reunieron de nuevo en el vestíbulo —ninguno deseaba hacerlo en el sótano—, todo estaba organizado.
—Han comenzado con la autopsia de Daphne —les comunicó—. He preferido delegar esa labor, pues es fundamental que pueda encargarme de las otras sin llamar la atención. Todo va muy rápido. Ya han llegado al Instituto Anatómico Forense los cuerpos de Justin, Suzanne… y Bernard.
Aquel último dato sí sorprendió a sus oyentes.
—¿Bernard ha muerto? —la voz de Michelle no traslucía ninguna pena.
—Sí —confirmó Marcel—. Presentaba herida de bala, así que intuyo quién se responsabilizó de acabar con él. Si acierto en mi conjetura y Justin fue su ejecutor, mi pistola ha sido utilizada en un asesinato. Mal asunto.
—¿Qué harás? —preguntó Edouard.
—Al encargarme de su autopsia, podré cambiar la bala que lleva alojada en su cabeza y desvincular mi arma de su muerte. Si Marguerite viviera, se quejaría de que me estoy acostumbrando demasiado a las irregularidades…
Todos tuvieron un recuerdo para la detective Betancourt. Otra pérdida insustituible.
—No viene mal que esos tres cazavampiros, los únicos que sabían lo sucedido esta noche, no puedan hablar —concluyó Michelle—. Aunque el final de Suzanne y Bernard no deja de ser injusto…
—No te engañes; también son víctimas de la Puerta Oscura. Ni siquiera Justin —matizó Marcel, poniéndose de pie— tuvo nunca el control sobre sus pasos. Y ahora toca pasar a lo más importante. Pascal, te lo preguntaré un vez más: ¿decides renunciar de modo definitivo a tu rango de Viajero?
El chico se tomó unos segundos antes de contestar, intimidado por esa súbita aura de juramento que se había impuesto en el ambiente. Era muy consciente de la trascendencia de aquella respuesta que se le pedía. Fue mirando a todos sus amigos, solemne; se detuvo en Michelle, que le mantuvo la mirada seria, y terminó en el rostro del Guardián.
Nadie respiraba.
—Sí —manifestó por fin—, lo decido.
Se percibió una relajación general. Pascal se dio cuenta de que no era el único en añorar su pasado.
Marcel no había alterado un ápice su semblante.
—Acompañadme, entonces.
Todos le siguieron por la acostumbrada ruta que conducía hasta el sótano donde permanecía la Puerta Oscura. Una vez allí, se sorprendieron al descubrir el arcón —abierto— flanqueado por ocho figuras encapuchadas, ataviadas con hábitos de monje que llegaban hasta el suelo y con talismanes idénticos colgando del cuello. La quieta posición de aquellas siluetas en torno al umbral sagrado transmitía la sensación de que velaban a un cadáver.
Los cuatro encapuchados que permanecían a la derecha del baúl llevaban vestimentas blancas, mientras que los otros cuatro que parecían hacer guardia a su izquierda se cubrían con ropajes negros. Todos, muy silenciosos, sostenían entre sus manos unos cirios. Al percibir la llegada de los visitantes habían girado sus ocultos rostros, que se detuvieron con interés en el Viajero, pero también en Edouard; habían identificado en este último a un hermano vidente.
Marcel indicó a los recién llegados dónde debían situarse como testigos del ritual, una zona lateral de aquella dependencia cerrada.
—La ceremonia es muy sencilla —susurró después a Pascal, inclinándose hacia él—, aunque tu intervención es imprescindible. Primero, yo recitaré una salmodia; luego, ellos —los señaló— iniciarán su canto. Será entonces cuando tú avances hasta la Puerta Oscura y, con las manos desnudas, cierres el baúl por completo. ¿Lo has entendido?
—Claro.
—Entonces, será mejor que no retrasemos más el momento.
Marcel salió un instante de la estancia y regresó a los pocos minutos con un antiguo códice de gran tamaño en las manos y vestido con una especie de sotana de terciopelo gris, sobre la que destacaba su medallón de Guardián, que al bailar encima de su pecho emitía destellos plateados.
—Vamos a iniciar la liturgia de clausura de la Puerta Oscura —anunció mientras se situaba muy erguido frente al arcón.
Automáticamente, los ochos encapuchados encendieron las mechas de sus velas y alzaron los cirios sobre sus cabezas, sosteniéndolos con las dos manos.
El Guardián abrió el códice y buscó entre sus páginas el texto que le interesaba. A continuación comenzó a entonar crípticas formulas latinas, de origen ancestral, que resonaron en aquel espacio abovedado agitado bajo la sinuosa iluminación.
Marcel calló al cabo de unos minutos y cerró el libro. Todos se quedaron en silencio, contemplando el contundente perfil de la Puerta Oscura. Un tétrico canto empezó a brotar entonces de labios de los ocho videntes, y fue ganando en fuerza desde un sutil murmullo hasta convertirse en un imperioso himno dirigido a esencias ultraterrenas.
El Guardián hizo un gesto a Pascal, que con paso vacilante se adelantó hasta situarse junto al arcón. El chico se detuvo y extendió sus manos nerviosas sobre la tapa de la Puerta, acariciando aquella madera desgastada que ocultaba un poder tan abrumador. Sentía la energía fluir bajo sus palmas, percibía la íntima conexión que como Viajero le unía con ese umbral legendario al que ahora, de alguna manera, se enfrentaba.
Algo apartados, sus amigos aguardaban. Pascal distinguió a Mathieu y a Edouard, que contemplaban la escena agarrados de la mano, impresionados y al mismo tiempo conscientes de la íntima unión nacida entre ellos dos, que solo el retorno a la normalidad permitiría forjar. Paradójicamente, su incipiente relación sentimental era una de las pocas cosas buenas que se habían derivado de la apertura de la Puerta Oscura.
El Viajero agarró la tabla, los cánticos no cesaban a su alrededor. Miró una última vez a Michelle, cuyos ojos intensos le insuflaron el ánimo que requería para aquel gesto final, y sin pensarlo más desplazó la plancha hasta encajarla sobre los bordes del arcón con un sonido seco.
Las llamas de las ocho velas que los encapuchados mantenían alzadas se apagaron de forma simultánea, como barridas por una repentina ráfaga de viento. Sus voces callaron.
Silencio y oscuridad inundaron el escenario de la despedida.
Michelle y Pascal se encontraban ante la tumba de Dominique. Era el primer destino al que —a pesar de las ganas de reunirse con sus respectivas familias— habían acudido tras abandonar el palacio medieval, donde habían pasado las primeras horas de aquel tenso domingo.
Notaban en sus propios estados de ánimo, vulnerables, la erosión que aquella vivencia extrema había provocado en sus cuerpos y sus mentes. Tardarían mucho en recuperarse.
Otros, como Jules o Dominique, ya no podían hacerlo, al menos en ese mundo vivo que los rodeaba.
Ni Daphne, ni Marguerite Betancourt, ni el resto de víctimas anónimas…
Y ahora ellos estaban allí, de pie, ante una lápida con el nombre de su amigo fallecido.
Pronto contarían con otras sepulturas que visitar.
Contemplaron el sol de la mañana entre los árboles. Se sentían libres, al fin fuera del alcance de ese diabólico yugo que había constituido la Puerta Oscura durante aquellos meses.
A pesar del cansancio acumulado, disfrutaron del destello solar que iluminaba los cauces entre panteones, intrincadas sendas de tierra y piedras donde quedaban grabadas las pisadas. Las suyas, a su espalda tras la distancia recorrida, se les antojaron distintas, extrañas.
—Tal vez porque empezamos un nuevo camino —sugirió Michelle—. Como Mathieu con Edouard.
—Tal vez porque caminamos juntos —improvisó Pascal, preparando el terreno para las palabras que se proponía pronunciar si encontraba la determinación precisa.
Ella había sonreído al escucharle.
El resplandor todavía invernal hacía brillar los ojos de Michelle con una vitalidad desbordante, que contrastaba con la serenidad que emanaba del escenario inmóvil que los circundaba.
Luz.
Ambos estaban saturados de oscuridad.
—Tenía que decirle a Dominique que al final he cumplido lo que me pidió cuando nos despedimos —explicó a Michelle—. Por eso te he sugerido que viniéramos aquí.
Michelle se situó a su lado y le cogió de una mano en ademán cariñoso.
—Que no volvieras, ¿verdad?
Pascal se quedó observando la tumba de su amigo, sumido en un arrebato de melancolía.
—Sí, que no volviera al Más Allá. Eso me pidió.
Michelle amplió su sonrisa, agradecida.
—Entonces, él y yo coincidimos en el deseo.
Pascal la miró con detenimiento, absorto ante una belleza imperiosa que los contratiempos y las tragedias no habían logrado eclipsar. Ella era demasiado fuerte como para claudicar ante la adversidad. Lo había demostrado tantas veces…
Los dos eran supervivientes, en definitiva. Supervivientes de un secreto del que solo su retirada como Viajero los había liberado.
Pascal le habría preguntado qué razón se ocultaba en esa concordancia de ella con el ruego de Dominique, pero un inoportuno pudor se lo impidió.
—Me lo pidió —continuó—, aun sabiendo que si aceptaba no podríamos volver a vernos.
—Dominique siempre fue generoso —convino Michelle, admirada—. Un gran tipo. Nunca le importó sacrificarse por los demás. Ahora lo ha hecho por tu seguridad, Pascal. Ha preferido no arriesgar tu vida, un tesoro que él ya no tiene. Aunque eso suponga para él una mayor soledad.
Él asintió.
—Un gran tipo. Como Jules. Ojalá puedan reunirse en el Más Allá.
—Lo harán.
Los ojos de Michelle enfocaron al suelo mientras recreaba en su memoria la delgada imagen de su segundo amigo muerto. Fue inevitable rescatar los recuerdos sobre la última fiesta que él había organizado para Halloween, y aquellas lejanas veladas con el telescopio en la azotea.
Tantas experiencias compartidas…
—Nos encargaremos de que tenga la despedida que se merece. Será la ceremonia más gótica que haya conocido París —ella alzó ahora la vista hacia el cielo—. Te lo prometo, Jules.
Pascal supo que aprovecharía aquel próximo funeral para depositar el rizo de Lena Lambert en el ataúd de Jules.
Los dos se habían quedado unos instantes en silencio.
—Pascal.
—Dime.
—¿De verdad crees que lo tenías todo?
Al chico le costó ubicarse con aquel giro en la conversación. Tardó en comprender que ella se refería a los argumentos que había empleado para justificar a todo el grupo que había decidido dejar de ejercer como Viajero.
—Sí —contestó, mirándola a los ojos—. Cuando la vida te pone contra las cuerdas, aprendes el auténtico valor de las cosas.
—Estoy de acuerdo.
—Y te das cuenta de cuántas tonterías llenan tu cabeza, cuántas preocupaciones estúpidas que no llevan a ninguna parte.
Michelle había adoptado un gesto nostálgico.
—Aprendes a relativizar —tradujo ella—. A distinguir las verdaderas prioridades…
—… Y así acabas descubriendo que tenías mucho más de lo que imaginabas —concluyó Pascal—. Sobre todo por las personas que te rodean.
—Todos hemos acabado con las ideas muy claras en ese sentido. Es algo que sí hay que agradecer a la Puerta Oscura. Sabemos lo que merece la pena en la vida.
El chico se dio cuenta de que había llegado el momento de lanzarse, pero de nuevo el miedo a fastidiarla, unido a su temperamento prudente, frenaron su impulso. Había metido tanto la pata con lo de Beatrice… Aunque, por otra parte, la bienvenida que Michelle le había dispensado al regresar del Más Allá y su actitud desde ese momento constituían buenos síntomas, desde luego.
—¿Y tú por qué deseas que no vuelva al Más Allá? —planteó para ganar tiempo.
Michelle se mordió un labio.
—Porque no quiero perderte… otra vez.
El órdago estaba echado.
Los dos habían enmudecido. Fingían seguir observando la lápida de su amigo.
—Dominique me… me pidió algo más —reanudó por fin Pascal.
Ella le escuchaba.
—¿Ah, sí?
Esperaba a que prosiguiera, intrigada.
Pascal cogió aire antes de continuar.
—Insistió en que no te dejara… escapar.
La chica, visiblemente complacida, aproximó su rostro al de él.
—Te quería mucho, ¿sabes? —Pascal no se callaba, sentía como si tuviera que añadir información para disimular una indirecta tan poco sutil.
Pero ella, que acababa de lanzar un beso de complicidad hacia la tumba de Dominique, estaba centrada en el dato anterior.
—¿Y tú qué le respondiste, Pascal?
El muchacho carraspeó, sofocado. Al fin, reunió el valor que necesitaba para confesar lo que sentía.
—Que… que lo intentaría, Michelle. Juré que lo intentaría con todas mis fuerzas.
Ella esbozó una sonrisa y le echó los brazos al cuello.
—Yo también tengo las ideas muy claras, ¿sabes? —le dijo con dulzura—. ¿Y cuándo vas a empezar a cumplir tu palabra?
A aquellas alturas, el corazón de Pascal bombeaba a un ritmo frenético. Percibía la respiración cálida de ella frente a su rostro, pero antes necesitaba oír algo de sus labios.
—Michelle, ¿me perdonas?
Ella suspiró.
—Será mejor que aprovechemos nuestra visión real de las cosas. Olvidemos el pasado. Hemos recuperado el futuro, Pascal. Y somos capaces de distinguir lo que realmente vale la pena. Volvemos a manejar nuestras vidas.
El chico, reconfortado ante aquellas palabras, sintió cómo una incontenible corriente de felicidad ascendía por su cuerpo.
—Te quiero, Michelle. Desde hace mucho.
—Yo también a ti, Pascal. Desde hace mucho.
Sus labios ya se aproximaban cuando él la interrumpió.
—Michelle.
La chica se detuvo, sorprendida.
—¿Qué…?
—Yo ya no soy el Viajero. Quiero que lo sepas. Soy el tic siempre.
Michelle asintió.
—Por suerte. ¿Y…?
Al chico no se le escapó la suave ironía.
—Que si te has acostumbrado al otro Pascal, ya te puedes olvidar…
Michelle se echó a reír.
—Me enamoré del auténtico, ¿te tranquiliza eso? Y aun así, ya lo creo que has cambiado…
Pascal —encomendándose a Dominique, a quien imaginaba en esos momentos guiñándole un ojo desde el Más Allá— no le permitió continuar con sus palabras. Agarrándola con suavidad por la nuca, terminó de juntar sus labios con los de ella, iniciando un beso en el que se sumergió como un náufrago que se debate entre el oleaje buscando una tabla de salvación. Y Michelle estaba allí. La abrazó con todas sus fuerzas, víctima de la soledad, de la incertidumbre que había soportado durante aquellos meses. Ella respondió, le acogió entre sus brazos acariciándole, saboreó la piel tersa de su cuello.
Después se separó un instante, quebrando por un segundo la magia de aquella escena.
—Uau —en su semblante se dibujaba una sonrisa—. ¿Seguro que eres el de siempre?
Volvieron a abrazarse, sintiendo cómo sus corazones vivos, al fin, latían al mismo ritmo; un ritmo firme, esperanzado, que ni siquiera la sombra de la muerte lograría eclipsar.
Fin