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Edouard abrió los ojos. Ante él se mantenían los demás, con rostros pendientes que ni pestañeaban, inclinados hacia su figura junto a la inquietante silueta del monovolumen. Su nuevo anuncio de que percibía un contacto con el Más Allá había interrumpido de forma abrupta el acercamiento a Jules.

El silencio se mantenía en aquella estancia del palacio. Un mutismo tenso latía con la misma ansiedad que los presentes apenas lograban contener.

Durante unos trémulos segundos, todos observaron con detenimiento las facciones juveniles del médium, ávidos por descubrir la naturaleza de la comunicación que acababa de recibir.

Por fin, Edouard recuperó la energía suficiente y fue capaz de compartir las últimas novedades. Mirando a Mathieu, esbozó una leve sonrisa.

—Pascal y Dominique han recuperado el rumbo. Están muy cerca de la Tierra de la Espera.

Se oyó un suspiro generalizado —la lucha por Jules tomaba impulso— y las posturas se relajaron. Aquella reacción constituía en sí misma la celebración, no fueron capaces de exteriorizarla de un modo más entusiasta. En otras circunstancias, esa noticia sí habría provocado un revuelo mayor, pero la situación, aún muy precaria, impedía manifestaciones más efusivas.

Cada avance venía acompañado de una ominosa provisionalidad que les impedía disfrutar de una calma auténtica. Podían pasar tantas cosas todavía…

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Al cabo de una hora de avance a buen ritmo, Dominique obligó a su amigo a descansar. El semblante de Pascal ofrecía un aspecto tan extenuado que parecía al borde de un desvanecimiento.

—Puedo continuar un poco más —se quejó el Viajero, atisbando con impaciencia los terrenos que se abrían ante ellos—. Tenemos que estar muy cerca.

—Lo estamos —convino Dominique, mirándole con preocupación—. Por eso mismo no debemos correr riesgos innecesarios. Recupera un poco el aliento y reanudamos la marcha. Jugártela no va a ayudar a Jules.

Pascal aceptó aquella propuesta a regañadientes, porque en el fondo era consciente de que su amigo tenía razón. Si insistía en mantener esa velocidad, lo único que conseguiría sería debilitarse frente a nuevas amenazas que podían surgir en cualquier instante. Diez o quince minutos de reposo no cambiarían nada. Para bien o para mal.

Al cabo de ese tiempo, los dos chicos se pusieron de pie, echaron una ojeada de reconocimiento por los alrededores y retomaron la caminata. Pascal llevaba sus tapones en los bolsillos, pues le aterraba la posibilidad de enfrentarse a la perniciosa llamada de las sirenas, un riesgo que asociaba con la proximidad a la Tierra de la Espera.

Sin embargo, el único trance al que se vieron expuestos más adelante fue la esporádica presencia de algunos carroñeros, una dificultad que habían aprendido a manejar bien; sabían moverse en la noche —no en vano retornaban de regiones mucho más oscuras que aquel primer nivel de la tierra de los condenados—, habían aprendido a hacerse invisibles para esas criaturas de comportamiento primario. Con paciencia y serenidad —un consejo que suscribiría cualquier cazador—, ellos sabían que aquellas fieras putrefactas siempre terminaban por alejarse. Solo resultaban verdaderamente peligrosas si detectaban a una presa, porque entonces ya no había otra forma de neutralizarlas que acabando con ellas. Una estrategia que se volvía muy complicada cuando atacaban en manada.

Los chicos no dejaron de ganar terreno, tomando como referencia el borde del último tramo del acantilado. Por fin, horas después, distinguieron en la lejanía la inconfundible silueta del Umbral de la Atalaya. El Viajero había ansiado tanto encontrarse ante aquella inescrutable construcción que se vio obligado a frenar, de la impresión. Allí continuaba esa inmensa muralla de piedra perteneciente a otra época, rodeada de un halo de poder que se percibía incluso a semejante distancia.

—Ahí está —murmuró a Dominique, que tampoco despegaba los ojos de aquel misterioso puesto fronterizo.

—Lo vamos a lograr, Pascal.

El Viajero bebió de su cantimplora hasta vaciarla. Ya no necesitaba racionar sus reservas.

Siempre pendientes de las inmediaciones, prosiguieron la marcha. Pronto les fue posible contemplar con detalle el arco bajo el que debían cruzar para abandonar definitivamente aquella deprimente zona de sentenciados. Y allí se alzaba, una vez más, encaramado sobre la muralla en actitud acechante, el óvalo de los centinelas con sus oquedades negras, desde las que ojos enmascarados oteaban horizontes muertos.

Con toda seguridad ya habían sido detectados, pensó Pascal sintiendo un escalofrío mientras sus pupilas recorrían la hiedra seca que engullía tramos de aquel muro infranqueable. A pesar de que no tenían nada que temer, pues los centinelas solo reaccionaban ante determinadas infracciones en esa dimensión, el aura amenazadora que exhalaba el conjunto contaminaba la determinación de cualquiera, la diluía.

Lo que uno hubiese vivido resultaba indiferente. Pascal lo fue comprobando a cada paso. Al llegar frente al Umbral, la sensación era siempre la misma: inquietud, miedo, incertidumbre. Vivos y muertos, criaturas malignas o difuntos que aguardaban en sus tumbas. Todos iguales ante los centinelas, la autoridad en aquel mundo. Una realidad transitoria para algunos; para otros, de sufrimiento eterno.

Pascal y Dominique dejaron de avanzar; el Umbral de la Atalaya quedaba ya tan solo a unas decenas de metros, y ahora se alzaba frente a ellos en toda su solemne magnitud.

—Tú dirás, Pascal —Dominique miraba de refilón la abrumadora perspectiva de aquel acceso. Había bajado su espada, por miedo a que su gesto pudiera interpretarse como provocador.

El Viajero tomó aliento.

—Pues será mejor que continuemos —dijo—. Después de todo lo que hemos pasado, no nos vamos a detener ahora.

Antes de moverse, controlaron una última vez la retaguardia, pues a pesar de la intensidad de ese momento, no olvidaban que aún se encontraban en tierra hostil.

A continuación se aproximaron un poco más a la frontera. A cada paso, aquella construcción parecía ir creciendo hasta alcanzar proporciones gigantescas. Acaso eran ellos los que experimentaban la percepción de ir encogiéndose, intimidados ante la concentración de energía que se condensaba bajo el óvalo de piedra. Incluso el silencio que caía alrededor del arco como una sombra era de una solidez especial, de una consistencia casi asfixiante.

Cuando apenas los separaban unos metros del Umbral, Pascal extrajo la daga y la levantó por encima de su cabeza. La aguda hoja mostró un potente brillo verdoso a lo largo de toda su longitud, captando la proximidad de otras armas de idéntica aleación.

—¡Soy el Viajero! —exclamó—. ¡Vamos a entrar!

Solo la resonancia de su grito le respondió, perdiéndose en la lejanía.

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Mathieu se hallaba de nuevo frente al volante del vehículo, con una mano sobre los botones que controlaban la apertura y cierre de las planchas de metacrilato que aislaban a Jules en su interior. Terminado el paréntesis que había supuesto el inesperado trance de Edouard, las circunstancias volvían al angustioso estadio anterior; un primer acercamiento real, físico, a Jules, en el que el Mathieu desempeñaba un papel de gran responsabilidad que no podía rechazar.

Ya había empezado a sudar; la fase en la que debía permanecer muy pendiente de lo que sucedía a sus espaldas estaba a punto de iniciarse.

Tras el monovolumen se organizaban los demás. Michelle y Edouard, con los talismanes bien a la vista colgando de sus cuellos y frascos de agua bendita como último recurso; Marcel, con la katana de plata desenvainada en una de sus manos.

Nadie sabía a ciencia cierta cómo podía reaccionar un vivo vampirizado que es perturbado durante su sueño diurno.

La inseguridad con la que se movían se iba tiñendo de un sutil miedo cada segundo que pasaba, pero cierto pudor les impedía manifestarlo, como si experimentar temor ante quien había sido un amigo —¿lo era todavía?— fuese desleal, traicionero.

Los preparativos continuaron; cada uno comprobaba sus protecciones y recursos. Los últimos acontecimientos impedían a Michelle quejarse ante las cautelas que su amigo gótico provocaba en todos ellos. Habría sido absurdo negarse a considerar a Jules un peligro.

Porque lo era. La única duda radicaba en hasta qué punto y contra quién. La clave estaba en inmovilizarle antes de que se interrumpiera su sueño, algo viable si aún no se había completado su transformación.

—Máxima atención, sin distracciones —recordó Marcel mientras se echaba al hombro unas gruesas correas—. Los vampiros tienen… muy mal despertar.

Aquel comentario logró al menos que Michelle y Edouard esbozaran unas breves sonrisas.

Abrieron por fin las portezuelas traseras. Ante ellos quedó una plancha traslúcida, en uno de cuyos extremos inferiores captaron la mancha borrosa que delataba el cuerpo yacente de Jules. Seguía inmóvil.

Había llegado el momento. El forense se asomó fuera para que Mathieu pudiera verle por el espejo retrovisor, y le hizo la seña convenida. Casi al instante, se escuchó un zumbido y la barrera posterior que obstaculizaba el acceso al interior del monovolumen empezó a alzarse a gran velocidad, dejando el paso libre.

Una vaharada de olor nauseabundo se precipitó entonces sobre ellos, provocando en sus semblantes gestos asqueados. Nadie retrocedió.

Mathieu, girado desde su posición, comprobaba cómo gracias a la tenue luz que entraba en el vehículo desde el acceso abierto, podía distinguir bien a través de la plancha delantera las siluetas de sus amigos, recortadas contra el resplandor. Esperó, con los dedos rígidos sobre los botones. Deseó no verse obligado a actuar.

Michelle no aguardó la siguiente instrucción del Guardián y subió al interior del vehículo. Se detuvo en aquel punto, sin adelantarse más hasta que Marcel y el médium se situaron junto a ella. No era capaz de apartar la mirada de esa imagen tan lastimosa: Jules, ofreciendo bajo sus cabellos rubios un rostro adulterado por la contaminación maligna, parecía dormir plácidamente. La tonalidad cerúlea de toda su piel, casi transparente, le otorgaba un aspecto cadavérico reforzado por su propia postura fúnebre. Michelle sentía como si estuviese contemplando a un amigo muerto.

Muerto en vida.

A los pocos segundos, los tres ya dentro del vehículo, avanzaban un poco más hacia el cuerpo dormido.

—Alto —avisó el forense—. Fijaos en sus manos.

Dirigieron sus ojos hacia esos pálidos dedos que se mantenían entrelazados sobre el pecho del muchacho. En efecto, habían abandonado su disposición relajada y ahora mostraban una mayor crispación.

¿Casualidad?

Dieron un paso más hacia Jules y eso acentuó el fenómeno: los dedos del chico empezaban a curvarse.

Resultaba evidente que, incluso sin despertar, Jules había percibido aquella intromisión en su descanso. El proceso de infección, definitivamente, estaba demasiado avanzado para lo que se proponían hacer. Marcel había contado con que, al sentir las ligaduras sobre su cuerpo, Jules despertase abriendo los ojos, pero no una reacción tan prematura y agresiva. Tal como estaban las cosas, no llegarían a inmovilizarlo antes de que se rebelase atacando.

—Retrocedamos —pidió el forense, precavido—. No tiene sentido arriesgarse sin disponer todavía de la sangre de Lena Lambert. Cuando llegue el Viajero, volveremos a intentarlo.

Los tres fueron retrocediendo con calma, paso a paso, sin dejar de vigilar la figura inmóvil de Jules. Una vez en el exterior del monovolumen, Marcel avisó a Mathieu, que se apresuró a activar la plancha trasera para volver a incomunicar al joven gótico.

¿Cuánto tardaría Pascal en aparecer por la Puerta Oscura?

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Metro a metro, Pascal y Dominique cruzaron bajo el arco del Umbral de la Atalaya —la daga refulgiendo con una viveza cegadora—, inmersos de lleno en la aureola de poder que emanaba de aquel viejo tabique de piedra. La muralla se mostraba erosionada en su lado exterior debido al corrosivo contacto con la atmósfera maligna.

Nada sucedió a los chicos y, sin lograr desprenderse de la inevitable inquietud que se había alojado en ellos al aproximarse al puesto fronterizo, se fueron alejando hacia el interior, ya dentro de los confines de la Tierra de la Espera.

Tal como recordaba Pascal, el mero hecho de atravesar aquel perímetro ya transmitía una sensación de alivio: la oscuridad sobre sus cabezas había perdido densidad, y el aire que se respiraba no guardaba ese sabor perverso que se percibía por todos los rincones de la región de los condenados. El mismo desasosiego provocado por la proximidad de los centinelas, que imaginaban apostados en su refugio sobre el muro, fue desprendiéndose de ellos a jirones conforme se distanciaban del paso a través de los senderos brillantes. Ya casi estaban en casa, pensaban entre suspiros.

—Recuerda que aquí también pueden moverse los carroñeros —advirtió el Viajero a Dominique, atento a pesar de la creciente euforia que le estaba invadiendo—. No podemos descuidarnos.

—No lo olvido —el muchacho mantenía empuñada la espada, y no daba una zancada sin escrutar las proximidades oscuras que parecían agolparse más allá de los extremos laterales del camino por el que se desplazaban.

Pronto su avance se había convertido en un correteo furtivo; la cercanía con la Puerta Oscura actuaba como un imán, atrayéndolos cada vez con mayor magnetismo. Pascal habría querido visitar el cementerio de Montparnasse, donde se hubiese encontrado con viejos conocidos: el capitán Armand Mayer, Charles Lafayette… Sin embargo, el estado agónico de Jules, en la otra dimensión, impedía la menor pérdida de tiempo. Tenía que llegar cuanto antes al mundo de los vivos; en esta ocasión no era factible una escala en aquel recinto sagrado al que tantas vivencias le vinculaban. Y es que la misión no había terminado todavía.

Al menos pudo enviar un mensaje para aquellos amigos, pues se cruzaron con un espíritu errante que se disponía a visitar las comunidades de los diferentes cementerios de París, y que se comprometió a transmitir sus palabras.

—¿Aquí puedes orientarte? —preguntó poco después Dominique, a quien la red de senderos resplandecientes seguía antojándosele un auténtico laberinto.

Pascal asintió.

—En otros viajes me han acompañado, pero el acceso a la Puerta Oscura despide para mí una señal suficiente. La percibo. Ella me guía.

Continuaron a buena velocidad, sin apartarse de la zona central de las vías luminosas que abrían en canal la penumbra lánguida de aquel paisaje inerte, estático. Disfrutaban del ambiente protector de esos caminos frente a la ruta tan expuesta que habían recorrido más allá de la muralla, donde nada les servía de cobijo.

En la Tierra de la Espera eludían algunos de los peligros de la intemperie.

Pronto descubrió Pascal un enclave familiar en el sendero, que despertó en su memoria multitud de imágenes: el punto en el que, apartándose de la vía brillante, se abría la sima que conducía al nivel de los fantasmas hogareños y a las cuevas de los suicidas. Se acordó de Ralph, aquel chico negro que tan valiosa ayuda le había prestado en su lucha contra el ente. Pero sobre todo recuperó a Beatrice, a la que imaginó aguardando allí, en soledad, como consecuencia de su último sacrificio en el mundo de los vivos.

Punzadas de remordimiento le asaltaron, como muestra de que esa herida no había cicatrizado aún. A fin de cuentas, había sido su propia actitud ambigua con ella lo que había confundido al espíritu errante conduciéndolo a una decisión equivocada.

Ahora ya no se sentía atraído por Beatrice, pero sí culpable; ella había sido una damnificada más de su doble juego.

Pascal asumió que cada uno estaba pagando su parte de responsabilidad en lo sucedido. La impresión de que había transcurrido tiempo desde todo aquello era falsa; en realidad, esos dolorosos acontecimientos eran tan recientes…

¿Qué tal estaría Beatrice? ¿Qué sentiría? Aunque se había prometido quitársela de la cabeza, donde solo estaba dispuesto a dejar hueco para Michelle, no resultaba tan sencillo borrar aquellos episodios de un pasado tan cercano. Su memoria no era como un disco duro que pudiera volver a formatearse. Pero eso tampoco estaba mal: convivir con determinados errores le ayudaría a no cometerlos en el futuro.

Pascal deseó que aquella etapa que, supuestamente, Beatrice estaba atravesando en un escenario distinto y más duro, fuese llevadera para ella hasta que recibiese la llamada. Su gesto final, librándolos de André Verger, la había redimido de sus errores, y él se alegraba por ello. Merecía un futuro luminoso.

Poco después, dejaron atrás ese emplazamiento del camino que había provocado en él sensaciones tan intensas, y el Viajero recuperó la atención sobre el terreno. No tardó en identificar otras referencias, aunque la que le confirmó que estaban a punto de encontrarse con el montículo a través del cual se accedía al conducto subterráneo que conectaba con el arcón, fue una enorme masa líquida que se balanceaba, espesa y negruzca, cubriendo un área de proporciones inciertas.

—La laguna Estigia —señaló, satisfecho—. Estamos llegando, Dominique.

Ninguno de los dos lo exteriorizó con el esperado entusiasmo, después de todo. Y es que ambos comenzaban a asimilar que lo que en realidad se aproximaba, junto al éxito de la misión, era una despedida.

El momento de una nueva separación.

Fingieron que no pensaban en ello, centrados en el panorama. El hecho de que se hubiesen encontrado con aquellas aguas pútridas en primer lugar demostraba que habían seguido una trayectoria diferente para alcanzar el punto que les interesaba, pero aquel hecho resultaba indiferente. Lo único relevante era alcanzar el mundo de los vivos sin desperdiciar ni un segundo.

No vieron ni rastro de Caronte ni de su monstruoso perro. Pascal supuso que el barquero se hallaba navegando en medio de aquel oleaje de rostros atormentados que Pascal recordaba, mientras trasladaba a los últimos fallecidos hacia su próximo destino.

El Viajero recreó en su memoria la encapuchada silueta de Caronte erguida sobre la cubierta, su lúgubre presencia al compás de los remos cayendo sobre la superficie de la laguna. Observó en la lejanía, como si pudiera distinguir en la otra orilla, a una distancia incomprensible, los primeros indicios del mundo de los vivos.

Dominique también contemplaba con fijeza aquellas aguas, como hipnotizado.

—¿Reconoces ese paisaje? —Pascal cayó en la cuenta de que su amigo, al morir, también tuvo que ser pasajero de Caronte.

—Sí —reconoció Dominique con gesto ausente—. Recuerdo el asombro de todos los que éramos llevados en la embarcación. Ni siquiera hablábamos. Aún no estábamos seguros de lo que nos había sucedido; creo que no habíamos asumido nuestra muerte.

Pascal tuvo que admitir que ese no debía de ser un trago fácil. Sobre todo para aquellos que habían sido condenados, y que serían abandonados a manos de los espectros en una primera escala de ese último trayecto. Girando sobre sus talones, el chico acabó de localizar el montículo que ocultaba el acceso que comunicaba con la Puerta Oscura.

—Vamos, allí está —avisó a su amigo, sin mirarlo a los ojos.

Conforme caminaban, iban siendo cada vez más conscientes de que se acercaban a un punto que marcaba el siguiente límite: el de la compañía de Dominique, que como muerto tendría que quedarse en la dimensión a la que ahora pertenecía. Tal vez fue esa la razón por la que los pasos de los dos parecían ir perdiendo convicción, impulso.

Intuían la despedida.

Se detuvieron por fin frente al pequeño bloque sobre el que el Viajero tendría que apoyar sus manos para que se materializara el acceso a la gruta que llevaba a la Puerta Oscura.

—Esta es la entrada… —anunció Pascal, girándose hacia su amigo con una extraña timidez, como invadido de remordimientos al disponerse a dejar a su amigo en aquella región.

Dominique le sostuvo la mirada durante varios segundos, lo que implicaba ese enclave era evidente para los dos.

¿Qué se podía decir en una situación así? Todo sobraba, así que se limitaron a abrazarse. A fin de cuentas, lo que más echarían de menos sería aquel contacto físico, la presencia real.

—Gracias, Dominique —empezó Pascal, separándose, traicionado por una voz a punto de quebrarse—. De corazón. Me has ayudado mucho; sin tu apoyo, no sé cómo habría terminado este viaje… Te has vuelto a arriesgar por nosotros. Y en tu situación. Incluso aquí sigues siendo único, tío. Único.

El aludido hizo un gesto con las manos quitando importancia a aquellas palabras.

—Me temo que no he sido tan útil —señaló—. Tu condición de Viajero es algo más que una etiqueta. No me has necesitado, en realidad. Pero para mí ha sido un placer. Como siempre.

Dominique procuró sonreír, aunque al final se limitó a bajar la mirada.

—Ojalá pudieras venir conmigo —Pascal hubiese dado un brazo por aquella posibilidad—. Todos te echamos mucho de menos. Es… como si no te hubieras ido. Michelle siempre está hablando de ti.

—¿Sí? —Dominique reaccionaba ante ese dato, delatando sus sentimientos hacia la chica—. Dales muchos recuerdos.

—Lo haré.

Se hizo un nuevo silencio entre ellos.

—Estaré bien, Pascal. En mi cementerio hay muy buena gente. Y un montón de tías; ya me adaptaré a las maduritas.

El Viajero, que al final no había podido contenerse, se secó los ojos mientras se echaba a reír.

—No cambies nunca, Dominique.

—Un poco tarde para planteármelo, ¿no?

Sonreían.

Los dos eran conscientes de que el tiempo apremiaba: aquellos segundos que arañaban en esa dimensión eran lo único a lo que podían aspirar. Tenían que separarse ya. Sin embargo, una vaga intuición despertaba en el Viajero inexplicables suspicacias.

Algo ocurría con su amigo.

Y es que, a pesar de los comentarios jocosos de Dominique, veía su semblante envuelto en un velo melancólico demasiado triste, incluso en esas circunstancias.

—¿Y ese gesto? —le preguntó inquieto—. Recuerda que soy el Viajero y puedo visitar esta dimensión cuando quiera. Esto no es una despedida definitiva. Vendré a verte. Prometido.

Dominique se irguió, con gesto grave, y le puso las manos sobre los hombros. Aquella actitud solemne terminó de alarmar a Pascal.

—No lo harás.

Pascal frunció el ceño.

—No entiendo.

Dominique se adelantó un paso. Libre de la silla de ruedas, los ojos de ambos quedaban casi a la misma altura. Ahora era él quien se hallaba al borde de las lágrimas.

—¿Puedo pedirte algo?

Pascal no pestañeaba. Desorientado, se limitó a asentir con la cabeza.

Dominique tragó saliva.

—No vuelvas —acertó a decir con un enorme esfuerzo—. Quédate en tu mundo.

Pascal se quedó en silencio. Las palabras de su amigo le arrastraban hacia un dilema al que él ya se había estado enfrentando en su fuero interno. Temeroso ante la inevitable necesidad de tomar una decisión al respecto, que tarde o temprano se materializaría, se había limitado a ganar tiempo mientras las circunstancias lo permitiesen. Aquel respaldo coyuntural, sin embargo, se había terminado.

Al fin se decidió a hablar, aunque la voz podía fallarle en cualquier momento.

—Entonces no podremos volver a vernos, Dominique.

Aquel ruego de su amigo implicaba que Pascal renunciase a la esencia de su condición de Viajero: los desplazamientos entre dimensiones. Pero él descubrió que la única consecuencia que en realidad le importaba de ese precio era perder el contacto con la gente que había conocido allí… y con un recién llegado: su amigo de toda la vida.

Dominique había recuperado la sonrisa, aunque ahora su mueca, lejos de ofrecer alegría, reflejaba una profunda pena imposible de maquillar.

—Lo sé —afirmó—. No nos veremos más. Es un sacrificio al que estoy dispuesto, no quiero terminar viéndote como… residente de un cementerio antes de tiempo. Así que, como amigo, te lo pido. Quédate en tu mundo.

—Pero…

Dominique se tomó unos segundos antes de proseguir.

—Claro que me gustaría volver a verte —confesó—, y estar al tanto de todo el grupo y de mi familia a través de tus visitas. Pero no debo pensar en mí. Este es ahora mi hogar, Pascal. Tenemos que asumirlo. Y cada vez que cruzas la Puerta Oscura —su tono se hizo mucho más grave—, lo que entra en la vida de todos es la muerte. Yo he sido una víctima más, no de ti, sino de ese umbral maldito que sigue abierto en vuestra dimensión.

Y Jules está a punto de engrosar la lista. Tus pasos aquí —midió sus palabras, no quería herirle— salen demasiado caros.

Pascal acusó aquella afirmación, sobre todo porque coincidía con pensamientos que habían ido brotando en su cabeza a lo largo de ese último viaje. Pillado por sorpresa ante la insólita petición de su amigo, se mostró todavía vacilante.

—Yo… —Dominique aguardaba, manteniendo su aire de tristeza— no puedo prometerte eso aún; tengo que pensarlo. No puedo.

—Pues deberías.

Una voz conocida, que no pertenecía a ninguno de ellos, acababa de dejarse escuchar muy cerca de los chicos. Los dos, sobresaltados, se volvieron hacia su origen, para descubrir… a una anciana de cabellos desordenados y pintoresca vestimenta.

Se trataba de la vieja Daphne, que había surgido tras el montículo acompañada de un espíritu errante que, presumiblemente, la había conducido hasta ese lugar.

No podían creerlo. ¡Daphne! ¿Aquella mujer en el Más Allá?

Observaron a la pitonisa, demasiado estupefactos como para reaccionar.

La vidente los saludó, mientras recorría la escasa distancia que la separaba de ellos. Pronto comprobaron que no se trataba de una visión; la anciana estaba junto a ellos, en carne y hueso. Aunque sus movimientos habían ganado en agilidad.

—Daphne… —Pascal logró asumir lo que estaba viendo y la abrazó, un gesto que Dominique secundó—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—Esperarte, Viajero. Sabía que aparecerías tarde o temprano. Aún tienes una misión que cumplir en el mundo de los vivos.

—¿Esperarme? ¿Aquí? ¿Cómo has podido…?

Ella le acarició la mejilla con sus dedos esqueléticos.

—Mírame y concluye.

El Viajero se dio cuenta de que la mirada de la vidente reflejaba ahora el tono vidrioso de los muertos. Además, ni siquiera las abundantes ropas habían evitado que él percibiese la frialdad de su cuerpo al abrazarla.

Daphne estaba muerta, como Dominique. Pascal, impresionado, se llevó las manos a la cabeza.

—¿Tú también? —preguntó—. Pero ¿cómo es posible? ¿Por qué no me ha dicho nada Edouard en la última comunicación?

Dominique también se había quedado horrorizado ante aquella nueva baja en el grupo de los conocedores de la Puerta Oscura.

—Supongo que no han querido preocuparte hasta que regreses —contestó Daphne—. Y han hecho bien. No se trata de algo que necesites saber hasta tu vuelta. La información se convierte a menudo en un pesado equipaje.

—Pero… —Pascal, la viva imagen de la desorientación, no atinaba a decidir sus siguientes palabras. ¿Qué cabía decir?

—La Puerta Oscura se ha terminado convirtiendo en una trampa —señaló la bruja—. Nuestra sociedad no está preparada para su existencia. Por eso apoyo la petición de Dominique. Aunque salves a Jules, la tragedia no se detendrá si sigues cruzando ese umbral.

—Por favor —Dominique, con un simple gesto de su rostro, transformó la solicitud en una súplica—, no vuelvas.

Alargando sus brazos, le tendió la espada romana.

—Dásela a Michelle —le pidió—. De mi parte. Y arréglalo todo con ella, colega. No la vuelvas a perder —Pascal recogía el arma, con el corazón oprimido—. No necesitas regresar aquí como Viajero. Lo tienes todo en tu mundo. No vuelvas.