Se trataba de una construcción cilíndrica en piedra que se alzaba hacia el firmamento hasta alcanzar una altura muy respetable, en torno a los sesenta metros frente a los veinte que tendría de diámetro. Su aislada figura, recortada contra la oscuridad de la planicie, recordaba el esbelto cuerpo de una chimenea, y su cúspide abierta mostraba el baile agitado de potentes llamaradas que, de vez en cuando, lanzaban destellos verdosos, breves guiños de una tonalidad ajena a la naturaleza del fuego.
Aquella era la misteriosa luz que los había conducido por entre la llanura desértica hasta donde ahora se encontraban.
Al nivel del terreno, en la base del edificio, destacaba un macizo portón cerrado, mientras a lo largo de todo su perfil los tabiques de gruesas piedras se abrían en diminutas ventanas orientadas en diferentes direcciones, con el claro objetivo de disponer de una perspectiva completa de los alrededores. Teniendo en cuenta el paisaje plano que circundaba la construcción, desde los pisos superiores se debía de dominar una enorme extensión de aquellas tierras.
—Esto… esto es un faro —señaló Pascal, admirado—. Tiene que serlo.
Los tres se habían detenido a unos diez metros de distancia y permanecían agachados a pesar de saber que, en medio de aquel escenario desnudo, resultaba imposible esconderse.
¿Habrían sido ya descubiertos?
—Desde luego, lo parece —contestó Dominique—. Pero si es un faro… ¿a quién orienta?
El Viajero lo pensó unos segundos.
—Solo puede servir para las criaturas que vagan por esta región —señaló, escéptico—. ¿Y eso qué utilidad tendría?
—A los seres malignos no se los orienta con luz —observó Lena Lambert, menos convencida todavía por aquel planteamiento—. Salvo que lo que pretendas sea atraerlos.
—Y esos brillos verdes, tan parecidos a los de mi daga, no creo que lo hagan —concluyó Pascal.
Aquellos centelleos eran el indicio que le permitía al Viajero albergar la moderada ilusión de que aquel hallazgo no estuviese contaminado por la atmósfera maligna del lugar.
—¿Entonces? —a Dominique no se le ocurría ninguna alternativa que ofrecer—. ¿Servirá para guiar a los condenados que logren escapar de los espectros que los trasladan?
—¿Y darles así una oportunidad añadida que los demás no han tenido? —Pascal sacudió la cabeza—. Tampoco me convence.
En aquel momento, una de las minúsculas ventanas de los pisos inferiores de la construcción se abrió de golpe, y una cabeza masculina de cabellos canosos se asomó por ella en dirección a los chicos.
—¿Quién osa profanar la noche? —exclamó el anciano con voz vigorosa.
Tanto los muchachos como la mujer —aunque ella con más torpeza— se habían tirado al suelo al percibir aquel súbito movimiento, asustados. Su presencia había sido detectada, no cabía duda.
Sin embargo, no se atrevieron a responder, expectantes hasta determinar el peligro que podía constituir el individuo del faro.
Era todo demasiado extraño, demasiado desconocido.
En ese momento, aquel tipo, que continuaba inclinado sobre la repisa del ventanuco, reparó en los destellos de la daga de Pascal, que el chico había desenvainado en previsión de algún repentino ataque.
—Aquel que lleva un arma de centinela siempre es bienvenido en mi casa —anunció el viejo, solemne.
A continuación, los portones del edificio empezaron a abrirse.
Los chicos y Lena se miraron entre sí, dudando ante esa inesperada invitación. Lo cierto era que las palabras del desconocido y su reconocimiento de la daga del Viajero constituían síntomas prometedores.
—Si no se siente amenazado por la daga, no puede ser maligno —señaló Pascal acariciando su talismán—. Y mi medallón no se ha enfriado.
—Suficiente —dijo Dominique—. Por mí, vale.
Lena Lambert, incómoda en su postura tendida sobre la dura tierra, asintió.
El acceso al faro ya estaba abierto por completo. El anciano volvió a dirigirse a ellos.
—No os lo penséis mucho —advirtió, mirando ahora al frente—. Se aproxima una manada de carroñeros.
Aquel aviso sirvió para acabar de convencerlos, y apenas tardaron en levantarse, caminar unos pasos y atravesar los umbrales de ese extraño edificio erigido en mitad de la nada.
Lena, que volvía a dar muestras de una nueva progresión en su envejecimiento, avanzaba cada vez más encorvada.
Marcel había efectuado una llamada por el móvil. Con la excusa de que circulaba cerca de la zona que ahora habría acordonado la policía, fingía sorpresa mientras contactaba con el Instituto Anatómico Forense. Así conseguiría información sobre los movimientos de las fuerzas del orden.
La necesidad de un confidente infiltrado entre sus compañeros le trajo el doloroso recuerdo de Marguerite, la detective Betancourt. Casi escuchó sus palabras irónicas dirigidas a él. La echaba tanto de menos…
El Guardián se obligó a cortar su repentina abstracción. Cualquier despiste podía llevarle a cometer un error grave.
Los demás aguardaban mientras Marcel atendía a una voz masculina al otro lado de la línea. Al cabo de unos minutos, tras algunas respuestas monosilábicas por parte del doctor, que mantenía la pose de postizo asombro, la conversación finalizó.
—Edouard —Laville se giró hacia el médium mientras introducía su teléfono en un bolsillo—, parece que al final no va a hacer falta que denuncies mañana la desaparición de Daphne.
—¿Por qué? ¿Es que la han identificado ya?
—El forense que está de guardia la ha reconocido. Debió de vernos alguna vez juntos, la vieja Daphne no pasaba desapercibida. Me lo ha comentado y me he ofrecido para ir a primera hora a confirmar si es la persona que él cree que es, y facilitar sus datos.
El joven médium asintió, aliviado al verse libre de aquel trámite tan desagradable.
—Esto no ha hecho más que empezar —señaló Michelle.
Ella y Marcel caían en la cuenta de que, en efecto, quedaba mucha noche por delante para los gendarmes que estuviesen operativos esa noche. A aquellas alturas, sin duda estarían a punto de proceder al levantamiento del cadáver de Justin. Y eso sin contar con que aún quedaba algún cuerpo por hallar dentro del recinto de Pere Lachaise.
La policía se enfrentaba a hechos inexplicables que habían acontecido en París.
—¿Qué ha sucedido en el cementerio? —Mathieu formulaba el interrogante, intrigado ante el enigmático comentario de Michelle, una curiosidad que Edouard compartía.
La chica comenzó a contarles. Mientras, el tiempo seguía transcurriendo.
El interior de aquella construcción era muy austero, pero acogedor frente a la desoladora intemperie que reinaba fuera: pocos muebles, temperatura cálida, luz. Todo un lujo en medio de ese entorno hostil y vacío que los rodeaba, y donde empezaba a levantarse un viento gélido que barría la inabarcable llanura con ráfagas huracanadas.
El aullido de aquellos arrebatos ventosos atravesaba los gruesos muros de piedra, llegando hasta ellos como lamentos iracundos. La naturaleza sombría de esa zona parecía quejarse de que, por el momento, ellos hubieran escapado a su rencor.
—Es una especie de tormenta —explicó el anciano, girando una manivela que provocó el cierre de los portones algo más atrás—. Duran poco.
Aquel tipo, de edad indefinida aunque muy avanzada, vestía solamente una túnica blanca. Caminaba descalzo. Alto y grueso, calvo, con unas cejas pobladas sobre ojos de mirada bondadosa y una barba canosa que caía como una cascada hasta taparle por completo el cuello, se entretenía ahora observando a los recién llegados.
—Bienvenidos —saludó—. Sin duda, el grupo más raro que me ha visitado nunca. Cómo se agradecen estas sorpresas.
Sus ojos, certeros, no dejaron escapar ni el más mínimo detalle: repararon en el colgante de Pascal, se detuvieron en su daga, captaron la vida en él y —más declinante— en Lena Lambert, se posaron con curiosidad en la espada romana de Dominique… Incluso treparon hasta localizar la mochila que el Viajero llevaba a su espalda.
—Me llamo Pascal y soy el Viajero —se presentó el joven español bajando la hoja de su arma, que no daba muestras de activación, al igual que su talismán—. Me acompañan dos amigos, Dominique y Lena.
El anciano había asentido.
—Cuánto honor —comentó sin ironía—. Mi nombre es Ronald. Os ofrezco mi hospitalidad.
Los tres se la agradecieron; después de lo que habían padecido, la sensación de encontrarse bajo techo resultaba de lo más agradable.
—Como Viajero, entiendo que estés vivo, pero… ¿y ella? —el anciano la señaló—. También lo está.
—Yo soy la anterior Viajera —explicó Lena Lambert—. He permanecido mucho tiempo en la Colmena de Kronos, y ahora vuelvo a casa.
El hombre asintió, aunque lo hizo con una delicadeza sospechosa; en sus ojos podía leerse la compasión: conocía los devastadores efectos de una fuga tardía de Kronos.
—Disfrutad de la paz de mi refugio el tiempo que necesitéis —dijo, cambiando de tema—. Pero no dispongo de provisiones. Jamás nadie con vida me había visitado.
—Aún les quedan, no se preocupe —dijo Dominique.
Pascal no pudo contener su curiosidad.
—¿Dónde… dónde estamos? ¿Quién es usted?
El viejo los invitó a sentarse antes de responder. Lena, agotada, lo agradeció.
—Os encontráis a un extremo de la llanura de las pesadillas —señaló el viejo anfitrión—, un nivel de la tierra de los condenados donde se reviven a perpetuidad oscuros sueños.
Ahora entendieron el infierno de las escaleras que había provocado aquella silueta anónima con su grito, una agobiante recreación que casi había logrado arruinar su viaje de regreso.
—Esta construcción es un faro —continuó, confirmando la deducción de Pascal— destinado a orientar a las almas no condenadas que se pierden y acaban entrando en este territorio. Existen varios a lo largo de toda la región maligna.
Lena había alzado la cabeza. El Viajero y Dominique cayeron en la cuenta de que lo que había conducido a la mujer hasta la Colmena de Kronos, más de un siglo antes, había supuesto un caso parecido de extravío. Con la diferencia de que ella no había contado con la suerte de encontrar en su camino un faro como aquel, que le hubiera permitido retornar a la Tierra de la Espera.
—Aquí he ayudado a que espíritus que no merecían un castigo eterno recuperaran fuerzas y llegaran hasta el lugar que les correspondía —Ronald había adoptado un gesto ausente; aquella conversación traía a su memoria recuerdos atesorados durante, a buen seguro, un largo tiempo—. Vosotros no sois los primeros, ni seréis los últimos.
La esperanza resurgía con extraordinaria vitalidad dentro de ellos; en su situación, que empezaba a resultar dramática, aquello era justo lo que necesitaban. La supervivencia de Jules ganaba enteros de nuevo. Iban a conseguir retomar el rumbo a casa.
Volvían a la partida.
Pascal se preguntó, en su fuero interno, si el hecho de haber alcanzado aquel emplazamiento no constituía en sí mismo una de esas invisibles manifestaciones del Bien. No tardó en decantarse por una respuesta afirmativa: sí, el lado luminoso también actuaba, no dejaba a las almas a merced de la oscuridad.
Aunque en ocasiones así lo pareciese.
Esa convicción no supuso únicamente un alivio, sino que insufló en su corazón un impulso arrollador. Lo que precisaba.
—Pero usted… —empezó Dominique, intrigado.
Y es que aquel tipo no había respondido a la segunda pregunta formulada por Pascal.
El viejo captó el sentido de ese tímido inicio.
—Yo estoy muerto —aclaró—, y debería encontrarme en la Tierra de la Espera. En realidad, esta es una forma más de superar el plazo hasta la llamada. Al igual que los espíritus errantes se pasan los años recorriendo los senderos brillantes y las demás almas aguardan en sus tumbas, a algunos se nos encomienda el privilegio de esta misión. Quizá —sonrió— porque tenemos que purgar menos errores cometidos en vida. Otro me sustituirá cuando llegue mi hora de abandonar esta dimensión.
—¿Y no le atacan las criaturas malignas? —quiso saber Lena Lambert.
—Acompañadme —les pidió el farero.
Aunque la urgencia por reanudar el regreso continuaba presionándolos, Pascal consideró que, mientras la tormenta no se debilitase, hacían bien en aprovechar para coger fuerzas allí. Ya recuperarían el tiempo perdido; ahora lo prioritario era retomar el rumbo correcto.
Todos siguieron al anciano a través de unas empinadas escaleras de caracol que ascendían recorriendo en espiral las entrañas de aquella construcción. Lena se vio obligada a efectuar dos descansos para recuperar el aliento.
Al llegar al segundo piso, el anciano les hizo pasar a una amplia estancia redonda donde solo había una silla junto a una pequeña ventana, y otra abertura en el lado contrario.
—Echad una ojeada —indicó Ronald, señalándola.
El viento continuaba gimiendo en el exterior.
Los chicos y la mujer se acercaron hasta allí, y se asomaron por turnos para otear el paisaje. Ante sus ojos quedó la inmensa planicie que ya conocían, un desierto desnudo y árido azotado por aquella repentina ventisca que se había desencadenado en forma de furiosos remolinos que se repartían por toda el área. En diferentes puntos divisaron zonas cubiertas de bruma.
—Son los enclaves en los que se está recreando una pesadilla —el anciano había llegado hasta ellos—. Surgen de improviso, como géiseres, alrededor de cada condenado. Si no ves a tiempo al espíritu, caes en medio de su sueño.
—Lo sabemos bien —comentó Dominique, sin quitarse de la cabeza las interminables escaleras que casi los habían engullido.
—Pero no es eso lo que os quería mostrar —añadió—. Fijaos allí, a la derecha.
Los ojos de los tres buscaron lo que les indicaba el viejo farero, y en segundos habían localizado unas manchas móviles que, muy juntas, se desplazaban por la llanura.
—La manada de carroñeros sobre la que os advertí —dijo Ronald—. Como veis, las criaturas malignas suelen pasar de largo. No pueden entrar aquí, ni tengo nada que les interese especialmente. Salvo yo mismo, claro. Pero como no necesito salir, ni siquiera para alimentar el fuego que ilumina desde el último piso (siempre permanece encendido), un asedio no tendría sentido y lo saben.
—¿No sales nunca? —preguntó Lena.
—Sí, cuando el panorama está libre me gusta caminar un poco. Aunque jamás me alejo del faro. Si me pillan fuera…
—Bueno, ahora sí tienes un sabroso botín que ofrecerles —observó Pascal—. Nada menos que dos vivos y otro espíritu.
Ronald hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Tienes razón. Por eso será mejor que os apartéis de la ventana; solo falta que os descubran. Porque entonces sí acudirán, y vosotros, sin alimentos ni agua, no podríais resistir.
Aquellas palabras les hicieron conscientes de que ni siquiera bajo la protección de esos antiguos muros estaban a salvo.
—Te agradecemos tu hospitalidad —comenzó Pascal—, pero hemos de reanudar nuestro camino: en el mundo de los vivos nos esperan con urgencia.
—Lo comprendo.
Ahora llegaba la petición fundamental.
—¿Podrías ayudarnos? —planteó el Viajero—. Nos hemos extraviado. Nuestra idea era atravesar la zona de las ciénagas y…
—Mucho os habéis desviado. ¿Adónde queréis llegar? —Ronald se rascaba el mentón.
—A la Tierra de la Espera —dijo Lena Lambert.
—¿Y cuál es el acceso que os interesa?
—El Umbral de la Atalaya —Pascal no estaba seguro de si era el más cercano, pero al menos se trataba del único paso que conocía entre la tierra de los condenados y la de la Espera.
—Ajá. Entonces, la región de las ciénagas no os conviene; con lo que habéis recorrido hasta aquí podéis alcanzar directamente el tramo de los desfiladeros, y así compensáis el desvío. Por suerte nos encontramos en uno de los extremos de la llanura, así que ese límite no queda lejos.
Aquella noticia elevó los ánimos de todos, pues las palabras del farero recuperaban en ellos un escenario conocido. Se trataba del sector que comunicaba con los acantilados.
—Si nos indicaras hacia dónde dirigirnos, te estaríamos muy agradecidos —pidió Pascal, conteniendo la emoción ante la idea de que volvían a tener posibilidades de regresar y salvar a Jules.
—Claro que puedo. La dirección —se fue hacia la otra ventana y señaló— es esa.
—¿Y cómo nos orientaremos? —Lena se adelantó con sus pasos algo torpes. Sabía que en cuanto se adentrasen de nuevo por la llanura, perderían cualquier referencia y se encontrarían a merced de las inclemencias y peligros de aquella tierra hostil.
—Debéis dejar siempre a vuestra espalda la luz verde de este faro, que yo dirigiré en la dirección que os conviene. Así sabréis que vais por buen camino. Como el terreno es muy plano y el fuego arde tan alto, no dejaréis de verlo en ningún momento.
Si la luz se vuelve naranja, querrá decir que estáis viendo otro lado de la hoguera, así que os habréis desviado. Girad entonces hasta que de nuevo se muestre verde su resplandor.
Pascal quiso conocer los detalles de aquel misterioso mecanismo.
—¿Cómo consigues ese cambio de color en la llama?
El anciano sonrió.
—Una de mis más preciadas posesiones es un fragmento de ese mismo material con el que está forjada tu arma —sus ojos se posaron en la daga—. La ancestral forja de los centinelas. Según cómo lo coloco, el reflejo del fuego en él provoca un poderoso destello que se ve desde lejos.
—Ya lo creo —convino Pascal, recordando cómo habían llegado hasta allí.
El farero, tras comprobar que ninguna amenaza contaminaba ya el horizonte, los condujo hasta uno de los pisos más elevados. Desde allí sí pudieron escudriñar entre las sombras y detectar el final más próximo de la llanura, que comenzaba a resquebrajarse anunciando el terreno mucho más accidentado con el que limitaba.
—No está tan lejos, ¿verdad? —comentó—. Podéis conseguirlo. Una vez allí, vuestra referencia debe ser aquel montículo con forma de peonza que se eleva por encima de los barrancos.
Esa visión volvió a fortalecer la confianza de todos. A continuación, descendieron las intrincadas escaleras hasta alcanzar la planta baja.
—¿Seguro que no queréis descansar más? —tentó el viejo antes de activar con la manivela el resorte que abría los portones del faro.
—Sería lo mejor. Pero el tiempo apremia —contestó el Viajero—. Hay vidas en juego además de las nuestras.
En ese momento, Ronald se giró hacia Lena Lambert.
—¿Y tú? —la interpeló por sorpresa—. ¿Estás segura de lo que haces?
Ella no dio muestras de sorpresa; su deterioro físico era evidente para cualquier persona con una mínima capacidad de observación.
—¿Acaso tengo ya alternativa?
—Deberías quedarte, Lena —la miró con cariño—. No llegarás a la Tierra de la Espera. Y lo sabes.
Se hizo un silencio espeso. Nadie se había atrevido hasta ese instante a manifestar con tal claridad ni con tal seguridad aquella conjetura.
—Siempre hay posibilidades… —intentó argumentar la mujer, débilmente.
—No para ti —Ronald había adoptado un gesto inflexible—. El único modo de ralentizar tu envejecimiento es no hacer ningún esfuerzo, y aún os queda camino por delante. Si además tenéis prisa…
Lena enfocó con sus ojos fatigados a los chicos, consciente de que suponía un lastre para ellos.
—¿Y qué gana quedándose? —planteó Pascal, reacio a dejar allí a su predecesora como Viajera—. Tampoco así consigue llegar a la Tierra de la Espera.
—El espacio que ocupan estos faros es como el de las embajadas en países extranjeros —explicó Ronald—. Estos muros constituyen un recinto de tierra sagrada perteneciente a la Región de la Espera. Si Lena acaba aquí su vida, no será condenada.
Pascal suspiró. Aquella información sí cambiaba toda la perspectiva. No necesitó contemplar el semblante de Dominique para intuir que su amigo compartía la misma opinión. De todos modos, ninguno de los chicos tenía intención de intervenir; se trataba de la vida de Lena Lambert, solo en las manos de la mujer descansaba la decisión definitiva sobre su destino.
Ella se había apartado hacia un rincón, buscando algo de intimidad para reflexionar. Menudo vuelco habían dado las circunstancias en cuestión de minutos, un súbito giro que la obligaba a ser honesta consigo misma. Tenía que enfrentarse a su propio dictamen, sin tapujos.
Analizó el estado de su cuerpo, de su mente. La degradación se estaba ensañando con su organismo a un ritmo poco piadoso que no se detendría.
Se percató de que no era justo: no resultaba legítimo que arriesgase la vida de su descendiente, que sí conservaba alguna posibilidad de sobrevivir, al frenar el avance de aquellos dos chicos que transportaban la sangre salvadora.
Debía quedarse.
—Quizá detenerme aquí sea lo más conveniente —manifestó por fin, apenada ante su inminente separación de esos dos jóvenes con quienes había compartido las horas más intensas y reales del último siglo—. No tiene sentido que yo continúe: solo complico las cosas.
—¿Segura? —quiso confirmar Pascal—. Nosotros respetaremos tu decisión, Lena. Sea cual sea. Has hecho mucho por nosotros, y no te dejaremos si no estás convencida.
—Ya he aportado lo que necesitabais —la mujer giró su dedo vendado—. Ahora sois vosotros los que debéis regresar sin pérdida de tiempo.
Se aproximó a ellos y los besó. Era un beso de despedida.
»Me quedo feliz —reconoció, mirándolos con intensidad—. Como ya os dije, habéis conseguido que mi larga vida tenga sentido —no pudo evitar un prolongado suspiro de melancolía—. Pretender retornar al mundo de los vivos era una locura, un sueño imposible. Y aún estoy a tiempo de despertar de él sin haber provocado consecuencias que no deseo. Ni a vosotros ni a mí. Este es el sitio donde debo terminar. El destino que me llevó a Kronos me ha traído ahora hasta aquí. Nos hemos… reconciliado.
—De acuerdo —aceptó el Viajero, advirtiendo con tristeza que aquella era la última vez que veía a esa valiente mujer que había tenido en jaque a los servidores del Mal durante tantos años—. Es tu decisión.
Se abrazaron, compartiendo una vez más esa complicidad mágica que solo podía establecerse entre dos personas que habían desempeñado el legendario rango de Viajero. Cuando se separaban, Lena tuvo una ocurrencia.
—Para Jules —la mujer escogía con cierta solemnidad un rizo de sus cabellos, cada vez más canosos—. Así tendrá un recuerdo mío.
Lo tendió extendido hacia Dominique, que captó su petición y se apresuró a desenvainar su espada para cortarlo con cuidado.
Pascal guardó a continuación el rizo en su mochila.
Los ojos de Lena Lambert, demasiado brillantes, traicionaban su aparente serenidad.
—Créeme, no hacía falta —dijo el chico—. Jules se llevará consigo algo tuyo mucho más íntimo, de lo que nadie podrá separarle: tu sangre.
El anciano había accionado el resorte, y ahora los portones del faro se abrían dejando frente a ellos el hostil panorama de la llanura de las pesadillas.
—Esquivad las zonas con niebla —advirtió—. Y mantened siempre a vuestra espalda la luz verdosa. Así llegaréis a los desfiladeros.