39

—¿Cómo ha reaccionado Pascal? —preguntó Michelle, una vez Edouard se hubo repuesto del inmenso esfuerzo que había invertido en aquella última comunicación.

Marcel, botiquín en mano, le estaba vendando la herida del brazo tras haberle aplicado una primera cura, y ella procuraba reprimir los gestos de dolor mientras aguardaba una respuesta.

El médium se dirigió a todos.

—En cuanto le he dicho que ya teníamos a Jules —giraron sus cabezas hacia el monovolumen, que volvía a oscilar delatando movimientos inquietos en su interior—, me ha contestado que aguantásemos, que conseguiría traer la sangre de Lena Lambert como fuese. Pero que aguantásemos.

En realidad, se trataba de un ruego destinado al joven gótico; era él quien tenía que resistir frente al avance de su infección. Los demás tan solo debían vencer su impaciencia, un nerviosismo creciente que empezaba a transformarse en ansiedad.

—Esa información le ha dado fuerzas —confirmó Mathieu—. Ahora solo les hace falta un poco de suerte.

—La suerte se busca —observó Edouard—. Por eso ellos la merecen. Y la tendrán.

Michelle deseó que el médium estuviera en lo cierto. Quería recuperar a Jules, pero la presencia de Pascal constituía para ella una auténtica necesidad. No se sentía capaz de perder ambas cosas. No lo soportaría, no estaba dispuesta a soportarlo.

Marcel se fijó en el resplandor metálico que entraba como un halo fantasmal por los ventanales de los pisos superiores, destellos lunares que empezaban a perder consistencia con el transcurso de los minutos.

El tiempo, con su sibilina sutileza, no dejaba de discurrir estrechando el cerco a la esperanza.

—Pronto amanecerá —anunció—. Ordenaré que corran las cortinas para cubrir los cristales.

Hizo un gesto orientado hacia determinados rincones, y poco después se escucharon pisadas y movimientos en la primera planta. Los chicos apenas alcanzaron a atisbar, entre las sombras furtivas que surgían por allí, algunas siluetas que iban tapando las ventanas.

—Ha llegado el momento —señaló entonces Michelle, volviéndose hacia el Chrysler de cristales tintados que seguía ofreciendo su lateral delantero destrozado—. No podemos retrasarlo más.

Había que comprobar el estado de Jules. Por los ruidos que provocaba, cada vez más enérgicos, el chico parecía presa de convulsiones.

No era de extrañar; su faceta de bestia del averno, en medio de la noche, requería de espacios abiertos.

El resto había asentido a la advertencia de Michelle, y juntos terminaron de aproximarse hasta el vehículo. Sus pasos, conforme la distancia que los separaba del monovolumen se reducía, iban adquiriendo una solemnidad intimidada.

Llegaba el momento, sí.

Ninguno estaba muy seguro de lo que se iban a encontrar. Era aquella incógnita lo que verdaderamente los atemorizaba, y no tanto el peligro que podía suponer el propio Jules.

Tenían miedo de descubrir que ya era demasiado tarde, de ser incapaces de apreciar en un cuerpo devastado, irreconocible, la presencia de su amigo.

El grupo, hipnotizado, contempló la ranura de la carrocería que permitía atisbar el interior del monovolumen.

Michelle respiró hondo.

—Lo haré yo —dijo, adelantándose un paso más hasta casi rozar la pintura negra del vehículo.

El medallón de Daphne, que colgaba de su cuello, empezaba a enfriarse, pues compartía la misma aleación de naturaleza esotérica que los talismanes de Pascal y Edouard.

—Ten cuidado —Marcel se situó junto a ella—. Aunque se trate de Jules, no subestimes los riesgos de enfrentarte cara a cara con un vampiro.

A Michelle continuaba resultándole muy difícil asumir aquello, a pesar de todo lo que ya había sucedido. Se negaba a renunciar a su amigo.

—Lo tendré.

La chica se colocó justo ante la ranura. Los vaivenes del monovolumen se habían atenuado.

Michelle respiró hondo y alzó el colgante de la pitonisa, que mostraba ya un tacto gélido, para proteger su cuello de aquellas manos de dedos estrechos que ya habían alcanzado a Bernard en el cementerio. Y se inclinó hacia la abertura.

a

La figura anónima que huía entre gritos de la sombra —responsable de aquella revolución imposible en el paisaje— quedó fuera de la vista de los chicos, sepultada por el cúmulo de escaleras que surgían sin pausa conformando un eterno sendero de peldaños. Una implacable ruta de escalones que dibujaba la sinuosa trayectoria de una montaña rusa, convirtiendo en prisionero a quien pretendía superarla.

No, ya no volvieron a ver a ese desgraciado sujeto, que acabó hundiéndose en esa recreación sin sentido. No obstante, los gemidos de aquella víctima siguieron acompañándolos mientras se alejaban del núcleo de la pesadilla en dirección a la luz que continuaba con sus destellos en un horizonte cada vez más próximo.

La concentración de escaleras se había reducido mucho en el sector en el que ahora se movían, e incluso la ominosa presencia de la entidad que los perseguía había perdido consistencia. Estaban saliendo de aquella trampa, lo estaban consiguiendo.

Ninguno hablaba, no disponían de las fuerzas necesarias para hacerlo. El sudor corría por sus frentes generosamente, y sus piernas, sufriendo algún calambre, apenas obedecían al ritmo más pausado con el que ahora brotaban las últimas escaleras.

Pero no se detuvieron, y poco después descendían por una cuyo último peldaño los condujo al anterior escenario: la infinita llanura vacía.

Se dejaron caer de rodillas sobre ese terreno de superficie pétrea, fosilizada, mientras a su espalda quedaba aquella isla de caos onírico, con su perfil oscilante, que a punto había estado de devorarlos. Recuperaron el aliento.

—¿Todos bien? —preguntó Pascal, una vez repuesto.

Dominique asintió.

—Incluso yo lo estoy —respondió Lena Lambert—, a pesar de mi edad.

Los muchachos la contemplaron con disimulo, calibrando en silencio la evolución de su proceso de deterioro. Bastantes canas se distinguían ya en los cabellos de la mujer, y las arrugas continuaban ganando en profundidad sobre su rostro, cada vez más ajado.

—Sí —ella se había dado cuenta del análisis de los chicos—, esto va rápido. Sabíamos que iba a ocurrir, ¿no?

La mujer observó sus manos, antes esbeltas y elegantes y ahora cubiertas de manchas en una piel desgastada y traslúcida que dejaba ver gruesas venas.

—Llegaremos a tiempo —prometió el Viajero—. Ya lo verás.

Un compromiso de lo más provisional, teniendo en cuenta que ni siquiera habían recuperado el rumbo todavía.

Pascal había abierto su mochila para sacar provisiones y agua. Compartió todo con Lena. Los víveres empezaban a escasear, hacían bien en racionarlos.

—Bueno, allí está —Dominique señalaba una especie de torre que se alzaba en medio de la planicie, y en cuya cúspide relampagueaba la luz que los había atraído desde la distancia—. ¿Qué os parece?

Aún quedaba lo suficientemente lejos como para que no pudieran reparar en detalles, pero el hecho de que se tratase de una construcción aumentó de alguna manera su esperanza. Resultaba menos animal, en una tierra contaminada por la degeneración.

—Ahora que hemos llegado hasta aquí, no vamos a detenernos —observó Pascal—. Pero no tengo ni idea de lo que es eso.

De hecho, ni el conde de Polignac ni ningún otro muerto de la Tierra de la Espera había aludido nunca a aquel entorno en el que se estaban moviendo. Tal vez porque no había entrado en sus rutas anteriores como Viajero, o porque nadie de los que permanecían aguardando en los cementerios sabía de su existencia.

—Pronto resolveremos esa incógnita —afirmó Dominique, ya de pie—. ¿Nos movemos?

—Adelante —dijo Pascal—. Toca extremar las precauciones, ¿entendido?

Cualquier cosa que se encontrara en la región de los condenados contaba con la presunción de naturaleza maligna.

Sin separarse, los tres avanzaron hacia el aislado edificio. Como siempre cuando se enfrentaban al riesgo de nuevos misterios, la mente de cada uno recuperaba recuerdos, el hecho de poder asirse a ellos constituía un alivio y un estímulo: la familia, los amigos… su realidad. Aunque tan solo en el caso de Pascal eran imágenes que reviviría más adelante, si lograban encontrar el camino de vuelta.

El Viajero no olvidaba que Jules ya se encontraba en el palacio de Le Marais a la espera de aquella sangre que él transportaba. Junto a esa conciencia, acarició el rostro imaginado de Michelle. Su necesidad de verla no dejaba de intensificarse.

¿Le sucedería a ella lo mismo con él?

En ningún instante había dejado de amarla.

a

—¡Jules, soy Michelle!

Ella se anunció antes de vencer la escasa distancia que separaba su rostro de la ranura lateral del monovolumen, que ya no se movía. Después aguardó, a la espera de detectar alguna reacción dentro del vehículo.

Necesitaba pistas, una orientación para acometer su último paso.

Nada. Silencio, hasta que se dejó oír un gemido bronco, alzándose desde el interior oscuro al que pretendía asomarse Michelle, un gemido que alcanzó pronto un susurrante tono amenazador.

Mal asunto.

Marcel, muy pendiente, se situó junto a ella.

—¿Seguro que quieres hacerlo? —le preguntó, poco convencido de aquella iniciativa, a la vista de los indicios.

—¿Y cuál es la alternativa? —repuso ella—. ¿Esperar a que llegue el día y él entre en su letargo?

—Sería lo más prudente… —intervino Mathieu, algo más atrás.

—Pero entonces no podremos hablar con él —Michelle se resistía a perder aquella oportunidad de entablar una comunicación con su amigo, cuando nadie podía asegurar qué les iban a deparar los próximos acontecimientos—. Sigue siendo Jules, ¿verdad?

Los miraba a todos.

—No ha sido esa su voz —observó Edouard, que notaba el talismán de su cuello enfriarse por momentos ante la cercanía de aquel híbrido entre vivo y no-muerto—, y no hay garantías de que él pueda hablar. Pero entiendo tu postura, Michelle.

«No hay garantías de que Jules sea capaz de hablar». Pero ¿y de entender? Michelle deseaba al menos transmitirle todo su apoyo, permitirle descubrir que no estaba solo en su infierno íntimo. Aunque él solo lograra responder con esa mirada suya empañada de oscuridad, a la que ella se había enfrentado en su anterior encuentro.

Por otra parte, ¿qué implicaba exactamente la imposibilidad de Jules para hablar, si se acababa materializando? ¿Que habían tardado demasiado en encontrarle? ¿Que su proceso maléfico había alcanzado el punto sin retorno?

Nadie lo sabía, ni dispondrían de una respuesta a aquel lacerante interrogante hasta que Pascal llegara con la sangre de Lena Lambert y se llevara a cabo la transfusión.

Por eso mismo, todos estaban dispuestos a conservar la esperanza. Lucharían por Jules hasta el final.

—Voy a asomarme —comunicó Michelle a los presentes, decidida a no retrasar más aquel encuentro—. Tengo que hacerlo.

Antes de que le fallase la determinación.

El Guardián se preparó a su lado para actuar de inmediato si las cosas se ponían feas.

Michelle, de puntillas, terminó de inclinarse y, apoyándose en la carrocería, situó los ojos a la altura de la abertura. Miró. El corazón le latía a un ritmo desbocado, sentía su frenético bombeo palpitándole en los oídos. Ni respiraba.

Al principio, hasta que sus pupilas se acostumbraron a la penumbra reinante en el interior del vehículo, no distinguió nada. Pero a los pocos segundos empezó a vislumbrar los detalles de aquel espacio rectangular, que un bulto interrumpía en el extremo opuesto.

Era Jules —sucio, con las ropas desgarradas—, encogido de espaldas contra la plancha que le impedía alcanzar los portones traseros del monovolumen. Michelle sintió una inmensa lástima al asistir a aquella escena, en la que el protagonista le pareció más vulnerable que nunca, como un animal enjaulado que asume con resignación su suerte, a pesar de saberse incapaz de vivir cautivo.

—Jules —le llamó suavemente—. Soy yo, Michelle.

Nuevos gruñidos.

Marcel, tras ella, se intranquilizó todavía más.

—Michelle, deberías apartarte de ahí —sugirió—. Esperemos a que llegue la luz. Será lo mejor.

Pero ella insistió. Se negaba a concebir que su camarada gótico hubiese sucumbido por completo a la infección vampírica.

—Jules, ¿me oyes? —interpeló a aquella figura inmóvil—. Estamos todos contigo, vamos a ayudarte a salir de esta. ¡Pascal ya tiene la sangre de tu bisabuela, la ha conseguido!

El chico, por fin, se giró hacia ella. Una bocanada de espanto alcanzó a Michelle en cuanto se vio enfrentada a aquel semblante repulsivo que la enfocaba bajo el pelo desordenado. Los ojos contaminados de Jules, con sus pupilas rasgadas, se hundían en cercos oscuros sobre los que resaltaba su vacío de sentimientos. Las propias facciones del gótico, de una palidez enfermiza, se veían deformadas, mientras de su boca entreabierta sobresalían dos colmillos sobre los que deslizaba continuamente la lengua.

Ella no pudo evitarlo: dio un respingo hacia atrás por el impacto sufrido, a punto de caer bajo el magnetismo demencial de aquella mirada perversa. Solo la repugnancia y el horror impidieron que se viera hipnotizada.

No estaba preparada para ese rostro depredador que se había adueñado del gesto amable de su amigo, al modo de un parásito que iba absorbiendo los últimos restos de su identidad.

¿Habría algo humano debajo de aquella carcasa cruel? ¿Quedaría algún vestigio benigno?

Marcel recogió a Michelle, inmersa en su estupor, y con suavidad la fue separando del monovolumen hasta que ambos se encontraron a una distancia razonable.

—Es Jules, pero… —Michelle hablaba con voz rota, se encontraba al borde de las lágrimas— no es él. Ha cambiado desde la última vez… Está mucho peor.

En esta ocasión, ella no había detectado la sutil mueca de reconocimiento que apreciase en su amigo la última vez que se encontraron cara a cara. Y aquel hecho la sumió en un temor atroz a que fuera demasiado tarde.

Edouard y Mathieu permanecían en un compungido silencio, sin saber qué decir. Al final, el segundo se aproximó a la chica y la abrazó. Las mentes de todos rescataban de sus recuerdos las imágenes de Jules en sus buenos tiempos, como si de aquel modo pudieran ahuyentar la realidad presente, exorcizar el demonio que lo devoraba.

¿Dónde estarían Pascal y Dominique? ¿Habrían logrado orientarse?

—El Viajero tiene que llegar ya —afirmó Marcel, con voz grave—. Jules está en las últimas.

A continuación consultó su reloj.

—Va a amanecer —comunicó.