38

Se habían alejado sin desperdiciar ni un segundo, con la escalofriante impresión de sentir sobre sus espaldas la perversa mirada de los espectros, las cuencas vacías de sus calaveras clavadas en sus figuras fugitivas. Dominique imaginó sus descarnados rostros mostrando los dientes de sonrisas sin labios, en una perpetua mueca cruel.

Por suerte no fueron detectados —aquellos monstruos estaban muy pendientes de las víctimas que trasladaban—, y pudieron distanciarse lo suficiente de la trayectoria del solemne desfile de los encapuchados. Ya ni siquiera captaban el tembloroso resplandor de sus antorchas.

Se tomaron un breve descanso para que Lena Lambert repusiera fuerzas, y después reanudaron el avance.

—Estamos aprendiendo a movernos por este mundo de tinieblas —observó Pascal una hora más tarde—. Hemos dejado de ser presas fáciles.

Salvo Lena Lambert, claro, cuyos pasos, aunque todavía firmes, empezaban a ofrecer el titubeo propio de las personas de edad.

Dominique, pendiente del proceso que experimentaba la mujer, no se separaba de ella mientras el Viajero procuraba orientarse con gesto taciturno.

A Pascal le preocupaba que aún no hubiesen avistado la región de las ciénagas, que según sus cálculos debía de quedar cerca. ¿Dónde estaban las charcas? En el momento del encuentro con la comitiva de espectros, estaban a punto de llegar a ellas, y llevaban cerca de dos horas caminando sin alcanzarlas. De hecho —sus pupilas inspeccionaban las inmediaciones con detenimiento, recelosas—, el mismo escenario que los rodeaba empezaba a resultar desconocido: aquella tierra arenosa sobre la que se hundían sus pies a cada paso, la ausencia de perfiles montañosos y de vegetación… Era como si, paulatinamente, todo el terreno se fuese aplanando y vaciando hasta la desnudez total.

Una desnudez que no conocían.

—A mí esto no me suena… —Dominique, inquieto, se dirigió a Pascal—. ¿Por aquí pasamos a la ida?

El chico había adivinado los pensamientos del Viajero, que se planteaba lo mismo en aquel instante.

—Creo que no —reconoció Pascal—. Me parece que por escapar de los espectros… nos hemos perdido.

El mayor temor de los tres se materializaba. Extraviarse en medio de la inmensidad hostil de la región de los condenados constituía el mayor desastre concebible, por sus repercusiones: si no recuperaban pronto el rumbo, no llegarían a tiempo de salvar a Jules, si es que llegaban. Y además, lo más probable era que Lena Lambert, cuyo proceso de deterioro no se detenía, muriese antes de que encontraran el camino hacia la Tierra de la Espera.

Había perspectivas aún más desoladoras, pero prefirieron no contemplarlas.

—¿Y si retrocedemos e intentamos localizar el lugar donde nos cruzamos con los espectros? —propuso Dominique.

—Corremos el riesgo de darnos de bruces con ellos —intervino Lena, volviendo la mirada hacia atrás—. Ignoramos su rumbo.

—Además, perderíamos mucho tiempo —añadió Pascal—. Quizá nos hayamos desviado un poco, pero estoy seguro de que podemos aprovechar todo lo que hemos avanzado si somos capaces de reorientarnos.

Dominique emitió un prolongado suspiro.

—¿Y eso cómo se hace en un sitio como este, sin estrellas en el cielo ni referencias conocidas sobre el terreno? —preguntó—. Lo veo chungo.

En la mente de todos surgió la imagen del mineral transparente, cuya pérdida empezaban a pagar.

A Pascal le preocupó que el inagotable optimismo de Dominique flaqueara, aunque lo entendía: el panorama era poco alentador.

—Adelantémonos un poco más —sugirió—. Es posible que veamos algo que nos suene.

Dominique se encogió de hombros. Lena se había sentado en el suelo, a la espera de que se tomara una decisión. El Viajero le tendió la cantimplora y ella bebió a pequeños sorbos, siempre comedida para no agotar las reservas.

—Vamos allá —Dominique procuró animarse, mientras ayudaba a la mujer a levantarse—. A lo mejor encontramos en medio de este desierto un oasis lleno de luz y chicas pecadoras. Quién sabe.

Volvieron a formar una fila india, con Pascal en primer lugar y su amigo cubriendo la retaguardia. Así fueron caminando, dirigidas sus miradas anhelantes hacia cualquier punto que pudiera anunciar un paisaje conocido, sin perder de vista el riesgo añadido de que sus ojos se cruzaran con los de alguna criatura maligna.

Al poco rato llegaron hasta un suave declive del terreno que precedía a una vasta llanura tan lisa como una pista de patinaje.

—Ya no hay duda, esto es nuevo —Dominique intentaba vislumbrar el final brumoso de aquella planicie, que daba la impresión de extenderse miles de kilómetros hacia delante; terminó saltando hasta su comienzo e, inclinándose, acarició el suelo—. Está como petrificado.

Sobre sus cabezas, la oscuridad de siempre, tal vez un grado más nebulosa.

Pascal ya iba a responder a su amigo, cuando se fijó en que el rostro de Lena Lambert, absorto, se hallaba girado en otro sentido, hacia un lateral de esa inmensidad vacía. Él dirigió la vista en la misma dirección, y apenas tardó en percatarse de qué era lo que había llamado tan poderosamente la atención de la mujer: una luz.

Una luz.

En medio de aquel mundo apagado, abandonado a las tinieblas eternas, una diminuta luz se mantenía firme en la distancia.

—Dominique, mira… mira allí —señaló Pascal, desconcertado.

El aludido obedeció, y la rotunda perplejidad que inundó su rostro a los pocos segundos indicó que también había descubierto el enigmático destello.

—Pero ¿qué coño es eso? —preguntó, muy erguido sobre la llanura.

—No se mueve —comentó Lena—. Permanece siempre en el mismo sitio.

Pascal decidió que debían conducirse con prudencia.

—Una luz, por mucho que brille, no tiene por qué ser un indicio benigno —advirtió—. Los espectros también llevaban antorchas, y eso no los hace menos peligrosos.

—Esa luz tiene que ser mucho más grande —aventuró la mujer, intrigada— para que se vea desde tan lejos. Pero es cierto; eso no garantiza nada.

En la situación de desamparo en la que se encontraban, resultaba tentador averiguar si aquel hallazgo podía serles de utilidad en su confusa ruta hacia la Tierra de la Espera.

—Acerquémonos —propuso Dominique—. No creo que hacerlo empeore nuestra situación.

Pascal tuvo que reconocer que su amigo tenía razón. El hecho de estar perdidos quitaba solidez a cualquier renuencia frente a nuevas iniciativas. Además, ¿alguien estaba en condiciones de afirmar que quedarse donde estaban, o incluso retroceder, fuera menos arriesgado que dirigirse hacia el resplandor?

No. Nadie.

El Viajero, en un atisbo de lucidez, se vio invadido por la pavorosa sensación de que estaban moviéndose a ciegas. Esa percepción le impulsó por un lado a aceptar la oferta de Dominique, y por otro a intentar contactar una última vez con el mundo de los vivos. Se acababa de dar cuenta de que tenía que comunicar su situación a quienes aguardaban en la otra dimensión, y comprobar si Jules permanecía ya en sitio seguro.

Mientras tanto, el tiempo continuaba con su transcurso irreversible, arrastrando en su erosión a Lena Lambert, que se marchitaba en silencio a cada paso.

a

—Percibo algo.

Edouard, frenando en seco, acababa de interrumpir con sus palabras el acercamiento del grupo hacia la zona trasera del monovolumen. Todos se habían vuelto hacia él, expectantes.

—¿Es Pascal? —preguntó Michelle.

El médium, mientras cerraba los ojos para intentar captar mejor la llamada, se apresuró a comprobar el origen de aquella señal antes de asentir a la chica. Sin embargo, el mensaje llegaba entrecortado, lleno de resonancias que se entremezclaban haciendo ininteligible su contenido.

—Es el Viajero, aunque no consigo entender lo que me dice —comunicó Edouard, tenso, después de tres intentos fallidos—. Me llega fatal.

Marcel frunció el ceño.

—Eso no es buena señal —valoró—. Si hasta ahora han podido contactar con nosotros, no veo por qué ahora les resulta tan difícil.

—Eso es que se han metido en alguna zona más profunda de la región de los condenados —dedujo Michelle, tras reflexionar unos instantes—. ¿No se supone que cuanto más te aproximas al núcleo del Mal, peor es la comunicación?

Edouard estuvo de acuerdo: aquella parecía la hipótesis más probable.

—Pero ¿por qué iban a hacer eso? —cuestionó Mathieu—. Si estaban en la Colmena de Kronos, y de ahí tenían que regresar por el mismo camino que emplearon a la ida, deberían disponer en todo momento de idéntica… «cobertura».

—A lo mejor han vuelto a cambiar de celda en la Colmena, y han elegido alguna especialmente remota —aventuró Marcel—. Ni siquiera sabemos si han logrado encontrarse con Lena Lambert.

—También es posible —volvió a aceptar el médium, preparándose para el siguiente intento—. Ya en su último contacto, desde Kronos, noté dificultades especiales.

—Pues hay que conseguir establecer comunicación como sea —insistió Michelle, aún sujetándose el brazo herido, con una sombra de angustia en el rostro que los demás empezaban a compartir—. Quizá Pascal necesite nuestra ayuda.

No podían permitirse dejar al Viajero a su suerte en el Más Allá, aunque contase con el apoyo de Dominique. A fin de cuentas —a pesar del cariño que todos le profesaban—, había que reconocer que este era solo un principiante en el misterioso mundo de los muertos.

—¿Por qué no bajáis al sótano? —sugirió Marcel al médium—. La influencia de la Puerta Oscura facilitará tu capacidad como receptor.

Edouard detuvo sus palabras con un gesto, inmerso en un nuevo trance autoinducido. Si fallaba ese intento, obedecería la iniciativa que planteaba el Guardián. El semblante del médium indicaba que estaba llevando a cabo un esfuerzo muy considerable en aquella tentativa de contactar con el Viajero, que por fin —en su gesto hermético se apreció una ligera satisfacción— dio su fruto.

—Ya comienza a llegarme la voz de Pascal —avisó—. Suenan muy distantes sus palabras, pero se entienden.

Todos lo rodeaban, aunque incluso en esas circunstancias no podían evitar girar la cabeza de vez en cuando, entre intrigados e inquietos, hacia el monovolumen, en cuyo interior no se habían producido más golpes ni ruidos. ¿Intuiría Jules, bajo su estado maléfico, lo que se estaba jugando durante esas horas?

—Pascal está de camino —anunció entonces Edouard, adelantándose a la siguiente pregunta que iba a formular Michelle—. Con la sangre de Lena Lambert.

Así que el Viajero y Dominique habían conseguido por fin encontrarse con la bisabuela de Jules, celebraron los presentes con un suspiro generalizado.

Aquellas noticias alimentaban la esperanza sobre el futuro del joven gótico, aunque no hubo tiempo para que la euforia adquiriera solidez; el médium, con un carraspeo, continuó hablando, y lo que dijo debilitó las incipientes ilusiones del grupo.

—Ya han salido de la Colmena de Kronos… pero se han desviado del camino de vuelta.

Cabían diferentes interpretaciones sobre esas últimas palabras, algunas inofensivas y otras mucho más preocupantes.

—¿Te refieres a que han tomado una ruta alternativa? —preguntó Marcel, suspicaz, poniendo sobre la mesa una justificación inocua.

Edouard negó con la cabeza, su frente cubierta de arrugas por la energía con la que ejercía de receptor.

—Me temo que no. Lo que ocurre es que se han perdido.

Se confirmaba la peor sospecha.

Michelle se había quedado sin aliento, aterrada ante la imagen de sus amigos extraviados en plena región de los condenados. Ella conocía bien la soledad cruda que se respiraba allí.

—¿No saben dónde están? —interrogó Mathieu al médium—. ¿Y el mineral transparente?

Edouard no contestó; seguía escuchando los débiles ecos que le alcanzaban desde el Más Allá. Pero transmitió la pregunta.

—No lo tienen.

—¡Hay que animarlos! —señaló Michelle—. Es fundamental para que logren encontrar el camino de vuelta. ¡Dile que ya tenemos a Jules con nosotros!

—Tienes razón —convino Marcel—. Eso supondrá para ellos un buen impulso.

Edouard lo hizo. De todos modos, no se les ocurría ningún lugar peor para perderse que aquella tierra de oscuridad eterna plagada de peligros.

Y la situación de Jules, presentían incluso antes de haber comprobado su estado dentro del monovolumen, no permitía albergar grandes expectativas en cuanto al tiempo del que disponían.

Era como si la Puerta empezara a mostrar de nuevo su letal apetito. Volvía a abrir sus fauces de madera.

a

—¿Te encuentras bien? —preguntaba Dominique al cabo de unos minutos.

Pascal permanecía en cuclillas, recuperando el aliento.

—Sí, sí. Esta última comunicación ha sido agotadora, eso es todo. Lena, ¿qué tal estás?

—Aguantando —dijo ella, sentada en el suelo pétreo de aquella llanura ilimitada que se abría ante ellos—. Que ya es bastante.

—Jules ya se encuentra en el palacio —comunicó el Viajero, levantándose—. Hay que regresar como sea. Por lo visto, nuestro amigo tiene las horas contadas.

Menos mal que el tiempo en esas regiones se regía por parámetros muy distintos a los que imperaban en el mundo de los vivos.

Dominique se había puesto una mano a modo de visera sobre la frente, y oteó el panorama frente a ellos.

—Pues vamos allá —animó—. Esa misteriosa luz nos espera. Por cierto, se mantiene fija, pero su tonalidad cambia. He captado algún destello verdoso mientras tú te comunicabas con Edouard.

Pascal arqueó las cejas.

—¿Verdoso?

—Sí. ¿Es un buen síntoma?

El Viajero lo pensó.

—Las armas de los centinelas y su propia aura tienen ese mismo color.

Dominique ayudó a Lena a alzarse. Al percibir la pérdida de peso que había experimentado la mujer durante aquellas horas de camino, apreció su creciente fragilidad, aunque no dijo nada. ¿De qué hubiera servido hacer un comentario semejante? Solo para que ella fuera más consciente de su propio desgaste cuando, en realidad, su mirada —más cansada— no había reducido su vitalidad.

Lena continuaba siendo una Viajera, conservaba la dignidad que le otorgaba haber elegido, por fin, su propio destino.

—En marcha —avisó Pascal, inspeccionando los alrededores—. Toca adentrarse en esta planicie. Hacia la luz.

Iniciaron su avance mientras seguían sin utilizar las linternas, pues, en medio de la yerma desnudez que se derramaba a su alrededor, el resplandor los habría convertido en presa fácil de las alimañas que debían de merodear por aquellas tierras.

Ninguno olvidaba que su recurso más fiable seguía siendo la invisibilidad.

Andando en silencio, agazapados entre las sombras, ganaron terreno durante una hora. Poco a poco iba quedando lejos el comienzo de aquel paisaje en el que se introducían con alma de exploradores.

Pascal levantó una mano, y los otros se detuvieron de inmediato. El Viajero señaló hacia la derecha sin pronunciar una palabra, pero su repentina postura defensiva no pasó desapercibida para Lena y Dominique, que enfocaron con sus ojos en la misma dirección.

Un bulto sobre el suelo, a unos cincuenta metros.

Quieto, mudo. ¿Algo inerte, animal, humano?

Pascal aguzó la vista, intentando determinar en qué consistía esa enigmática interferencia en aquel escenario vacío.

—Joder —susurró, extremando su actitud de alarma—. Es un hombre.

En efecto, se trataba de un individuo sentado sobre el terreno, hundido el rostro entre las rodillas, que mantenía unidas con los brazos entrelazados. Así permanecía, inmóvil como una estatua, dándoles la espalda.

Una imagen en la que confluían con fuerza la soledad y la desesperación más sobrecogedoras. Agradecieron no alcanzar a distinguir su semblante.

¿Se trataría de un condenado que sufría alguna triste suerte, incomprensible para ellos?

«Tal vez sea una criatura maligna a punto de despertar», se dijo Pascal, acostumbrado a desconfiar de todo lo que existía en aquel reino de sentenciados.

—Cuidado —advirtió—. También Marc parecía inofensivo.

—Es imposible que nos haya visto —murmuró Dominique, que ya empuñaba su espada romana—. Vamos a dar un rodeo para esquivarle. No será por falta de espacio…

Pascal se resistía a desenvainar su daga, aunque eso era lo que le pedía el cuerpo ante la incógnita de esa silueta oscura que se erguía sobre la tierra como una roca. Y es que la luz que despedía el arma en contacto con su piel podía acarrear consecuencias mucho más peligrosas que aquella aislada presencia.

El Viajero asintió a la propuesta de su amigo, pero antes de que comenzaran la maniobra, el tipo desconocido alzó la cabeza hacia el cielo negro y emitió un desgarrador grito de miedo que provocó una automática reacción en el paisaje: la llanura perdió consistencia, el suelo empezó a moldearse y, en medio de una repentina bruma, toda aquella realidad empezó a transformarse en un sinfín de escaleras, de todos los tamaños, materiales y alturas, que surgían de la superficie levantándose y descendiendo sin ningún orden.

Ellos, envueltos en aquel repentino caos, no tuvieron más remedio que superar su perplejidad y esforzarse en mantener el equilibrio mientras bajo sus pies no paraban de surgir nuevos peldaños que solo conducían a otras escaleras. Un laberinto de vías que subían y bajaban se erigía colapsando todo el espacio a su alrededor; su visión no acertaba a vislumbrar sino escalones.

Dominique y Pascal ayudaban a Lena en aquel súbito maratón donde resultaba imposible mantenerse en un mismo lugar, pues el firme sobre el que se asentaban sus pies se transformaba sin descanso en más y más peldaños. Ascendían, descendían… internándose en una carrera sin motivo, sin destino, sin razón.

Pronto comprobaron que detenerse suponía la peor de las opciones: a su espalda se había generado una sombra hostil que en todo momento parecía estar a punto de abalanzarse sobre ellos. Una nítida sensación de acoso se había alojado dentro de los chicos y de la mujer. Empezaron a superar las escaleras con verdadera ansia, a pesar de saber que en aquella absurda persecución no habría final.

Pero no podían evitarlo.

El anónimo individuo que había ocasionado ese horror había abandonado su postura inmóvil y también se precipitaba sin pausa en una demencial carrera entre escaleras interminables, mientras miraba hacia atrás con gesto de pánico, acorralado en todo momento por otra sombra que se cernía sobre él. Aullaba de terror, incapaz por lo visto de percibir la presencia de los otros, inmerso en su particular sufrimiento sin salida.

—¡La luz! —gritó de pronto Lena, sin resuello—. ¡Sigue allí!

Ella señalaba hacia un punto concreto que, en efecto, aquellas estructuras que continuaban surgiendo no lograban eclipsar.

—¡Vamos hacia ella! —exclamó Pascal, sacando su daga por si la sombra que los amenazaba se aproximaba demasiado—. ¡Rápido!

El hecho de tener un objetivo al que dirigirse alentó en ellos nuevas fuerzas y les permitió albergar algo muy valioso en medio de aquel entorno opresivo, agobiante: la esperanza de un rumbo que seguir. Se lanzaron en esa dirección, salvando innumerables escaleras que no dejaban de brotar sin tregua bajo ellos. Subieron y bajaron hasta el agotamiento, sintiendo cómo se consumían con cada peldaño que superaban en su fuga. Sin embargo, poco a poco, aquel resplandor que los guiaba iba aumentando su tamaño al tiempo que la sombra acechante se distanciaba, lo que les concedía un respiro añadido.

Lena había palidecido, y su respiración entrecortada delataba unos pulmones viejos que se resentían cada vez más con aquel esfuerzo inhumano, al igual que sus articulaciones. Por fin comprobaba los genuinos efectos de la vejez, de los que se había visto libre durante tantos años. Exhausta, solo el apoyo de los chicos impidió que se desplomara sobre los peldaños y renunciara a su sueño de libertad.

Pascal y Dominique continuaron sujetándola mientras brincaban, animados al percibir que la virulencia de ese escenario surrealista se iba atenuando con cada escalera vencida. Estaban muy cerca de la luz.

Tenían que lograr llegar hasta ella.