36

En otras circunstancias, aquel choque habría resultado mortal para Michelle. Sin embargo, el blindaje del monovolumen, que incrementaba la resistencia y el peso del vehículo considerablemente, le salvó la vida. El efecto fue como si el coche de los cazavampiros se golpeara contra un tanque.

Dentro del Chrysler acusaron el impacto como una violenta sacudida que activó los airbags y los empujó con fuerza —sus cuellos crujieron— hasta que sintieron la presión de los cinturones de seguridad clavándose sobre las costillas y el esternón. De todos modos, el habitáculo indeformable había cumplido su función y todos los desperfectos —faros rotos, paragolpes doblado, carrocería hundida, zona derecha del parabrisas astillada— eran externos. La parte trasera permanecía intacta.

Marcel había logrado frenar en un acto reflejo, pero, como resultado de la violencia del golpe, el monovolumen se había quedado atravesado entre los dos carriles de la calzada. Menos mal que a aquellas intempestivas horas no había tráfico.

El otro coche se había llevado la peor parte. Arrugado como un acordeón, humeante, con el cristal delantero hecho trizas y todo el motor destrozado, incluso se le había reventado uno de los neumáticos delanteros. Aquel vehículo había quedado de siniestro total. Atrapado entre las planchas deformadas de su carrocería, un cuerpo se veía inclinado sobre el volante. No reaccionaba.

En los vendajes ensangrentados de aquel conductor reconocieron a Justin.

—Tenía que ser él —se quejó el forense a Michelle, mientras se masajeaba el cuello dolorido—. ¿Estás bien?

A pesar del blindaje, parte de la puerta del copiloto se había plegado hacia adentro al recibir el impacto del coche, alcanzando a la chica en un brazo, que presentaba ahora una herida abierta y varios hematomas.

—Sobreviviré —contestó ella, taponando su lesión con la ropa.

La nuca también le dolía, en breves latigazos que recorrían parte de su columna vertebral. Pero prefirió dejar las quejas para un momento menos inoportuno.

Marcel se volvió, intentando atisbar más allá de la plancha de metacrilato que se alzaba a su espalda.

—Parece que el choque no ha afectado a la parte de atrás —comentó, aliviado—. Jules sigue en nuestras manos.

Michelle suspiró.

—Menos mal. Por él y por nosotros.

Los dos se dedicaban a apartar las bolsas de los airbags, que se habían activado y que ahora suponían un obstáculo para la conducción.

Marcel pasó a comprobar si todos los controles del salpicadero funcionaban de forma correcta. Después —consciente de que tenían que marcharse de allí cuanto antes—, giró la llave de contacto y, por fortuna, el motor arrancó tras unos segundos de sonoros titubeos.

—De momento parece que responde —observó cruzando los dedos—. Confiemos en que aguante hasta el palacio.

Eso esperaba Michelle. Resultaba fundamental que se cumpliese aquel deseo, pues la única forma que tenían para trasladar a Jules era el monovolumen adaptado.

Marcel empujó la palanca para meter la primera, y fue levantando el pie del embrague. El vehículo empezó a avanzar, a trompicones. Un sonido chirriante les advirtió de que habían comenzado a remolcar el coche de Justin, todavía empotrado contra el lateral derecho del monovolumen.

El Guardián aceleró y dirigió el Chrysler hacia una farola con objeto de pasar a cierta velocidad junto a ella, para así intentar que su mástil tropezase con el coche enganchado —que ya se estaba soltando al ser arrastrado— y lo terminara de desprender.

Sin embargo, tuvo que volver a frenar al sentir que un proyectil astillaba el cristal de la ventanilla de Michelle. El blindaje había resistido aquel disparo, a pesar de la escasa distancia a la que había sido efectuado.

Justin seguía vivo. Y acababa de despertar.

a

Sin noticias, para variar. Si algo habían logrado averiguar gracias a la última comunicación con el Viajero, en cambio, de Marcel y Michelle no sabían absolutamente nada desde hacía horas. Los nervios empezaban a hacer mella en los dos chicos, que no conseguían ni permanecer sentados en el vestíbulo del palacio.

—Al menos podían contactar con nosotros cada cierto tiempo para tenernos al corriente —se quejó Mathieu—. ¡Esto es una tortura!

Su impaciencia era comprensible, ya que, sin Jules entre las paredes del palacio, el éxito o el fracaso de la misión de Pascal carecía de importancia, siempre y cuando el Viajero lograra regresar con vida, claro.

—Tengo una sensación… intensa —comunicó Edouard—. Es todo lo que puedo decir.

Mathieu llegó hasta él.

—¿Y eso qué significa?

Edouard se encogió de hombros.

—No estoy seguro de cómo interpretarlo. No se trata de una percepción que venga acompañada de tintes positivos o negativos; simplemente… noto intensidad, están sucediendo cosas. Cosas… violentas, fuertes. No puedo explicarlo mejor.

«Violentas» era un adjetivo de connotaciones muy específicas. El médium no supo por qué había empleado ese adjetivo que ni tan siquiera se había planteado pronunciar. Le había brotado de los labios como atrapado de una conversación ajena, con una significativa facilidad que tal vez formase parte del indicio que intuía.

Edouard, experimentando un brusco ramalazo de remordimiento, se preguntó si la vieja Daphne habría sido capaz de extraer más información de aquel presentimiento. La ausencia de la bruja, además de tristeza, generaba en él incómodos momentos de inseguridad que procuraba disimular.

—Entonces, lo que insinúas es que en el cementerio de Pere Lachaise no se están limitando a esperar —tradujo Mathieu—, sino que ya han entrado en acción.

—Es posible —Edouard se mostraba cauto.

Mathieu se acarició la melena, pensativo.

—La cuestión es decidir si esa violencia que percibes es buen o mal presagio.

—Ni idea.

Mathieu atrapó su móvil.

—¿No crees que ha llegado el momento de llamarles? —propuso.

—Si de verdad están metidos en dificultades, no podrán contestarte.

Mathieu lo meditó unos instantes.

—Bueno —concluyó—. Si no responden, al menos confirmaremos que algo está sucediendo, más allá de una espera inútil entre tumbas.

A continuación, tecleó en su teléfono el número de Michelle y aguardó.

No obtuvo respuesta.

a

Como un equipo de profesionales en caída libre, al estilo de esos paracaidistas que mientras caen al suelo se mantienen agarrados y van trazando diferentes figuras en el cielo, Dominique y Lena permanecían sujetos al Viajero dentro del flujo temporal.

Pascal iba rastreando el rumbo marcado por la piedra transparente, que a través de sus brillos le orientaba sobre la dirección a seguir para alcanzar la celda que conducía al exterior de la Colmena de Kronos. Con cada nuevo trayecto, Pascal adquiría mayor pericia a la hora de maniobrar con su cuerpo para dirigir el desplazamiento por aquella corriente neutra.

Los demás se dejaban llevar, rogando en silencio por que el rumbo seguido fuese el correcto. Cualquier error podía sumergirlos en una nueva época, un nuevo presente envuelto en circunstancias adversas. Y no tenían ni plazo ni fuerzas para un desafío añadido.

Imaginaban a Jules aguardando en los últimos estertores de su agonía humana.

Lena Lambert contemplaba fascinada el mineral que el Viajero portaba entre las manos, una misteriosa brújula para tierras de oscuridad perpetua que se añadía a la daga con la que Pascal acababa de aniquilar a los seres malignos que los habían atacado en el Nueva York de mil novecientos veintinueve. ¡Un arma capaz de infligir daño a la carne muerta! ¿De dónde habría sacado ese chico aquel instrumental tan valioso?

Lena expuso la pregunta a Dominique, que aprovechó para explicarle también el modo en que Pascal se había convertido en el Viajero del siglo XXI.

—El destino siempre señala a sus elegidos mediante un accidente, una casualidad —afirmó ella—. Como si fuera tan tímido que no quisiera mostrarse en público. Y no con todos es igual de generoso.

El chico, en sus comienzos, había tenido la suerte de contar con compañía en el mundo de los vivos, una ventaja de la que ella no había podido disfrutar.

A Pascal, que había alcanzado a escuchar el comentario de Lena, aquellas palabras le recordaron la forma imperceptible con la que se suponía que actuaba el Bien.

—¿Y hay margen para resistirse a esos designios? —planteó, una vez más intentando decidir si ser escogido por aquella fuerza superior que parecía regir los caminos de todos era un privilegio o una condena.

Lena Lambert arrugó la cara al escuchar el interrogante.

—Cuando los hados te escogen… —se limitó a responder, moviendo la cabeza hacia los lados.

Pascal se atrevió a rebelarse contra esa resignación, por otra parte lógica si se tenía en cuenta el cautiverio temporal que había vivido aquella mujer durante más de un siglo.

—Uno siempre tiene la última palabra —señaló—. Somos libres, ni siquiera el destino puede doblegar nuestra voluntad hasta ese punto.

Necesitaba creerlo. Además, se trataba de una convicción que había ido alimentando dentro de él conforme asimilaba su propia condición de Viajero. Al menos, la Puerta Oscura le había permitido vencer su tradicional inseguridad.

—Una decisión contraria al destino se convierte con demasiada facilidad en una última voluntad —señaló ella—. La libertad, como máximo lujo, tiene un elevado precio.

—¿A qué te refieres? —quiso concretar Dominique, que atendía interesado a aquella conversación tan trascendente.

—A que, en ocasiones, la única posibilidad que te queda de escapar al camino que se abre bajo tus pies es terminar la ruta prematuramente, acabar con todo.

Los chicos guardaron silencio, intimidados ante la evidente interpretación de aquellas palabras.

—¿Insinúas que a veces la única escapatoria posible es el suicidio? —Pascal se había puesto muy serio. Hablar en esos términos le trajo a la memoria la imagen de los últimos momentos de vida de Beatrice, cuando se tiró por la ventana del palacio arrastrando a Verger. Solo ella era la responsable de aquel final; culpar al destino de su iniciativa habría sido una cobardía.

Lena había asentido, con lentitud.

—Eso es lo que insinúo, sí. ¿Acaso este último viaje no consiste, para mí, precisamente en esa decisión? Mi forma de plantarle cara a mi suerte consiste en la determinación de atreverme a cruzar los umbrales de la Colmena de Kronos.

—Suicidarte —tradujo Dominique.

Pascal, negándose a semejante concepción, compadeció a aquella mujer en cuyos ojos leyó tanta desesperanza, tanto cansancio de vivir.

Ella había sido arrancada de su realidad, y por culpa de la soledad que había soportado durante tantos años no había sido capaz de entender lo esencial de la existencia.

—Esa es la diferencia entre tú y yo —manifestó Pascal con suavidad—. Tú no crees en la intervención del Bien. Por eso asumes tu situación como definitiva. Y… —no había otra manera de decirlo— te rindes.

El Viajero no pretendía que sus palabras sonaran tan duras, sobre todo teniendo en cuenta que aquella mujer había mostrado su carácter luchador durante muchas décadas. Pero él creía en el futuro, y en que cada uno era responsable de sus propios pasos.

Al igual que Pascal asumía junto a Dominique su parte de responsabilidad en el trágico final de este, Lena tenía que reconocer que había sido ella la que, por error, se había conducido hasta la Colmena de Kronos.

—Puede que tengas razón —cedió ella, conciliadora—, y seamos nosotros quienes acabamos modelando los acontecimientos que condicionan nuestras vidas. No lo sé. Pero yo estoy muy fatigada, Pascal. Lo que ahora quiero es reunirme con los míos, descansar. Ya he caminado suficiente, ¿no te parece?

Aquella última afirmación era indiscutible.

No siguieron hablando, pues Pascal notó una considerable intensificación en el resplandor que irradiaba el mineral transparente —se aproximaban a su objetivo— que coincidió, además, con una repentina corriente que los desplazó hacia un extremo lateral del torrente de tiempo. En la misma dirección que señalaba la piedra.

Un núcleo de energía los atraía.

—¡Preparaos! —gritó, provocando que los otros se agarraran con más fuerza a él—. ¡Estamos llegando!

Así era. En cuestión de segundos, aquel primer impulso que había percibido en medio de la calma neutra que los envolvía fue ganando consistencia hasta convertirse en el poderoso flujo de succión que ya conocían, y que los arrancó de esa dimensión transitoria de un modo tan súbito que les cortó la respiración.

Lo siguiente que sus ojos vieron, al dejar de rodar por el suelo, fue un espacio hexagonal cuyas seis paredes rocosas constituían a su vez nuevos accesos de idéntica silueta poligonal: la primera celda de Kronos. En un extremo, partiendo de otra puerta de trazado geométrico, se iniciaba el corredor que conducía a la entrada.

—Lo… lo hemos conseguido —anunció Pascal, recuperándose del mareo—. Estamos a punto de salir de la Colmena.

Dominique se estiraba como si bostezara, frotándose un costado algo magullado por la última caída. Mientras tanto, Lena Lambert se dedicaba a comprobar el tacto aséptico de aquellos rugosos tabiques con los que no había vuelto a encontrarse desde hacía mucho.

Nada había cambiado, claro. Nada cambiaba en la región de los condenados. Por los siglos de los siglos.

Ella reflexionaba, sobrecogida ante la proximidad del exterior y, por tanto, del límite de su supervivencia. En cuanto atravesara aquellas paredes y pusiera un pie en el paisaje que rodeaba la Colmena, comenzaría su envejecimiento.

No habría vuelta atrás, no cabría el arrepentimiento.

¿Estaba segura de lo que se proponía hacer?

Lena se volvió hacia Pascal.

—¿Vamos, chicos? —animó—. La libertad nos aguarda.

a

Michelle y el Guardián se encogieron en sus asientos, procurando quedar fuera del alcance de los disparos de Justin, que estaban a punto de fragmentar el resquebrajado cristal de la ventanilla de la chica. Aquella plancha de vidrio no resistiría muchos más impactos.

Ellos continuaban muy doloridos, pero la situación no permitía desperdiciar ni un segundo.

—¿Pero es que no se va a dar nunca por vencido? —preguntó Michelle, impresionada.

Ni se había percatado de que su teléfono móvil había estado sonando.

—Locos —dijo Marcel—. Solo muertos se detienen.

Varias luces se encendieron en el vecindario más próximo. Las detonaciones estaban despertando a la gente. Tenían que alejarse de allí cuanto antes.

—Voy a dar un acelerón —advirtió el forense, llevando su mano derecha a la palanca de cambios—. Sujétate.

El monovolumen permanecía en punto muerto; Marcel no había apagado el motor. Colocó un pie sobre el pedal oportuno, preparándose para la maniobra.

—Pero tendrás que alzarte para poder manejar el volante —dijo entonces Michelle, alarmada—. Y Justin te puede alcanzar con sus disparos; seguro que aún le quedan balas. El cristal no aguantará.

—Algún riesgo hay que correr —Marcel hablaba con resignación, consciente de que las circunstancias no concedían alternativas más prudentes—. Procuraré hacerlo muy rápido. No podemos quedarnos aquí. La policía no tardará en llegar.

Por lo menos el rubio, atrapado y herido entre la deformada carrocería de su coche, tampoco estaba en condiciones de acercarse más a ellos.

—Te cubriré —afirmó ella de pronto—. Así no podrá disparar mientras conduces.

Michelle empuñaba la pistola que le entregara Marcel.

—No quiero poner tu vida en peligro —rechazó el forense—. Ya te la has jugado bastante esta noche. Déjame ahora correr con todo el riesgo.

Un nuevo disparo rebotó en el marco de la puerta de Michelle, provocando que ellos se hundieran más hacia el fondo del vehículo.

Justin se empeñaba en recordarles que seguía vivo, dispuesto a acabar con la criatura maligna que cobijaban en el monovolumen y a llevarse por delante a todo el que insistiera en interponerse.

—Ya sabes cuál es mi respuesta —contestó Michelle mientras se envolvía el brazo con la cazadora, entre gestos contenidos de dolor.

—¿Qué haces?

—¿Tú qué crees?

Michelle golpeó su cristal con movimientos muy rápidos para no dar tiempo a Justin a disparar. El vidrio, demasiado astillado por los balazos, no tardó en caer por completo.

—Avísame —pidió ella al Guardián—. Y espera a que empiece a disparar. Estamos tan cerca que incluso yo puedo acertar.

Se miraban; él, vacilante; Michelle, con una férrea determinación pintada en el rostro.

Marcel titubeaba; le daba miedo retornar al palacio arrastrando un cadáver más, un nuevo cuerpo joven arrancado de la vida.

No obstante, la acuciante situación le obligó a aceptar por fin la propuesta. No tenía más remedio.

Por otra parte, Justin, que ya había desperdiciado buena parte de su munición, se mostraría ahora más prudente al hacer fuego, lo que reduciría su agilidad a la hora de reaccionar ante un movimiento imprevisto.

—De acuerdo, Michelle —claudicó—. Gracias.

Los dos se prepararon. El forense hundió el pedal del embrague y lo mantuvo así. Colocó la primera marcha y, con el otro pie sobre el acelerador, se dispuso a levantarse para manejar el volante.

Confió en que, a pesar del choque sufrido, el vehículo se portase bien.

—¡Ahora! —gritó.

Al tiempo que él se incorporaba, Michelle sacaba el brazo herido y comenzaba a vaciar su cargador incluso antes de asomarse.

A tan corta distancia, los disparos eran casi a bocajarro y Justin, que apenas tenía movilidad, tampoco disponía de espacio para ocultarse. Nada pudo hacer. Para cuando el monovolumen se agitó con el respingo inicial y se lanzó hacia delante, el chico ya estaba muerto, alcanzado por dos proyectiles que lo dejaron ladeado sobre su propio volante.

Ni Marcel ni ella se dieron cuenta; todo ocurrió demasiado rápido. El acelerón había sido tan brusco que los había impulsado hacia atrás, contra los asientos, aunque el pie del Guardián no se levantó ni un segundo del acelerador. Pasaron a toda velocidad junto a la farola en la que se habían fijado minutos antes, contra la que —ahora sí— se empotró lateralmente el coche de Justin, separándose por fin del monovolumen.

Sin embargo, no continuaron con la previsible huida. Marcel, sin previo aviso, hundió el pie hasta el fondo en el pedal del freno, provocando un fuerte chirrido de derrape que dejó huella en el asfalto mientras los neumáticos, humeantes, parecían clavarse en el firme de la calzada, a punto de quemarse por la fricción con el pavimento. Michelle se vio impelida esta vez hacia delante, pero el cinturón de seguridad evitó que su cara se estrellara contra el cristal del parabrisas.

Un penetrante olor a goma chamuscada llegó hasta ellos desde la ventanilla rota.

Marcel, sin alterar su gesto, acababa de meter la marcha atrás y el vehículo retrocedía a buena velocidad. ¡Estaban volviendo!

—Un pequeño detalle —señaló, recuperando una sorprendente frialdad—. Hemos dejado mi arma con Justin.

Michelle cayó en la cuenta de lo que suponía eso: si la policía se hacía con la pistola, el forense se vería implicado en todo lo sucedido aquella noche, lo que incluía un asesinato y un entramado de muy difícil justificación.

Marcel detuvo el monovolumen a unos metros de la farola donde había quedado el destrozado coche del cazavampiros. Michelle se atrevió a asomarse y distinguió, inmóvil sobre el volante, una cabeza vendada cubierta de sangre.

Al menos, si bien se veían ventanas iluminadas, no detectó personas en las inmediaciones.

—Creo que está muerto —le advirtió al Guardián.

—No podemos fiarnos.

Marcel se colocó un pasamontañas que sacó de la guantera —el riesgo de testigos era directamente proporcional al tiempo transcurrido desde los primeros disparos— y le pidió la pistola a Michelle. Comprobó que aún quedaban un par de balas en el cargador, y se dispuso a salir.

—Espérame aquí.

—Si Justin iba a disparar cuando hemos acelerado, la pistola habrá caído fuera del coche en el primer lugar donde nos hemos detenido —señaló—. Allí.

El forense asintió, mientras abría su puerta. Segundos después, tras comprobar que el rubio no reaccionaba desde su estática posición, echó a correr por la calzada, en dirección al lugar indicado por la chica. En efecto, descubrió junto al bordillo de una acera próxima el bulto oscuro de su arma, que recogió sin detenerse para volver en otra rápida carrera hasta el monovolumen.

Marcel ignoraba que acababa de recuperar una pistola manchada también con la sangre de Bernard.

Una vez en el interior del vehículo, el Guardián no tardó en acelerar para alejarse, esta vez sí, de aquel sector de la ciudad.

La silueta oscura del Chrysler se perdió pronto entre las calles, al tiempo que un sonido de sirenas peligrosamente próximo iba llegando hasta la zona.

a

—¡Mierda! —Pascal no hacía más que mirar hacia todos los lados, frenéticamente—. ¿Dónde está?

Su anterior gesto de satisfacción al haber logrado abandonar el torrente del tiempo había desaparecido. Serio, incluso había abierto su mochila y rebuscaba en su interior una y otra vez.

Dominique se le acercó.

—¿Qué te ocurre? —preguntó, empezando a preocuparse.

Las novedades no solían constituir buenas noticias. Y aquella no fue una excepción:

—No encuentro la piedra transparente —comunicó el Viajero, perplejo—. No está.

Se miraba las manos vacías, como no dando crédito.

Lena Lambert también se había aproximado. Los tres se pusieron a inspeccionar aquel espacio hexagonal que ahora los cobijaba, por si el aparatoso aterrizaje que acababan de protagonizar había provocado que Pascal perdiera el mineral-brújula al golpear contra el suelo.

—Tal vez haya ido rodando —aventuró Dominique, llegando hasta el inicio del corredor que conducía al comienzo de la Colmena.

Tampoco descubrió nada.

—La otra alternativa… —comenzó Lena— es que se te soltara en el momento en que fuimos absorbidos para aparecer aquí.

No había otra explicación. Dominique estuvo de acuerdo.

—La verdad es que en este último viaje la succión ha sido mucho más fuerte. Ha podido pasar. Estamos pendientes de tantas cosas…

Ambos procuraban quitar importancia a la pérdida —no era cuestión de desanimar al Viajero—, cuando en realidad su extravío constituía un contratiempo muy serio. ¿Serían capaces, sin la piedra transparente, de no perderse en el camino de vuelta hacia la Tierra de la Espera?

Pascal se llevaba las manos a la cabeza. Para él resultaba desolador concebir que, por su culpa, cabía la posibilidad de que el retorno al mundo de los vivos se retrasase o, incluso, se pusiese en peligro.

Dificultar así la ayuda a Jules, postergar el anhelado encuentro con Michelle…

—¡Pero qué estáis diciendo! —se quejó, negándose a aceptarlo—. No me ha podido pasar eso, no puede ser…

Sí era factible, sin embargo, y en su fuero interno tuvo que empezar a asimilarlo al cabo de unos minutos, cuando ya quedó claro que la piedra no había alcanzado aquel nivel de la Colmena de Kronos.

Sencillamente, no había llegado. Se había perdido por el camino.

Los tres imaginaron al mineral flotando por el flujo temporal por toda la eternidad, entre destellos que se irían apagando conforme se alejara del origen. Una especie de meteorito o de minúsculo cometa.

Un fugaz recuerdo del paso del Viajero por aquella dimensión. La única estrella de aquel universo vacío.

Apenas dedicaron unos segundos más a esa imagen. Ni siquiera ese obstáculo sobrevenido que amenazaba con estropear su perspectiva de retorno fácil les permitía tomarse un descanso. Al menos, las propiedades del torrente de tiempo habían hecho que tanto Pascal como Lena recuperasen fuerzas. La necesidad de sueño también se había mitigado, concediendo una tregua al exhausto Viajero.

No podían detenerse. Pascal confió en que, en el mundo de los vivos, Michelle y los demás ya hubiesen conseguido a Jules.

Los tres recorrieron en silencio el pasillo que conducía al exterior de la Colmena de Kronos, y se detuvieron ante el paisaje que esperaban: un horizonte de oscuridad impenetrable delimitaba aquel escenario volcánico de suelo pedregoso. Una muda llanura que se extendía como una planicie yerma tras la pasarela que salvaba el precipicio al modo de un puente levadizo.

—Nada ha cambiado —comprobaba de nuevo Lena, con mirada soñadora—. Salvo yo.

—Hemos de continuar —avisó Pascal con el rostro todavía desencajado por la pérdida del mineral transparente—. Lena, aún puedes cambiar de opinión…

Era cierto. Los tres permanecían asomados al exterior desde la entrada a esa primera celda; en cuanto Lena pisara aquel suelo seco que marcaba el límite, sellaría su suerte sin vuelta atrás.

—Piénsalo bien —añadió Dominique, impresionado ante el hecho de que alguien que llevaba tanto tiempo sobreviviendo en ese entorno decidiese caminar hacia su propia muerte.

La Viajera había vuelto la cabeza hacia las entrañas de la Colmena. Soltó una repentina carcajada.

—No hay nada que pensar, chicos. Ni loca regresaría a esa existencia absurda e inútil. Alea jacta est, como dijo el emperador Julio César.

La suerte está echada.

Y de aquel modo tan rotundo, sin darles tiempo a nada, ella saltó. Mientras flotaba en el aire, y a pesar de la atmósfera maligna que se respiraba, cerró los ojos y disfrutó de la sensación de escapar del ambiente amortiguado y estanco que la había acompañado durante más de un siglo.

La maldad nítida que se percibía en el aire la hizo sentirse, paradójicamente, más viva. Sus movimientos ya no se repetirían, nada estaba escrito allí.

Cayó sobre la tierra. En el preciso instante en que sus pies tocaron aquel firme, un fuerte mareo la recorrió por completo. Lena se tambaleó, y acabó inclinándose hasta apoyarse en el suelo con las manos. Pascal y Dominique, viéndola en un momento tan vulnerable, se apresuraron a salir también de la Colmena para vigilar los alrededores hasta que ella se recuperase.

No podían olvidar que acababan de sumergirse de nuevo en una zona de condenados donde merodeaban criaturas muy peligrosas. Los dos empuñaron sus armas y aguardaron.

—¿Te encuentras bien, Lena? —quiso saber Pascal, sin dejar de vigilar el otro extremo de la pasarela.

Ella tardó en responder. Gimió por un intenso dolor que le trajo a la memoria el padecimiento en el parto de sus hijos. No dejaba de ser irónico que el daño que le ocasionaba el comienzo paulatino de su muerte fuese tan similar al que provocaba el nacimiento de la vida. Pero ella estaba demasiado acostumbrada a lidiar con el sarcasmo del destino como para sorprenderse.

Aguantó los punzantes pinchazos reprimiendo las ganas de gritar. Se estaba reencontrando con su propio cuerpo, notaba sus vísceras retorcerse con las primeras consecuencias del inclemente transcurso del tiempo, que la iba alcanzando como un seísmo interno. Bajo su piel se había abierto una falla y, entre temblores, toda su vitalidad y su carne iban siendo consumidas por aquella grieta invisible.

—Sí —terminó contestando, con una voz quebradiza—. Me estoy adaptando, eso es todo.

Había alzado la cabeza. Tanto Pascal como Dominique se sorprendieron al descubrir en sus facciones una piel surcada de arrugas nuevas, poco profundas, bajo unos ojos que habían perdido brillo. ¿Tan rápido era el fenómeno de envejecimiento que iba a experimentar Lena?

Pascal confió en que no fuera así; ya no se trataba solo de que ella albergase la esperanza de llegar viva a su realidad —lo que él deseaba conseguir—, sino de algo mucho más grave: no podían permitir que su vida se agotara sin salir de la región de los condenados. Porque eso sí tendría repercusiones terribles para Lena, que tanto ambicionaba la paz interior que nunca había disfrutado.

Ella había decidido sacrificarse para lograr el descanso eterno, pero no lo lograría si su final se producía dentro de tierra maligna: las pesadillas contaminarían su sueño.

Pascal volvió a mirarla. Ante la duda sobre cuánto podía durar el proceso de declive hasta su agotamiento completo, se dio cuenta de que no podían perder ni un segundo.

Como si la situación no fuese de por sí suficientemente urgente.

Pero así se presentaba el panorama. En mala hora había ido a perder la piedra transparente.

—¿Estás en condiciones de moverte? —preguntó a Lena.

La mujer, que había captado la ansiedad en la voz del chico, se levantó con ayuda de Dominique.

Su aspecto había experimentado una leve mejoría, aunque aún se percibía en Lena la lógica inseguridad ante su nueva realidad física.

No estaba acostumbrada a los síntomas de la avanzada edad, que la alcanzaban ahora sin transición.

—El dolor se ha suavizado —dijo esforzándose por sonreír—. Cuando queráis.

Ante el impacto sufrido, Lena también se había percatado de la ligereza con la que había menospreciado la perspectiva de su propia degeneración a la hora de decidir seguir adelante con el abandono de Kronos. Y de la gravedad que tal descubrimiento introducía en sus circunstancias.

Por primera vez se planteó si se había precipitado en su decisión de abandonar la Colmena. No tardó en descartar ese pensamiento. Lucharía por aguantar todo lo posible, asumiendo que aquel era un precio justo por la libertad.

Los tres se dirigieron hacia el puente. La noche los recibía con su abrazo gélido y un silencio hermético que solo se rompía para dar cabida a distantes aullidos que resonaban en el horizonte.

Volvían a casa.