34

—¡Jules! —gritaba Michelle sin asomar sus ojos por la abertura del monovolumen—. ¿Me oyes? ¡Soy yo! ¡Hemos venido a ayudarte!

El vehículo permanecía quieto.

Nuevos gruñidos surgieron de su interior, entremezclados con un hilo sonoro más tenue que podía interpretarse como el eco diluido de una voz que intentaba alzarse desde un cuerpo devastado.

Michelle contuvo las lágrimas. ¿Aquello que escuchaba eran los bufidos de una bestia atrapada, o la petición de auxilio de un amigo sometido a una degeneración monstruosa?

—Hemos de irnos —advirtió Marcel—. Luego habrá tiempo de intentar comunicarnos con él.

A pesar de que el enfrentamiento con los cazavampiros se había producido en las profundidades de Pere Lachaise y apenas habían provocado ruido, cabía la posibilidad de que algún vecino atento hubiese llamado a la policía pensando que se estaban produciendo actos vandálicos dentro del recinto.

Los dos se introdujeron en la parte delantera del monovolumen. Ante la duda sobre el estado en el que debía de encontrarse Jules, ambos agradecieron que la placa de metacrilato no fuese transparente.

Marcel arrancó el vehículo. Giró el volante y, en vez de dirigirse hacia la salida del cementerio, siguió la dirección opuesta.

—¿Adónde vamos? —preguntó Michelle, sorprendida.

—Tenemos que recuperar mis armas; no pueden quedarse allí. Después iremos al palacio.

La chica recordó el lugar en el que Suzanne, en su vano intento de socorrer a Bernard, había soltado el instrumental que les habían quitado.

Pensar en ella le hizo caer en la cuenta del cadáver que dejaban tirado junto a las tumbas.

Era todo tan triste, tan desolador…

a

Ella salió al vestíbulo manteniendo en todo momento su porte elegante. Allí, frente a él, sin acercarse demasiado, sostuvo sin pestañear la mirada intensa que Pascal le dirigía. Después, sus ojos azules, fríos, recorrieron al chico de pies a cabeza, sin ningún disimulo.

Lena Lambert no dejó traslucir durante aquel primer contacto ni un ápice de la abrumadora curiosidad que debía de estar sintiendo por dentro y que el extraño aspecto de Pascal tenía por fuerza que haber acentuado. Era una profesional.

Al Viajero le recordó, por su carácter hermético y la hermosura que exhibía a su mediana edad —no había envejecido nada con respecto a su imagen de mil novecientos ocho—, a una espía tipo Mata Hari.

—Soy Eleanor Ramsfield —anunció la mujer cuando se quedaron solos, adelantándose un par de pasos más hasta situarse justo frente a Pascal—. ¿Pregunta usted por mí?

Ella jugaba a provocar destellos con su collar de plata, que movía de forma aparentemente accidental con una mano hasta lograr captar y dirigir el reflejo de las luces de la estancia. Pascal sonrió al verse obligado a entrecerrar los ojos por culpa de uno de esos destellos, que lo cegó por un instante.

Lena Lambert lo estaba poniendo a prueba.

—La plata y sus brillos no me afectan gran cosa; tan solo suponen una leve molestia —dijo—. Así que no se moleste en seguir analizando si mi naturaleza es maligna.

Aquellas palabras lograron por primera vez desencajar la perfecta serenidad del semblante de esa señora, cuya entereza empezaba a agrietarse.

—Perdone, ¿qué ha dicho? —incluso su voz había perdido algo de convicción, aunque resistió con bastante dignidad ese primer impacto.

—Me ha oído muy bien, señora Ramsfield —contestó Pascal, tendiéndole el pañuelo que le entregara Marcel al inicio de su último cruce de la Puerta—. ¿O debería llamarla Lena Lambert?

Aquel segundo asalto fue demasiado, como atestiguaron los ojos de la mujer, que se acababan de abrir como platos mientras sostenía entre sus trémulas manos la antigua pieza de tela. ¿Un fallo en la estrategia defensiva de la Viajera? Pascal lo dudó; no se trataba de que ella se sintiese incapaz de continuar con su acostumbrada representación, sino que de repente había perdido todo el interés en seguir fingiendo. Su ansia de conocer, de indagar, superaba con creces la más elemental cautela.

Lo único importante era saber.

Y es que nadie en todo aquel infinito universo paralelo disponía de la información que ese intrigante adolescente parecía ir dosificando con calculada parsimonia.

Nadie. Porque ella jamás había compartido su pasado.

¿Quién era aquel muchacho? ¿De dónde había salido y cómo había logrado hacerse con su pañuelo?

Eleanor Ramsfield, sin acertar a articular palabra, se aproximó aún más. Tenía unas largas pestañas entre las que brillaban sus ojos claros con la inconfundible intensidad de la vida.

Eso era precisamente lo que Lena Lambert estaba comprobando en el rostro cansado y sucio de Pascal. Sus deslumbrantes ojos grises.

—¡Dios mío! —exclamó sin poder contenerse—. ¡Estás vivo!

Se cubrió la cara con las manos y se echó a llorar, superada por aquel encuentro tras más de cien años deambulando en soledad por la historia.

Pascal la ayudó a sentarse en un sillón. Por suerte, aparte de una pareja que acababa de llegar al restaurante, nadie más había atravesado el vestíbulo.

—Me llamo Pascal Rivas. Soy el Viajero del siglo veintiuno —confesó—. Y he venido porque necesito tu ayuda, Lena.

Ella alzó la cara de ojos enrojecidos, como no dando crédito a lo que oía. De repente, ya sin la máscara de semblante postizo con la que siempre había ocultado sus verdaderos sentimientos, Lena Lambert ofrecía un aspecto mucho más vulnerable.

Había pasado a convertirse en una mujer sola. Se guardó el pañuelo, un tesoro de incalculable valor para ella; la única reminiscencia de su origen, de su vida.

—¿Podemos ir a algún lugar más discreto?

—Sí —ella se iba reponiendo, una muestra de la fortaleza que se intuía en su interior—. He visto antes un pequeño salón que ahora estará vacío.

Pascal titubeó.

—¿Te importa si con tu ayuda conseguimos que dejen entrar a un amigo que viene conmigo?

—¿Un amigo? —ella esbozó una sonrisa liberadora, mientras meneaba la cabeza hacia los lados—. Has logrado desconcertarme de nuevo, chico. ¡Pues claro que sí! Pero antes —dijo, sacando de su bolso un espejo y maquillaje— debo recomponerme. No estoy acostumbrada a perder así los papeles…

Se arregló un poco, se secó los ojos. La huella de las lágrimas quedó oculta bajo rímel y polvos.

Ella volvía a resplandecer.

—Debo advertir a Patrick —avisó—. Si no, se va a preocupar. Espérame un minuto, Pascal.

Al chico le gustó cómo sonaba su nombre en labios de aquella dama. Y aguardó hasta que ella regresó.

Minutos más tarde, Dominique entraba en el restaurante acompañando a Eleanor Ramsfield y a Pascal. Los porteros uniformados le dedicaron una mirada hostil, pero no se atrevieron a interponerse.

Llegaron enseguida hasta una estancia pequeña pero acogedora, donde se sentaron a hablar sin la incómoda —y arriesgada— presencia de desconocidos. Fue Pascal quien contó toda la historia que los había conducido hasta allí, con momentos tan emocionantes que Lena se dejó llevar por las lágrimas en varias ocasiones. Como cuando el Viajero se refirió a la propia familia de Lena, los Marceaux. Sin embargo, la emoción dio paso a sentimientos mucho más duros cuando ella se enteró de la dramática situación que atravesaba su descendiente.

—Solo puede salvarle tu sangre, Lena —comunicó Pascal, sacando de su mochila el puñal de cristal y el frasco—. Necesitamos unas gotas. ¿Estás dispuesta a ayudarle?

La mujer, asombrada ante la enigmática petición, no dudó ni un instante.

—Desde luego —dijo sin titubear—. Después de tantos años de existencia vacía, para mí es una suerte que el destino me brinde la oportunidad de hacer algo realmente útil, valioso. La peor tortura, al final, es vivir sin un sentido. Sobre todo cuando ni siquiera cuentas con el consuelo de un final.

Porque la Colmena de Kronos constituía para ella un encierro a perpetuidad.

Pascal intentó imaginar lo que debía de haber supuesto para Lena Lamben asistir al lento transcurso de tantos años sin más cometido que deslizarse como una sombra de época en época. Obligada a participar en las tragedias que sus ojos contemplaban, sin más compañía que las eventuales presencias de los desgraciados protagonistas de cada momento histórico, sus ojos se hallaban exhaustos de ver sufrimiento, saturados de tristeza.

Cien años siendo testigo del dolor ajeno, sin permitirse actuar, ni prestar ayuda, ni consolar. Había tenido que ser demoledor para ella. Por eso se había vuelto fría, distante. De ahí el gesto ausente que exhibía casi sin darse cuenta.

—La única alternativa para sobrevivir a tanto padecimiento es alejarse, aunque sea con la mente. No implicarse, a pesar de que eso te hace sentir como si estuvieras traicionando tus principios —dijo ella, avergonzada, mirando al suelo.

El Viajero entendió muy bien aquella impresión, dado que él también la había experimentado en varias ocasiones.

Lena continuó con su inesperada confesión, unos sentimientos que por fin lograba compartir: «Al final te ves como la única persona de todas que, sin merecerlo, sigue viviendo. Es insoportable».

¿Vivir podía convertirse en una condena?

Tanto Pascal como Dominique comprendieron mejor el enorme valor que Lena Lambert otorgaba a la posibilidad de salvar a Jules; de ahí su aceptación inmediata. Hacer algo por su descendiente daba sentido al siglo que llevaba arrastrándose por la Colmena de Kronos.

—Y siempre sola. ¿Para qué intentar una amistad, si sabes cómo van a acabar todos los que te rodean, una y otra vez? Patrick Welsh ha sido una excepción, no he podido resistirme a su encanto personal. Yo también tengo mis momentos de debilidad; necesito fingir que, por una vez, importo a alguien y alguien me importa.

Pascal se preguntó si aquel millonario sería un condenado. Llegó a la conclusión de que lo más prudente era no saberlo.

—¿Cómo has conocido a Patrick? —preguntó Dominique.

—Me lo he encontrado esta misma mañana, nada más aterrizar en esta época, por la zona de Wall Street. Me ha debido de ver muy perdida y con unas ropas tan anticuadas (las mías de mil novecientos ocho), que se ha acercado para ver si podía ayudarme.

Los chicos recordaron que Lena, al igual que habían hecho ellos, se había desprendido de sus ropajes romanos al iniciar el viaje temporal que la conduciría a Nueva York.

—Qué amable —comentó Pascal—. Tal como están las cosas por aquí, tiene mérito que alguien todavía se fije en los demás.

Ella sonrió, melancólica.

—Es todo un caballero. Me ha dicho que yo era lo único bueno que le había sucedido en semanas; su vida se ha complicado mucho. Hemos terminado en una cafetería y después le he acompañado al Club Saint Joseph. Allí hemos estado hablando, y al terminar me ha invitado a comer aquí. Supongo que estoy incumpliendo mi propia norma de no implicarme, pero… no soy de piedra.

Por lo tanto, no se habían conocido en el club, dedujo Pascal, como Edouard le había transmitido.

—Así que es tu primer viaje al Nueva York de mil novecientos veintinueve —dijo Dominique.

Ella pareció extrañada.

—Sí, ¿por qué?

—Nos planteábamos si tú eras capaz de elegir el momento histórico en el que caer después de tanta experiencia viajando por la Colmena.

—Si me concentro mucho y maniobro en el flujo temporal, a veces lo consigo. Pero no siempre. Lo único que sí he aprendido es a detectar las salidas de las épocas. Las suelo localizar en cuanto llego a cada destino, y así, si surgen problemas, puedo escapar con rapidez.

Pascal se dio cuenta de que ella, por las circunstancias que habían rodeado su llegada al Más Allá como Viajera, no había disfrutado de la ayuda que él sí había podido aprovechar: la pitonisa, el Guardián de la Puerta… Lena Lambert ni siquiera había contado con el instrumental de Viajero que él poseía: la piedra transparente, la daga, el brazalete que hacía imperceptibles los latidos del corazón.

—Como ocurrió en Roma… —acababa de observar Dominique, aludiendo a su repentina fuga.

Lena se quedó sin palabras. Miraba al muchacho, perpleja ante lo que implicaba aquel comentario.

—Pero… ¿vas a decirme que estabais allí?

—Ya ves que te venimos siguiendo de lejos —comentó él—. ¿Te suenan unos gladiadores que se cargaron a un tigre…?

—No me lo puedo creer —ella movía la cabeza hacia los lados, atónita—. ¿Erais vosotros?

Pascal asintió.

—No estaba previsto —reconoció—, pero tampoco tuvimos opción. Al menos, gracias a eso logramos descubrirte cerca del emperador… y ver por dónde escapabas.

—Es que presentí la proximidad de unos carroñeros. Conocéis a esas criaturas, supongo. Si habéis llegado hasta la Colmena de Kronos…

Entonces, Pascal la interrumpió.

—Lena, tenemos que hacer ya la extracción de tu sangre; cuanto antes regresemos, más posibilidades hay de salvar a Jules.

Ella estuvo de acuerdo.

—Vamos al tocador de señoras —indicó—. Allí podremos hacerlo sin que nos molesten.

a

El camino recorrido como prisioneros no había sido muy largo, así que no les costó mucho localizar el lugar en el que Suzanne se había desembarazado de todos los objetos que transportaba.

Allí, en el suelo, continuaba el montón desordenado, envuelto en las sombras que provocaba el haz amarillento de una farola cercana.

Marcel había sacado una linterna del monovolumen, y ahora se dedicaba a rebuscar ayudado por Michelle. Encontrar la katana fue fácil: sus dimensiones impedían que esquivase la mirada atenta de ellos, y muy pronto estuvo en poder de su legítimo dueño, al igual que los teléfonos móviles. Sin embargo, la pistola del forense no aparecía por ningún lado.

—Suzanne también la tiró, ¿no? —preguntó Marcel, contrariado.

Michelle asintió, sin dejar de tantear el terreno.

—Seguro, no se guardó nada.

La hippie había echado a correr con los brazos libres, extendidos hacia delante, mientras Justin se dedicaba a observar sin experimentar ni un leve asomo de inquietud. La escena había quedado grabada en la memoria de Michelle.

Se notaba que aquella joven de naturaleza apática nunca estuvo convencida por completo del demencial montaje de Justin. Y ahora Michelle, ante el último gesto generoso que la otra chica había mostrado, sentía verdadera lástima al recordar su cuerpo tendido junto a las tumbas, como un solitario cadáver desahuciado de su sepultura.

Resultaba curiosa la crudeza que la urgencia imprimía en los movimientos de todos.

No había margen para la piedad, para la consideración. Ni para gestos superfluos.

El forense consultó su reloj, y después se apartó del cúmulo de objetos desparramados para observar la zona de alrededor, por si el arma se había deslizado al rebotar contra el suelo. Nada.

—No está —concluyó.

Michelle frunció el ceño.

—¿Justin se nos ha adelantado?

—Eso me temo. No encuentro otra explicación. Ha debido de rodearnos a través de los árboles mientras hablábamos con Bernard. Sabía que no contaríamos con su maniobra.

—Qué sangre fría.

Desde luego, el hecho de que aquel tipo tan peligroso —y ahora herido— estuviese armado una vez más, no era una buena noticia.

A pesar de todo, no podían entretenerse: el amanecer se iba aproximando y Jules continuaba encerrado dentro del mono-volumen.

Había que irse ya.

Michelle acababa de sacar su arma al ser consciente de que la situación todavía distaba mucho de ser tranquila, y echaba ojeadas recelosas a las inmediaciones. Justin podía encontrarse muy cerca de allí, y Marcel, por su parte, había decidido no emplear la pistola de aquel chico, pues constituía una valiosa prueba que lo incriminaba en la muerte de Suzanne.

Recogieron los objetos que seguían tirados por el suelo, ya que resultaban demasiado comprometedores, y se dirigieron al lugar donde permanecía el monovolumen.

a

El Viajero se había secado las palmas de las manos en los vaqueros; le sudaban por los nervios ante la inminencia del momento clave de todo aquel desafío.

Mientras Dominique bloqueaba la puerta que conducía al lavabo de mujeres, Pascal aproximó, con extrema delicadeza, el agudo filo del estilete de cristal a la yema del dedo índice de Lena Lambert.

—¿Preparada? —le preguntó, temeroso de provocar más daño del imprescindible.

—Sí —respondió ella con firmeza—. Haz lo que tengas que hacer.

Mantenían sus manos sobre uno de los lavabos, frente a un espejo enmarcado que reflejaba sus rostros impacientes.

En ellos se percibía, sin embargo, una misteriosa complicidad, la que nacía del encuentro entre Viajeros.

Pascal había colocado el frasco de vidrio justo debajo del dedo que iba a sufrir el pinchazo. Las valiosas gotas que caerían no debían contaminarse con ningún contacto aparte del cristal del recipiente que le habían entregado en el mundo de los vivos.

No podía cometer el más mínimo error o toda la misión fracasaría.

El chico, conteniendo el aliento, presionó sin forzar. La piel se rasgó bajo la afilada hoja transparente, dibujando una grieta roja que al momento se ensanchó.

Lena Lambert, que había apartado la mirada, cerró los ojos reprimiendo un gemido. Después los abrió, llevó su índice herido hasta el mismo borde del frasco de cristal y, con la otra mano, presionó el corte.

La sangre goteó hasta llenar el recipiente. Fue así de fácil, de directo, de inmediato. En completo silencio, con la concentración absorta de un científico inmerso en su laboratorio, Pascal procedió a tapar el envase —el líquido debía conservar todas sus propiedades— y, a continuación, extrajo de su mochila el botiquín.

—Perdona si te he hecho daño —le dijo a Lena mientras vendaba su dedo—. Y muchas gracias por tu generosidad.

—No hay nada que perdonar ni que agradecer —repuso ella—. Limítate a conseguir que la sangre llegue hasta mi descendiente. Y el favor me lo habrás hecho tú a mí. No imaginas hasta qué punto.

Terminó de curarla. El Viajero dedicó entonces unos segundos a contemplar ensimismado el recipiente de cristal, ahora teñido de púrpura por su contenido. El valor de aquel minúsculo objeto se ofrecía incalculable a sus ojos, pues podía salvar una vida, la de su amigo Jules. Acarició la ampolla de vidrio con la misma solemnidad con que un sacerdote habría tomado entre sus dedos las reliquias de un santo, y después la introdujo en su mochila junto al puñal empleado en ese misterioso ritual.

Ya tenía en su poder lo que había motivado aquel viaje demencial; una suerte de salvoconducto que permitiría a Jules Marceaux acceder de nuevo a la humanidad.

Tras llenar su cantimplora con agua del grifo, salieron enseguida del baño y, junto a Dominique, se dirigieron hasta el vestíbulo, donde se encontraron por sorpresa con Patrick Welsh.

—Me tenías preocupado —dijo él, lanzando una discreta mirada sobre los chicos—. ¿Estás bien? ¿Qué te ha pasado en el dedo?

—Nada serio; todo va bien, Patrick. Estos muchachos, como te he dicho antes, son amigos —suspiró, reuniendo toda la determinación de la que fue capaz—. Ahora iba a entrar en el comedor para… despedirme de ti.

El inversor acusó el significado de aquellas inesperadas palabras.

—¿Despedirte? —su gesto enérgico perdía solidez a cada segundo—. ¿Pero es que te vas? Si ni siquiera has terminado de comer…

Los chicos, que asistían con cierta incomodidad a esa escena, se miraron entre sí, intrigados. Ahora que ya habían conseguido la sangre de Lena, ella no necesitaba acompañarlos. Sobre todo teniendo en cuenta que su situación no le permitía evadirse de la Colmena de Kronos.

—Debo irme, Patrick —continuaba la Viajera—. Han surgido… complicaciones que debo resolver con urgencia.

—Pero…

—Te agradezco mucho tu acogida en esta ciudad, de verdad —se notaba que a ella le estaba costando tomar esa decisión—. Has hecho por mí más de lo que nadie había hecho en años. Puedes creerlo.

Pascal y Dominique supieron que no mentía al afirmar aquello.

—Déjame ayudarte, entonces… —insistió el broker.

—No es posible —ella se mantuvo inflexible, mientras se sorprendía al comprobar la intensidad de unos sentimientos nacidos ese mismo día—. Créeme. Ahora debemos irnos.

Se aproximó a Patrick y le dio un beso en los labios. Él la había cogido de una mano, que le costó soltar cuando ella se separó.

—¿Adónde vais? —Welsh, intuyendo que no volvería a verla, luchaba por prolongar su tiempo con Lena—. ¿Puedo acompañaros durante el camino?

Pero ella no cedió.

—No me lo pongas tan difícil, Patrick. Hazlo por mí. No insistas más.

El inversor se rindió.

—De acuerdo, ya no tengo más argumentos. ¿Puedo hacer, al menos, que mi chófer os lleve? —el aspecto de los chicos le indicaba que tampoco ellos disponían de muchos recursos—. Está cerca con el coche.

Pascal y Dominique admiraron la nobleza de aquel hombre, su honesta preocupación por una mujer que, en el fondo, no dejaba de ser una desconocida para él. A la triste despedida —porque sin duda hacían buena pareja— se unía, en el caso de los chicos, la certeza de la próxima muerte del millonario, algo que, por fuerza, Lena tenía que intuir.

Todos los protagonistas de cada época en la Colmena de Kronos estaban sentenciados a trágicos destinos.

En los muchachos brotó de nuevo un delicado interrogante: ¿era Patrick Welsh un condenado? La respuesta más probable a aquella incógnita era afirmativa, puesto que la actitud que el inversor mostraba delataba una naturaleza demasiado compleja como para que se tratase de uno de los huecos figurantes que enriquecían las recreaciones de la Colmena.

¿Y entonces? ¿Qué oscuro pasado ocultaba? ¿Qué habría hecho durante su vida que lo había sentenciado a perpetuidad?

Algo que justificaba su presencia allí. Seguro.

Pascal determinó que disponer de esa información solo pondría las cosas más difíciles. Aunque lo pareciese, no estaba en sus manos salvar a Welsh. Ya había aprendido la lección: no debían desafiar los designios que estaban fuera de su capacidad de comprensión.

—De acuerdo, Patrick —Lena consentía a su última petición—. Te lo agradezco. Pero no permitiré que nos acompañes; sería demasiado duro para mí.

Los dos se fundieron en un profundo abrazo que concentraba todo el calor, toda la intensidad de una despedida definitiva.

Después, ella y los chicos se marcharon. Lena Lambert no volvió la cabeza ni una sola vez, aunque sus ojos la traicionaban a cada paso con el reflejo de una poderosa melancolía.

La misma, tal vez, que atenazaba a Pascal, en quien esa escena de sacrificio, de pérdida, había avivado la necesidad de tener cerca a Michelle. Estar separado de ella se estaba convirtiendo en un suplicio insoportable.

Al menos ellos, al contrario que Lena, aún podían luchar por su amor.

a

Bernard corría entre las tumbas, desorientado y asustado. Ese siniestro paisaje nocturno, unido a su poco armónico tamaño y su cabeza magullada, convertían la escena en un inusitado homenaje a Frankenstein.

Así siguió avanzando el gigante hasta que se encontró frente a la maltrecha figura de Justin. El rubio, con su respiración entrecortada, el rostro vendado y la sangre de la herida que le empapaba la ropa, ofrecía una imagen igualmente sobrecogedora en medio de aquel entorno. Llevaba una pistola en una de las manos, con la que apuntaba al suelo.

—¿Adónde vas, Bernard?

—Fuera de aquí —contestó el otro, resoplando—. No aguanto más en este horrible lugar.

—Pero no hemos terminado nuestra labor…

Justin hablaba con un tono de engañosa tranquilidad.

—No quiero seguir con esto —insistió Bernard—. ¡Me largo!

Empezó a andar en una dirección que le permitía esquivar la inmóvil presencia del chico herido.

—Tú no irás a ninguna parte —Justin se interpuso en su camino, su semblante se había puesto rígido—. Te necesito para nuestra sagrada misión. Aún no hemos acabado.

Bernard observó la silueta de Justin frente a su erguida corpulencia.

—Apártate. Ya te he dicho que me voy. No quiero seguir con esto.

Justin no se movió de su lugar.

—Demasiado tarde, Bernard. Estás metido hasta el cuello.

Bernard dio un paso hacia delante.

—¿Y cómo vas a impedir que me vaya? ¿Vas a matarme a mí también, como has hecho con Suzanne? —le soltó de sopetón, enrabietado como un niño.

Aquellas últimas palabras provocaron en el rostro de Justin un cambio radical, y su gesto se volvió mucho más afilado, frío. Bernard —que veía cómo aquella reacción confirmaba lo dicho por el forense— supo al momento que se había equivocado al manifestar que sabía lo que había sucedido mientras estaba inconsciente.

Un error que podía costarle caro.

Incluso su mente lenta alcanzó a entender que Justin no estaba dispuesto a dejar con vida a nadie que conociese lo que había ocurrido aquella larga noche en la que todo se les había ido de las manos.

Comenzó a retroceder.

—Has hablado con ellos…

—Pero… pero… yo no les he creído, Justin… De verdad. Tú no le harías eso a Suzanne…

El rubio había alzado la pistola y ahora encañonaba al gigante.

—Es evidente que contigo ya no puedo contar, Bernard. Me has fallado.

Apretó el gatillo.

No había tiempo para la compasión.

Una detonación retumbó desde las profundidades del cementerio de Pere Lachaise mientras un cuerpo grande y pesado se desplomaba.

Un segundo cadáver que quedaba tendido sobre la tierra de aquel camposanto, sin sepultura.

Justin había desaparecido.