Pascal —sentado en el hueco de un portal, aún en la zona de Wall Street— despertó de su ensoñación de forma progresiva, mientras Dominique vigilaba los alrededores. Por suerte, nada había interrumpido aquella comunicación que había llegado al Viajero tan inesperada como dificultosamente. Más allá del primer aviso, que los había obligado a detenerse sin pérdida de tiempo en ese discreto rincón, había consistido en un diálogo salpicado de cortes e interferencias. No obstante, al final toda la información se había transmitido.
—Ya estoy preparado —avisó Pascal, levantándose—. Buenas y malas noticias de parte de Edouard y Mathieu.
Dominique frunció el entrecejo.
—Empieza por la mala.
—Todavía no han encontrado a Jules, aunque por lo visto tienen ya bastante clara la zona por la que se mueve.
—Más vale que espabilen. Si todo va bien —cruzó los dedos—, muy pronto estarás de regreso en el mundo de los vivos.
Pascal movió la cabeza hacia los lados.
—Que yo pueda llegar antes de que lo localicen no es un problema. Lo que complicaría la situación es que su proceso vampírico se completase. Todos tenemos que darnos prisa. Ellos, en encontrarlo; nosotros, en volver con la sangre de Lena.
Un retraso en cualquiera de los objetivos puede suponer la condena de Jules.
Dominique estuvo de acuerdo, aunque su amigo lo acababa de incluir en un retorno que, como muerto, no estaba a su alcance.
—¿Y la buena noticia?
—Mathieu ha averiguado el restaurante donde van a almorzar hoy Eleanor Ramsfield y Patrick Welsh.
—¡Genial! ¿Está lejos de aquí?
—Me temo que sí —el Viajero alzó la mirada hacia el cielo—. ¿Cuánto crees que falta para la hora de comer?
—Uf. No mucho. Pero vamos —lo cogió de un brazo, impaciente—. Después de lo de Hiroshima, he aprendido a pedir las cosas con muy poca educación.
Ambos salieron de aquella calle hasta un paseo mucho más amplio en el que circulaban bastantes vehículos. A pesar de la urgencia, no se olvidaban de estar atentos a las inmediaciones, pues en cualquier momento podía surgir una criatura maligna que hubiese detectado la apetitosa huella de un vivo entre tanto recuerdo de la muerte. Además, ya no disponían del vestuario robado que les habría permitido pasar más desapercibidos en aquella época —qué bien les hubieran venido ahora los sombreros y las gabardinas para ocultar el estilismo del siglo XXI— e, incluso en medio del clima convulso de la crisis bursátil, había gente que los seguía con la mirada.
—No sé si se habrán inventado ya los taxis —dijo Dominique—, pero da igual. Solo necesitamos un chófer.
—Pero ¿qué estás tramando?
—Ahora lo verás.
Dominique se fue fijando en los habitáculos de los coches que se detenían, hasta distinguir un Ford negro en cuyo interior solo iba el conductor.
—¡Ese nos interesa, vamos!
Pascal se dejó arrastrar; a fin de cuentas, no tenía otro plan que ofrecer y no podían perder ni un segundo.
—Tú pon mala cara, como si estuvieses enfermo.
—¿Qué? —Pascal no contaba con tener que fingir.
—¡Ya me has oído!
—Vale, vale —aceptó el Viajero a regañadientes.
El coche escogido por Dominique estaba a punto de arrancar, pero el chico no le dio oportunidad. Sin pensárselo dos veces, abrió la portezuela del copiloto y se asomó metiendo medio cuerpo… y la espada romana.
—Perdone, caballero —empezó, con la misma naturalidad que si llevara en las manos un llavero—. Tenemos una urgencia médica. ¿Sería tan amable de llevarnos?
El desconocido, asustado por la súbita intromisión, no podía apartar la mirada de aquella arma que exhibía el muchacho.
—Vamos a la Séptima con la cincuenta y dos —añadió, apartándose para que el señor pudiese ver el aspecto compungido de Pascal.
—Pero… —el tipo no parecía nada convencido. Tenía miedo, se movía intranquilo en su asiento. Incluso echó una fugaz ojeada por la ventanilla, como valorando si tenía escapatoria a aquella misteriosa encerrona que se le había tendido.
Lo que vio no debía de ofrecerle ninguna salida fiable, porque se mantuvo en su asiento, muy erguido, con una resignación pintada en el rostro que parecía decir: «¿Por qué me ha tocado a mí?».
—Es urgente —Dominique apoyó la espada en la tapicería, de un modo muy poco sutil—. Si no lo fuera, no se lo pediríamos. Mi amigo está muy mal.
Pascal admiró la inteligente desenvoltura de su amigo. En realidad, atemorizaba al conductor sin ni siquiera materializar ninguna amenaza; solo a través de una insinuación que resultaba ciertamente explícita.
No disponían de tiempo para delicadezas.
El hombre miró a los dos chicos. Las cosas estaban muy mal ya en la ciudad, y el número de pobres aumentaba sin descanso cada jornada. Procuró decidir si lo que ellos pretendían en realidad era atracarle.
—Está… está bien —aceptó por fin, intimidado por la presencia de esos jóvenes armados de apariencia tan extraña—. Subid.
A pesar de su reacción ágil, Justin no logró apretar el gatillo antes de que Michelle efectuase dos disparos, de los que uno sí consiguió alcanzarle en un hombro. El doloroso impacto provocó en el cuerpo del chico un movimiento brusco que le hizo errar el tiro contra Marcel (que se lanzó al suelo buscando el resguardo de alguna lápida) y perder a continuación su propia arma.
Tras aquel intento fallido, Justin no desperdició ni un segundo y, sujetándose el hombro herido, echó a correr por entre el cúmulo de tumbas que se abría junto al monovolumen, perdiéndose en una zona bastante oscura del cementerio.
Michelle no se molestó en seguirle ni en continuar disparando; por muy peligroso que fuese aquel tipo, no estaba dispuesta a cargar con el lastre de su muerte. Al fin y al cabo, ya no era necesario. El forense, desde su posición, cayó en la cuenta de que el rubio se llevaba consigo el mando a distancia que activaba y desactivaba la compuerta trasera del monovolumen, pero tampoco se trataba de algo esencial: el vehículo también contaba con un control para eso en el salpicadero, y lo prioritario ahora era trasladar a Jules antes de que amaneciera.
Bernard, alucinado, iba recuperando mientras tanto la consciencia, sin acabar de creerse lo que estaba viendo: Suzanne muerta, Justin huyendo, y aquella adolescente empuñando una pistola con la que ahora le apuntaba. Además, los martillazos de dolor que machacaban su cabeza herida no le ayudaban a pensar.
—No te muevas —le advirtió ella—. O te arrepentirás.
Marcel, ya de pie, se aproximó para registrarle. Solo portaba algunas armas blancas bañadas en plata, que le quitó.
El gigante lloriqueaba como un niño, aunque eso no ablandó ni al forense ni a Michelle. Ella no olvidaba el ataque sufrido a manos de ese hombretón. Disfrutó con cierto sadismo de aquella situación que le permitía tenerlo a su merced en una actitud tan patética.
Aun así, Bernard no dejaba de ser un infeliz de escasa inteligencia, muy manipulable, perfecta materia prima para las ínfulas autoritarias de gente como Justin. Lo había utilizado, nada más. Durante aquellos años había sido poco más que el chico de los recados para el grupo, la fuerza bruta.
El Guardián, empleando un pañuelo, acababa de recoger la pistola de Justin con sumo cuidado, para no borrar las huellas dactilares.
—Tu compañero ha matado a Suzanne —le comunicó—. Ahora es culpable de asesinato e iremos a por él. Con esta prueba —alzó el arma que había dejado caer el rubio al ser herido— no tiene ninguna posibilidad.
—No… no puede ser… —titubeaba Bernard, incrédulo, con una mano en la lesión de su cabeza—. Somos amigos…
—Justin no tiene amigos —confirmó Michelle con un gesto pétreo—. Solo siervos como vosotros. Gente estúpida que le ha seguido en su locura hasta el final.
El gigante no supo qué decir. Sencillamente, se veía superado por los acontecimientos.
—Ahora lárgate —le dijo Marcel—. Si te vuelvo a ver, te arrepentirás. Y escúchame —acercó su rostro al de él, clavándole sus ojos inquisitivos; el otro se encogió—. Todavía puedes salir de esta. Pero si te pillamos de nuevo con Justin, si te atreves a juntarte con él solo una vez más o cuentas a alguien cualquier detalle de lo que ha ocurrido aquí esta noche, serás acusado como cómplice de un asesinato. Y con esta evidencia —mostró por segunda vez la pistola del rubio—, te van a caer unos cuantos años de cárcel, chico. ¿Te has enterado?
Marcel mantenía su cara a escasos centímetros del semblante aterrado de Bernard, que se apresuró a contestar:
—Sí, sí. Lo he entendido.
—¿Te largas o no?
Bernard captó el mensaje y, aún con la cabeza manchada de sangre, se dio la vuelta y echó a correr con toda la energía que su maltrecho estado permitía. De vez en cuando se giraba, como temiendo que Michelle hiciese uso de su arma. El gigante avanzaba entre tropiezos, y pronto desapareció en una arboleda cercana.
Solo entonces, Marcel y Michelle se miraron, para a continuación volverse hacia la furgoneta.
¿Estaba allí Jules? ¿De verdad lo habían conseguido?
Se encontraban exhaustos después de toda la tensión soportada, pero sabían que no podían detenerse.
El forense se aproximó hasta la abertura que comunicaba con el habitáculo del monovolumen. Se sacó del cuello el medallón de Guardián, lo colocó frente a aquel espacio negro y jugó con él hasta que reflejó el brillo de la luna, proyectándolo hacia el interior del vehículo.
Un gruñido se escuchó desde ese compartimento cerrado.
Cuando Edouard se hubo recuperado del tremendo esfuerzo que le había supuesto la última comunicación, Mathieu se le aproximó y le dio un beso.
—Enhorabuena —le felicitó después—. Has sido capaz de contactar con Pascal.
—Gracias. Ha habido un momento en que pensé que no lo conseguiría.
—Pero lo has hecho.
—La suerte ha sido haberle pillado en una situación que le permitía responder a mi llamada.
—No te quites mérito —insistió Mathieu, orgulloso—. La información los ayudará mucho en su búsqueda de Lena Lambert.
Edouard, complacido, no podía discutir aquella afirmación.
—Una información que tú has localizado. Ahora falta que no surjan nuevos contratiempos —se limitó a añadir con modestia.
Una vez que aquella comunicación les había permitido descartar la hipótesis de que el Viajero y su acompañante hubieran sucumbido a la catástrofe nuclear de Hiroshima, recuperaban el temor a otros obstáculos sobrevenidos.
¿Qué más podía ocurrir?
Y es que, a medida que el encuentro entre el Viajero y la bisabuela de Jules iba adquiriendo visos de realidad, perdía peso el riesgo del propio viaje y ganaban protagonismo otras incógnitas. ¿Qué sucedería? ¿Cómo reaccionaría Mrs. Ramsfield?
¿Accedería a lo que le pedían? ¿Y si, después de todo, su sangre ya no servía para salvar a Jules?
—¿Y si la sangre de la Viajera anterior ha perdido sus efectos curativos? —planteó Mathieu en voz alta, coincidiendo con las reflexiones del médium.
Edouard movió la cabeza hacia los lados.
—La verdad es que, como no hay antecedentes de algo semejante, nada se puede garantizar. No es posible saber en qué estado se encontrará la sangre de Lena Lambert después de que su cuerpo haya estado cien años moviéndose por la Colmena de Kronos.
—Pero ella sigue estando viva…
—Ese es nuestro argumento, nuestra esperanza. Su sangre continuará estando caliente. Tiene que estarlo.
—Pero durante el viaje…
—Tranquilo. Si Pascal no la contamina al verterla en el frasco de cristal que se llevó de aquí, el fluido mantendrá su pureza vital.
A pesar de ello, debían asumir que todos se habían embarcado en esa aventura sin albergar certezas de ningún tipo. Lo que no dejaba de ser un hermoso gesto hacia Jules. En medio de la soledad que debía de abrumar al joven gótico mientras se debatía entre la luz y la oscuridad, los dos chicos desearon que tuviese la entereza suficiente como para percatarse del apoyo incondicional que todos le estaban brindando.
Eso le daría fuerzas para aguantar. No estaba solo, lo único que tenía que lograr era abrir los ojos y mirar a su alrededor.
—A saber lo que ven sus pupilas —comentó Edouard, pesimista—. A lo mejor, solo presas.
—No —rechazó Mathieu—. Hemos de seguir pensando que estamos a tiempo de salvarlo. Eso es fundamental.
—Nada cambia —Edouard había pasado a adoptar un gesto ausente—. Solo el misterio rodea a la Puerta Oscura. Misterio y tinieblas.
Al menos se habían confirmado dos conjeturas esenciales: la de que Lena Lambert había sido la Viajera del siglo XX y la de su paradero, en la Colmena de Kronos.
Tanto Edouard como Mathieu fueron conscientes del importante papel que ambos estaban jugando en aquel desafío, y al menos eso sirvió para subirles el ánimo.
—La Puerta conecta la luz con la oscuridad, ¿no? —Mathieu se empeñaba en ver lo positivo.
—Tal vez no —respondió Edouard, de nuevo solemnne—. Vivos en este mundo y muertos en la Tierra de la Espera, todos buscamos la luz porque aún no la tenemos.
—¿Entonces?
—La Puerta Oscura conecta almas que, en un lado y en otro, se enfrentan al Mal mientras aguardan. Eso es todo.
Mathieu se tomó su tiempo para descifrar aquellas palabras. Decidió que Edouard estaba todavía demasiado afectado por la muerte de la vieja Daphne, y eso le hacía ver las cosas bajo un prisma tan deprimente.
—No estoy de acuerdo —concluyó por fin—. No creo que la vida en nuestro mundo sea una simple espera.
—¿Qué hora es, por favor? —preguntó Pascal, con una educación que se volvía irónica en medio de aquellas circunstancias.
—Las… las dos de la tarde —respondió el conductor.
La hora perfecta para el encuentro que buscaban. Iban a llegar a tiempo… si no surgían problemas imprevistos, algo a lo que empezaban a acostumbrarse.
El conductor sudaba. Resultaba evidente que no se había creído lo de la urgencia médica, y que precisamente aquel engaño demasiado evidente le hacía sospechar peores intenciones en los chicos, lo que para él estaba convirtiendo ese trayecto en el más largo de su vida.
Y es que en Nueva York, con la crisis, la gente parecía haberse vuelto loca. Suicidios, robos… El clima propicio para que todo fuera posible.
De eso, pensaba Dominique desde el asiento trasero, ellos no tenían ninguna culpa. Se limitaban a aprovecharse de la coyuntura, así de simple. Del ánimo inseguro de la gente.
Al cabo de unos minutos, llegaron al punto que les interesaba y el coche se detuvo con brusquedad. El hombre no podía dejar más claro cuánto ansiaba que ellos desaparecieran de su vista.
Pascal, consciente de que, con las pintas que llevaban —zapatillas, vaqueros caídos, cazadoras—, no lograrían entrar en el restaurante al que se dirigían, tomó la determinación de aprovechar el miedo del desconocido.
—¿Le puedo pedir un último favor?
El conductor se volvió hacia él, asustado.
Pascal no se cortó. Le pidió la camisa, la americana y la corbata. A cambio, sacó de su mochila una camiseta y un jersey.
—Le vendrá un poco justa esta ropa, pero…
El tipo tartamudeó al principio, pero debió de asumir que aquellas prendas que le pedían suponían un precio escaso para lo que podía suceder si se negaba. Y tampoco le habían pedido ni el reloj ni la cartera, así que accedió en silencio.
Cuando Pascal (ataviado con aquella ropa que le sobraba por todos lados) y Dominique descendieron del vehículo —la espada romana bien oculta bajo el pantalón del segundo—, el conductor no se molestó en disimular un gesto de absoluto alivio. En pocos segundos, aceleraba para alejarse antes de que aquellos muchachos tuvieran una nueva ocurrencia con un final menos feliz para él.
Los chicos, sin embargo, ya se habían olvidado del hombre. Sus miradas atentas convergían en el cartel del Lodge's, que atraía sus pupilas con un magnetismo especial.
—Y ahí está —Pascal observaba nervioso la elegante entrada al restaurante, flanqueada por dos porteros de uniforme—. ¿Crees que ya habrá llegado?
La impaciencia empezaba a carcomerle ante el inminente encuentro.
—Es probable —valoró el otro—. ¿Cómo nos organizamos?
Pascal tuvo que pensarlo.
—A ti no te dejarán entrar —dijo, analizando de pies a cabeza las ropas amplias que exhibía su amigo—. Así que tendrás que esperarme en la puerta hasta que salga.
Aquella estrategia no le gustó mucho a Dominique.
—¿Y si me necesitas ahí dentro?
En cierto modo, el chico tenía razón. Habían comprobado que entre los figurantes de aquel laberinto temporal y los verdaderos condenados se filtraban criaturas malignas siempre al acecho.
¿Quién podía asegurar, por ejemplo, que en el Lodge's no se ocultaba algún carroñero?
Ambos eran presas apetecibles.
Además, a Pascal tampoco le hacía demasiada gracia dejar a Dominique solo en la calle, pues estaba expuesto al mismo peligro que él se disponía a correr en el interior del establecimiento: la aparición de seres oscuros, con su insaciable voracidad de almas.
Separarse no era, definitivamente, una buena idea. Pero se trataba de la única que se les ocurría.
—No hay más remedio —asumió Pascal al cabo de unos minutos de infructuoso cálculo—. Si te surge cualquier dificultad, entra a saco en el restaurante y avísame. De todos modos, procuraré tardar muy poco.
Había que tardar muy poco; aquella búsqueda no perdía su naturaleza de contrarreloj. Jules continuaba en el mundo de los vivos agotando sus últimos retazos de humanidad.
Dominique había asentido. Si, llegado el caso, procuraba colarse en el Lodge's, aunque no lo lograse se armaría tal revuelo que su amigo se enteraría en seguida y podría salir a ayudarle. O eso esperaba.
—Pues adelante —animó al Viajero—. Lena es toda tuya. Suerte.
—Gracias, te la deseo también. Aunque espero que no la necesites.
Los dos habían ido caminando hasta situarse justo enfrente del Lodge's, en la otra acera. Pascal comprobó antes de alejarse de su amigo el contenido de su mochila, donde continuaba el instrumental necesario para la extracción de la sangre de Lambert.
Todo en orden. A continuación, adoptó una pose distinguida, se ajustó la ropa lo mejor que pudo y se dispuso a vencer la distancia que le separaba del restaurante, bajo la vigilante mirada de Dominique.
—Ten mucho cuidado, Pascal —le pidió este.
—Lo tendré.
El Viajero caminó hasta encontrarse con los porteros, pero cuando llegó hasta ellos no le franquearon el paso. Empezaban las dificultades.
—¿Tiene reserva? —le preguntó uno de ellos, con cara de recelo.
La juventud de Pascal no ayudaba a hacer creíble su actitud señorial, a lo que se añadía el extraño conjunto de su ropa: americana, corbata, vaqueros y zapatillas, todo aderezado con la mochila en una mano y una cierta suciedad que empezaba a hacerse patente en su rostro y sus manos.
El ritmo de viajes y aventuras iba dejando huella en el aspecto del chico.
—Me esperan dentro —improvisó, procurando esquivar aquel primer obstáculo—. Llego tarde.
—¿Con quién se ha citado? —insistió el portero más desconfiado.
—Con… Patrick Welsh —mintió—. Él y la señorita Eleanor Ramsfield me esperan.
Aquel dato sí pareció vencer las suspicacias de los conserjes, que le abrieron las puertas del restaurante. Pascal dirigió una mirada cómplice a Dominique y entró.
En el vestíbulo, una sala rectangular de aspecto muy confortable, le recibió el maitre. Se trataba de un tipo delgado y alto, vestido con smoking, que se desplazaba por las dependencias de aquel establecimiento tan erguido que daba la impresión de desfilar.
—¿Le acompaño hasta su mesa, caballero?
Eso podía ser un problema. Pascal tuvo claro que aparecer de improviso en el comedor e interrumpir la comida de Lena Lambert no era una buena idea.
—No —contestó, a punto de perder la seguridad que aparentaba—. Antes debo ir al lavabo. ¿Me indica, por favor, cuál es la mesa de Patrick Welsh? Así la encontraré después.
Dedujo que de nada le habría servido mencionar a Eleanor Ramsfield, pues todavía era una completa desconocida que acababa de llegar a Nueva York… desde muy lejos.
—Por supuesto, sígame.
El Viajero avanzó tras la rígida espalda del empleado hasta situarse en la entrada del comedor, un salón modernista que constituía la imagen misma de una prosperidad ya decadente: arañas de cristal de Bohemia colgaban de un alto techo abovedado, maderas nobles por todos los rincones, telas lujosas y abundantes copas que ya no brindaban con el brío de antaño.
Pascal observó a los comensales.
La inquietud, la incertidumbre sobre el futuro se había colado en ese espacio en forma de un venenoso halo al que nadie lograba sentirse inmune. Aquellos burgueses, insistiendo en mantener sus frívolas costumbres como si así pudieran ahuyentar al fantasma de la ruina, todavía se empeñaban en creer que la situación iba a mejorar. Pero más de uno lanzaba disimuladas miradas de melancolía, procurando retener el recuerdo de esas veladas que se terminaban para siempre.
Pascal y el maítre continuaban en el umbral del comedor. Desde allí, con discreción, el empleado señaló una mesa lateral ocupada por dos personas que hablaban animadamente. Después se marchó dejando solo al chico.
Resultaba evidente que el broker aún no era consciente de la ruina que se cernía sobre él. Con toda probabilidad, lo mismo que le ocurría a la mitad de las personas que en ese momento abarrotaban la estancia, disfrutando sin saberlo de una de sus últimas comidas exquisitas.
¿Cuántos de aquellos inversores, empresarios, especuladores… se quitarían la vida esa misma semana, incapaces de asumir su nueva condición de «pobres»?
Al menos, todavía ignoraban que la quiebra había sellado su destino. Pascal apostó a que la misteriosa acompañante de Mr. Welsh sí estaba, por el contrario, al corriente de lo que sucedía más allá de los umbrales del restaurante.
Aunque tampoco era seguro, pues el crac del veintinueve era posterior a su propia época.
El sabroso olor que despedían los platos sobre las bandejas de los camareros despertó en Pascal un apetito que se había mantenido dormido por la sucesión imparable de acontecimientos. ¿Cuándo se había alimentado por última vez?
¿Y cuándo había dormido? El frenesí de la ruta que seguían empezaba a pasarle factura. Pero aguantó. Ya habría tiempo de descansar.
Ahora lo prioritario era contactar con Lena Lambert.
Pascal contuvo la emoción al identificarla en la silueta elegante que hablaba con el millonario. Ella estaba de espaldas —el cabello rubio recogido con una resplandeciente diadema—, pero reconoció los pendientes de plata. Sus gestos durante la conversación se adivinaban tan delicados que parecía una aristócrata.
O simplemente se trataba de un mecanismo más de mimetismo, ahora que aquella admirable mujer tenía que desenvolverse entre la alta sociedad neoyorquina.
Pero era ella. De nuevo.
Asombrosa su transformación de mujer patricia en Roma a señora burguesa en el Nueva York de mil novecientos veintinueve. ¿Qué más papeles habría interpretado a la perfección a lo largo del siglo que llevaba atrapada en la Colmena de Kronos? Recordó la imagen que Mathieu había descubierto de ella en la Francia del siglo XVIII, desempeñando la arriesgada personalidad de Condesa Sabine de La Martinette en plena revolución francesa. Una vez más, supuso, perfecta en su rol.
Impresionaba su capacidad de adaptación, fruto de muchos años viajando a través del tiempo. Eludiendo trampas, acosos, soledad.
Pascal, recuperando su aplomo, llamó a uno de los camareros.
—Dígame, señor.
—Haga el favor de decirle a la señora Ramsfield, la que acompaña al señor Welsh, que un amigo de la familia Marceaux la espera en el vestíbulo.
—De acuerdo, caballero.
El Viajero, que permanecía en la puerta del comedor con intención de atisbar la reacción de la mujer (no podía permitir que ella huyese por otra puerta pensando que se trataba de una trampa de seres malignos), sintió la boca seca. Llegaba la prueba de fuego, un episodio único: el encuentro de dos viajeros.
Contempló la escena: el camarero que alcanzaba la mesa y se inclinaba sobre la dama, la educada interrupción de la conversación que la pareja mantenía, el leve giro del rostro de ella hacia el sirviente. Aunque no alcanzaba a distinguir sus facciones desde donde se encontraba, tan solo sus delicados hombros bajo el vestido, Pascal sí captó un sutil respingo en ella. Ni siquiera la profesionalidad de la mujer a la hora de mantener la compostura la había preparado para la mención del auténtico apellido de su marido, que no habría vuelto a oír pronunciar desde hacía más de cien años.
Eleanor Ramsfield depositó su servilleta sobre la mesa, con una impactada lentitud muy elocuente. Su semblante debía de haber experimentado un cambio tan rotundo que incluso el señor Welsh parecía preocupado. Ella rechazó su inquietud con un gesto y se levantó.
Lo último que Pascal vio, antes de desaparecer rumbo al vestíbulo para esperarla allí, fue cómo ella acariciaba su collar de plata. Supo que Lena Lambert no escaparía del restaurante.
No sin antes satisfacer la tremenda curiosidad que se acababa de alojar en ella. Porque era imposible que alguien conociera su pasado en ese entorno inerte. Imposible.