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Pascal nunca se acostumbraría a esa necesidad de no interferir en las épocas que visitaban. Mientras flotaban en el torrente del tiempo, alejándose de la Hiroshima de mil novecientos cuarenta y cinco, no lograba quitarse de la cabeza la imagen del anciano al que habían abandonado en un lugar a punto de estallar en llamas.

Se reprochaba, una vez más, la frialdad con la que era capaz de continuar su camino, como si la muerte a su alrededor fuese un simple elemento del paisaje.

—Es que lo es —apoyó Dominique, desplazándose junto a él con los movimientos pausados de un astronauta en un entorno sin gravedad—. Recuerda que todo lo que vemos ha sucedido ya.

—Pero lo que hacemos sí provoca cambios, tiene su reflejo en la historia.

El Viajero pensaba en Lena Lambert, en su glamourosa imagen junto al millonario Patrick Welsh que había quedado grabada para siempre en las crónicas sobre el crac del veintinueve.

La misteriosa mujer, de quien nada se sabía (ellos conocían bien la razón de su ausencia de pasado), con la que se relacionó al malogrado broker

—Por eso mismo hemos de mantenernos al margen —insistía Dominique—. ¿Quién puede calcular las consecuencias de modificar el curso de los acontecimientos? ¡Es demasiado riesgo!

—Quizá compense…

Dominique negó con la cabeza, dispuesto a argumentar.

—Se supone que Lena se habrá enamorado de ese inversor de Wall Street, ¿no?

Pascal asintió, al tiempo que llevaba a cabo diferentes posturas para ir dirigiendo sus cuerpos en la trayectoria que su intuición le indicaba. Había que conseguir reencontrarse con la bisabuela de Jules.

—Entonces —continuó el otro—, si tan pillada está por Welsh, ¿por qué no ha hecho algo para evitar su suicidio? Si ni siquiera por amor ha sido capaz de interferir, por algo será.

El Viajero lo pensó.

—Si se trata de su primer viaje al Nueva York del veintinueve, tal vez no sepa que Patrick Welsh se va a suicidar…

—Ella lleva tantos años vagando por la Colmena de Kronos que no me creo que no pueda orientarse lo suficiente como para repetir celda, si así lo decide.

—¿Qué insinúas?

—Lo único que digo es que si Lena Lambert, en su primera visita al Nueva York del crac bursátil, pierde al hombre del que se ha enamorado, a lo mejor podría salir y calcular para regresar de nuevo a esa época e impedirlo. Y no lo hace, puesto que en nuestro presente hemos encontrado información del suicidio de ese millonario.

Pascal tuvo que reconocer que lo que decía su amigo, siempre tan lúcido, era muy coherente. Si la mayor experta en la Colmena de Kronos no salvaba la vida de su amor pudiendo hacerlo —aunque todo eran conjeturas, quizá era imposible orientarse dentro de la Colmena salvo por la atracción de otro Viajero—, estaba claro que debía de haber una razón de peso.

—Modificar el episodio más insignificante de la historia puede incluso afectar a nuestros nacimientos —concluyó Dominique—. ¡Podríamos desaparecer, no haber existido! Tú mismo me explicaste en nuestro primer viaje temporal la importancia de no interferir…

Resultaba irónico que ahora fuese precisamente él quien estuviera convenciendo a Pascal de que su no intervención en las tragedias a las que asistían respondía a un comportamiento ético.

Pero, al fin y al cabo, se trataba de una actitud tan oportunista…

—No te castigues, Pascal. La única posibilidad que tenemos es atravesar la Colmena sin dejar huella. No le des más vueltas.

El Viajero sabía bien que su amigo estaba en lo cierto. Pero aquella convicción apenas redujo la culpabilidad que todavía sentía. Los espíritus condenados se mezclaban en la Colmena de Kronos con muchas presencias que solo suponían un espejismo, mero atrezo sin alma para una recreación vinculada a la realidad. Pascal apenas era capaz de distinguir a unos de otros, y la posibilidad de que el anciano perteneciese a la categoría de sentenciado —por tanto, alguien real por quien sí se podría haber hecho algo— le carcomía. Y es que el Viajero seguía sin asumir las proporciones de un castigo eterno.

—Tú tampoco te has quedado bien, ¿verdad? —preguntó a Dominique, perspicaz.

Se conocían demasiado y, a pesar de que el otro procuraba animarle, la verdad es que tampoco se mostraba precisamente eufórico por haberse salvado de la catástrofe de Hiroshima.

—No —reconoció—. Pero soy mucho más práctico que tú, así que no voy a desperdiciar ni un segundo en algo que es inevitable. Jules necesita toda nuestra concentración, Pascal. Tenemos que estar al cien por cien. Por él.

El Viajero se disponía a contestar cuando percibió en su interior un impulso muy fuerte que le arrastraba hacia una especie de espiral que los apartaría del flujo por el que se desplazaban. Interpretó aquella sensación como la señal que le advertía de que la desembocadura hacia la época que les interesaba —si su sensibilidad hacia la otra Viajera no había fallado— se aproximaba. Avisó a Dominique, y juntos tomaron esa dirección.

Poco después experimentaban en sus cuerpos el ya familiar fenómeno de la succión y, por primera vez, terminaban aterrizando en un escenario que ya conocían: la calle estrecha, el firme asfaltado, las aceras, los edificios de cierta altura a su alrededor…

Acababan de caer en el mismo punto de la ocasión anterior.

Reconocieron Nueva York y, en los vehículos que circulaban por sus calzadas, el momento histórico que les interesaba, final de los años veinte.

Pascal había logrado, de nuevo, conducirlos hasta el espacio y el tiempo en el que se encontraba Lena Lambert. Un gesto de alivio se dibujó en los rostros de los dos muchachos, demasiado conscientes de la importancia de recuperar el tiempo perdido por culpa de la travesura de aquellos fantasmillas, que a punto había estado de costarles muy cara.

La vida de Jules continuaba suspendida al borde de un precipicio en cuyo fondo chapoteaba la oscuridad.

Minutos más tarde, saliendo a la avenida, Pascal y Dominique volverían a encontrarse con el chaval pecoso que vendía periódicos, y repetirían con él la consulta sobre la fecha de aquel presente que los había acogido, confirmando que había amanecido allí el lunes veintiocho de octubre de mil novecientos veintinueve.

—¿Tú crees que nos volveremos a encontrar con los navajeros? —planteó Dominique, preocupado al revivir todo aquello.

Pascal lo descartó.

—No. Ellos tampoco pertenecen a esta época, son criaturas malignas que van moviéndose por la Colmena a la caza de víctimas entre los condenados. Se habrán hartado de buscarnos; lo más seguro es que ya hayan cambiado de momento temporal.

Aunque no podía garantizarlo, claro. Todo era posible.

a

La ausencia de noticias en torno al Viajero les impedía saber si Pascal y Dominique habían superado la amenaza de Hiroshima. Mathieu, nervioso, se entretenía indagando por la red en busca de más información sobre la bisabuela de Jules.

—Anda, mira esto —dijo a su compañero de vigilancia, girando el ordenador.

Edouard se acercó hasta él y se inclinó para ver en la pantalla del portátil una foto en blanco y negro ampliada.

—Es ella, ¿no? —preguntó el joven médium—. Lena Lambert. Bueno, en esa época, Eleanor Ramsfield.

La imagen era de escasa calidad, y en ella se veía a una pareja bastante atractiva sonriendo ante una pequeña mesa de un restaurante de aspecto selecto. Tras ellos, dos camareros aguardaban erguidos, con bandejas en las manos, a que el anónimo fotógrafo terminara su labor. De fondo, otras mesas ocupadas por comensales igual de distinguidos, inmersos en sus propias conversaciones.

—Sí —confirmó Mathieu—, es ella. Y no solo por sus facciones y el pelo. Fíjate en los pendientes en forma de gota y en el collar de plata. Es su firma.

—Joder —al joven médium le había impactado la elegancia de su pose y su vestuario—. Cuánto ha mejorado esta señora. ¿No se supone que era una persona sencilla y sin estudios?

—Años viajando por el tiempo hacen mucho —dedujo Mathieu—. Madame Lambert ha recibido la mejor educación concebible.

—Y es muy lista. Podría llevar las joyas que quisiera, pero solo se adorna con plata.

Mathieu cayó en la cuenta de lo que insinuaba el médium.

—Claro, es el único metal que ahuyenta al Mal.

—Eso es. Ella sabe que a lo largo de sus viajes se encontrará con seres malignos. Y va preparada; al menos, dentro de sus posibilidades.

—Si ha sobrevivido cien años de nuestro tiempo allí, está claro que sabe defenderse.

—O esconderse. Daphne siempre decía que la estrategia más inteligente no es la que te permite vencer los obstáculos, sino evitarlos.

Mathieu procuró asimilar aquellas sabias palabras.

—Creo que Lena Lambert le hubiera caído bien a tu maestra.

—Yo también lo creo —Edouard se fijó en la foto—. Y el caballero que la acompaña es Patrick Welsh, supongo.

—Eso es. ¿Te has fijado en el pie de foto?

Edouard lo hizo en ese instante:

—«El lujo declinante —leyó en voz alta—. El día ocho de octubre, Mr. Welsh acudirá a comer a su restaurante favorito, el Lodge's, todavía ajeno a la brusca caída que sus acciones iban a sufrir esa misma tarde».

—Todo cuadra —explicó Mathieu—. Por la mañana conoce a Eleanor Ramsfield, supongo que en el Club Saint Joseph, y la invita a comer ese mismo día.

—¡Entonces podemos dar al Viajero un dato mucho más concreto para que encuentre a Lena Lambert! —exclamó Edouard, emocionado.

—Será muy útil… si han logrado salir de Hiroshima —Mathieu ponía cara de circunstancias.

Los dos se miraron, indecisos acerca de lo que debían hacer.

—Pascal no ha vuelto a dar señales —Edouard se mostraba vacilante.

—La cuestión es si tú tienes capacidad para iniciar la comunicación con él.

El médium resopló.

—Me estás diciendo que no esperemos a que él se ponga en contacto con nosotros…

Mathieu asintió.

—Lo que hemos averiguado es demasiado importante para perder tiempo. ¿Puedes hacerlo?

—No sé si tengo la energía suficiente, y también depende del momento y el lugar en que él se encuentre.

—Si han conseguido escapar de Hiroshima, el lugar ya lo sabemos: la Colmena de Kronos, y él sí se ha estado comunicando con nosotros desde allí. En cuanto al momento… eso es imposible de adivinar.

El médium se pasó una mano por el cabello que le caía sobre la frente, reflexivo.

—Bueno, podemos intentarlo —aceptó—. ¿Tenemos aquí algo que pertenezca a Pascal?

Mathieu buscó entre los bultos que todo el grupo había dejado en aquel vestíbulo. Pronto encontró un jersey que el Viajero había terminado descartando a la hora de organizar su equipaje para el desplazamiento por el Más Allá.

—¿Servirá?

—Sí, es perfecto. Dámelo, necesito tocarlo mientras intento contactar con él.

—Toma —se lo tendió.

—¿Tienes la dirección de ese restaurante?

—A ver… —Mathieu, volviendo a su sitio, se puso a teclear a toda velocidad; si en efecto se trataba de un lugar famoso en los años veinte, seguro que venía algún dato sobre él.

—Aquí lo tengo —señaló, triunfal—. Debe de estar cerca del club, pues también se encuentra en la Séptima Avenida. En el cruce con la calle cincuenta y dos.

Edouard se acomodó en su silla, cerró los ojos y se indujo el trance mientras acariciaba la prenda de Pascal.

En el peor de los casos, si el médium no lograba localizar al Viajero, les aguardaba una insoportable incertidumbre, provocada por la ignorancia en torno a la razón por la que la comunicación no se había producido: podía deberse a una insuficiencia en la energía de Edouard, a que Pascal se encontrase en una situación comprometida que le impidiese responder… o a que tanto él como Dominique se hubiesen visto atrapados en la masacre nuclear de Hiroshima.

La última opción suponía su final definitivo… y el de Jules.

a

Suzanne gritó que no podían continuar con aquello y se abalanzó sobre Justin. Este, sorprendido ante la maniobra de la chica, perdió el equilibrio. Los dos cayeron al suelo y empezaron a rodar entre las tumbas, alejándose del camino en el que continuaba el monovolumen, mientras proferían gritos y se lanzaban golpes.

Marcel echó a correr hacia ellos tras hacer un gesto a Michelle, que aprovechó para sacar su pistola. Justo en ese momento, se oyó la detonación apagada de un arma dotada de silenciador, lo que coincidió con la súbita interrupción de la pelea.

Había sido un disparo.

Un disparo que tenía que proceder de la pistola de Justin.

¿Habría herido a alguien?

La respuesta a aquel interrogante no se hizo esperar: a los pocos segundos, el rubio se levantaba trabajosamente, sacudiéndose el polvo de la ropa al tiempo que apuntaba con su arma, que no había soltado en ningún momento, al forense. Marcel se había visto obligado a frenar en seco cuando ya casi estaba sobre ellos, pero no le importó. Su verdadera intención era distraer a Justin para que Michelle dispusiera de libertad de movimientos.

Y lo había conseguido.

Suzanne no reaccionaba, por el contrario. El cuerpo de la chica, inmóvil, se mantuvo en la posición contorsionada en la que el final de la lucha lo había dejado.

Estaba muerta, su rostro girado con los ojos abiertos y la boca en una tenue pose de suspiro. Michelle, que se había ido aproximando desde un lateral, distinguió en su pecho una mancha oscura que se iba extendiendo con la lentitud pastosa de la sangre.

Le costó comprender que contemplaba un cadáver. Tan solo hacía unos segundos estaba tan viva…

¿Por qué la bala no había alcanzado a ese cabrón fanático que continuaba en pie?

—Ahora sí te has caído con todo el equipo, chico —anunció el Guardián, con el semblante congestionado por la furia—. Has asesinado a tu compañera. Te la has cargado.

Justin, que aún no se había percatado de que Michelle, más atrás, portaba un arma, se permitió mantener su prepotencia:

—La mala suerte la habéis tenido vosotros —dijo—. Este… «contratiempo» me obliga a tomar otras medidas respecto a vosotros. No conviene dejar testigos…

A pesar de la amenaza implícita en aquellas palabras, ni el forense ni Michelle sintieron miedo. Y es que no podían creer lo que escuchaban. ¿Lo único que suponía para ese tipo haber matado a Suzanne era un mero contratiempo? Justin se estaba revelando como un auténtico psicópata, cuyos instintos, paradójicamente, salían a la luz bajo las circunstancias más sórdidas que pudieran concebirse.

Crimen y muerte dentro de un cementerio en plena noche.

—¡No te muevas ni un milímetro! —Michelle entraba en escena aprovechando un gesto de Justin, que había apartado por un instante el arma del forense—. ¡Y ahora tira la pistola, gilipollas!

El chico, sorprendido, se había quedado clavado en su postura. Veía por el rabillo del ojo el arma que la chica sostenía entre las manos con una inesperada firmeza y que, por primera vez, le hizo sentir que perdía el control de la situación.

Aquella impresión no le gustó. ¿De dónde había sacado ella esa pistola?

—Voy a volver a apuntar a tu amigo —advirtió disponiéndose a mover el brazo armado—. No serás capaz de disparar, guapa.

El forense había quedado en una posición demasiado expuesta: no tenía a su alcance ninguna tumba tras la que protegerse, y si echaba a correr, provocaría un peligroso tiroteo.

En esos instantes había que conducirse con suma cautela.

Michelle, mientras tanto, sufría tal presión en su interior que le parecía como si todo su cuerpo fuese a estallar en cualquier momento. El tacto con la pistola le quemaba en las manos de puro miedo, y a pesar de su pequeño tamaño, le pesaba cada vez más.

Pero luchaba por fingir, por camuflar su temor ante la dimensión de lo que había en juego, de lo que se iba a decidir en los próximos segundos en función de sus propias decisiones.

Tanta responsabilidad… Ni tan siquiera podía secarse el sudor que resbalaba por su frente.

«Si me avisa de lo que va a hacer, es que no tiene tan claro que yo no vaya a disparar», se dijo infundiéndose ánimo. «Al igual que yo aparento, él tampoco está tan seguro de sí mismo».

—Prueba, Justin —terminó contestando, sin dejarse amedrentar—. Pónmelo fácil; no sabes las ganas que tengo de pegarte un tiro.

Justin soltó una carcajada, aunque en ella se percibía una convicción cada vez más trémula.

—¿Has matado a alguien alguna vez, niña? Es algo que te perseguirá siempre…

—Bastante nos has perseguido tú ya —intervino Marcel—. A la menor duda, dispara, Michelle. El lo hará contra nosotros en cuanto pueda. No tendrá piedad.

Entonces Bernard, que empezaba a despertar, emitió un gemido que distrajo fugazmente a Michelle, lo que aprovechó Justin para alzar el brazo e intentar disparar al forense.