30

—Ya me has oído, Justin. Apártate de ella.

Marcel, muy erguido, no alteraba la súbita agresividad de su semblante, aunque no podía aproximarse más por la barrera que suponía el grandullón que lo inmovilizaba. Bernard lo contenía con la hoja del machete presionando su garganta.

Cualquier movimiento brusco por parte del Guardián provocaría que el gigante lo degollase.

Las circunstancias, desde luego, no mejoraban. Simplemente, se habían detenido en un punto a partir del cual se abrían diferentes posibilidades. Todavía podía pasar de todo, y los cinco parecían intuirlo, lo que se traducía en una parálisis general.

Y es que todos temían perder el control de la situación y que el enfrentamiento desembocara en actuaciones irreversibles. La guerra continuaba, a pesar de la inferioridad de condiciones en que se encontraban Marcel y Michelle.

Justin, desde su posición junto a la chica, persistía de todos modos en mantener su sonrisa de suficiencia, aunque se trataba de un gesto que había perdido naturalidad. A su espalda, además, intuía la mirada desaprobadora de Suzanne, lo que no contribuía a afianzar su impresión de poder.

No, el rubio ya no se sentía tan seguro. Pasó a observar a Michelle, cuyos ojos conservaban su actitud desafiante. Le admiró no haber conseguido provocar en ella ningún atisbo de miedo. ¿Cómo era posible semejante aplomo a esa edad? Ignoraba lo mucho que ya había sufrido Michelle, y todo lo que —más allá de su propia vida— todavía había en juego.

Los cazavampiros, para Marcel y ella, constituían una mera anécdota a pesar de su inesperada capacidad de inmiscuirse.

Justin apoyó el cañón de la pistola en la barbilla de Michelle mientras acercaba su rostro al de ella.

—No estás tan buena, ¿sabes?

Michelle ni pestañeó; se limitó a sostener su mirada con insultante indiferencia, una pose destinada no solo a ocultar el asco que sentía por aquel individuo, sino también la angustia que le provocaba el arma escondida bajo su ropa. Había faltado muy poco para que Justin notara el pequeño bulto de la pistola en torno a su cintura. Aún podía hacerlo.

«Joder con esta tía», pensaba él mientras tanto. «Es fría como el hielo».

Se separó muy lentamente. Solo entonces se permitió Michelle un leve suspiro.

La tensión seguía dominando el ambiente. A muy poca distancia, el monovolumen permanecía quieto y silencioso. ¿Qué estaría sucediendo en su interior?

Pronto lo averiguarían…

El rubio se dirigió al gigante sin dejar de apuntar con el arma a sus contrincantes en la caza del monstruo.

—Bernard, ¿ocultaba algo el doctor?

—Ahora está limpio. Le he encontrado esto.

Le tendió a Justin un pequeño mando a distancia, que el otro estudió con detenimiento.

—Doctor Laville —empezó—, ¿me va a explicar por qué nos había ocultado algo tan inofensivo? ¿Qué es?

Marcel se arrepentía ahora de no haber aprovechado para pulsar el botón que levantaba la compuerta trasera del mono-volumen, una maniobra que habría permitido escapar a Jules de aquellos locos. Pero se había resistido a hacerlo antes de agotar todas las posibilidades porque, en el fondo, la fuga del chico implicaba al mismo tiempo su sentencia: si lo perdían esa noche, ya no habría margen para encontrarlo antes de que el proceso vampírico se completase.

Y Marcel no sabía cuál de las dos perspectivas era peor.

—Es el mando que controla el bloqueo del monovolumen —aclaró, apático—. El que hemos utilizado para dejar encerrado a… nuestro visitante.

—Habrá que tener cuidado con este aparato, entonces —contestó Justin, guardando en uno de sus bolsillos la pequeña pieza—. No vayamos a dejarlo escapar, ¿verdad?

Ahora que se había superado el momento crítico, Suzanne, algo más atrás, asistía a su propio conflicto interno. Se sintió fatal por no haber reaccionado cuando aún era imprevisible hasta dónde estaba dispuesto a llegar Justin en su oscuro acercamiento a la adolescente. ¿Qué habría pasado si no se hubiese detenido? ¿Se habría limitado Suzanne a desempeñar su patético papel de testigo, sin osar entrometerse, mientras Justin consumaba su abuso sobre la chica? La suciedad de todo aquello la salpicaba.

¿Hasta ese lamentable nivel de sometimiento se había dejado conducir durante años?

Se hallaba inmersa en la peor noche de su vida. Y solo ahora descubría que Justin era capaz de cualquier cosa. ¿Cómo había estado tan ciega? Enamorada de él, lo había idealizado.

Aquel hombre la había arrastrado hasta allí. Y lo peor era que la pesadilla todavía no había terminado.

—¿Seguro que no hay algo que te pueda ofrecer a cambio de que olvides lo que hay en el monovolumen? —volvió a intentar el forense, suavizando la voz.

La vía de la negociación no se había agotado.

—Doctor Laville —Justin jugueteaba con su pistola—, tanto interés por su parte, y tanto secreto. Pero ¿qué coño pasa aquí? Puedo intuir de dónde ha salido esa criatura, pero… ¿de qué modo está implicado usted? ¿Y qué pintan los chicos que le acompañan? Tal vez si me explicara en lo que anda metido…

Justin ardía en deseos de acabar con el vampiro; aquella conversación de madrugada en pleno cementerio empezaba a incomodarle. Sin embargo, sabía que en cuanto matasen a la criatura perdería la posibilidad de enterarse de lo que se ocultaba tras su existencia.

Y eso también le interesaba.

Tenía que conseguir aquellos datos en ese lapso de tiempo, en ese pulso que ahora mantenían y que hacía concebir al médico unas esperanzas que Justin se encargaría de destruir.

Marcel y Michelle, mientras tanto, intercambiaban miradas indecisas. Nada podía garantizar que Justin cediera, pero quizá si contemplaba la alternativa de que la criatura que habían apresado esa noche no era completamente inhumana, resultase factible negociar con él.

A fin de cuentas, lo que buscaba aquel grupo de fanáticos eran vampiros puros. Y Jules no era sino una víctima más del verdadero monstruo, un ser perverso ejecutado ya conforme a rituales ancestrales.

Bernard aprovechó esos instantes de titubeo para alejar el machete del cuello de Marcel. El Guardián lo agradeció para sus adentros, pues ganaba capacidad de maniobra.

—¿Nos lo va a contar o no? —Justin se impacientaba.

—Hablar no va a empeorar las cosas —intervino entonces Suzanne, adelantándose—. Hágalo.

Justin pareció contento de la intervención de ella. Aguardó a ver si alguno de los dos prisioneros se decidía, por fin, a compartir el secreto.

Suzanne, las manos ocupadas con los objetos de los que se habían desprendido los prisioneros, se esforzaba por disimular su curiosidad, auténtico detonante de las palabras que acababa de pronunciar. Y es que, antes de continuar, necesitaba conocer la naturaleza del ser capturado. Aspiraba a que aquella información le permitiese entender los episodios anteriores que no cuadraban en torno al comportamiento del monstruo.

Antes de proceder a eliminar al vampiro, tenía que superar su incertidumbre. No participaría en su sacrificio si no estaba convencida, por muy agresivo que se pusiera Justin.

—De acuerdo —aceptó Michelle, poco después, tras orientar sus pupilas hacia Marcel una última vez—. Hablaremos.

Lo que había convencido a la chica eran los ojos ávidos de Justin, que no hacían más que dirigirse hacia el Chrysler. Disponían de poco tiempo antes de que esos fanáticos se lanzaran contra Jules. Michelle se dio cuenta. Y había que evitarlo a toda costa.

Al final, la propia estrategia del forense había dejado indefenso al chico frente a sus potenciales asesinos.

a

Pascal y Dominique empujaron la puerta forzada y surgieron de un salto en medio del callejón. La persona que se aproximaba, un anciano canoso de extrema delgadez y rostro enjuto, apenas tuvo tiempo de dar un respingo antes de encontrarse cara a cara con aquellos extranjeros que se abalanzaban sobre él.

—Ni una palabra —le susurró Pascal al viejo, que había encogido su cuerpecillo huesudo, mientras Dominique se colocaba junto a la víctima y apoyaba el filo de la espada romana en su pecho.

El anciano, aterrorizado, no hacía más que asentir repitiendo hasta la saciedad el ruego de que lo dejaran marchar.

—¡Cállese! —insistió el Viajero, pendiente de los alrededores.

—Rápido, Pascal —Dominique no dejaba de mirar hacia el cielo, como si ya pudiese distinguir la amenazadora silueta del Enola Gay—. ¿Hacia dónde tenemos que ir?

Pascal consultó la piedra transparente y alzó la vista para comprobar el rumbo.

—No hay duda —comunicó—. Tenemos que dirigirnos hacia el puente sobre el río.

El Viajero rezó por que la salida de esa época se encontrase cerca de allí. Y es que la piedra marcaba la dirección a seguir, pero no una distancia concreta.

—El… el puente Aioi —susurró el viejo, señalándolo—. Allí. Déjenme ir.

Ignoraron sus palabras y, sujetándole con fuerza, le hicieron comprender que a partir de ese momento debía limitarse a caminar a buen ritmo. Dominique, presa de la excitación, casi lo llevaba en volandas.

—¿Cuánto tiempo tenemos? —quiso saber, embalado hacia la avenida que conducía al objetivo.

—Calculo que alrededor de unos veinticinco minutos antes de que todo esto se convierta en un infierno —Pascal se dio cuenta de lo rigurosa que había sido su comparación, y sintió un escalofrío.

Salieron del callejón y su avance fue pronto detectado por la gente que se movía en las inmediaciones. Sus ropas y sus facciones resultaban demasiado llamativas.

Se escucharon los primeros gritos, un lloriqueo infantil; algunos vehículos se detuvieron. La súbita aparición de aquellos dos jóvenes occidentales que arrastraban a un rehén corrió como la pólvora, quebrando la rutina de esa zona de la ciudad que despertaba. Los civiles se apartaban sin dejar de mirarlos, asustados, mientras que un grupo de soldados, percatándose de lo que ocurría, comenzó a correr hacia ellos gritando órdenes.

Ellos fingieron no escuchar nada, no entender.

Uno de aquellos militares que se aproximaban disparó al aire y varios adultos, al paso de los dos chicos, obligaron a un montón de niños a refugiarse dentro de una casa.

Todo el mundo se apartaba de su camino, atemorizado.

Pascal y Dominique se sintieron como apestados.

—Aquí somos los malos —observó Dominique, con la respiración entrecortada—. Me siento fatal haciendo esto. No estoy acostumbrado a dar miedo.

Se veía tan inocente a aquella gente…

El Viajero compartía esa percepción, pero las circunstancias solo habían dejado margen para ese último recurso. Se trataba de sobrevivir.

—Pronto nos habremos ido y todo esto será un simple recuerdo —animó a su amigo—. Por lo que más quieras, no te pares.

Sobrevivir. Lo que no haría ninguno de cuantos se hallaban cerca de ellos. Pascal contempló a varios niños, a otros chicos de su edad que avanzaban en bici algo más lejos, tal vez en dirección a la escuela… Incluso a una embarazada. Resultaba angustioso asumir que debían dejar que todas aquellas personas muriesen minutos después, y de una forma tan espantosa.

Por no hablar de las decenas de miles de heridos abrasados que quedarían mutilados de por vida, y de los que morirían en los meses próximos por los devastadores efectos de la radiación.

—Estamos en pleno epicentro de la explosión —pensó Pascal en voz alta—. Aquí no quedará nada en pie, todo será arrasado por la onda expansiva salvo la estructura del edificio de la cúpula. Qué masacre.

Faltaba muy poco para que aquel aire que respiraban estallase en llamas, generando tal calor que todo metal se derretiría. Los seres humanos atrapados en la zona cero se disolverían.

Pero, a pesar de la certidumbre de ese desastre, Pascal y Dominique no se detenían. Condenándose ellos, no salvarían a nadie, y lo sabían. Los dos lanzaban miradas ansiosas al puente hacia el que continuaba dirigiéndolos la piedra transparente, como si de ese modo pudieran reducir la distancia que los separaba de él.

Nunca un tramo tan corto se hizo tan largo.

Dieciocho minutos.

—Bueno… El juego se complica —murmuró Dominique, aumentando la velocidad de sus zancadas hasta que un tropiezo del viejo casi le hizo perder el equilibrio—. Los soldados nos van a alcanzar.

Sin embargo, el mayor obstáculo tomó forma ante ellos: una barrera de unos veinte militares bloqueaba su recorrido.

Ahora estaban rodeados.

Quince minutos.

a

Michelle acababa de terminar su explicación, matizada de vez en cuando por indicaciones del propio forense. En un tono que dejaba claro el desprecio que experimentaba hacia sus oyentes, la chica había insistido sobre todo en los indicios que hacían suponer que la identidad de Jules Marceaux aún no había sido anulada en su totalidad por la infección vampírica, como el hecho de que, a pesar de las agresiones llevadas a cabo, el joven gótico todavía no había mordido a nadie. Así contribuyó, sin saberlo, a alimentar los titubeos de una silenciosa Suzanne.

Porque la hippie continuaba albergando dudas en ese sentido: no lograba encontrar dentro de ella la resolución necesaria como para seguir a Justin hasta el final de aquella historia que, cada vez más, le parecía una simple locura.

Una locura en la que llevaba inmersa años. Años de incomprensible estupidez contra los que, llevada de su enfado, intentaba rebelarse sin encontrar la valentía necesaria.

Suzanne procuraba evitar ahora que sus ojos trasluciesen aquella vacilación de última hora. Justin estaba tan crecido que sintió miedo al imaginar su reacción si alcanzaba a enterarse de lo que estaba pensando ella.

—Interesante —comentó el rubio por fin—. Pero inútil. ¿Dejar en vuestras manos a un ser que dentro de muy poco será un vampiro pleno? Me temo que no va a ser posible. Lo siento.

—¡Nosotros sí podemos detener su proceso! —saltó Michelle, harta de aquella prepotencia—. ¡Vosotros solo sois unos carniceros! ¡No tenéis ni idea de nada, joder!

Marcel la miró, comprensivo, mientras su mente buscaba con desesperación alguna salida. Al grupo de fanáticos no le habían contado nada de la Puerta Oscura ni de la existencia del Viajero, pues era demasiado arriesgado hacerles partícipes de semejante información. Como consecuencia, no podían explicar el modo en que se disponían a curar a Jules.

La actitud de Michelle solo había provocado que la sonrisa de Justin se ensanchara en una mueca despectiva.

—Así que vosotros sois tan inteligentes que podéis salvar a vuestro amigo… Pero qué emotivo, niña. ¿Y cómo se supone que se hace eso? Yo creía que la mordedura de un vampiro no tenía antídoto…

Michelle dirigió al forense un ademán cargado de impotencia. Pero era inútil: ambos sabían ya que, incluso compartiendo con ellos el secreto de la Puerta Oscura —y contando con que aquella pandilla se lo creyese—, no convencerían a Justin de que les cediera a Jules. Lo que a ese tipo le obsesionaba era acabar con el presunto vampiro; en sus ojos exaltados, lo único que se distinguía era el velado brillo de la mirada de un verdugo.

Solo aspiraba a ejecutar a Jules. Sin piedad.

—¿No contestas, Michelle? —Justin insistía—. ¿No me vas a explicar cómo le curaréis?

A Suzanne también le costaba contemplar como factible la posibilidad de salvar a la criatura, pero el hecho de conocer su nombre —Jules Marceaux— le otorgaba a sus ojos un rasgo añadido de humanidad que complicaba aún más las cosas.

—Bernard —llamó Justin al gigante.

El aludido, con el machete en la mano, se volvió hacia él.

—¿Qué necesitas?

El rubio mantenía su arma apuntando a los prisioneros.

—Ha llegado el momento de comprobar qué tenemos en el monovolumen; así saldremos de dudas. Acércate hasta allí.

Bernard mostró un fugaz instante de titubeo, pues conocer lo que aguardaba en el interior del vehículo le provocaba escalofríos; pero terminó decidiéndose y comenzó a caminar hacia el Chrysler.

El silencio era absoluto, nadie hablaba. Todos seguían con la mirada el avance algo inseguro del gigante entre las tumbas, que iba frenando su ritmo conforme se aproximaba a su destino.

Una vez junto al vehículo —que, oscuro y quieto en medio de la noche, resultaba de lo más siniestro—, Bernard se detuvo y se giró, esperando nuevas instrucciones. No hacía más que mirar por encima del hombro, como si el monstruo pudiera atravesar de improviso la carrocería del Chrysler y atraparlo.

Justin enfocó con sus agudas pupilas al forense.

—¿Cómo conseguirá nuestro amigo ver el interior del monovolumen?

Marcel asintió.

—En los laterales hay una pequeña abertura con cristal corredero. Desde ahí controlará lo de dentro sin correr riesgos.

Justin transmitió las instrucciones, y Bernard, entre suspiros de resignación, dio unos pasos más hasta situarse a uno de los lados del monovolumen. Próximo al techo, sobre las ventanillas, el gigante localizó lo que buscaba.

Alzó las manos para empujar la pequeña plancha de vidrio, pero se detuvo en el último momento, dudando. Y eso que la abertura solo tenía unos doce centímetros de anchura y apenas veinte de longitud.

Sin embargo, Bernard sentía como si estuviese a punto de asomarse a la jaula de una terrible fiera. Se veía abrumado por un miedo tan intenso que le agarrotaba las manos.

No conseguía respirar de la tensión que soportaba, y estaba a punto de sufrir un ataque de ansiedad. Procuró calmarse, sin éxito.

El vehículo permanecía inmóvil, aunque un olor extraño, amenazante, lo rodeaba.

—¿Por qué no vas tú, si tanto interés tienes? —soltó Suzanne a Justin en ese instante, asombrada de su propia audacia.

Al chico le mudó el color del rostro. La chica estaba jugando con fuego; él no le perdonaría aquella insolencia.

—Pero a ti qué coño te pasa ahora —respondió—. ¿No ves que estoy vigilando a nuestros prisioneros? Deja de decir tonterías.

¿Vigilando a los prisioneros? «Ya», pensó ella, «como si eso no pudiera hacerlo yo».

—¡Bernard, no tenemos toda la noche! —gritó Justin, cada vez más agresivo.

El gigante colocó una de sus manazas sobre el diminuto relieve que le permitiría impulsar el rectángulo de cristal. Se detuvo una vez más, intentando en vano frenar los desbocados latidos de su corazón.

¿Había escuchado algo al otro lado de las ventanillas?

A continuación, sin pensarlo más, empujó y, emitiendo un sonido seco, la placa tintada empezó a deslizarse hacia atrás, dejando a la vista el comienzo de un reducido espacio.

Una hedionda vaharada le alcanzó en el rostro. Un aliento a putrefacción.

a

No habían tenido más remedio que parar. Tampoco era viable retroceder, tanto por la presencia de los otros soldados, que cerraban la retaguardia con sus fusiles amartillados, como por la falta de tiempo. Un solo paso atrás suponía la muerte.

Ante la multitud de armas que los encañonaban, Dominique había alzado el filo de su espada hasta rozar la garganta del anciano, que emitió un gemido asustado. Ni siquiera en aquellas circunstancias logró desembarazarse del molesto sentimiento de culpabilidad que arrastraba junto al Viajero desde que salieran de su escondite. Pero el instinto de supervivencia —aunque fuese como muerto— resolvía con eficacia las vacilaciones.

Dominique se jugaba su futuro.

—Solo pretendemos llegar hasta el puente —explicó Pascal en voz muy alta, cobijado también tras el anciano—. Después, soltaremos a nuestro rehén.

Nadie decía nada ni se movía. A lo sumo, algún gesto de sorpresa ante lo bien que parecían dominar el idioma japonés aquellos occidentales.

Doce minutos.

—No le haremos ningún daño —recalcó Pascal, devorado por una impaciencia que podía terminar en una letal lluvia de balas—. Lo único que queremos es llegar hasta el puente. Nada más.

—Soltadle —exigió uno de los militares, el que debía de ostentar la más alta graduación, a juzgar por su uniforme.

El Viajero contuvo un gesto de hastío. ¿Pero es que no le habían escuchado?

Diez minutos. Y ni siquiera estaba seguro de que la ubicación exacta del acceso a la Colmena de Kronos estuviese en el puente Aioi. La cosa se estaba poniendo muy fea.

El semblante rígido de Dominique atestiguaba que él pensaba lo mismo.

—A lo mejor piensan que vamos a volarlo —sugirió el chico, con la voz estrangulada por los nervios.

Pascal aceptó aquella teoría, así que, a la desesperada, se separó del prisionero y, sin acelerar sus movimientos, separó los brazos del cuerpo.

—No llevamos explosivos —aclaró—. Por favor, dejadnos pasar.

Nada. Esa barrera de militares seguía sin disolverse. Al menos, tampoco el oficial al mando se decidía a ordenar que abriesen fuego contra ellos, lo que ya era un avance.

En el fondo, aquella ausencia de reacción por parte de los soldados tenía sentido en medio de la absurda situación que estaban viviendo. En plena guerra, dos occidentales aparecían en la zona más céntrica de la ciudad y se empeñaban en ir a un puente mientras amenazaban a un civil.

Debía de resultar todo tan increíble…

Lo más trágico era que daba igual. No quedaría ni un testigo vivo que pudiera relatar más adelante aquel excepcional episodio.

La bomba atómica devastaría vidas, escenarios y memorias.

Pascal sudaba copiosamente. Vio como única opción la amenaza directa de muerte.

—Lo soltaremos cuando estemos en el puente —insistió el Viajero—. Si no llegamos hasta él —tocaba tirarse el farol—, lo mataremos. No vamos a negociar.

Pascal hizo un gesto a su amigo y ambos, escudándose tras el anciano, comenzaron con lentitud a caminar en dirección a la barrera de soldados. A su espalda, los otros militares los siguieron.

¿Quién ganaría aquel pulso?

—No pares en ningún momento —le susurró Pascal a Dominique, consciente de que, si flaqueaban un solo instante en su determinación, su credibilidad se arruinaría y, con ella, la posibilidad de alcanzar el objetivo.

Ocho minutos.

Los cruces de miradas lo decían todo. El oficial, sin pestañear, calibraba la resolución del Viajero apurando los últimos instantes antes del contacto.

Dudaba.

Cada paso, tan parsimonioso, suponía una agonía cuando se percibía la muerte próxima en el tiempo… y en el espacio. Dominique experimentaba unas ganas inmensas de quitarse de encima al viejo y salir en estampida hacia el puente, pero sabía que no podía hacerlo. Había que aguantar, soportar aquella pausada marcha mientras uno creía escuchar el avance inexorable de las agujas del reloj.

Y el creciente ronroneo de los motores de un avión.

Seis minutos. El comienzo del puente quedaba a unos setenta metros.

Por fin, el oficial claudicó. Hizo un gesto y sus hombres comenzaron a apartarse, formando un pasillo por el que los occidentales y el rehén se adentraron.

—¿Aceleramos? —Dominique no podía más.

—Poco a poco —indicó Pascal, mientras se secaba el sudor de la frente—. Recuerda que nos están apuntando por detrás. Un malentendido y la hemos jodido.

A través de ese gradual aumento de ritmo, pronto recuperaron una velocidad razonable —el Viajero ayudaba a Dominique para arrastrar al exhausto anciano—, seguidos muy de cerca por el grupo de militares. Quedaban ya menos de cinco minutos, y la piedra transparente iba intensificando su brillo.

Pascal casi no respiraba. Si la puerta de la Colmena no se encontraba en el mismo puente, estaban perdidos.