Los dos permanecían sentados, en silencio. Edouard, con la mirada perdida en el infinito; Mathieu, siguiendo con los ojos el avance de un pequeño insecto.
—¿Cómo les estará yendo en Pere Lachaise? —se preguntó el segundo en voz alta.
—El problema en estos casos es que uno nunca sabe cómo interpretar la ausencia de noticias —reconoció Edouard, volviendo de su ensimismamiento—. ¿Es buen o mal síntoma? Quién sabe…
—A lo mejor, ni lo uno ni lo otro. No hay novedades y punto.
—Es posible; aún queda mucha noche. De todos modos, será mejor que subamos al vestíbulo. Llevamos un buen rato aquí y necesitamos cobertura por si nos llaman al móvil…
—O por si Pascal decide volver a ponerse en contacto con nosotros —terminó por él Mathieu, pendiente de tener acceso a Internet—. ¿Crees que habrán conocido ya a Lena Lambert?
El médium se encogió de hombros, mientras se dirigía a la puerta.
—Otra pregunta sin respuesta —contestó—. Pero más vale que no tarden mucho en hacerlo. Si Marcel y Michelle consiguen traer a Jules pero no contamos con la sangre de la Viajera, de nada habrá servido ese viaje al Más Allá.
—En realidad, de nada habrá servido… traer a Jules.
Esas palabras sonaron aún peor, muy duras en medio del clima de incertidumbre que se vivía entre los tabiques del palacio. La sensación de desconexión con la realidad era tal dentro de aquel edificio —el silencio imperante, la propia arquitectura del lugar o la extraña luz eran factores que apartaban del mundo—, que uno experimentaba bajo su techo la impresión de quedarse al margen de lo que estaba sucediendo de puertas afuera.
Sin el antídoto, contar con la presencia del joven gótico solo serviría para asistir en directo a su propia agonía.
Mathieu y Edouard alcanzaron la escalera que conducía a los niveles superiores del palacio, y comenzaron a subir los peldaños. Edouard, antes de abandonar el sótano, dirigió a la Puerta Oscura un significativo gesto de desconfianza que Mathieu llegó a vislumbrar en medio de la penumbra reinante.
Una vez en el amplio recibidor al que las esculturas seguían asomándose desde las hornacinas abiertas en las paredes laterales, se acomodaron en algunos de los sillones preparados para las reuniones de todo el grupo.
—Es dura tu amiga —comentó Edouard.
—¿Te refieres a Michelle?
—Sí. Teniendo en cuenta que hoy mismo ha sufrido la agresión de ese gigante cazavampiros, la he visto muy entera.
Esa observación trajo también a la memoria de Mathieu el secuestro que su amiga había sufrido a manos de un no-muerto meses atrás, un suceso sobrecogedor que él no había podido ni intuir conforme ocurría porque por aquel entonces no estaba al corriente del secreto de la Puerta Oscura.
—Ella es muy fuerte —confirmó—. Siempre lo ha sido, la verdad. Aunque a veces podría mostrarse menos dura.
—¿En qué sentido?
—Pascal está enamorado de ella hace tiempo. Forman una buena pareja; es una lástima que lo de Beatrice, aunque haya sido muy doloroso para Michelle, pueda arruinarlo todo.
Edouard asintió.
—¿Lo has hablado con ella?
—No. Es algo entre ellos dos. No estoy seguro de que sea una buena idea entrometerse.
—Tal vez Michelle no sienta lo mismo por Pascal…
—Lo dudo. Michelle es muy prudente, y si llegó a apostar por esa relación, está claro que siente algo por él que va más allá de la amistad.
No continuaron la conversación. El médium irguió la cabeza mientras hacía un gesto para que Mathieu interrumpiera sus palabras, una reacción que solo podía significar una cosa: el Viajero volvía a dar señales de vida… desde la muerte.
—¿Qué está ocurriendo? —Suzanne había captado el cambio de actitud en el forense y la chica, a pesar de la distancia que los separaba—. Se han quedado mucho más quietos.
Justin entornaba los ojos para captar cada detalle. Ahora apenas lograban verlos, pues se habían agazapado entre los árboles casi a ras de suelo.
—Es cierto —convino en un susurro—. Algo han debido de escuchar, así que vamos a imitarlos. Puede que esté llegando nuestro invitado, no es cuestión de espantarlo.
Por primera vez, ahora que se aproximaba el momento clave, Suzanne se percató de que no deseaba que la criatura acudiese a aquella emboscada. Su aparición solo provocaría en ella un nuevo dilema: actuar o no contra el vampiro, si llegaba la ocasión.
La única alternativa que se le ocurría para conservar su conciencia tranquila era mantenerse apartada, pero era evidente que semejante opción no estaba a su alcance. Si fracasaban en su misión y Justin llegaba a intuir que había sido culpa de Suzanne, ella lo pagaría caro. Y a pesar de sus dudas, la chica no estaba dispuesta a arriesgar su integridad por aquel misterioso ser.
—Estad preparados —avisó Justin desde su posición—. Es posible que tengamos que intervenir muy pronto. Dejaremos que capturen a la criatura, y a mi señal nos acercaremos por detrás para sorprenderlos. Si la trampa de ellos falla, iremos directamente contra el vampiro.
A pesar de la advertencia, lo cierto es que ninguno de los tres lograba atisbar nada en el ambiente sombrío que dominaba el cementerio. Eso no les hizo relajarse; conocían bien la extraordinaria capacidad vampírica de moverse en la noche.
Los vendajes que cubrían parte del rostro de Justin atestiguaban el riesgo de subestimar el peligro de la oscuridad.
Pascal ya se encontraba inmerso en su proceso de concentración cuando se oyó una especie de alarma general que iba recorriendo las calles de la ciudad. Dominique, intrigado, se asomó con discreción intentando averiguar lo que ocurría, pero no distinguió nada revelador salvo varias personas que aceleraban el paso. El edificio de la cúpula era ahora un hervidero de gente.
Dominique volvió a ocultarse rápidamente dentro del local.
—Al menos he descubierto un reloj —comunicó a su amigo, aun a sabiendas de que Pascal no podía contestarle en ese preciso instante—. Son las siete de la mañana. Eso sí, seguimos sin tener ni idea de en qué ciudad estamos. No creo que se trate ni de Tokio ni de Pekín; imagino que esas capitales serían ya mucho más grandes en esta época.
Mientras el Viajero procuraba establecer comunicación con el mundo de los vivos, Dominique se devanaba los sesos intentando adivinar qué infierno había creado el ser humano en Oriente durante la primera mitad del siglo XX que justificara aquella escala en la Colmena de Kronos. Se esforzó por recordar si esos países habían sufrido algún tipo de dictadura cruel, por ejemplo. Aunque no llegó a ninguna conclusión convincente, se quedó en su cabeza la desagradable sensación de que en realidad sí conocía el dato que buscaba. ¿Tan obvia resultaba la solución que no caía en ella? Era como tener en la punta de la lengua la respuesta a la pregunta, pero por más que se empeñaba en rebuscar entre sus recuerdos, no lograba concretarla.
Dominique se giró hacia Pascal, que, apoyado en una mesa polvorienta, permanecía con los ojos cerrados. Como le vio moverse, dedujo que no había llegado a iniciar el trance, así que decidió interrumpirle.
—¿Estás tardando mucho en conectar con Edouard, o me lo parece a mí?
Aunque no estaba seguro de recibir contestación, la obtuvo.
—Sí, más que otras veces. Cuanto más nos adentramos en la región de los condenados, la comunicación se va volviendo más difícil. Posiblemente hemos caído en una zona muy profunda de la Colmena.
Aquel obstáculo asustó a Dominique. La perspectiva de enfrentarse a ese mundo desconocido sin la ayuda de Mathieu ofrecía a sus ojos apagados un angustioso panorama.
—Pero supongo que podrás conseguirlo…
En su voz se notaba una tensión mal disimulada.
—Claro —procuró animarle Pascal—. Si lo logré en la anterior época, tengo que lograrlo ahora. El caso es que he llegado a contactar con Edouard, pero he terminado perdiendo el vínculo con él. Debo encontrarlo.
—Animo.
Lo que intensificaba la inquietud de Dominique era esa persistente impresión de que tendría que caer en la cuenta de la pesadilla en la que habían aterrizado. No se perdonaría si su torpeza terminaba provocando consecuencias al Viajero.
—Si no consigo conectar con Edouard —Pascal miraba la piedra transparente, sobre la mesa—, nos largamos sin perder ni un minuto.
—Pero nos verán…
—Habrá que correr. Pero quedarnos aquí sin saber lo que está sucediendo me parece todavía más peligroso.
Dominique asintió.
—No sé por qué, pero creo que tienes razón.
Pascal volvió a cerrar los ojos e inició el trance.
Dominique, que observaba su rostro ausente, estaba a punto de empezar a morderse las uñas de pura impaciencia.
En el exterior, la alarma había dejado de sonar. La imagen de varias personas que regresaban a las calles ayudó al chico a recuperar algo de serenidad.
Aunque Dominique sospechó que se equivocaba al resguardarse en aquella leve calma. Una poderosa intuición de que debían salir de allí sin pérdida de tiempo iba ganando consistencia dentro de él.
Marcel y Michelle permanecían quietos como estatuas. Taladraban con los ojos la oscuridad bajo la que se amparaba una sombra fugaz que surgía para desaparecer al instante, tan súbitamente como se había generado entre la penumbra.
No había manera de distinguirla bien. Apenas lograban percibirla, se volvía a mimetizar con las tinieblas con movimientos de una fascinante ligereza.
—¿Lo has visto? —susurró el forense, nervioso como nunca lo había visto Michelle—. Tiene que ser él. ¡Ha acudido!
Su crispación era muy comprensible, pensó ella. Suya era la responsabilidad de presionar el botón del mando a distancia que, llegado el momento, bloquearía el interior del monovolumen aprisionando a Jules. Con la agilidad que estaba exhibiendo el chico —si es que era él—, un simple despiste arruinaría toda la operación.
—Lo veo y no lo veo —reconoció Michelle—. Se mueve tan rápido…
—Se dedica a merodear —analizó Marcel—, acecha como una fiera. Ha captado el olor a sangre. Pero no se decide, vaya.
—Tampoco se aleja —Michelle se mostró esperanzada, incluso perdonó la alusión a su amigo gótico como si fuera un animal—. El impulso es demasiado fuerte. Si no se va, terminará llegando hasta la furgoneta. Seguro.
—Ojalá no te equivoques.
Entonces, la voz de Michelle, repentinamente solemne, cerró la conversación:
—Ahí está. Es él.
Marcel continuaba sin verlo entre la vegetación, hasta que la chica señaló el monovolumen. El forense contuvo el aliento de pura impresión: sobre el techo del Chrysler acababa de surgir un bulto. Se mantenía quieto y silencioso, como estudiando los alrededores antes de dar nuevos pasos.
Desde su posición entre los árboles, acertaron a distinguir sus cabellos rubios, que destacaban sobre las ropas sucias y el rostro ennegrecido.
Era Jules. O lo que quedaba de él.
—Vuelvo a percibirlo —avisó Edouard, abandonándose a su estado de semiinconsciencia.
Mathieu, con el ordenador portátil sobre las rodillas, comprobó que la conexión inalámbrica estaba operativa.
—Te escucho, Ed.
Transcurrieron unos minutos durante los cuales ninguno de los dos rompió el silencio tenso que se había impuesto. Después, el médium comenzó a hablar:
—Se encuentran en Asia, y la época tiene que ser el siglo veinte, puesto que han visto coches y camiones, aunque son modelos muy viejos, tal vez de hace más de cincuenta años. Los lugareños tienen los ojos rasgados.
¿Ojos rasgados? Mathieu se había puesto en guardia, ya que aquel dato situaba a sus amigos en Extremo Oriente, una zona sobre la que sus conocimientos eran muy limitados.
—¿Asia? ¿Pero qué pintan en Asia? ¿No se supone que iban a encontrarse con Lena Lambert en el Nueva York de mil novecientos veintinueve?
Edouard meneó la cabeza hacia los lados.
—Se han perdido, por lo visto. Lena Lambert continúa en Nueva York. Tienes que ayudarlos.
Mathieu entendió que no era momento para satisfacer su curiosidad. La única prioridad era conseguir que salieran de allí, teniendo en cuenta además que disponían de un plazo máximo de veinticuatro horas en cada época.
—De acuerdo —aceptó—. ¿En qué país están?
Edouard transmitió la duda.
—Lo ignoran. Tan solo pueden decirnos que se trata de una ciudad de tamaño mediano.
Dominique asintió; al menos, eso descartaba las grandes capitales como Bangkok o Tokio, aunque no resolvía la cuestión principal: ¿se suponía que allí había tenido lugar alguna manifestación del Mal originada por el ser humano?
—Necesito más datos, Edouard. Que te describan lo que ven.
Nuevo silencio.
—Son allí alrededor de las siete de la mañana; es verano. Tienen cerca un edificio con una cúpula. Hay un puente sobre un río. Hace un momento, ha sonado una alarma por toda la ciudad…
Parecían datos intrascendentes, facilitados sin ningún criterio, pero aquella última información provocó un respingo en Mathieu.
—¿Has dicho una alarma?
—Sí.
Mathieu quiso descartar otras opciones antes de la más preocupante.
—¿Y no han notado temblores? ¿Quizá era un aviso de terremoto? Japón se asienta sobre una zona de gran actividad sísmica.
—No, no han notado nada.
La peor de las alternativas iba tomando forma.
—Las alarmas generales que se escuchan en las calles son el típico modo de avisar de bombardeos inminentes en las ciudades. Y hace poco más de medio siglo tenía lugar la Segunda Guerra Mundial…
—Pero ¿en Asia?
—Japón entró en guerra en mil novecientos cuarenta y uno —respondió Mathieu, mientras tecleaba en su ordenador—, aliándose con Alemania e Italia, tras atacar la base americana de Pearl Harbor. Eso provocó la respuesta de Estados Unidos en forma de bombardeos masivos sobre las principales ciudades del país.
—¿Así que es eso a lo que se enfrentan? —quiso confirmar Edouard antes de transmitirlo.
Pascal y Dominique necesitaban conocer la amenaza concreta que se cernía sobre ellos, no una simple aproximación. Había demasiado en juego.
Japón, alarma, siete de la mañana, edificio con cúpula, siglo XX… Puso en el buscador de Google aquellos mismos parámetros y presionó la tecla de enter.
La segunda entrada ya resolvió su duda, confirmando sus suspicacias de un modo brutal, aterrador.
Todo encajó. Mathieu —cuyo semblante había palidecido— no tuvo ninguna duda de que acababa de identificar el peligro al que se enfrentaban sus amigos.
—Joder, tienen que salir de allí a toda leche —dijo con la voz temblorosa.
Edouard captó el tono impresionado de Mathieu y se alarmó.
—¿Qué has descubierto?
Mathieu resopló.
—En Hiroshima, Ed. Están en Hiroshima el día seis de agosto de mil novecientos cuarenta y cinco. En menos de una hora, el bombardero norteamericano Enola Gay soltará sobre sus cabezas Little Boy, una bomba atómica que arrasará la ciudad matando instantáneamente a ochenta mil personas. Y ellos, además —consultaba una web que acababa de abrir—, se encuentran a muy poca distancia del epicentro de la explosión. El edificio de la cúpula que ven desde su posición, conocido como Genbaku Domu, era la sede de la Cámara de Comercio y fue el único cuya estructura aguantó. Hoy día se conserva como monumento que recuerda la tragedia.
El médium se había quedado petrificado. No obstante, era muy consciente de lo que se jugaban, así que comenzó a comunicar al Viajero las terribles novedades, sin tapujos. No había margen para sutilezas.
—La bomba explotó a las ocho y cuarto de la mañana —puntualizó Mathieu—. Así sabrán el margen del que disponen antes de que una bola de fuego de doscientos setenta y cuatro metros de diámetro, a cuatro mil grados de temperatura, los alcance.
Anonadado, acababa de leer en un documento que la explosión fue de tal calibre que reventó los vidrios de las ventanas de construcciones situadas a más de dieciséis kilómetros de distancia.
Pero eso no pensaba compartirlo.