27

—¿Eso que se oye es un motor? —Bernard alzó la cabeza, extrañado—. Suena dentro del cementerio.

Justin también había escuchado aquel ronroneo que, poco a poco, iba haciéndose más audible. Era suave, nada ruidoso; lo único que había permitido detectarlo era la calma que reinaba en el recinto. Alguien desplazaba un vehículo con sumo cuidado.

Un tipo de conducción que transmitía una inconfundible sensación de clandestinidad.

—Eso parece —confirmó el rubio—, un motor. Esto se pone cada vez más interesante. No creo que a estas horas trabajen los de mantenimiento del cementerio, ¿verdad?

—Es el forense con sus chicos, seguro —aventuró Suzanne, algo apartada a su derecha—. No han querido perderse la fiesta. Aunque eso de entrar con coche y todo… Está claro que no se cortan.

—Vaya, han decidido aprovechar la noche. No los imaginaba tan osados —Justin parecía divertido, lo que molestó a la chica; ella no lograba entender cómo era posible que él disfrutase con un imprevisto que solo podía obstaculizar su misión—. Creo que nosotros hemos sido un estimulante para ellos.

Justin no disponía de la información necesaria para saber con certeza si el grupo del forense había actuado con tanta urgencia desde el principio. Pero un sexto sentido le decía que aquella maniobra nocturna de sus contrincantes respondía más a una improvisación que a un plan premeditado.

—De momento vamos a quedarnos escondidos —Justin calculaba próximos movimientos—. A fin de cuentas, falta todavía el invitado principal. Espero que nuestros visitantes no lo ahuyenten.

Poco después, aparecía ante sus ojos un monovolumen bastante grande, apenas visible por su pulido color negro, que avanzaba sin encender los faros.

—Está claro que ninguno de los presentes aquí esta noche se mueve dentro de la legalidad —comentó Justin sonriendo—. Pero valor, tenemos.

—¿Y si tampoco es el forense? —Suzanne, planteándose todas las opciones, imaginaba ahora otras causas que llevarían a alguien a entrar en un cementerio de modo tan furtivo. ¿Ladrones de tumbas? ¿Ritos satánicos? ¿Vandalismo? En tal caso, la caza del vampiro podía complicarse mucho, e incluso arruinarse por esa noche.

—Tranquila, lo vamos a comprobar enseguida —anunció Justin, viendo cómo el vehículo se detenía cerca de un edificio bastante grande—. Atentos.

Los tres permanecieron inmóviles y mudos. En unos minutos, quedaron ante su vista dos siluetas conocidas: Marcel Laville y la chica del primer encuentro, que antes de empezar a moverse fuera del vehículo se dedicaron a estudiar con detenimiento los alrededores. Debieron de considerar que no había peligro a la vista, así que abrieron las portezuelas traseras del monovolumen y prepararon algo en su interior que Justin y los suyos no alcanzaron a distinguir. A continuación, cargados con diferentes utensilios —tampoco se veían con la suficiente nitidez desde la posición de los cazavampiros—, se alejaron un poco hasta ocultarse tras unos árboles desde los que se podía controlar bien el vehículo.

—Han dejado el coche abierto —comentó Bernard, intrigado.

Justin volvía a sonreír.

—No puedo creerlo —dijo—. Han tendido una trampa al vampiro, aunque no sé cómo pretenden atraerlo hasta allí. Seguro que tenemos la respuesta dentro del monovolumen.

—Al menos —Suzanne intervenía sin apartar los ojos del vehículo—, ahora ya sabemos que lo que pretenden no es acabar con él, sino capturarlo con vida.

La constatación de esa posibilidad acentuó en ella la indecisión; de alguna manera, confirmaba sus sospechas de que no se enfrentaban al monstruo típico de las leyendas. ¿Por qué iba a querer alguien evitar su eliminación?

Justin se había girado hacia la chica.

—No se puede capturar con vida lo que no la tiene, Suzanne. Te recuerdo que nuestra presa es un no-muerto. Está en tierra de nadie, no es ni vivo ni muerto. No pertenece ya a nuestro mundo.

La chica se sintió molesta ante aquella aclaración en absoluto necesaria. Conocía perfectamente la ancestral naturaleza de los vampiros.

—Ya me has entendido, Justin. Lo importante es que no quieren matarlo.

Él asintió.

—Tienes razón. Qué imprudente es el ser humano, ¿verdad? Cuánto daño provoca la ambición.

Y qué modo tan sutil de insinuar que él no estaba dispuesto a actuaciones tan consideradas.

Ambición.

¿Se trataba de eso? Suzanne no estaba tan convencida. ¿Era simple pasión investigadora lo que llevaba al forense a una aspiración tan arriesgada? O, por el contrario, ¿había algo más?

La agresión sufrida por Justin a manos del vampiro, tan diferente al comportamiento típico de los no-muertos, volvía a ganar protagonismo en la mente de ella. Todos sabían que el mayor impulso de una criatura vampírica era morder; se trataba de un instinto irreprimible. En el ser al que perseguían había algo, definitivamente, que no cuadraba.

Lo que Suzanne hubiera dado por disponer de la información que Marcel Laville atesoraba en su mente… Le habría ahorrado muchos quebraderos de cabeza.

—Ahora, a esperar —advertía Justin, con una sonrisa retorcida—. Ojalá el señuelo pensado por ellos, sea cual sea, surta efecto. Al final nos van a facilitar las cosas…

a

Pascal y Dominique fueron escupidos del torrente del tiempo sin transición. Solo alcanzaron a sentir en sus cuerpos el efecto de la succión, que durante un fugaz instante los privó incluso del aire que respiraban antes de escupirlos en una nueva realidad.

Cayeron —como siempre, de forma aparatosa; no había modo de aprender a aterrizar— sobre un suelo adoquinado hasta rebotar contra la pared de un edificio, que fue lo que consiguió frenar su impulso. Pascal se frotó un hombro, dolorido. Una molestia mínima, se dijo, en comparación con la cuchillada de la que se había repuesto durante el trayecto temporal. De ella, acababa de comprobar admirado, solo quedaba una tenue marca sobre la piel.

Alucinante.

Ya de pie, se sacudieron el polvo de la ropa mientras se desprendían de las gabardinas. Los sombreros habían volado durante la caída, a saber en qué lugar —en qué momento de la historia— terminarían. Los dos chicos, recuperando la respiración, contemplaron el panorama que los rodeaba, tranquilizados ante la aparente ausencia de gente por las inmediaciones. Eso les concedía unos vitales minutos de aclimatación. Se hallaban a la salida de una pequeña vía que se abría hacia una plaza mucho más amplia, con vistas a un río de cierta anchura cruzado por un puente de estructura muy sencilla.

El escenario que los recibía era urbano —calles, aceras, edificios de cierto tamaño—, pero de un desarrollo mucho menor que la capital americana de la que procedían. El ambiente que se respiraba en aquel entorno era más tranquilo que el de Nueva York, aunque no llegaba a ser rural, y la ciudad parecía extenderse bastante más allá de donde se encontraban. Eso les transmitió la sensación de que se hallaban ubicados en una zona muy céntrica de la población. Se veían algunas bicicletas —de anticuado diseño— apoyadas en un tabique cercano y varios camiones se divisaban más lejos, entre otros vehículos que sí se movían por las carreteras.

Siluetas diminutas caminaban por diferentes zonas, aunque ellos no alcanzaban a apreciar sus detalles. Muy próximo a los chicos, se alzaba un edificio de silueta singular, rematado en una cúpula.

Aparte de algunas construcciones de hormigón, la mayoría de las casas eran de madera. Entre ellas destacaba una especie de talleres repartidos hacia los sectores más distantes. También se distinguían algunos edificios industriales, del mismo material que las viviendas. El conjunto, sin embargo, resultaba relativamente moderno para la época en la que debían de encontrarse.

—Es muy temprano —comentó Dominique, atendiendo a la luz diurna, que todavía arrastraba la tonalidad rosácea del amanecer en un cielo limpio de nubes—. Tal vez las seis de la mañana. Pero ya se nota movimiento en esta ciudad.

—Y aun así no hace frío. Tenemos que estar en verano, ¿no crees?

—Sí. ¿Has visto las bicis? —Dominique las señalaba—. Por lo menos estamos a medio siglo de nuestra época.

Se respiraba una paz somnolienta, lo que podía inducirlos a relajarse. Por primera vez, parecía que el momento histórico que acababa de acogerlos no representaba un peligro inminente.

—Se ve todo tan tranquilo… —observó Pascal, suspicaz—. No me fío.

—Completamente de acuerdo. Me dan más miedo los peligros que no se intuyen.

No olvidaban que la Colmena de Kronos solo comunicaba infiernos provocados por el hombre.

—Pero ¿dónde estaremos?

Ambos, parapetados tras un recodo, se dedicaban a estudiar la escena buscando indicios que los orientaran. Sin embargo, fue el semblante petrificado de Dominique lo que acabó llamando la atención del Viajero.

—¿Qué pasa? —le preguntó Pascal, inquieto.

Dominique se limitó a hacer un gesto con la cabeza, que condujo los ojos del Viajero hasta un pequeño cartel pegado en una pared, de contenido intraducible.

—Dios mío… —suspiró Pascal—. Está escrito en chino… o en japonés.

Aquel indicio le recordó la enigmática inscripción en latín que descubrieran en las entrañas del anfiteatro romano. Comprobaban así que podían entender las lenguas de cada momento histórico al escucharlas, pero no interpretar sus símbolos.

—¿Responde eso a tu pregunta? —planteaba Dominique—. Si no, siempre puedes dirigirte a ese tío…

El Viajero se volvió para descubrir, muy cerca, a un muchacho joven de rasgos y vestimenta claramente orientales. Mediría un metro sesenta, y avanzaba por uno de los caminos hacia un edificio que parecía una escuela.

Pascal se apartó con violencia, atemorizado ante la posibilidad de ser detectado por aquel lugareño. Agarró de la ropa a su amigo y le obligó a dejar de asomarse.

—Las cosas se están complicando mucho —señaló, sintiendo en su interior una angustia que iba creciendo a cada segundo—. No sé cómo va a acabar esto…

El Viajero maldecía en su interior. Con lo cerca que habían estado de Lena Lambert, y por culpa de unas traviesas criaturas de la región de los condenados, quizá no solo no lograrían llegar hasta ella, sino que se jugaban su propio retorno.

Tal vez los navajeros eran, en definitiva, menos peligrosos.

Dominique, mientras tanto, se encogía de hombros.

—¿Tan grave es que nos encontremos en el Extremo Oriente? —cuestionó—. ¿Qué más da? Todos los lugares serán igual de horribles… con la diferencia de que aquí —adoptó una mueca maliciosa— podemos cruzarnos con una geisha, si es que se trata de Japón…

—¡No lo entiendes! —exclamó Pascal, al borde de un ataque de nervios—. Aquí, por primera vez, es imposible que pasemos desapercibidos. Nuestra fisonomía lo impide. Al primer paso, llamaremos la atención.

—Joder…

—En cuanto alguien nos vea, se acabó. Y a saber lo que puede ocurrir entonces… Tenemos que ocultarnos de inmediato y emplear la piedra transparente para localizar la salida de esta época. Hay que escapar sin perder un segundo.

—Qué chungo.

Dominique, en medio de su consternación, se había quedado pensando, intrigado.

—¿A ti te suena algo terrible en Japón o en China, como a mediados del siglo veinte? Deberíamos averiguar a qué nos enfrentamos; eso puede ayudarnos.

Más bien, el ignorarlo dificultaría su fuga de allí.

Pascal movió la cabeza hacia los lados, perplejo.

—Ni idea. Cuando nos hayamos escondido, intentaré ponerme en contacto con Edouard, a ver si Mathieu logra adivinar dónde nos hemos metido. Pero ahora lo prioritario es desaparecer de la vista, ¡rápido!

Cada vez había más luz; el día iba asentándose y, con él, la vida en la ciudad, que se multiplicaba por todos los rincones como un hormigueo de peatones y vehículos que iban poblando el paisaje. Se veían algunas siluetas vestidas de uniforme, pero no supieron concretar si se trataba de policías o soldados.

Ellos, mientras tanto, buscaban como locos un lugar donde cobijarse, hasta que dieron con un local vacío del que lo único que los separaba era una puerta bastante endeble.

—¡Vamos! —susurró el Viajero, abriéndola de un empujón.

No era momento de andarse con miramientos.

Los dos se metieron allí y volvieron a dejar la puerta cerrada tras ellos. Solo entonces se permitieron un respiro, y eso a pesar de saber que apenas habían ganado tiempo. Tarde o temprano deberían abandonar aquel momentáneo refugio.

Pascal había sacado de su mochila la piedra transparente. Uno de sus extremos resplandecía indicando una dirección.

—No podemos quedarnos aquí, de todos modos —sentenció, desesperanzado—. Y en cuanto salgamos…

—No alcanzaremos el acceso a la dimensión del tiempo, esté donde esté, sin ser interceptados —concluyó por él Dominique.

a

Los minutos transcurrían sin novedades. Al menos los caza-vampiros no habían dado señales de vida, y eso era fundamental para el éxito de la trampa que acababan de tender a Jules; la intromisión de aquel grupo de fanáticos podía dar al traste con todo el plan.

Ahora que el señuelo estaba preparado, lo único que cabía hacer era esperar. Conscientes de que aún quedaban varias horas de oscuridad, Michelle y el Guardián procuraban reprimir la impaciencia que los consumía vigilando con celo cada rincón del cementerio que quedaba a la vista.

De momento, nada había surgido de la oscuridad. Ni había garantías de que algo fuese a surgir; Jules podía encontrarse en cualquier parte. Aun así, no perdían la esperanza. Necesitaban demasiado haber acertado en su conjetura.

El plazo para salvar a su amigo gótico se agotaba.

Michelle no lograba apartar de su memoria la imagen del forense abriendo los cierres de la maleta metálica, en la parte trasera del monovolumen, para extraer aquellos depósitos cilíndricos que contenían la sangre que serviría de cebo.

Había sucedido poco antes, y ella, impactada, lo estaba recreando en su cabeza mientras dejaba pasar el tiempo. El Guardián había manejado los envases con solemnidad, como si constituyeran esbozos de personas. O tal vez no era una cuestión de respeto por lo que aquella sustancia representaba, sino de meticuloso cuidado ante una mercancía tan valiosa en sus circunstancias. Derramar aquel líquido habría sido un tropiezo irremediable.

Allí habían colocado los recipientes, abiertos, mostrando su contenido de color púrpura, junto a la plancha de metacrilato reforzado que hacía inalcanzable la zona del conductor, de modo que Jules tuviese que llegar hasta el fondo del vehículo para alcanzarlos.

—Hemos de dejar tiempo y espacio suficientes para que baje la plancha posterior —había señalado Marcel, calculando la posición exacta de los frascos—. Cortará su retirada antes de que pueda reaccionar.

—Espero que el mecanismo sea rápido —había contestado Michelle apartando la mirada del repugnante señuelo—. Jules ya nos ha mostrado su agilidad.

—Tranquila. La única dificultad, si es que aparece, será elegir el momento adecuado para activar el dispositivo. Confío en que Jules se deje llevar por su instinto depredador.

—¿A qué te refieres?

—En principio, la estrategia es demasiado obvia, y Jules, un chico inteligente. En condiciones normales, él no caería en la trampa. Pero si, obcecado por su sed y ante la ausencia de amenaza para otras personas, es incapaz de resistir la tentación, terminará entrando en el vehículo.

Michelle había asentido. La otra duda que ella se planteaba ahora consistía en si, dejándose avasallar por ese mismo instinto salvaje, Jules se lanzaría a beber de los recipientes una vez en el interior del monovolumen —lo que les otorgaba más tiempo— o si, por el contrario, cogería los frascos con intención de alimentarse de ellos en un lugar más protegido.

Como siempre, demasiadas incógnitas, demasiados riesgos.

Ahora, ella y el forense aguardaban entre la aislada espesura de aquella zona del cementerio. Se encontraban a una distancia razonable dentro del límite que imponía el mando que atenazaba Marcel entre sus manos, cuyo botón —en teoría— provocaría el encierro de Jules.

Qué ganas tenía Michelle de hablar con su amigo gótico, algo que —de conseguir apresarlo— podía ocurrir con la llegada del amanecer (la posibilidad de hacerlo mientras la noche mantuviera despierta la esencia vampírica en Jules era remota y sumamente peligrosa).

Y qué ganas de lograr que él se sintiera, por fin, acompañado en su pesadilla.

Estar todos juntos de nuevo, con las inevitables ausencias de Dominique y Daphne, a la espera del anhelado regreso de Pascal.

—¿Ves algo sospechoso?

La voz del forense, en un susurro, despertó a Michelle de su repentina ensoñación. Ella se dio cuenta de lo comprometido que resultaba distraerse en la situación en la que se encontraban. No debía volver a ocurrirle. Por el bien de todos.

—No —respondió observando los alrededores—. Pero será mejor no fiarse; me siento incómoda.

Marcel asintió. Él experimentaba lo mismo y no se trataba precisamente del efecto que producía verse rodeado de tumbas.

—Estoy de acuerdo —dijo—. Creo que no estamos solos.

Michelle suspiró, suspicaz ante la ausencia de noticias sobre los cazavampiros. Aquella calma espesa que se respiraba hubiera resultado natural en un cementerio, pero no esa noche; en la situación en la que se hallaban inmersos, la serenidad que parecía flotar en el ambiente constituía el peor de los síntomas.

—Espero que sea por la presencia de Jules —deseó, un ruego que no requirió de mayores explicaciones.

Marcel iba a replicar cuando un gesto de la chica frenó su intención.

Michelle había creído ver una sombra deslizarse cerca de donde permanecían escondidos.