—Mierda —susurró Edouard, irguiéndose sobre el asiento trasero del vehículo—. Estoy sintiendo algo.
Mathieu captó enseguida a qué se refería, y se dirigió al forense.
—Para donde puedas, Marcel —pidió—. Creo que Pascal se está intentando poner en contacto con nosotros. Menudo momento.
Y tanto. Allí, en aquellas circunstancias, no disponían de conexión a Internet, algo en lo que no cayeron cuando Edouard manifestó que recibiría la comunicación del Viajero en cualquier lugar. Mathieu, sujetando sobre las rodillas su ordenador portátil —lo acababa de encender, por si necesitaba alguno de sus archivos—, confió en que no hiciera falta. El temor a no estar a la altura, a no cumplir con su función en aquel grupo, volvió a surgir dentro de él encogiéndole el estómago.
El Guardián había llevado el coche junto a la acera, ocupando un espacio en el que no estaba permitido estacionar, y lo había detenido con los intermitentes activados. No era cuestión de perder tiempo buscando aparcamiento, y quería evitar cualquier movimiento que pudiera distraer al médium.
En cuestión de segundos, parecía haberse puesto en marcha un protocolo de actuación dentro del vehículo; todos permanecían atentos y dispuestos.
Edouard, con los ojos cerrados, ya había alcanzado el nivel de abstracción necesario para ejercer de receptor de mensajes de ultratumba. Pronto llegaron a él los primeros ecos de una voz que reconoció al instante:
—Es Pascal —confirmó.
Mathieu tragó saliva.
—Estoy preparado.
Siguieron varios minutos de silencio, durante los cuales Edouard se limitó a escuchar un torrente de palabras que nadie más, dentro del coche, percibía.
—Segundo viaje a través de la Colmena de Kronos —adelantó el médium, en medio de un suspiro de alivio—. Han superado el combate de gladiadores y ahora están en mil novecientos veintinueve, Nueva York. ¡Localizaron a Lena Berston en Roma, y ahora la han seguido hasta allí!
El hallazgo de la Viajera en la Colmena de Kronos era un hecho de gran relevancia, algo que valoraron todos los presentes en aquel vehículo. Por primera vez se confirmaba que habían acertado en sus suposiciones iniciales, se atrevió a reflexionar el médium. Porque no había que olvidar que la misión en la que se había embarcado Pascal partía de un sustento que no se había podido comprobar hasta ese preciso instante. Ciertamente, los indicios que había detectado Mathieu en la red habían sido muy prometedores, pero siempre quedaba ese pequeño resquicio para la incógnita que, de vez en cuando, surgía en la mente de Edouard debilitando su convicción. Una incertidumbre que, por fortuna, ya se había disipado.
—Han logrado salir de la primera época, y ahora Lena Berston repite escenario —comentaba Mathieu, lanzando las manos sobre las teclas de su ordenador—. ¡El crac bursátil del veintinueve! Tengo documentos sobre esa época…
—Ahora lo que necesitan es información sobre la Viajera —continuó Edouard, mucho más parsimonioso— para encontrarla.
—Sí, sí… En eso también puedo ayudarlos. Guardé todos los archivos…
En efecto, desde el hallazgo de la presencia de Lena en la crisis de Nueva York, el chico había continuado investigando y había llegado a acumular más datos sobre su identidad en aquella época.
—Rápido… —insistía Edouard mientras Marcel se quedaba al margen vigilando los alrededores desde su asiento del coche.
Los dedos de Mathieu volaban pulsando teclas.
—A ver… —comenzó—. En ese momento histórico, Lena Berston se llama Eleanor Ramsfield. Conocerá al multimillonario Patrick Welsh precisamente durante esos días, el lunes veintiocho de octubre de mil novecientos veintinueve, poco después del llamado «jueves negro» en el que comenzó la caída de las acciones en la Bolsa. Se sabe con tanto detalle porque el tipo dejó una carta de despedida antes de matarse, dedicada a ella, donde explicaba cómo Eleanor se había cruzado en su vida. ¿Sabe Pascal en qué fecha se encuentran?
Edouard transmitió la pregunta.
—Lunes, veintiocho de octubre —confirmó.
—Lo imaginaba —Mathieu no despegaba los ojos de su portátil—. Lena conoció al inversor nada más aterrizar en esa época, cuando la crisis ya estaba en pleno avance. Patrick Welsh se suicidará tirándose de un rascacielos el jueves treinta y uno.
—¿Y Lena estaba con él en ese momento? —planteó Marcel—. Pero ¿no se supone que un Viajero no puede superar las veinticuatro horas en cada celda?
—Para entonces, Lena ya debía de estar atrapada en la Colmena, así que no tenía por qué regirse por ese límite, ¿no? —aventuró Mathieu—. Pero ahora lo importante es si entre la documentación que reuní sobre ellos aparece cómo se conocieron, porque eso nos permitiría decirle a Pascal dónde tiene que acudir para coincidir con ella…
El chico consultaba todos los documentos almacenados sin perder ni un segundo.
—Vamos a ver… —comenzó a leer en voz alta—: «El hecho de conocer a una misteriosa dama, Eleanor Ramsfield, durante esos días no impidió que el conocido broker se suicidara poco después…». No, aquí no concreta lo que nos interesa…
—Deprisa —pidió Edouard, sin alterar su semblante absorto—. Pascal está esperando, no sé lo que puede durar la comunicación.
Mathieu abrió un nuevo archivo.
—Por favor, que aparezca en este —rogó—. Veamos… ¡Este es el artículo que buscaba! Escuchad: «Poco antes de su muerte, el conocido multimillonario Patrick Welsh iniciará una relación con Eleanor Ramsfield, una mujer con la que coincide en Saint Joseph, un elitista club donde se reúnen los principales financieros de Nueva York… El club, que se encuentra en la Séptima Avenida con la calle cuarenta y dos, en pleno Manhattan…».
Edouard se apresuró a transmitir esa información. Cuanto antes lograsen Pascal y Dominique encontrar a Lena Lambert, antes podrían retornar al mundo de los vivos con esas gotas de sangre que tanto necesitaba Jules.
El joven médium confió en que para entonces no fuese demasiado tarde.
Pascal preguntó por Jules antes de despedirse.
—El Viajero quiere saber si ya hemos encontrado a Jules —notificó Edouard a los demás, sin abandonar su estado ausente—. ¿Qué le digo?
Marcel y Mathieu cruzaron sus miradas, indecisos.
—Volvamos a recurrir a las medias verdades —propuso el chico—. A fin de cuentas, hemos visto otra vez a Jules, ¿no?
Los demás recordaron el ataque sufrido por uno de los cazavampiros. Desde luego, aquel nuevo encuentro con Jules podía calificarse de muchas maneras, pero no como un avance en sus pesquisas.
—Estoy de acuerdo —opinó Marcel, de todos modos—. Dile que nos hemos cruzado con Jules por segunda vez, que estamos muy cerca de conseguir retenerlo hasta que él regrese.
Era fundamental que el Viajero mantuviese la esperanza mientras se encontrara en plena misión. Por eso mismo, a ninguno de ellos se le ocurrió la posibilidad de aprovechar aquel contacto para comunicarle la muerte de Daphne.
Ya habría tiempo, a su retorno, para ponerle al día sin el riesgo de provocar consecuencias imprevisibles.
Edouard obedeció, y transmitió a Pascal la versión que se le había sugerido. A continuación, tras recibir la despedida del Viajero, inició su despertar progresivo, bajo la mirada pendiente de los otros.
Mathieu, ya más calmado al haber conseguido responder al interrogante que planteaba Pascal, compartió una curiosidad personal.
—Lo que no me explico es cómo consigue esa mujer adoptar cada identidad…
—Apuesto a que sobre ella no encontraste nada en la red, ¿verdad? —supuso el forense.
—No, la verdad es que no.
—¿Ves? Son personajes inventados. Ella surge fugazmente en cada época; como asume papeles importantes, en ocasiones deja huella, su identidad falsa trasciende y adquiere rango de autenticidad. Después desaparece sin dejar rastro al cambiar de momento histórico. Seguro que de ninguno de sus personajes existe constancia de cuándo ni dónde nacieron, ni, por supuesto, de la fecha de su muerte.
—No la hay, no —Mathieu valoró aquella explicación—. Es verdad, son nombres que, de repente, aparecen en las crónicas. Sin más. ¿Pero cómo logra engañar a todos los contemporáneos de cada época?
Marcel lo pensó.
—Después de tantos años, ella gozará de una envidiable cultura histórica. Sus simulaciones son perfectas, y dispone de información sobre acontecimientos futuros. Sabe cómo comportarse y lo que decir en cada nueva cronología. Además, es lo suficientemente inteligente como para no elegir identidades que puedan interferir en el curso de los acontecimientos, imagino. Puede tratarse de gente importante, pero ella siempre se mantendrá al margen, como un simple testigo.
—¿Y de qué vivirá? Ahora que se supone que está en Nueva York, ¿de dónde saca los dólares que le hacen falta? Porque ella sigue viva, ¿no? Tendrá que comer, por ejemplo.
—Eso no puedo saberlo —reconoció el Guardián—. Pero, si yo fuera ella, me llevaría «recuerdos» de cada viaje temporal.
¿Imaginas, por ejemplo, el dinero que puede conseguir si vende un objeto romano, de su paso por la época de los gladiadores, a un museo de Nueva York en pleno siglo veinte?
—No creo que el momento en que está visitando Nueva York sea el más recomendable para vender mercancías —repuso Mathieu—. Pero lo que dices tiene sentido.
—También puede trabajar, no lo olvides. Si Lena Lambert ha sobrevivido hasta hoy —concluyó Marcel—, es evidente que se trata de una mujer de muchos recursos.
—Es una Viajera, al fin y al cabo —añadió Edouard, ya restablecido de su agotadora sesión espiritual—. Una elegida.
Justin, Suzanne y Bernard aguardaban, inmóviles, entre las sombras más densas de una arboleda. A través de las siluetas desdibujadas de los troncos, atisbaban un tenebroso panorama, dominado por los monumentos mortuorios que la luna insinuaba con su resplandor metálico. El silencio era tan espeso que casi parecía generar su propia resonancia, provocando en sus oídos un molesto zumbido.
Más lejos, fuera del recinto, llegaban hasta ellos, muy debilitadas, las luces de algún vecindario. París, en el fondo, quedaba lejos. Al menos, el París de los vivos.
—¿Qué opinas? —susurró Suzanne a Justin, sin apenas moverse—. ¿Crees que estamos bien situados?
El joven dirigía su mirada hacia los rincones de mayor penumbra que quedaban a la vista. Ni siquiera así podía estar seguro de lo que distinguía, un obstáculo al que el vampiro no tendría que enfrentarse: los ojos felinos de los no-muertos captaban con todo detalle la realidad asomada a las tinieblas.
Como buen depredador, la noche era su campo de juego.
—Sí —contestó Justin, por fin—. Desde aquí tenemos una buena perspectiva de todo este flanco del cementerio, lo que incluye un tramo de muro bastante apartado. Es sin duda una de las zonas mejores para acceder al recinto de Pere Lachaise. Sin embargo…
Suzanne se giró hacia él.
—¿Sin embargo…?
—Este silencio… no sé… me parece distinto al que percibí cuando entramos aquí. No me gusta.
La chica atendió a ese detalle, procuró captar todos los matices de aquella calma sobrecogedora que cubría como un sudario el área cercada por los tabiques que delimitaban el cementerio. ¿Se trataba de un silencio natural, inofensivo?
Solo el viento, con suaves ráfagas, interrumpía de vez en cuando la excesiva serenidad del ambiente al agitar las ramas de los árboles, provocando un efecto aún más siniestro.
Ella dudó, asaltada por sus propias impresiones.
—Puede que tengas razón —advirtió—. Yo me siento observada desde hace rato.
Tal vez se trataba de una impresión normal en aquellas circunstancias, pero resultaba igual de molesta, de inquietante. Y podía hacer menos visibles auténticas señales de alarma.
Bernard se rascó el mentón, desconfiado también de las sombras que se extendían a su alrededor como jirones de niebla. Allí estaban los tres, con las linternas apagadas para no delatarse y armados con todo el instrumental antivampírico de que disponían.
A Suzanne se le antojó demasiado larga la distancia que los separaba del sector del muro a cuyos pies descansaban las escalerillas. Se percató de que, si surgían verdaderos problemas, lo tenían muy difícil para salir del recinto. Sus dudas, entonces, volvieron a materializarse.
Incluida la de si aquella actuación en plena noche constituía en sí misma un comportamiento suicida. Justin los había arrastrado hasta allí sin contar con su opinión, no los había dejado decidir cuando el nivel de riesgo de esa maniobra era muy elevado. Suzanne se daba cuenta, dolida, de que en realidad sus vidas no le importaban. Justin jugaba con ellas sin titubeos. A él solo le interesaba su objetivo.
Se planteó si alguna vez Justin había sentido algo por ella, más allá de sus momentos de impulso sexual. Y llegó a la desoladora conclusión de que no. Suzanne había sido utilizada por él, como tantos otros.
Ni siquiera podía asegurar que Justin contara con la capacidad de sentir. «A lo sumo», añadió despechada, «de fingir sentimientos».
Suzanne volvió el rostro para que él no reparara en el desconsuelo que amargaba su mirada. Justin, por supuesto, no soportaba la debilidad en los demás.
Se suponía que estaban persiguiendo a una criatura fría y calculadora. Ella se preguntó si Justin no encajaba también en ese perfil. ¿Un duelo entre iguales?
—Creo que he oído algo —avisó Bernard, encogiendo su corpachón—. Por la derecha.
El miedo es el mejor antídoto contra la reflexión. Al escuchar la advertencia de su compañero, Suzanne se desprendió de sus vacilaciones. Solo acertaba a pensar en vigilar y protegerse.
Los tres se habían puesto en guardia, y ahora permanecían atentos al menor indicio de que tenían visita. Un perro comenzó a ladrar, no muy lejos.
La chica agarraba con fuerza su hacha de plata, deseando que no llegara la ocasión en que tuviera que emplearla de nuevo.
Pascal y Dominique abandonaban ya el distrito financiero. El edificio de Wall Street había terminado por desaparecer a su espalda entre el cúmulo de bloques, algunos a medio construir, que se alzaban a su alrededor. Llevaban un buen rato caminando por esas avenidas de Nueva York, esquivando con cuidado los tramos de trayecto que se introducían en suburbios marginales y aquellos que, por demasiado concurridos, resultaban peligrosos. Lo último que necesitaban era llamar la atención. O, peor aún, otro asalto, ya fuese de las criaturas malignas —que de momento no habían vuelto a surgir— o de simples atracadores de la época.
Todo ofrecía riesgos.
A pesar de la urgencia de su misión, Dominique se empeñaba en que se detuviesen para descansar cada cierto tiempo, pues era consciente —aunque el Viajero reprimía sus gemidos de dolor— de que la herida que Pascal tenía en el costado menguaba sus fuerzas.
Calculaban, por la numeración de las calles, que la distancia que los separaba de la zona de Manhattan donde se encontraba el domicilio del Saint Joseph Club era todavía muy grande. Hacía frío. Los dos se arrebujaban en las ropas que habían conseguido mientras avanzaban en dirección a Broadway, procurando pasar desapercibidos.
—¿Y qué haremos cuando lleguemos allí? —preguntó Dominique, ocupado en reajustar la posición de la espada romana que continuaba llevando bajo los pantalones, enganchada la empuñadura al cinto.
Pascal se alimentaba en esos instantes con provisiones de su mochila. Dejó de beber de su cantimplora.
—No sabemos cómo es físicamente ese millonario, Patrick Welsh —reconoció, cayendo en la cuenta de que podría habérselo preguntado a Mathieu—. Así que nos quedaremos cerca de la puerta del sitio para interceptar a Lena Lambert. Tarde o temprano, para entrar o para salir de ese club, tiene que aparecer.
Si en efecto ella repetía época, sabría muy bien dónde encontrar al hombre con el que se había relacionado en un viaje anterior.
—Tiene que aparecer Eleanor Ramsfield —matizaba Dominique—, querrás decir.
—Como quieras. Su verdadera identidad sigue siendo la misma. Es la que nos interesa. Y si no la vemos…
Ahora Dominique se puso más serio.
—Coincidiremos con ella seguro, aunque tengamos que pasarnos en la puerta del club diez horas seguidas —miró al cielo—. Queda mucho día por delante, y seguro que ellos se conocieron por la tarde o por la noche —puso voz conspiradora—. El encuentro va a producirse y nosotros seremos testigos…
Pascal no se mostraba tan convencido.
—Te olvidas de que aún no hemos visto nada que nos garantice que hemos acertado al aterrizar en esta época. Todo depende de que yo haya atinado al maniobrar en el torrente del tiempo. Y puedo haberme equivocado.
—Joder —la reacción de Dominique confirmó que, en efecto, se le había olvidado aquel pequeño detalle. Sin embargo, se recompuso rápido de su contrariedad—. Sabemos que ella estuvo aquí, ¿no? Bah, estoy convencido de que nos has traído al lugar correcto. ¡Eres el Viajero!
—Ojalá estés en lo cierto. Perder tiempo con viajes inútiles es, además de arriesgado para nosotros, un lujo que Jules no puede permitirse. Su tiempo debe de estar agotándose en el mundo de los vivos.
De todos modos, la confianza de Dominique animó a Pascal. El Viajero agradecía la compañía de su amigo, siempre tan optimista e —incluso muerto— tan vital. Eso valía mucho más que un simple compañero de batalla.
—Mira a esos.
Dominique señalaba a un grupo de cuatro individuos de aspecto sospechoso. Vestidos de manera harapienta, permanecían apoyados en la fachada de un viejo edificio de apartamentos sin dejar de observar a los paseantes que cruzaban por su campo de visión.
—No parecen los mismos que nos atacaron —comentó Pascal, atendiendo a aquellos tipos que mantenían su postura desgarbada y apática—. Y desde aquí no puedo ver sus ojos.
Dominique se encogió de hombros.
—Lo que tú digas. ¿Nos fiamos?
Ambos se habían detenido unos pasos antes de delatar su presencia a los desconocidos, que aún no los habían visto.
Pascal se dio cuenta de que correr aquel riesgo era una estupidez.
—No merece la pena —determinó—. Vamos a desviarnos por ese callejón. Daremos un rodeo, pero prefiero asegurar.
Dominique estuvo de acuerdo, así que los dos se dirigieron hacia la estrecha vía que les permitía —al menos en apariencia— sortear el tramo de camino peligroso.
No llegaron a avanzar mucho antes de que surgieran nuevos imprevistos. Un grito infantil, desgarrador, llegó hasta ellos a través de una ventana próxima que quedaba a la altura de la calle. Los dos se detuvieron de golpe, a tiempo de ver cómo un niño de unos ocho años retrocedía ante la amenazadora sombra de un vociferante adulto, visiblemente borracho, que blandía en una de sus manos una gruesa correa de cuero.
El niño volvió a chillar, situándolos a ellos, con sus lastimeros gemidos, en un incómodo dilema que el Viajero conocía bien. ¿Debían actuar? ¿Debían inmiscuirse en lo que estaba sucediendo o, por el contrario, mantenerse al margen, por duro que resultase?
En cuanto Pascal se percató del gesto decidido de su amigo, adivinó sus intenciones e intentó detenerle.
—¡No, Dominique! Recuerda que no podemos intervenir… Nuestra intromisión sí es capaz de adulterar las recreaciones, para siempre.
Unas recreaciones, por otro lado, cuya conexión con la realidad transformaba de modo simultáneo el episodio histórico originario, como bien habían comprobado con la trayectoria de Lena Lambert. La Colmena de Kronos no estaba concebida para albergar a un vivo.
El eco de la advertencia de Pascal aún permanecía flotando en el aire, pero el otro, con el rostro vuelto a la ventana, ya no escuchaba.
—Aunque no arreglemos el mundo —dijo al fin Dominique, echando a correr hacia la entrada a la casa—, alguien va a dejar de sufrir durante un rato.
Pascal se dejó convencer enseguida, sobre todo cuando percibió en su medallón un leve enfriamiento que le puso en guardia. Seguía sin llevar nada bien su postura de simple testigo así que no le costó nada pasar a desempeñar un papel mucho más comprometido, teniendo en cuenta además que su amuleto delataba una cercana presencia maligna.
En cuanto su amigo se perdió de vista, las circunstancias cambiaron de modo drástico, ratificando la sensación que le había transmitido el talismán: el panorama tras el cristal de la ventana se oscureció, el niño y su agresor desaparecieron de aquel interior y hasta la calle llegó un grito ahogado —en esta ocasión más adulto— cuya voz reconoció Pascal sin dudar: Dominique.
¿Qué había ocurrido? ¿Les habían tendido una trampa?
Pascal extrajo su daga de entre la ropa y accedió a la casa a toda prisa. Una vez dentro, tuvo que detenerse bruscamente, a punto de precipitarse por una sima abierta en el suelo del vestíbulo, una grieta de varios metros de amplitud que había reventado el suelo y permanecía al descubierto como una boca de oscuridad insondable. Faltó muy poco para que cayera.
En uno de los bordes de aquel repentino abismo distinguió unas manos aferradas a la superficie, los nudillos amarillentos de puro esfuerzo. Se trataba de Dominique, en vilo sobre el vacío.
Pascal se apresuró a llegar hasta él y se inclinó para ayudarle a salir.
—Pero ¿qué…?
La mirada de su amigo, que se elevó por encima de su hombro en un desesperado gesto de advertencia, detuvo sus palabras. Pascal apenas tuvo tiempo de girarse, alzando la daga en actitud protectora. Tras él, dos niños de semblante travieso se echaron a reír. A continuación, sin mediar palabra, clavaron en él sus pupilas inertes y, con un golpe sorprendentemente veloz y enérgico, le empujaron hacia la sima. Pascal aún fue capaz de hacer aspavientos intentando mantener el equilibrio, pero su cuerpo terminó por vencerse hacia el lado de la brecha y se hundió en la oscuridad subterránea. Dominique le siguió al instante, tras sentir sobre los dedos de sus manos un fuerte pisotón con el que le obsequiaban aquellas diabólicas criaturas.
Conforme el foco de luz de la superficie iba quedando cada vez más lejos, y ellos se sumergían en esa misteriosa nada, aún alcanzaron a escuchar las risotadas de los niños.
Después, silencio y una sensación familiar que iba recorriendo sus cuerpos.
Salvo el hito de que se había confirmado la presencia de Lena Lambert en la Colmena de Kronos, la noticia de la muerte de Daphne eclipsó para Michelle todo lo demás, incluyendo el segundo viaje de Pascal y Dominique a través del tiempo y el acoso que el grupo de cazavampiros parecía estar ejerciendo sobre los conocedores de la Puerta Oscura. Sí, ella escuchó de labios de Mathieu cómo Jules había atacado a aquel siniestro rubio llamado Justin y luego había huido, pero se trataba de un episodio que carecía de importancia frente a la pérdida definitiva de la pitonisa.
Daphne estaba muerta. Como Dominique.
El temido horizonte de nuevas bajas, de sacrificios añadidos para aplacar el apetito de la Puerta Oscura, se materializaba a pesar de los ruegos íntimos de Michelle.
Aquella espiral entre vida y muerte seguía cobrándose víctimas.
Michelle dirigió una fugaz mirada resentida hacia el arcón, antes de volver a enfocar con sus ojos angustiados a los demás.
—¿Cómo… cómo ha muerto?
Ella planteaba aquel interrogante con cierta timidez. No se trataba de curiosidad o morbo. Simplemente, necesitaba saberlo.
—Daphne localizó el lugar donde Jules descansaba durante el día, pero el enfrentamiento directo con él la superó —contestó Mathieu—. Aunque no está claro. Al menos, no hemos visto señales de violencia en su cuerpo.
El chico continuó hablando. Marcel aprovechaba ahora para comer algo, pues llevaba todo el día sin probar bocado, mientras Edouard, taciturno, se mantenía al margen. Al médium no le apetecía hablar; seguía dando vueltas a todo lo sucedido.
Antes de llegar al palacio, se habían detenido y Marcel había efectuado la oportuna llamada a la comisaría desde una cabina pública, para notificar el hallazgo del cadáver de la vidente. A partir de ese momento, estaría pendiente de las comunicaciones de la policía para controlar cada uno de los movimientos de los agentes.
—En cuanto el cierre de las investigaciones nos permita disponer del cuerpo, organizaremos el funeral de Daphne —señaló, deseando que no surgieran imprevistos que retrasaran el descanso de la médium—. No tenía parientes vivos, su única familia era el Clan de Videntes. Y tú, Edouard. Les transmitiré la mala noticia. Creo —añadió, recordando el sangriento final de los miembros del Triángulo Europeo— que nunca habían sufrido una racha tan trágica. De todos modos, Edouard, eres tú quien más la conocía. Si consideras que hay algo que debamos hacer…
El chico se encogió de hombros.
—Eso está bien —murmuró agarrando con fuerza, dentro de un bolsillo, el medallón de la pitonisa—. El Clan preparará la ceremonia fúnebre.
Marcel supuso que la policía tardaría un par de días en autorizar el entierro, teniendo en cuenta que debían llevarse a cabo las investigaciones, el levantamiento del cadáver, la identificación del cuerpo (Edouard tendría que denunciar su desaparición en unas horas, tal como habían quedado) y la autopsia.
Aquel dato era importante, pues les permitía continuar centrados en la búsqueda de Jules, su prioridad a pesar de las trágicas circunstancias. Por triste que resultase, en aquel momento no habrían podido permitirse la dedicación que requerían los trámites del entierro de la vidente.
Y es que no podían olvidar que cada minuto transcurrido seguía contando, y aún había vidas en peligro.
—Así que Jules atacó al chico rubio —Michelle se iba recomponiendo y empezaba a procesar el resto de la información que le habían facilitado—. ¿Para defenderse?
Con aquel interrogante, ella ponía en evidencia que persistía en la convicción de que su amigo gótico aún no había culminado el proceso vampírico. Michelle tenía la esperanza de que la respuesta a su pregunta fuese afirmativa, pero Marcel se encargó de desengañarla.
—Me temo que no —señaló—. Por lo que contaron esos muchachos, nos estaban espiando y, de repente, Jules saltó sobre uno de ellos. No hubo provocación por su parte, ni siquiera lo habían visto. La iniciativa fue de él.
A Michelle se le iluminó la cara.
—¡Entonces pudo hacerlo para protegeros a vosotros de esos fanáticos!
Semejante posibilidad solo produjo en sus oyentes elocuentes gestos de escepticismo.
—Nosotros no estábamos en peligro —repuso Edouard, despertando de su ensimismamiento—. Tan solo nos vigilaban. Nada más.
—No es a nosotros a quien buscan —añadió Mathieu, preocupado—. De todos modos, tranquila. Jules sigue siendo humano… al menos en parte.
Michelle había bajado la mirada, sofocada ante el cúmulo de malas noticias que surgía en torno a ellos. Ahora alzó los ojos, como temerosa de hacerse ilusiones.
—Y eso ¿cómo puedes saberlo?
—Porque Jules no mordió a ese tal Justin —aclaró—. Tan solo le hirió en la cara.
Michelle mostraba un semblante confuso.
—¿Dices que no le mordió? ¿Que los atacó y no mordió a nadie?
—No lo hizo, en efecto —apoyó Marcel—. Se limitó a hacer sangrar al chico y a beberse la sangre que brotaba de sus heridas. Una forma… relativamente inofensiva de alimentarse, por decirlo de algún modo, que demuestra que todavía es capaz de razonar como mortal y que alberga sentimientos.
—Mientras siga valorando las consecuencias de lo que hace, sabremos que no ha sucumbido al Mal —terminó Mathieu—. Al menos, no por completo. Aún disponemos de tiempo para salvarle, Michelle.
La chica suspiró y se dejó caer en una de las sillas colocadas junto a la Puerta Oscura. Tanta presión, tanta incertidumbre, eran agotadoras.
A aquella conversación sucedió un silencio que Marcel aprovechó para repasar el último encuentro con los cazavampiros. Y entonces, todavía impresionado, recordó la mención que el rubio había hecho sobre el caso del profesor Delaveau.
Ese grupo no solo hacía gala de cierta infraestructura y profesionalidad en sus movimientos, sino que demostraba una destacable capacidad deductiva en sus rastreos e investigaciones. Habían sido capaces de atar unos cabos cuya vinculación no estaba al alcance de casi nadie. Y teniendo en cuenta todo el instrumental que llevaban en la furgoneta, sin duda habían reunido amplios conocimientos sobre los vampiros.
Resultaba, pues, evidente que aquella peculiar pandilla, al modo de una célula terrorista infiltrada en la ciudad, no estaba dispuesta a detenerse antes de cumplir su objetivo.
«No descansarán hasta lograr lo que pretenden», se dijo el forense, y esas mismas palabras activaron en su interior todas las alarmas.
—No descansarán —repitió, ahora en voz alta, irguiéndose con brusquedad—. Chicos, la jornada no ha terminado.
Aquel repentino anuncio fue acogido por todos con cautela. Michelle, sin embargo, ansiosa de acción, casi lo agradeció.
—Hoy los cazavampiros no han tenido inconveniente en espiarnos, y ya era de noche —comenzó a explicar Marcel—. La oscuridad no los detiene.
—Quieres decir… —inició Mathieu.
—Que no habrán interrumpido su cacería a pesar de la noche —terminó el Guardián—. Están dispuestos a arriesgarlo todo… y saben mucho. Tenemos que irnos. Mathieu y Edouard, de nuevo os toca quedaros, no olvidemos que Pascal y Dominique siguen en la Colmena de Kronos.
Michelle ya se había puesto en pie, a pesar de un inevitable cansancio que también se reflejaba en los rostros de los demás.
—¿Ahora os vais a poner a buscar a Jules? —Edouard era muy consciente del peligro que eso entrañaba a aquellas tardías horas.
Michelle sonrió.
—No, Edouard. Vamos a protegerlo.
Sin añadir nada, el médium se aproximó a ella y le colocó al cuello el medallón que había recogido del cadáver de Daphne.
—Suerte —les deseó, solemne.