23

Suzanne conducía su propio coche. Dado el aspecto demasiado reconocible de la furgoneta, habían decidido prescindir de ella para los movimientos del grupo, sobre todo ahora que Marcel y sus chicos contaban con que ellos volverían a inmiscuirse en la búsqueda del vampiro.

Porque la amenaza del forense no había surtido ningún efecto en ellos. Por primera vez desde hacía años, Justin, Suzanne y Bernard seguían el auténtico rastro de un monstruo sin el escollo del hermetismo policial —era evidente que Marcel no contaba con el apoyo de sus compañeros en aquel asunto—, y la emocionada euforia que eso les provocaba superaba con creces el temor que les inspiraban las advertencias del Guardián.

Todo riesgo compensaba ante la posibilidad de atrapar a una genuina criatura de la noche. Un logro así les brindaría fama, dinero, respeto…

—Hay otra cosa que no entiendo —dijo Suzanne, al tiempo que giraba el volante para dirigir el vehículo hacia la entrada de una calle que los apartaba de la avenida principal, ya muy cerca del cementerio de Pere Lachaise.

Justin sonrió, adivinando el interrogante al que se refería ella.

—Se trata de una pregunta sin respuesta, ¿verdad?

Ella se encogió de hombros, uno de sus gestos favoritos. Bernard, en el asiento trasero, jugaba con una estaca de madera, sin atender a la conversación.

—Supongo que de momento sí —reconoció ella.

—Suéltala.

—Nosotros intentamos acabar con una criatura que amenaza nuestro mundo, ¿no? Proteger a la raza humana de un no-muerto.

—Exacto.

—¿Y ellos? —Suzanne miró un instante a Justin—. ¿Qué pretenden ellos?

El chico había asentido.

—Marcel Laville me impidió disparar al vampiro cuando lo tuve a tiro —recordó con rencor—. Está claro que ellos no aspiran a matarlo; al menos, no todavía —se pasó una mano por los vendajes que le cubrían parte de la cara, dolorido—. Por eso han reaccionado tan mal ante nuestra intromisión, cuando a fin de cuentas podíamos ayudarnos mutuamente en la caza y aumentar la eficacia de nuestros movimientos.

Se hallaban detenidos ante un semáforo en rojo. Suzanne jugueteó con las pulseras que rodeaban sus muñecas mientras esperaba a meter la primera marcha. Recordó con detalle la agresión sufrida por Justin, un misterioso episodio que continuaba provocándole impresiones encontradas.

A pesar de que sus callados sentimientos por el chico le impedían ser objetiva, volvía a ella una cierta confusión. ¿Seguro que el vampiro se disponía a matar a Justin? Podría haberlo hecho desde el primer momento, nadie habría logrado impedirlo. Y sin embargo…

—¿Entonces? —se limitó a decir, decidida a no compartir aquella inquietud que trastocaba sus propias convicciones en torno a ese tipo de monstruos.

Por alguna razón, intuyó que al chico no le haría gracia descubrir en ella semejantes suspicacias. Resultaba evidente que, para él, lo único que había hecho el vampiro era recrearse antes de la mordedura definitiva. Pero Suzanne, debía reconocerlo, ni siquiera al golpear al monstruo había detectado en sus pupilas felinas tal grado de malevolencia.

—Es una buena pregunta que yo también me había planteado —Justin, ajeno a lo que pasaba por la cabeza de ella, reflexionaba—. ¿Acaso quieren cogerlo con vida? ¿Tal vez para investigar sobre su naturaleza infernal? Marcel Laville no deja de ser un científico…

Suzanne no pareció convencida.

—¿Va a arriesgar su vida y la de esos chicos tan jóvenes por una cuestión así?

—Todos la arriesgamos, Suzanne.

—Pero nosotros lo hacemos para salvar otras vidas, se supone. Para proteger a la humanidad, no para meter en un laboratorio a uno de esos seres.

—Ya. Pero cada uno tiene sus propias motivaciones en la vida, no todos compartimos las mismas prioridades.

Semáforo en verde. Suzanne condujo el coche hasta que localizó un espacio libre junto a la acera lo suficientemente amplio como para aparcar. La entrada al cementerio estaba muy cerca.

—Hemos llegado —anunció.

Bernard se inclinó hacia ellos, atento.

—Bueno —Justin se había girado para hablarles a los dos antes de salir del vehículo—. El vampiro logró sorprendernos en nuestro primer encuentro con él. No puede volver a suceder. Bastante suerte hemos tenido de salir vivos del primer ataque.

¿Había sido, en realidad, cuestión de suerte?, se preguntó Suzanne una vez más, sin exteriorizar su duda.

—Ya es noche cerrada —continuó Justin—. Ese monstruo se estará moviendo en plenas facultades, salvo por la herida que le ha provocado Suzanne con el hacha de plata. En principio se sentirá atraído por la sepultura de su vampiro iniciador, que está enterrado en Pere Lachaise, por lo que no debería encontrarse muy lejos de aquí.

—¿Sabemos dónde está la tumba de Varney? —quiso saber Bernard.

—No, y es una lástima porque este cementerio es enorme. Así que no nos queda más remedio que estar atentos a todo su perímetro, en la medida de lo posible. Coged el instrumental, y vamos allá.

Los tres cargaron con sus mochilas, potentes linternas y dos escaleras extensibles que a duras penas habían cabido en el coche de Suzanne.

Al salir del vehículo los recibió una noche bastante fría y húmeda, aunque de oscuridad mitigada por la presencia de la luna.

—Las llaves del coche, Suzanne.

A ella le sorprendió aquella petición. ¿Acaso Justin contemplaba la posibilidad de que en algún momento de la noche ellos se hartaran y quisieran marcharse sin su consentimiento? No hubiera sospechado de él esa muestra de desconfianza. No tenía ganas de discutir, así que se las tendió. Él las recogió con una sonrisa.

—Así vas menos cargada.

—Muy gracioso.

Todos dedicaron unos segundos a observar los alrededores, los tejados de las casas, los rincones más oscuros y, por supuesto, la sobria tapia del cementerio que se extendía hasta perderse de vista, cobijando tras ella un tenebroso bosque de panteones.

No se comportarían como principiantes.

Justin consultó el plano que tenía entre las manos.

—Por allí —señaló—. Es el tramo de muro más alejado de zonas habitadas; no habrá testigos inoportunos.

Hasta ellos llegaban jirones de un silencio plomizo, la densa calma de los muertos que se derramaba por las grietas de aquella pared que separaba a los vivos de los muertos rozándolos con su tacto gélido. Como invitándolos a adentrarse en la senda que se abría entre los perfiles mudos de las tumbas.

Suzanne sintió un escalofrío. A Bernard también se le notaba muy nervioso, lo que disimulaba desplegando una actividad exagerada.

Un repentino aleteo les hizo volverse al unísono.

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Jules observaba el resplandor mortecino de la luna desde el tejado de un edificio de la zona medieval de París. Si bien su sed había remitido tras la ingestión que había logrado en el asalto a aquel chico rubio, sabía que pronto comenzaría a ganar intensidad nuevamente.

El desmedido apetito de los vampiros.

No obstante, ese instinto aún no se manifestaba con la suficiente fuerza como para impedirle pensar. Tal vez como consecuencia del dolor que continuaba abrasándole el hombro, chamuscado en la zona de contacto donde había impactado la pequeña hacha de aquella chica.

En ese sentido, el dolor dignificaba, le devolvía a sí mismo.

Jules aprovechó aquella circunstancia para reflexionar. La pequeña dosis de sangre humana había logrado apaciguarle —no pudo precisar lo que duraría aquel precario lapso de serenidad—, y ahora se encontraba con sus recuerdos, meditaba con el sonido de fondo del rumor desvaído del tráfico nocturno y el paisaje de las siluetas de los edificios devorados por las sombras. Algunos murciélagos revoloteaban en las proximidades, su única compañía.

Jules sentía dentro de él, en su más profunda intimidad, la soledad ancestral de los no-muertos. Giró la cabeza. Cerca se alzaba el palacio de Le Marais, donde descansaba la Puerta Oscura y, tal vez, se refugiaban sus amigos en esos momentos.

Ansiaba verlos, tocarlos, hablar con ellos, sentirlos con la intensidad de antes. Huir, por un instante, de aquel pernicioso aislamiento que calaba hasta los huesos.

Lloró, y disfrutó del lento deslizar de las lágrimas por sus mejillas. Sus pupilas amarillentas aún eran capaces de mostrar debilidad, de exhibir emociones.

Bajó la cabeza.

Ahora que Daphne había muerto por su culpa, algo que nunca lograría perdonarse, supo que jamás se atrevería a regresar con ellos. Michelle, Pascal, Jules… y el fallecido Dominique.

¿Cómo enfrentarse a sus rostros acusadores? ¿Cómo implorar perdón cuando la pérdida de Daphne era irreparable? ¿Cómo explicarles que él no había pretendido hacerle daño?

Su testimonio no podía competir con el lastre de un cadáver.

Al menos, se dijo una vez más, no había mordido a nadie.

Observó el cielo negro calculando las horas de oscuridad que quedaban. Debía buscar un nuevo refugio para el día antes de que las primeras luces del alba se adivinasen en el firmamento.

Se preparó para deslizarse por aquella noche que lo envolvía. Una extraña atracción le impulsaba en una dirección muy concreta. Decidió obedecer, pues estaba aprendiendo a fiarse de su instinto.

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Pascal hizo un gesto a Dominique, y ambos se detuvieron. Se habían alejado bastante del edificio de oficinas donde habían estado a punto de ser descubiertos por los seres malignos, aunque sin separarse demasiado del sector en el que se alzaba la Bolsa; a fin de cuentas, encontrar a Lena Lambert seguía siendo la prioridad.

De momento, las criaturas que los perseguían no habían vuelto a aparecer. El Viajero se quitó el brazalete que anulaba los latidos del corazón y lo guardó en un bolsillo. No había que abusar de aquel recurso.

—Vamos a ese parque —sugirió, señalando una reducida zona verde con bancos que se abría detrás de una plaza—. Allí no hay nadie, podré concentrarme.

—Antes hay que curarte la herida —advirtió Dominique, preocupado por la palidez que exhibía su amigo—. Aunque ya no sangre.

Los dos se dirigieron hasta aquel lugar mientras Pascal consultaba su reloj. Con su entrada en esa nueva época, la cuenta atrás se había reactivado, no lo olvidaban. Veinticuatro horas en total, antes de que la posibilidad de salir de la Colmena de Kronos se desvaneciese.

En cuanto entraron en el recinto del parque, buscaron la zona más resguardada con objeto de no quedar a la vista de los paseantes que cruzaran por las inmediaciones. Al final escogieron un banco oculto casi por completo por varios árboles, y se sentaron en él. Dominique ayudó entonces a Pascal a quitarse de encima la mochila, y después extrajo de ella el botiquín que había preparado el Viajero en el mundo de los vivos.

—Si llego a imaginar esta situación —comentó Dominique mientras apartaba con cuidado la ropa que cubría la herida de Pascal—, hubiera prestado más atención al curso de primeros auxilios que nos dieron en el lycée. Tendrás que arriesgarte conmigo como enfermero.

El Viajero ahogó un gemido de dolor al sentir el roce de aquellas telas manchadas.

—Da lo mismo —susurró—. La cuchillada, por suerte, es bastante superficial. Además, basta con que aguante hasta que volvamos al torrente del tiempo; allí las propiedades regenerantes de esa dimensión ayudarán a que cicatrice.

—Sí —convino Dominique, aplicando desinfectante—, pero primero tienes que llegar vivo a ese torrente, así que espabila.

Minutos después, cuando el dolor provocado por las curas comenzó a remitir, Pascal inició el proceso de comunicación con el mundo de los vivos. Necesitaban pistas para localizar a Lena Lambert en medio del caótico Nueva York de mil novecientos veintinueve, demasiado grande ya —y demasiado peligroso, vistas las circunstancias— como para buscar un rastro sin orientaciones previas.

—Confío en que Mathieu pueda ayudarnos también esta vez —deseó Pascal, sin abrir los ojos.

—Lo hará —afirmó, convencido, Dominique—. Por cierto, es una pena que ahora, con los ojos cerrados, no puedas ver.

Mientras Pascal se encontraba abstraído en su propio ritual, Dominique se mantenía pendiente de vigilar los alrededores ante cualquier novedad que pudiera resultar amenazadora.

—¿Por qué dices eso?

Dominique sonreía.

—Porque acaba de pasar una tía espectacular, por eso —confesó—. Es evidente que en todas las épocas han existido tías buenas. No me importaría hacer un recorrido por la Colmena de Kronos con ese objetivo.

Pascal movía la cabeza hacia los lados, incrédulo.

—¿Con qué objetivo?

—Pues… hacer un estudio, minucioso, claro, sobre las tías más potentes de la historia. Y eso incluye el futuro, ¿eh? A saber lo que no conoceremos…

Pascal no pudo reprimir una breve carcajada.

—Eres único, Dominique. Ya te echaba de menos. ¿Cómo puedes pensar en eso ahora?

—En toda circunstancia soy capaz de apreciar la belleza —se defendió, exagerando un gesto digno—. Además, estoy muerto, así que déjame que haga lo que me dé la gana.

Los dos volvieron a reír. Aquella escena era encantadoramente surrealista.

No hicieron más comentarios. Pascal, de todos modos, agradeció ese fugaz paréntesis de humor que servía de ventilación para la tensión que venían soportando.

Poco después, su llamada empezó a recorrer la distancia cósmica que los separaba de la dimensión de la vida.

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Solo se trataba de un pájaro, pero sirvió para mostrar sin tapujos hasta qué punto estaban nerviosos, por mucha naturalidad que pretendiesen aparentar entre ellos. La reacción de los tres había sido exagerada, y se miraron unos a otros con cierto rubor.

—Es mejor pecar de prudentes —afirmó Suzanne—. Eso tiene solución.

Al menos quedaba confirmado que sabían muy bien a lo que se enfrentaban. No se trataba de un juego; por primera vez, andaban tras la pista de un monstruo real.

El ave que había originado aquel susto se perdió pronto entre unos árboles cercanos dentro del recinto del cementerio, como una señal que les indicara el camino a seguir. Eso pareció despertar a Justin.

—Vamos —animó al grupo, recuperando el control—. No perdamos más tiempo.

Los tres avanzaron junto al muro hasta llegar al tramo que les interesaba. Una vez en aquel punto, y tras comprobar que no había en las proximidades testigos inoportunos, Justin ordenó a Bernard extender una de las escalerillas y apoyarla en el tabique.

A continuación, el gigante subió por ella y, en equilibrio sobre el muro, procedió a preparar la otra, que colocó en el lado interno de la tapia.

De momento, la iluminación lechosa provocada por la luna les había evitado el poco discreto uso de las linternas.

—¿Bajo ya?

Bernard preguntaba con poca convicción, deseando una respuesta negativa que no se iba a producir.

—¡Sí, deprisa, que te va a ver alguien!

La inflexible voz de Justin le transmitió la mala noticia; en breves instantes aterrizaría, solo, en Pere Lachaise. El primero. La avanzadilla.

La posición más vulnerable. ¿Y si el vampiro ya se encontraba allí, acechando? Bernard estuvo a punto de manifestar sus reticencias, pero ante el rostro severo de Justin no se atrevió.

—Pero daos prisa vosotros, ¿eh? —pidió, antes de empezar a descender por los peldaños que conducían al interior del cementerio—. No me dejéis aquí…

En cuanto Bernard desapareció de la vista, Suzanne comenzó a subir por la escalerilla. Justin no dejaba de contemplar los alrededores, suspicaz ante cualquier ruido o movimiento en medio de la noche. El resplandor de la luna reducía el cobijo que la oscuridad les habría dispensado.

Por fin, solo él quedó visible desde la zona de la ciudad donde se alzaban los edificios residenciales. Ascendió hasta encaramarse al borde del muro, recogió desde allí la escalerilla y, plegándola, la tendió por el otro lado para que la recibieran los enormes brazos del gigante. Después, bajó por ese lado hasta pisar suelo sagrado.

—Ya estamos —dijo—. Analicemos el panorama. No emplearemos las linternas salvo que sea estrictamente necesario.

Los tres se giraron hacia la inmensidad lúgubre que se extendía frente a ellos. Impresionaba. Una nutrida alfombra de siluetas de tumbas y panteones se derramaba en todas direcciones hasta perderse de vista, confundiéndose con las sombras de los árboles. Había miles de sepulturas, y multitud de rincones donde podía ocultarse un monstruo. La palidez metálica de la noche provocaba destellos fantasmagóricos que teñían la escena de irrealidad.

—Madre mía —Suzanne suspiraba, intimidada—. Esto es gigantesco. Aquí podrían ocultarse cien vampiros y nadie los vería durante años.

—Concibe este recinto como un coto de caza —consideró Justin mientras preparaba sus armas, incluido un nuevo revólver con balas de plata proveniente de su arsenal particular—. Iremos colocándonos en diferentes enclaves a lo largo de la noche, hasta que nuestro amigo se delate. Ocurrirá, tarde o temprano. Si somos pacientes y no la cagamos con alguna metedura de pata.

«Como un coto de caza», se repitió Suzanne, mientras Bernard ocultaba las escalerillas entre unos matorrales cercanos, a pie del muro. «¿Un coto de caza para quién?». Porque ahora, en aquel terreno y bajo la noche, ella no tenía claro quién era el perseguidor y quién la presa.

—Somos el equipo visitante —murmuró, colocándose una ristra de ajos alrededor del cuello, unas palabras que provocaron la mirada intrigada de Bernard—. El juega en casa.

Justin había fruncido el ceño al escucharla.

—Tal vez —repuso el chico—, pero conocemos muy bien su naturaleza de depredador. Somos capaces de predecir sus movimientos.

Suzanne extendió un brazo hacia la marea de cruces que se erigía ante ellos.

—¿Tan seguro estás?

Por primera vez se planteó si el fanatismo que sentían hacia la causa antivampírica los había llevado a subestimar su cometido. ¿De verdad podían vencer a un auténtico no-muerto?

A Justin le había molestado aquella repentina incertidumbre que se había alojado en ella y que la chica se atrevía a manifestar en el peor momento posible. La duda sí llegaba a ser un enemigo muy dañino si se instalaba dentro de uno, y Justin no debía permitir que sus absurdos escrúpulos de última hora se afianzaran contaminando, además, la ingenua obediencia de Bernard.

Porque el gigante, en medio de su labor de vigilancia de las proximidades, no se perdía una sílaba de aquella intempestiva conversación.

—Por supuesto que estoy seguro —respondía Justin con rotundidad—. Ese ser de ultratumba no nos va a sorprender esta vez. Parece mentira que lo preguntes. ¿Tú no lo estás?

Suzanne se mordió el labio inferior, calibrando sus palabras.

—No, mierda, yo no —reconoció, arrancándose una de sus pulseras de pura agitación—. Por primera vez desde hace mucho tiempo, ya no estoy segura de nada, Justin.

«Y la culpa es de este condenado asunto», añadió ella para sus adentros. ¿Eran conscientes de lo que estaban haciendo, o lo único a lo que se habían dedicado durante aquellos años había sido a vivir un sueño absurdo?

Ni tan siquiera albergaba la certeza de que ese joven vampiro al que rastreaban fuese un depredador frío, sin conciencia. Aquella incógnita constituía el verdadero detonante de su ataque súbito de indecisión. Aunque no estaba dispuesta a confesarlo.

Justin había abierto mucho los ojos al oír su contestación.

—Será este paisaje —justificó, haciendo un enorme esfuerzo conciliador—. Desorienta a cualquiera. Por la mañana lo verás más claro. Pero ahora no te puedes permitir titubeos, Suzanne. Sería peligroso para todos.

—Lo sé, tranquilo. Cumpliré, ya me conoces.

Justin estiró un brazo y le acarició una mejilla.

—Al menos te conocía hasta esta noche. Porque acabas de lograr sorprenderme —le dedicó una penetrante mirada, antes de continuar—. Hay mucho en juego. No me falles, Suzanne.

El tono era cariñoso, pero ella captó su velada esencia de amenaza.

Justin se aproximó y, sin previo aviso, juntó su boca a la de la chica en un beso violento, avasallador. A Suzanne no le apetecía, pero él sujetaba su nuca con una mano que parecía un cepo y no pudo resistirse.

Ella tendría que apaciguar sus dudas, ahora lo vio claro. Por primera vez, se percataba de que no había vuelta atrás. Justin jamás permitiría una retirada ni el abandono de algún miembro del grupo. Jamás.

Y no era conveniente despertar la ira de ese chico; había presenciado demasiadas veces las nefastas consecuencias de hacerlo. Su carácter frío derivaba con excesiva facilidad en un comportamiento muy agresivo.

Justin era peligroso, aunque ella nunca había querido darse cuenta. Los sentimientos que experimentaba hacia él le impedían hacerlo. Al menos, hasta aquel instante.

En algún momento de su vida, Suzanne había quedado atrapada bajo el magnetismo de ese hombre, que aún la atraía. Suspiró, maldiciendo su gusto por aquel perfil masculino tan problemático.

Pero ya era tarde para rebelarse.

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Michelle acababa de colgar, tras hablar brevemente con Mathieu. Se quedó unos instantes contemplando ensimismada su móvil, como si aquel aparato albergara en su interior la respuesta a alguno de los interrogantes que permanecían abiertos en torno al futuro inmediato.

Pero las incógnitas continuaron flotando en el aire, su presencia etérea contaminando cada minuto de la contrarreloj en la que todos se hallaban envueltos. Y es que la incertidumbre podía llegar a adquirir un peso asfixiante. Poco a poco, cada minuto, les iba dejando menos espacio para respirar.

Al cabo de unos segundos, Michelle recuperó la atención sobre lo que la rodeaba, sus ojos recorrieron cada una de las paredes de aquel sótano en cuyo centro descansaba la mole solemne de la Puerta Oscura.

El escenario de aquellas losas de piedra que componían los viejos tabiques del caserón empezaba a hacerse claustrofóbico ante sus pupilas ávidas de acción. Necesitaba sentirse más útil.

Al menos ya quedaba poco para que los demás llegaran al palacio, según le había dicho su amigo desde el coche del forense.

Michelle suspiró, harta de aquella espera inactiva. Jules merodeando por la noche parisina, Pascal y Dominique recorriendo la Colmena de Kronos, Marcel, Mathieu y Edouard buscando a Daphne. Todos en plena ebullición, menos ella.

Michelle no valía para una misión tan contemplativa como la que estaba llevando a cabo. Se aproximó al inmenso arcón cuyo halo los mantenía cautivos en su campo de gravedad. La única forma de liberarse —recordó a Dominique—, al parecer, era morir.

La Puerta Oscura, que empezó ofreciendo la apariencia de una legendaria maravilla, de un prodigio de la naturaleza milagrosamente conservado, había ido desvelando, sin embargo, una esencia maldita. Otorgaba al Viajero un indudable privilegio pero, al mismo tiempo, con exquisita sutileza, iba reclamando su propio tributo; un tributo de vidas, de tiempo, de energía, que se cobraba entre quienes se involucraban en su secreto. Y lo hacía, además, cuando ya no era factible echarse atrás.

—Hay cosas que es mejor que permanezcan ocultas —susurró Michelle para sí misma—. No estamos preparados. Nadie lo está.

Tal vez la muerte y la vida debían permanecer sin ningún tipo de conexión.

Ella pensaba en Dominique. Nada compensaba la pérdida de un amigo como él, ni tampoco la terrible agonía que estaba soportando Jules. Por no hablar de su propio secuestro, del que todavía arrastraba secuelas como sus sueños salpicados de pesadillas o una inquietud permanente ante la oscuridad.

No, el poder que emanaba de la Puerta Oscura era excesivo. Atravesar aquel umbral había sido como abrir la caja de Pandora, ahora se daba cuenta. El hallazgo casual de lo que ocultaba ese antiguo baúl no había sido una suerte. Definitivamente.

Sin embargo, tampoco se podía responsabilizar a Pascal, puesto que el chico lo había encontrado de un modo accidental. Michelle dedujo que su encomiable valentía al ejercer como Viajero —aún más meritoria dado su carácter poco audaz— constituía su particular forma de procurar equilibrar las consecuencias que había acarreado su actuación.

Consecuencias irreparables.

Michelle solo pidió, para sus adentros, mientras dirigía sus pupilas firmes hacia el arcón, que no hubiese más víctimas.

Ya habían pagado suficiente.