Michelle rodeó por enésima vez el arcón, sin lograr reprimir su impaciencia en medio de aquel entorno aislado que constituía el sótano del palacio. Acababa de bajar del vestíbulo, desde donde había hablado por el móvil con el Guardián, tras descender por el intrincado camino que conducía hasta la Puerta Oscura.
Sus pisadas sólidas, imperiosas, habían resonado sobre las losas de piedra perdiéndose por pasillos y estancias abovedadas que no habían sido visitadas desde hacía siglos.
En aquel antiguo edificio, custodiado por presencias invisibles que se deslizaban entre las sombras de los corredores, la penumbra no la intimidaba. Tal vez, ese caserón suponía el único lugar que no despertaba sus recelos después de todo lo que había soportado desde que se abriese la Puerta Oscura, tan solo unos meses atrás.
Y es que, aunque seguía considerándose valiente, y se sentía con la energía suficiente como para enfrentarse sin titubeos a lo que pudiera amenazarlos —¿aún más si el peligro involucraba a Pascal?—, lo cierto era que sus pasos habían perdido algo de convicción. En ocasiones sorprendía en su propia mirada, siempre tan firme, resquicios vulnerables.
Su secuestro por parte del vampiro, aunque con un final feliz gracias a Pascal —un retortijón de remordimiento comprimió su estómago durante un instante—, había constituido para ella una durísima lección: de ese modo tan drástico, había aprendido que no todo podía controlarse.
«La determinación solo aumenta las probabilidades de ganar», se dijo, «de conseguir los objetivos. Pero no ofrece garantías».
Ella ya había perdido a uno de sus mejores amigos, y estaba a punto de perder a otro. Si Pascal no retornaba del Más Allá sano y salvo, el balance final —que se negaba a concebir— sería todavía más desolador.
No, ni siquiera el mayor valor, la audacia más entregada o una fidelidad sin límites, ofrecían garantías. Nunca las hay.
Ni en la vida… ni en la muerte.
«Y en la oscuridad acecha el Mal», concluyó Michelle en voz alta. «No todo está bajo nuestro control. Ni mucho menos».
Habían aprendido, habían madurado de golpe. Habían cambiado.
Ella inspeccionó los bordes erosionados del arcón, el perfil tallado de sus aristas redondeadas por el tiempo. Qué distintos eran ahora, pensó, a pesar del poco tiempo real transcurrido: Pascal, ella misma, incluso Mathieu desde su reciente incorporación… Por no hablar de las máximas transformaciones sufridas dentro del grupo: Dominique, que estaba muerto, y Jules, luchando con sus últimas fuerzas por no claudicar ante el vampirismo que iba devorando su cuerpo.
Cómo echaba de menos a Dominique, con sus bromas, su ironía y su humor retorcido.
Marguerite Betancourt tampoco había sobrevivido a la apertura de la Puerta, una vigorosa mujer que había sucumbido a la espiral de acontecimientos que se generaba sin descanso desde las entrañas de la Puerta.
Aunque nada de todo lo acontecido había mitigado en Michelle la necesidad de actuar. Por eso mismo se le hacía tan ardua la espera en el sótano, cuando intuía que la verdadera acción estaba teniendo lugar fuera. Michelle se negaba a quedarse al margen.
No obstante, las circunstancias la habían forzado a desempeñar ahora aquel tedioso papel vigilante, que nada iba con ella. ¿Cuándo regresarían los demás? Quería información y tareas que requiriesen una actitud más activa.
Sin saber por qué, cayó entonces en la cuenta de que no había comido en todo el día. El ritmo de búsqueda había sido tan frenético que Marcel y ella ni siquiera se habían percatado de ello, pero ahora que su labor resultaba más tranquila, el cuerpo le exigía una compensación inmediata. De repente fue consciente del apetito que tenía y de la debilidad que arrastraba. Rebuscando entre las bolsas que los demás habían dejado allí, encontró restos de bocadillos y agua, que le vinieron muy bien para recuperar energías… y para seguir dando vueltas a todo lo sucedido.
Michelle se alejó del baúl, hacia la escalera que conducía a los pisos superiores. Su mente, inquieta, imaginaba ahora a Jules vagando en la oscuridad, dejándose avasallar por la seducción de la noche en una letal caída hacia el abismo.
—Vuelve, Jules —susurró, en medio del silencio—. Si no, no podremos ayudarte. Vuelve.
Pronto, sus pensamientos volvieron a centrarse en Pascal. Recordando la información que les habían transmitido Mathieu y Edouard, incluso lo imaginó como gladiador, algo que en otras circunstancias menos dramáticas le hubiera provocado una carcajada, dado el físico poco corpulento de su amigo. Dominique sí daba el pego como luchador ahora que no dependía de una silla de ruedas, con sus hombros anchos y sus brazos fuertes.
Dado que Michelle sabía que ambos se encontraban juntos atravesando la Colmena de Kronos, los visualizó sin esfuerzo sobre la arena de algún anfiteatro romano, preparados para el combate. Le entró el pánico al recrear aquella escena en medio de asesinos profesionales, la forma de ser tan serena de Pascal frente a la ronca agresividad de esos prisioneros que se jugaban la vida en cada movimiento y cuya ferocidad podía hacerles ganarse el favor del emperador, el único que ostentaba la potestad de otorgarles la anhelada libertad.
El recuerdo de la poderosa arma que manejaba Pascal la tranquilizó; ellos jugaban en otra época, pero a cambio disponían de recursos que no estaban al alcance de sus enemigos.
O eso esperaba.
Pascal y Dominique contenían la respiración. Habían logrado colarse en el interior de un edificio de oficinas cuyo vestíbulo se mostraba vacío, posiblemente porque todos los empleados —inversores en su mayoría— se hallaban reunidos frente a la Bolsa. Todo el distrito financiero sufría bajo aquel ambiente tenso, sobrecogido ante un descenso en las cotizaciones que no parecía tener fin.
En su fuga, los chicos se habían cruzado con varios hombres de gesto pálido y mirada ausente que caminaban sin rumbo fijo, como espectros, ajenos ya a cuanto ocurría a su alrededor. El perfil errático y hundido de los primeros arruinados, en estado de shock. Uno de ellos, sacando un revólver de un bolsillo, se había volado la cabeza en plena calle, incapaz tal vez de reunir la fuerza necesaria para llegar a casa y comunicar a su familia que lo habían perdido todo.
Pascal y Dominique no habían llegado a verlo, pero su cadáver había quedado allí, tendido sobre la acera. Un reguero de sangre iba deslizándose desde su semblante destrozado hasta alcanzar la calzada, cuyo pavimento se tiñó de rojo, para terminar precipitándose sobre la rejilla de una alcantarilla. Poco después comenzó a escucharse el estridente sonido de las sirenas. Unos chicos, percatándose de lo que acababa de suceder, echaron a correr hasta allí para ver de cerca al muerto, que pronto estuvo rodeado de gente.
En realidad, aquella muerte supuso una distracción solo para los chavales; lo único que importaba a los adultos era la cotización de las acciones. Optimistas ante los buenos resultados de los años anteriores, la gente se había lanzado a la especulación bursátil, y ahora todos se veían alcanzados por la onda expansiva del desastre, demasiado tarde para reaccionar.
El Viajero se secó el sudor de la frente, apoyado en una pared del vestíbulo del edificio. Avanzaron hasta la zona de los despachos.
—¿Qué tal vas? —susurró a su amigo, al tiempo que sus ojos inspeccionaban el lugar en busca de un buen escondite.
—Bien —respondió Dominique dirigiéndole una mirada preocupada—. ¿Y tú? ¡Te han herido!
Pascal apretaba los dientes, con una mano sobre su costado dañado. Toda la ropa en contacto con la herida se hallaba empapada de sangre. Parecía imposible que hubiera podido correr en esas condiciones; el instinto de supervivencia multiplicaba la resistencia hasta extremos sorprendentes. De hecho, hasta ese momento, Pascal no había sido consciente de lo mucho que le dolía la cuchillada recibida.
—No es una herida profunda, por suerte —comentó.
—Déjame curarte con el botiquín que llevas en la mochila.
—No hay tiempo, Dominique. Tenemos que…
Se oyó movimiento en la calle: los perseguidores ya estaban allí. ¿Pasarían de largo? ¿Los habrían visto entrar en la oficina? Pascal y Dominique se miraron, todavía exhaustos por la repentina carrera que los había alejado de aquellas criaturas malignas… durante un rato.
Esos seres tenían demasiado interés en sus presas como para dejar que escaparan tan fácilmente.
—¡Rápido! —murmuró el Viajero—. ¡Tenemos que escondernos!
Pascal se ocultó tras la puerta entornada de un despacho y empujó la hoja de madera hacia sí hasta que su canto chocó contra la pared, junto a su hombro. Él quedó así aprisionado en el hueco libre, aprovechando la rendija que dejaban las bisagras para estudiar el acceso al vestíbulo. Por su parte, Dominique, con su espada en la mano, se había metido debajo de un imponente escritorio de caoba. A su espalda colocó un sillón, tapando de aquel modo el único lado que lo dejaba visible. Algunas fisuras en la madera le permitían también observar lo que ocurría en la zona central de las oficinas.
Ambos se quedaron en silencio. En apariencia, allí no había nadie.
Transcurrieron unos segundos de angustiosa calma. Desde sus posiciones no lograban verlo, pero a través de los cristales de la entrada se distinguía un conjunto de siluetas que permanecía quieto en la calle. Hasta que aquel grupo empezó a moverse.
Entonces un sonido rechinante invadió el espacio de las oficinas, quebrando el torturante compás de espera. La puerta principal de esas dependencias se acababa de abrir, no había duda. Alguien llegaba. Pascal comprobó, para su desolación, que se trataba de los muertos.
No se habían dejado engañar. Sin embargo, tampoco se mostraban muy convencidos, pues se movían titubeantes como dudando si perder tiempo en aquel lugar o continuar la búsqueda en la calle.
No hablaban, solo se dirigían gestos y gruñidos. Empezaron a repartirse por las diferentes estancias para llevar a cabo un registro rápido, pero antes de separarse por completo se detuvieron para escuchar, como rastreando algún sonido delator, tal vez el leve murmullo de la respiración de Pascal. El Viajero cayó en la cuenta de que él era el único que necesitaba oxígeno en aquella realidad.
Y el único cuyo corazón latía, un rítmico bombeo que quizá esos seres eran capaces de captar dentro de aquel ambiente cerrado.
Pascal palideció. Dos de esas criaturas empezaron a girarse hacia donde él permanecía escondido. Orientaban sus rostros cubriendo cada zona de aquellas instalaciones. Con sumo cuidado, el chico extrajo de un bolsillo el brazalete de Viajero, que se colocó en la muñeca, justo antes de que los dos agresores enfocaran con sus gestos afanosos la puerta tras la que se parapetaba.
El corazón de Pascal dejó entonces de emitir sus latidos, sumiéndose en un silencio protector. Las facciones atentas de las criaturas continuaron su ronda sin detenerse frente a él.
Había faltado muy poco.
Sin embargo, el Viajero no pudo relajarse. Sus ojos se clavaron poco después en un punto muy concreto del suelo, cerca de su posición. Allí, a escasos metros de distancia, una comprometedora gota de sangre permanecía sobre la madera, un diminuto estallido púrpura que resaltaba sobre el color desvaído de las tablas.
Pascal contuvo el aliento; por un instante, todo le dio vueltas. Al punzante dolor de su herida se añadió un agobio que colapsó su mente. Si los muertos llegaban a ver aquella gota, ya no se irían. No habría ninguna posibilidad de evitar el enfrentamiento.
Y ni siquiera con la daga tenía garantías frente a sus adversarios, mucho menos si debía proteger al mismo tiempo a Dominique.
Por otra parte, su propio escondite le impedía reaccionar con la suficiente celeridad para una hipotética fuga. Era improbable que lograra empujar la puerta y salir de detrás de ella sin llamar la atención de las criaturas malignas.
La brusca aparición de Dominique en la línea de visión del Viajero, moviéndose a gatas tras unas mesas, cortó de cuajo sus reflexiones. ¿Qué estaba haciendo? ¡Había abandonado su escondite! ¿Estaba loco?
No, no lo estaba. En cuanto Pascal cayó en la cuenta de la dirección de los movimientos de su amigo, supo que no había perdido el juicio: Dominique también había detectado la gota de sangre, e intentaba llegar hasta ella para limpiarla antes de que los delatase.
Las circunstancias se volvían cada vez más críticas. El Viajero sintió la tentación de desenvainar la daga por si se veía obligado a actuar con rapidez, pero le dio miedo que el resplandor verdoso advirtiera de su presencia a los perseguidores, así que no le quedó más remedio que soportar aquella insufrible posición de testigo silencioso e inmóvil.
Mientras tanto, los muertos continuaban recorriendo las diferentes estancias de las oficinas. Ya quedaba muy poco para que alguno de ellos llegara hasta el despacho donde estaba Pascal.
Dominique, por su parte, aún no había logrado alcanzar el punto donde la gota de sangre seguía reclamando atención. Había tenido que detenerse, pues, muy cerca de él, uno de los seres malignos inspeccionaba el interior de un armario.
En cualquier momento, la situación estallaría.
Ya habían puesto al corriente al médium sobre lo que le había sucedido a Michelle, puesto que durante la charla entre Mathieu y el forense, él se encontraba demasiado concentrado como para enterarse. De todos modos, Edouard no parecía capaz de pensar en nada que no fuera el final de la pitonisa, y apenas si hizo algún gesto cuando le informaron de que todo había terminado bien para la chica. Era comprensible, y así lo entendieron Marcel y Mathieu.
Fue precisamente este último quien no tardó mucho en volver al asunto de la difunta vidente.
—¿Cuántas horas llevaba muerta Daphne?
Marcel, que se encontraba con las manos al volante, giró el rostro hacia su derecha. Sentado a su lado, Mathieu aguardaba una respuesta a su pregunta. La condición de forense del Guardián otorgaba gran fiabilidad a su cálculo.
—Alrededor de ocho —contestó, volviendo a poner la atención en la carretera.
—Deberíamos avisar a la policía para que recojan el cuerpo —intervino ahora Edouard, desde los asientos de atrás—. ¿O vamos a dejar que se pudra allí, sola, en medio de tanta suciedad?
Se notaba cierto resentimiento en la voz del chico; buscaba culpables sobre los que descargar su impotencia ante la muerte de su mentora.
—¡Pues claro que no! —respondía Marcel, mientras cambiaba de marcha—. Ya contaba con ello. Pero como no quiero que rastreen la llamada, contactaremos con la comisaría de esa zona desde una cabina pública. Me haré pasar por un vagabundo que, buscando donde dormir, se ha encontrado con un cadáver. No es la primera vez que ocurre.
Los dos chicos asintieron. Así, todos se mantendrían al margen de aquella muerte, y la vidente podría recibir sepultura.
—¿Y qué crees que opinarán cuando la vean?
Mathieu no parecía muy convencido de las consecuencias que podían derivarse de aquel trágico suceso.
Marcel lo pensó un momento.
—La muerte la achacarán a un ataque al corazón. Sin señales de violencia ni marcas en el cuerpo de Daphne, no tendrán más remedio que dictaminar que ha fallecido de muerte natural, algo razonable teniendo en cuenta la avanzada edad que ella tiene. El problema…
—El problema es justificar su presencia en un cobertizo abandonado —terminó por él el joven médium.
—He cambiado la postura del cadáver para que dé la impresión de que fue ella la que, al sentirse mal, se acostó voluntariamente sobre ese lecho de ropa —explicó Marcel—. También le he dejado cerca algunos enseres esotéricos.
—Pretendes que piensen que Daphne acudió hasta allí para llevar a cabo algún tipo de rito —acusó Edouard, ofendido—. Van a pensar que estaba loca…
Aunque comprendía la especial sensibilidad que dominaba al muchacho, pues necesitaría tiempo para asumir la pérdida de su maestra, el Guardián se mostró duro.
—Eso es lo mejor que podría pasarnos. Si logramos que descarten la hipótesis de una muerte en circunstancias sospechosas, dejarán pronto de investigar. Todos sentimos el fallecimiento de Daphne, pero, aunque suene muy frío, no es momento de pensar en ella, Edouard, sino en nosotros. Te recuerdo que todavía hay varias vidas en juego.
—Entiendo lo dolorosa que tiene que resultarte la muerte de tu maestra —aportó Mathieu, conciliador, volviéndose hacia él desde el asiento delantero—. Daphne era única. Pero piénsalo. La verdad es que no se trata de una mala idea, y la apariencia excéntrica de Daphne ayudará a darle solidez —le miró con detenimiento a los ojos—. Lo último que ahora necesitamos es que la policía nos complique la búsqueda de Jules, Edouard. En el fondo, lo sabes tan bien como nosotros.
El aludido no dijo nada, se limitó a fijarse en el paisaje oscuro que se deslizaba frente a su ventanilla.
Mathieu se dirigió al forense.
—Por eso no volviste a taparle la cara, ¿verdad? —se refería al rostro de la vidente, que habían dejado descubierto antes de abandonar el cobertizo.
Marcel hizo un gesto afirmativo con la cabeza antes de explicar su iniciativa.
—Semejante indicio hubiera sido incompatible con la teoría de que ella murió sola.
—No creas. Podría haberle cubierto el rostro el presunto vagabundo que encontró su cuerpo, ¿no? —planteó Edouard—. Puestos a inventar…
—Claro —convino Marcel—. Pero cuanto más simplifiquemos las cosas, mejor. Los vagabundos no suelen exhibir conductas tan consideradas; nos arriesgaríamos a levantar suspicacias.
Aún estaban lejos de Le Marais. Tardarían en encontrarse frente al inconfundible edificio del palacio, donde los esperaba Michelle con toda su impaciencia. Sin embargo, a pesar de la ruta directa que seguían, algo iba a interrumpir más adelante su llegada al refugio de la Puerta Oscura…
Justin resopló. Los vendajes de su rostro se arrugaron después de sufrir la fugaz presión de sus mejillas infladas.
—Es sorprendente lo cuidadosa que puede llegar a ser la policía cuando no le interesa que algo trascienda —comentó, dejando de teclear—. Desde la aparición del cadáver del profesor Delaveau en el lycée Marie Curie, apenas salió información sobre el curso de las investigaciones. Y eso que, como se supo después, aparecieron nuevos cadáveres, también desangrados. Evidentemente, eran obra de la misma persona.
—Son muy listos —Suzanne liaba un cigarrillo, tirada sobre un desgastado sofá—. Pero al final todo sale a la luz. ¿Qué estás buscando? Bernard ya ha encontrado la noticia que nos interesa.
El aludido levantó la cabeza de los periódicos entre los que indagaba.
—El asesino se llamaba Alfred Varney —dijo ella—. Según la versión oficial, murió al ofrecer resistencia durante la operación policial que lo acorraló. Soltero, sin hijos. No se dan más datos.
—Muerto durante la operación policial… No me extraña —comentó Justin—. Ya se encargaría Laville de prepararle un final oportuno. A este misterioso forense es a quien estoy investigando en la red, Suzanne. Pero es un tipo tan puñeteramente discreto que apenas sale, y eso que se ha tenido que encargar de casos muy interesantes… Menos mal que sí aparece como colaborador en las pesquisas en torno a la muerte de Delaveau.
—¿Qué pintarán los chicos que lo suelen acompañar? —se preguntó la chica en voz alta—. No consigo imaginarlo.
—Ni idea… todavía —reconoció Justin—. Tiempo al tiempo. Así que nuestro hombre, o nuestro vampiro iniciador, se llama Alfred Varney, ¿eh?
Suzanne soltó una risilla.
—El sustituto de su primera víctima en el lycée. Además de matar a Delaveau, se queda con su trabajo. Vaya tío. Así yo también consigo empleo…
—Estamos ante vampiros que se integran bien en sociedad —señaló Justin—. Eso vuelve la caza más complicada.
—¿Pero no se supone que les molesta la luz? —inquirió Bernard, confundido—. ¿Cómo pueden vivir entre nosotros, e incluso ocupar nuestros empleos?
—El profesor Delaveau tenía un trabajo de horario nocturno —explicó Suzanne, dando una profunda calada a su cigarrillo—. Así que Varney se adaptó a nosotros, pero seguía siendo un vampiro, con sus limitaciones.
—Exacto —Justin se apartó del ordenador—. Ahora debemos averiguar dónde fue enterrado Varney.
—¿Cómo lo harás? —Suzanne lanzaba volutas de humo por la boca, que Bernard seguía con la vista, absorto.
Justin ya estaba otra vez sobre el teclado del equipo informático.
—Veamos si es posible acceder a las bases de datos de los principales cementerios de París…
Durante un rato, tan solo se escuchó en la habitación el rítmico sonido que los dedos de Justin provocaban al pulsar las teclas del ordenador.
—Nada —se quejó el muchacho poco después, apartándose un mechón rubio que le caía sobre los ojos—. Es una información de uso restringido. Joder.
—Pues ahora sí que se ha puesto chunga la cosa —comentó Suzanne—. Anda que no hay cementerios en París…
—¿Alguna sugerencia? —pidió Justin, al borde de un ataque de rabia.
Bernard se encogió de hombros. Suzanne, sin embargo, abandonó su actitud indolente y, entre calada y calada, empezó a barajar diferentes posibilidades que se le ocurrían.
—¿Creéis que tendría familia? —preguntó de pronto.
—Soltero y sin hijos —volvió a leer Bernard en uno de los periódicos.
Justin miró a los ojos a Suzanne. Sabía que, bajo aquella apariencia apática, latía una mente despierta, por lo que la instó a continuar.
—¿Adónde quieres llegar, Suzanne?
—Las hemerotecas virtuales —señaló—. Si Varney tiene parientes cercanos vivos, padres, tíos o primos, alguien pondría alguna esquela para anunciar su funeral o, al menos, su entierro. Por muy asesino que fuera, la familia siempre se resiste a creerlo y a renunciar a esos gestos.
A Justin le brillaron los ojos.
—¡Eso es! —gritó—. Me meteré en los buscadores de los principales diarios de París. Si salió publicada alguna esquela, la encontraremos. Y allí es muy probable que se facilite el dato que buscamos.
Media hora más tarde, Justin se abalanzaba sobre Suzanne para abrazarla y darle un prolongado beso en la boca.
Ya disponían de un destino al que dirigir sus próximas maniobras: el cementerio de Pere Lachaise.
Justin no estaba dispuesto a perder ni un minuto. Aunque fuese noche cerrada.
Pascal ya ni se acordaba del dolor de la herida, que ahora, taponada de algún modo por su mano y la ropa, sangraba menos. Y es que el Viajero apenas lograba mantener la compostura desde su escondite, viendo a Dominique tras una mesa y a una de las criaturas malignas merodear muy cerca de él. Aquello no podía acabar bien.
Resultaba demasiado fácil cometer un error. ¿Cuánto tardaría su amigo en tropezar con una silla, empujar un mueble o, simplemente, dejarse ver al reaccionar demasiado tarde?
Mientras, la gota de sangre continuaba en el suelo, como trofeo en una agónica competición sobre si Dominique conseguiría limpiarla antes de que los ojos vidriosos de sus cazadores la descubriesen precipitándolo todo.
Y Pascal sin poder intervenir, lo que iba minando sus nervios. No aguantaría quieto mucho más tiempo.
Un chirrido lastimero vino a interrumpir la atmósfera crispada que se respiraba allí. ¿Más visitas? Los movimientos en el interior de aquellas oficinas se detuvieron de forma súbita.
Todos en guardia.
Pascal apartó la vista de su amigo, que también se había pegado más a una mesa hasta descubrir lo que estaba ocurriendo, y la dirigió hacia la entrada principal. Sus ojos se encontraron con un tipo de mediana edad, vestido con traje y sombrero, que acababa de entrar y ahora, con el semblante ceniciento —la crisis bursátil no mejoraba—, se encaminaba hacia uno de los despachos, ajeno por completo a lo que sucedía a su alrededor.
«Uno de los inversores de esta agencia», se dijo Pascal, atendiendo a su aspecto elegante. «Su llegada no ha podido ser más oportuna para nosotros… e inoportuna para él».
En efecto, a los pocos segundos, el individuo frenaba en seco ante la aparición de dos de las criaturas malignas, que habían surgido desde otra de las dependencias y ahora se acercaban a él amenazadoramente, con las navajas abiertas. Por su gesto aterrorizado, el Viajero supo que se encontraba ante un condenado que acababa de reconocer en las facciones inexpresivas de sus atacantes el verdadero enemigo al que se enfrentaba.
Seres de ultratumba, depredadores procedentes de la oscuridad que podían conducirle a una pesadilla peor que aquella en la que ya se hallaba inmerso.
El tipo echó a correr por un pasillo y eso provocó que los entes malignos se lanzaran tras él en estampida. Pascal no dudó, vio en aquel giro de las circunstancias su única oportunidad. Tenían que escapar en ese instante o lo lamentarían.
El Viajero, que por fin se había decidido a empuñar la daga —su contacto atenuó el dolor de la herida en su costado—, empujó sin hacer ruido la puerta que lo ocultaba y salió a la estancia que daba al vestíbulo. Hizo un gesto a Dominique, que ya se incorporaba, y ambos avanzaron en silencio hacia la salida del edificio, no sin antes coger de un perchero cercano gabardinas y sombreros para los dos.
—Tenemos que pasar desapercibidos —susurró a Dominique—. O nos volverán a encontrar.
A su espalda se escuchaban ahora tenebrosos aullidos de dolor. El condenado había sido atrapado por los entes malignos, que se ensañaban con él.
Pascal, ante aquellos gritos, no pudo evitar girar un instante la cabeza hacia el interior de las oficinas, hacia el oscuro rincón donde el soporte físico de un espíritu estaba siendo destrozado. Alguien que moría una vez más, hundiéndose así en un destino más crudo que el que ya había estado sufriendo en la Colmena de Kronos.
Al Viajero continuaba costándole mucho no intervenir, incluso en situaciones como aquella en las que su propia vida corría peligro.
—No podemos hacer nada por él —dijo Dominique, adivinando sus pensamientos—. Vámonos antes de que sea demasiado tarde. No juguemos con la suerte.
Salieron al resplandor plomizo de la calle sin perder ni un segundo. Una vez en el exterior, se apresuraron a ponerse las prendas que habían robado, y poco después se perdían entre el gentío que se agolpaba en las aceras camino de los edificios oficiales.
En el interior del local que acababan de abandonar, los chillidos atroces del condenado fueron apagándose.
Su sangre muerta no aplacó, sin embargo, el ansia de sus agresores.