20

Pascal y Dominique fueron escupidos del torrente del tiempo y aterrizaron pesadamente sobre el suelo de asfalto de un callejón. Ambos perdieron el equilibrio debido a la violencia del impacto y rodaron varios metros por el suelo, aunque no se hicieron daño.

Asumiendo lo sospechosa que resultaba su repentina aparición —aunque no se veía a nadie por los alrededores—, procuraron levantarse con rapidez y adoptar una apariencia lo más natural posible. Solo entonces se permitieron inspeccionar el entorno que los acababa de recibir.

—Veamos dónde nos encontramos —dijo Pascal tras reajustarse la mochila a la espalda, mirando alrededor con prudencia.

Dominique supo interpretar aquellas palabras: el Viajero no se refería solo al lugar físico, sino sobre todo a la época.

Sin duda habían avanzado mucho en el tiempo, puesto que los edificios que quedaban ante sus ojos ofrecían una arquitectura bastante contemporánea y sorprendentemente alta. Además, el sonido de fondo que percibían incluía ruidos de motor.

—Salgamos a alguna vía principal —propuso Dominique—. Eso nos orientará más.

Pascal suspiró mientras comenzaba a caminar.

—De nuevo la cuenta atrás —anunció, solemne—. Veinticuatro horas para encontrar a Lena y salir de aquí.

El inexorable juego de la Colmena de Kronos.

El Viajero, ante la perspectiva de cruzarse con gente, se apresuró a subirse los pantalones, que llevaba caídos, intentando suavizar el posible efecto de su ropa moderna en aquella época que aún no habían determinado.

Los dos avanzaron hasta alcanzar el extremo del callejón. Una vez allí, se asomaron de forma discreta. El edificio que quedó ante ellos, con sus columnas y las letras de la fachada, no resultó tan orientador como el propio tumulto de gente que se agolpaba a sus puertas en medio de gritos, aspavientos y ojos muy abiertos.

Estaban en Wall Street, el distrito financiero de Nueva York. No había duda. Y la construcción que tenían delante era la Bolsa, envuelta en un contagioso clima de estupor que se iba extendiendo por los alrededores como el mismo clamor de las personas reunidas en ese lugar.

Dominique reaccionó a tiempo de agarrar del brazo a un joven que se dirigía presuroso hacia aquel edificio.

—¿Qué está ocurriendo? —le preguntó.

El otro lo miró como si fuera un lunático.

—¿Pero es que no os habéis enterado? ¡Las cotizaciones no paran de bajar! ¡Todo el mundo está vendiendo sus acciones!

Dominique soltó al desconocido, dejando que se alejara hacia la multitud vociferante.

Ahora sí pudieron interpretar aquel incipiente pánico que contaminaba el ambiente, un pánico que a los chicos les trajo de inmediato el recuerdo del crac de mil novecientos veintinueve.

—Es increíble —comentó Dominique—. Si no te has equivocado al traernos aquí, Lena Lambert ha vuelto a un escenario que conoce muy bien.

Pascal se volvió hacia él.

—¿Lo dices porque Mathieu localizó su retrato como amiga de ese millonario que se acabó suicidando?

—Sí. Repite época, ¿no?

El Viajero se quedó pensativo.

—O eso, o este viaje ya estaba previsto, y lo que Mathieu encontró navegando en Internet fue, precisamente, el rastro que ella dejó al escapar de Roma.

Se quedaron en silencio, abrumados por la complejidad implícita en los viajes temporales, mientras continuaban registrando detalles de la escena histórica a la que asistían.

—Supongo que mucha gente estará esperando a que las acciones de las empresas suban, ¿no? —planteó Dominique, hipnotizado ante la multitud de rostros intranquilos que no cesaba de crecer frente a los umbrales de la Bolsa y de otros edificios que alojaban bancos—. No habrán querido vender las suyas para no perder dinero.

Pascal le miró, intrigado.

—¿Adónde quieres ir a parar?

—Ellos no saben lo que va a ocurrir: la Bolsa seguirá bajando, se arruinarán.

Ahora, el Viajero sí entendió.

—¿Te planteas evitarlo? Si ahora los avisáramos de lo que está a punto de suceder, tal vez alguno vendería sus acciones a tiempo y se salvaría de la ruina. Eso, suponiendo que creyeran nuestras palabras. Que lo dudo.

Dominique lo meditó un momento y terminó asintiendo.

—Tienes razón. ¿Quién iba a tomarse en serio la opinión de unos chicos jóvenes con nuestras pintas, y encima sobre un asunto económico tan serio como las inversiones en Bolsa?

—Y aunque así no fuera —añadió Pascal—. Grábate esto en la memoria, Dominique: no debemos intervenir, no debemos interferir en las épocas que visitamos bajo ningún concepto. Nuestro paso por cada momento histórico tiene que ser invisible… en la medida de nuestras posibilidades.

El Viajero acababa de caer en la cuenta de que su paso por la época romana podía calificarse de muchas formas menos de discreto, así que había procurado acabar su advertencia con la máxima coherencia.

—¿Y eso por qué? —preguntaba su amigo—. ¿A qué tanta prudencia?

Pascal rescató para él el trágico final del prisionero de la Inquisición que escapó con ellos a través del acceso temporal.

—Su muerte fue lenta y dolorosa, presa de una nube de sombras. Muchas de las víctimas que sufren en cada momento histórico son condenados, ¿recuerdas? —añadió—. El resto son simples recreaciones. Incluso para nosotros es muy peligroso jugar a ser salvadores. Estamos de visita en esta región; infringir las normas solo puede acarrear efectos desastrosos. ¿O acaso no te acuerdas de Marc?

Y es que, en el fondo, el ente demoníaco representaba justo eso: las imprevisibles consecuencias de pretender modificar el funcionamiento de aquel mundo.

—Será mejor que nos acerquemos a investigar —propuso Pascal—. Vamos a echar una ojeada. En principio, si he acertado en la ruta temporal, Lena Lambert no puede andar lejos.

Los dos chicos terminaron de salir a la avenida y avanzaron por la acera. Junto a numerosos desconocidos de rostros congestionados por la incertidumbre, circulaban coches clásicos, primitivos modelos de Cadillac que les recordaron las películas de gánsters. La atmósfera que se respiraba allí era tan tensa, tan temerosa, que nadie parecía reparar en su peculiar aspecto, aún más llamativo frente a la elegancia de los trajes y sombreros que exhibían muchos de los caballeros que permanecían en las inmediaciones del edificio de la Bolsa. Pronto, multitud de vagabundos, recientes arruinados, ayudarían con su imagen miserable a camuflar todavía más la apariencia de los dos amigos.

Pascal detuvo a un niño de unos nueve años que voceaba vendiendo periódicos.

—¿Qué día es hoy? —le preguntó.

El chaval le contempló sorprendido con sus facciones de precoz picardía bajo la gorra.

—Lunes veintiocho de octubre, señor —contestó.

—¿De mil novecientos veintinueve?

—Pues claro. ¿Quiere un periódico? ¡Hay novedades en el crimen de Park Avenue, y la crisis continúa!

—Gracias, pero no llevo dinero.

Pascal le hubiera comprado el diario de buena gana, pero no disponía de dólares viejos en su bolsillo.

—¿Adónde habrá podido ir Lena Lambert? —Dominique pensaba en voz alta—. Nueva York, incluso en esta época, ya era enorme.

Pascal suspiró.

—Ni idea. Creo que va siendo hora de establecer comunicación con el mundo de los vivos; tenemos que aprovechar que, por una vez, conocemos por anticipado la identidad de Lena Lambert en este momento histórico. Mathieu nos podrá dar más detalles sobre ella, y así tal vez seamos capaces de adivinar sus pasos.

Dominique estuvo de acuerdo.

—Pues entonces será mejor que nos retiremos a un sitio más apartado. Te podrás concentrar mejor.

a

Jules se vio obligado a detenerse por las punzadas de intenso dolor que estallaban en su hombro herido. En ese instante comprendía lo que suponía para las criaturas malignas el contacto con la plata, por qué las ahuyentaba con la virulencia del mismo fuego.

Exhausto, se dejó caer sobre el terreno en un campo de cultivo. Necesitaba el frescor de la noche, la humedad de la tierra. Giró su cuerpo para quedar de espaldas al suelo, y en esa postura abrió sus ojos empañados, aún con rasgos felinos, para contemplar el cielo oscuro.

En otras circunstancias habría buscado la consoladora presencia de las estrellas. Sus recuerdos humanos —cada vez más vagos, más vulnerables al proceso degenerativo— todavía conservaban en su memoria, aunque algo fragmentadas, aquellas veladas compartidas con Michelle junto a un telescopio, en la azotea de su casa.

Ahora, en cambio, era la negrura completa lo que le atraía con un magnetismo subyugante.

Huía de la luz.

En el fondo, siempre había sentido una fascinación especial por la oscuridad, eso no podía negarlo. Por algo había sido gótico desde que cumplió los catorce años. La diferencia con su sombrío presente era que por aquel entonces se movía libremente a través de la noche, siempre con la acogedora alternativa de retornar al sol. Ahora, sin embargo, era prisionero de la oscuridad. Esa negrura constituía todo su mundo.

Se pasó la lengua por las comisuras de la boca, saboreando los restos secos de la sangre de ese chico rubio que se acababa de convertir en su primera víctima humana.

«Mi primera víctima humana», se repitió, inquieto.

A pesar de ello, se sentía bien porque, en realidad, no se había rendido por completo a sus instintos. De hecho, no había infectado al desconocido con la condición de no-muerto, puesto que no había llegado a morderle.

Los envenenados colmillos de Jules ni tan siquiera habían rozado las venas del chico, no habían entrado en contacto con su torrente sanguíneo, manteniendo así su pureza humana. Su bendita mortalidad se había salvado.

La idea se le había ocurrido mientras observaba desde un tejado próximo cómo espiaban al grupo del Guardián de la Puerta. La sed lo carcomía por dentro, y las pequeñas dosis de líquido que la caza de algunos animales le había permitido beber no eran suficientes para aplacarla.

Esta vez, no.

La sangre humana era mucho más nutritiva, y su cuerpo, que de alguna misteriosa manera lo percibía, se la exigía cada vez con mayor virulencia. Jules, solo sobre aquel tejado, supo que no lograría vencer esa interminable noche sin probarla.

Y es que ya no le era posible soportar más aquella torturante sed. Además, con cada despertar, Jules llevaba a cabo desplazamientos más largos, como un cachorro que poco a poco se va volviendo más audaz alejándose de su madriguera. Y esa evolución iba requiriendo un consumo mayor de energías, que de algún modo debía compensar.

Su necesidad de alimento se estaba volviendo acuciante.

Entonces había caído en la cuenta de que, si lograba beber algo de sangre humana sin recurrir a la mordedura, conseguiría saciar su sed sin rendirse a lo único en lo que su maldición no había logrado someterle: propagar la condición de no-muerto.

Jules sabía que, en el preciso momento en que tal derrota se produjera, en que se convirtiese en responsable de la condena eterna de otra persona, se hundiría definitivamente.

No haberlo hecho le permitía conservar vivos sus últimos retazos de dignidad, de esperanza.

Se trataba de una estrategia que le hacía ganar tiempo, aunque ni siquiera sabía muy bien la utilidad de prolongar esa agonía. Ya no estaba al corriente de los movimientos de sus antiguos amigos, a los que había vuelto a ver por puro accidente. La presencia de ellos despertaba en Jules tan solo vagos sentimientos. Él seguía convencido de que nada podían hacer ellos para curarle, con o sin sangre de su bisabuela Lena.

No disponía de fuerzas ni de convicción para imaginarlos buscándole o planificando diferentes maniobras encaminadas a dar con él.

No. Realmente, ganar tiempo no respondía a horizontes de mayor esperanza para Jules. Así que de lo que se trataba en realidad era de paladear sus cada vez más efímeras manifestaciones de ser humano. Qué sencillo, qué trágico.

Y de mantener su íntimo compromiso de resistirse a perder su naturaleza hasta el último aliento.

Jules se puso de pie. Ahora que había mitigado su sed, debía buscar un refugio donde encerrarse y esperar la llegada del día. Se giró hacia París. Un fuerte impulso le conminaba a llevar a cabo esa búsqueda dentro de la ciudad.

Sí. Quizá había llegado el momento de volver a casa…

a

El grupo de cazavampiros desaparecía en un vehículo distinto a la furgoneta con la que había esperado encontrarse Marcel Laville, aunque igual de viejo. El forense, sin perderlos de vista, se dedicaba ahora a hablar con Michelle por el móvil.

—¿Te encuentras bien? ¿Necesitas algo? —preguntó, preocupado, tras escucharla unos minutos—. De acuerdo. Espéranos en el palacio, no creo que tardemos mucho en regresar.

Marcel no juzgó oportuno contar a la chica todo lo que había sucedido, sobre todo después de enterarse de lo que ella misma había soportado a manos del gigante. Ya se pondrían al día cuando se reuniesen. Ahora lo esencial era que se mantuviera en lugar seguro mientras recuperaba la serenidad.

El Guardián resopló ante el gesto intrigado de Mathieu, que había alcanzado a escuchar fragmentos de la conversación. Marcel tuvo que reconocer que, superando sus propias sospechas, el grupo de fanáticos estaba mostrando una capacidad estratégica sorprendente. Y eso los volvía mucho más peligrosos.

—¿Qué le ha pasado a Michelle?

—Ha sido atacada por ese tipo tan grande de los cazavampiros —ante el gesto alarmado que acababa de adoptar el chico, se apresuró a aclarar—: Pero no hay de qué preocuparse; ella ha escapado y ahora se encuentra a salvo en el palacio.

—O sea, que la ha atacado cuando…

—Ha tenido que ser justo después de que nos acompañara hasta el garaje —dedujo el forense—. Todo cuadra; los otros dos nos han seguido a nosotros.

—Es increíble —Mathieu no alcanzaba a concebir que, de repente, de aquel modo tan brusco, les hubieran surgido adversarios humanos en su propio mundo; como si no fuera suficiente con la faceta vampírica de Jules—. Absurdo.

—Hemos subestimado a ese grupo —reconoció Marcel—. Se trata de un perfil enemigo imprevisible, mucho más que las amenazas para las que yo, como Guardián de la Puerta Oscura, me he formado. Debo reconocerlo.

El propio objetivo de aquellos individuos, un escurridizo híbrido entre humano y vampiro que no dejaba de moverse dificultando su localización, escapaba a su control. En esta ocasión su labor no consistía en proteger la Puerta o al Viajero, el cometido para el que había sido entrenado, y eso debilitaba la solidez de sus actuaciones.

Tuvo que aceptar que no era capaz de predecir el siguiente paso de sus contrincantes, una realidad dura de asumir que multiplicaba los riesgos.

Mathieu observaba al forense, algo confuso. Había asentido a sus palabras, sin sospechar el verdadero conflicto que latía bajo ellas.

—Bastante haces ya, Marcel —procuró animarle—. ¡Y hemos ganado este asalto contra esos locos!

—Desde luego.

—¿Al menos Michelle está bien?

El Guardián procuró recuperarse; había mucho por hacer… a pesar de todo o precisamente por ello.

—Sí. Michelle es fuerte. Además, todo lo que ha tenido que asimilar desde que se abrió la Puerta la ha curtido.

El recuerdo de su secuestro aleteó en el aire. Michelle había sufrido mucho, sin duda.

Los dos se volvieron hacia Edouard, que continuaba concentrado.

—Al menos Jules no arriesgará más por esta noche —susurró Mathieu al forense, sin hacer más preguntas—. Espero que esa chica no le haya hecho mucho daño con el hacha.

Marcel se limitó a descartar aquella posibilidad.

—La plata es corrosiva para los vampiros, así que le dolerá, claro. Pero nada más. La muchacha estaba demasiado impresionada como para golpear con la fuerza suficiente. Por suerte.

—Me alegra saberlo —Mathieu se quedó pensativo—. Qué triste es, después de lo amigos que hemos sido, ver a Jules convertido en una especie de animal furtivo que escapa de nosotros. Tan solitario en plena noche.

La idea de que escapaba de ellos para protegerlos no hacía sino intensificar la pena que todos sentían. Una pena que se mezclaba con la compasión.

—Es lo que hay… hasta que consigamos atraparlo —señaló Marcel—. Jules no conserva la suficiente consciencia como para acudir por su propia voluntad. Pero si no logramos tenerlo con nosotros, todo el esfuerzo y los riesgos corridos por el Viajero no habrán servido de nada.

—Pues esta noche ya la hemos perdido —opinó Mathieu—. Entre su fuga y la necesidad de encontrar a Daphne…

Marcel no contestó. Se limitó a observar el gesto absorto de Edouard, enfocado hacia la zona rural.

—Ya he encontrado el rastro —comunicó el médium, por fin—. Vamos al coche.

a

Justin, con el rostro parcialmente envuelto en vendajes provisionales, golpeó el volante con las manos, furioso. A su lado, en la posición de copiloto, Suzanne hablaba por el móvil con Bernard y transmitía las respuestas del gigante.

—¡Así que has fracasado, imbécil! —estalló Justin, cuyo semblante salpicado de costras de sangre acentuaba aún más su gesto iracundo—. ¡Esa información no es suficiente! ¿Quién es esa mujer? ¿Por qué la buscan? ¿Cuál es su relación con el vampiro? ¡No has averiguado nada útil!

Suzanne repitió aquellas palabras en un tono más suave, aunque imaginó que su interlocutor las había oído, dado el volumen al que habían sido pronunciadas.

—Dice que le golpeó en los huevos —comunicó ella, tras escuchar a través del teléfono—. No se lo esperaba. Escapó.

—¿Y qué imaginaba ese idiota? —Justin apretaba los dientes de pura rabia, a pesar de que aquellas muecas le provocaban un intenso dolor en las heridas—. ¿Que no se resistiría? Hemos perdido una oportunidad muy valiosa, joder. Ella tiene que estar al tanto de todo.

Suzanne decidió intervenir, más allá de su cometido de intermediaria.

—Bueno, al menos sabemos la zona por la que se mueven.

—¿Te refieres a Le Marais?

—Sí, los alrededores de ese antiguo palacio donde los perdimos. Está claro que por allí tiene que estar el lugar donde se reúnen.

—Ahora ya están sobre aviso —repuso Justin—. No cometerán más errores, y mucho menos por allí.

—¿Entonces?

—Tenemos que adivinar sus próximos movimientos, Suzanne. Y adelantarnos.

—¿Y cómo hacemos eso?

Justin se tomó su tiempo antes de responder.

—Aprovechando lo que ya sabemos —adelantó, enigmático—. Dile a ese que vaya a mi casa en veinte minutos; toca reunión.

Se acarició la magullada cara, rugosa por los restos negruzcos de sangre. A pesar de los vendajes —siempre llevaban un botiquín, lo que había resultado muy oportuno para las primeras curas—, la hemorragia no se había detenido por completo y, poco a poco, iba empapando las gasas para acabar goteando sobre su jersey.

El rostro, inflamado, le ardía.

Suzanne, a su lado, acababa de colgar; la conversación telefónica con Bernard había finalizado.

—Hay algo de lo que todavía no hemos hablado, Justin —se atrevió a comentar ella cuando vio que el chico se había calmado—. Y me extraña.

—¿A qué te refieres?

—El vampiro no te mordió; se limitó a chupar la sangre que salía de tus heridas.

—¿Y…?

Suzanne no se dejó engañar por la actitud en apariencia poco interesada de él. Justin, aunque no lo hubiese manifestado, tenía que sentir curiosidad por conocer la opinión de ella respecto a ese misterioso suceso.

—Es un comportamiento atípico —se explicó Suzanne—, por mucho que en la literatura y el cine se muestren ejemplos de vampiros que se alimentan de fluidos animales. Tú y yo sabemos que eso son fábulas, cuentos. Una auténtica criatura de esa naturaleza —concluyó, firme— necesita nutrirse de sangre humana. ¡No te mordió, y desde luego estaba hambriento!

Ella había tenido tiempo para pensar en ese misterioso hecho con detenimiento. Recreándolo en su mente, más calmada, se había percatado de lo extraordinario de aquella actuación, tan ajena a los instintos depredadores.

—No tuvo tiempo, eso es todo —razonó Justin, incómodo ante una incógnita que podía minar la convicción de sus compañeros—. Tuvo que detectar la proximidad del forense y los chicos, eso le haría dudar. Y luego, tú le interrumpiste. Me salvaste la vida.

Tú le interrumpiste.

Suzanne no añadió nada más; se centró en contemplar la noche a través del cristal del parabrisas. Tampoco era cuestión de llevar la contraria a Justin —desde luego, no era el momento—, pero ella no estaba de acuerdo, había reaccionado muy tarde con su arma de plata. De haberlo querido, aquel monstruo habría podido culminar su ataque sin ningún problema. No, definitivamente, la hipótesis de Justin no la convencía. De todos modos, ¿qué otra justificación quedaba?

Que el vampiro no hubiese querido morder a Justin.

Joder.

Aterrador… por incomprensible. ¿Un vampiro que decide no morder? ¿Un vampiro «compasivo»?

La compasión era una virtud humana, mortal.

Pero Suzanne había llegado a ver en el muchacho aquellos afilados colmillos, las pupilas rasgadas, la tenebrosa forma de deslizarse por el aire nocturno. No había duda de su condición maligna.

—Gracias —Justin descansó su mano sobre el muslo de ella—. Te debo una.

Dirigía hacia la chica sus ojos penetrantes, todo lo que le permitía la conducción. Y Suzanne captó el mensaje que él le transmitía con su engañosa ternura; dejó de pensar en lo que había sucedido aquella noche.

Resultaba evidente que Justin no estaba dispuesto a que aquel enigmático episodio le robase la sumisión de ella.