19

Justin no apartaba los ojos del coche del forense mientras Suzanne conducía.

—No te pases —advirtió a la chica antes de que se aproximara demasiado a su objetivo—. Deja siempre algún vehículo entre ellos y nosotros.

Ella refunfuñó.

—Pero si no conocen este coche y ni siquiera sospechan que los estamos siguiendo…

—Pero están metidos en algo raro, seguro —aventuró Justin—. Y en esos casos recelas de todo. Calma. Siempre hay tiempo de acelerar, si llegásemos a necesitarlo. No espantemos a la presa.

Suzanne obedeció, manteniendo una distancia razonable. Justin se dio la vuelta para comprobar todo el material que habían colocado en el asiento trasero: estacas, puñales de plata, ajos…

Apenas dedicó tiempo a esa inspección, pues no quería arriesgarse a perder de vista el vehículo del policía, pero la chica captó aquella mirada calculadora por el rabillo del ojo.

—¿Tú crees que vamos a necesitar todo eso esta noche?

Justin se encogió de hombros.

—Quién sabe. Ya ha oscurecido, y sabemos positivamente que un vampiro se mueve en las inmediaciones de París.

—Si ellos también están al tanto —Suzanne hizo un gesto con la cabeza señalando hacia delante—, como suponemos, no saldrían ahora, ¿no? Lo lógico es buscar a un vampiro cuando es menos peligroso, durante el día. Y no acompañado de críos.

—¿Así que piensas que nos estamos equivocando con ellos?

—Solo digo que ahora no estoy muy convencida. No entiendo a qué viene una salida a estas horas y con esos chicos; eso es todo.

Justin asentía.

—Nadie en su sano juicio busca a un vampiro por la noche —comenzó—, salvo que esté desesperado… o que no tenga ni idea de cómo encontrarlo durante el día, en cuyo caso necesitas verlo en acción, fuera de su refugio. Este último ha sido siempre nuestro caso.

Suzanne se giró un instante hacia él.

—¿Tú crees que están desesperados?

—No estoy seguro, pero en la granja los noté impacientes. Sin duda. Y a pesar de esa impaciencia, lo sorprendente es que se detuvieran para comprobar qué estábamos haciendo. Y luego tenemos esa atención tan minuciosa que prestaron a los cadáveres de los perros, a las mordeduras. Todo es muy sospechoso, Suzanne. De alguna manera, su comportamiento los vincula a nosotros. Han torcido a la derecha —a pesar de la conversación que mantenían, no olvidaban ni por un segundo su labor de seguimiento—. Gira en la próxima.

Ella puso el intermitente antes de volver a hablar.

—Desde luego, pusieron caras muy raras cuando vieron lo que llevábamos en la furgoneta.

—Cualquiera la habría puesto ante un arsenal semejante para cazar vampiros —descartó Justin—. Eso no implica nada. Pero lo verdaderamente interesante —añadió— es que cruzaron sus miradas, ¿te diste cuenta? Con esa complicidad que parece ocultar algo… Joder, cómo me gustaría averiguar lo que se traen entre manos.

Continuaron circulando. En un momento dado, Suzanne captó la dirección que estaban siguiendo, entendió la trayectoria que trazaban a través de París.

—Justin, creo que vas a tener razón.

Él se volvió hacia ella un instante, con gesto interrogante.

—¿Y esa repentina convicción?

—Conozco esta zona por la que vamos.

—Ajá. ¿Y adónde nos lleva?

Suzanne cambió de carril.

—A un barrio periférico de la ciudad que da a una zona de campos de cultivo.

—¿Y…?

—En esa zona, aunque más lejos… se encuentra la granja donde estuvimos ayer.

Justin esbozó una amplia sonrisa.

—Bueno, bueno —dijo—. Esto se pone cada vez más interesante.

A continuación, extrajo el revólver de debajo de su ropa y lo acarició.

—Ya queda muy poco para llegar a las afueras —avisó la chica.

—Sí, yo también reconozco estos edificios. Aumenta la distancia, Suzanne. Por aquí hay menos tráfico y no es cuestión de delatarnos ahora.

Poco tráfico, sí. Precisamente por eso se arriesgaban a separarse un poco más. Ya no los perderían.

a

Ambos habían dispuesto de tiempo y calma suficientes para dedicar pensamientos a sus familias, amigos… y a Michelle. Pascal y Dominique —que se mantenía agarrado a su amigo para no separarse— continuaban ahora deslizándose en silencio, inmersos en el caudal temporal. A pesar de no contar con referencias que les permitieran calcular la velocidad de su desplazamiento, ambos percibieron una creciente aceleración. Sobre la piel no notaban nada, pero sus cabellos se agitaban hacia atrás como impulsados por el viento.

¿Qué presagiaba eso?

¿Tal vez se aproximaban a una nueva salida? Dominique concibió las diferentes desembocaduras de aquella dimensión en la historia como una especie de desagües, una imagen que encajaba mejor con la sensación que le provocaba el modo imperioso en que eran apartados de ese entorno en el que se movían sin apenas sensación gravitatoria.

—Creo que nos acercamos a la puerta de otra celda —comunicó Pascal, todavía sin abrir los ojos, jugando con diferentes posturas de su cuerpo para dirigirse hacia donde experimentaba un cierto magnetismo.

—Esto va cogiendo velocidad —contestó Dominique, agarrándose con más fuerza a su amigo—. Ya toca la siguiente escala en la historia, supongo…

El interrogante acerca del nuevo infierno humano que se disponían a conocer adquirió intensidad en la mente de los dos chicos, aunque no hicieron ningún comentario al respecto. Casi de forma inconsciente, adoptaban ya posturas para un aterrizaje forzoso, demasiado reciente su recuerdo de la forma brusca en que habían sido enviados a la época romana.

Pascal no dejaba de repetirse la correcta elección que había llevado a cabo al decidir la primera celda de la Colmena de Kronos en la que se introdujeran, deseando un nuevo acierto. Le preocupaba más no haber acertado al seguir la pista de Lena Lambert desde su fuga en el anfiteatro que el escenario trágico que pudieran encontrarse al brotar de la dimensión del tiempo.

¿Cómo se encontraría Jules, allá en el mundo de los vivos?

¿Habrían conseguido encontrarlo y frenar su proceso degenerativo?

En aquel instante, Pascal se vio obligado a interrumpir sus pensamientos. A su alrededor, todo se había oscurecido, y en décimas de segundo los dos chicos eran absorbidos por el embudo en espiral de un agujero negro, cuya profundidad los arrancó del torrente pacífico para llevarlos a su siguiente destino.

a

Michelle se asomó por la puerta de la cafetería, escudriñando el panorama antes de pisar la acera. ¿Y si su agresor se había quedado por las inmediaciones esperando a que apareciera de nuevo? No lograba quitarse de la cabeza la mirada obsesiva que todos los miembros de aquel grupo exhibían al menor descuido, como si durante fugaces instantes dejaran al descubierto sus siniestras intenciones.

Sin embargo, no era probable que el gigante continuara cerca. Lo más lógico —si es que un individuo así era capaz de regirse por la lógica en su conducta— era que, temeroso de que Michelle acudiera a la policía, se hubiera largado de allí en cuanto el dolor, al remitir, se lo hubiese permitido.

De todos modos, Michelle no estaba dispuesta a dejarse sorprender, sobre todo porque tampoco conocía el paradero del resto de los cazavampiros, ese rubio imbécil y la hippie. Había aprendido la brutal lección. No, no volvería a suceder. Se lo prometió a sí misma, decidida a no convertirse en un lastre para los conocedores del secreto de la Puerta Oscura. Bastante tenían ya con intentar localizar a Jules mientras Pascal —acompañado de Dominique, seguía alucinando con aquella información— se jugaba la vida en el mundo de los muertos.

Pascal.

Prefirió apartarlo de su mente hasta que no estuviese dentro del palacio. Salió a la calle, todavía con el semblante pálido, y, sin dejar de mirar hacia todos los lados, se dirigió hacia la avenida a la que conducía el callejón que rodeaba el palacio medieval.

Michelle lo vigilaba todo, incluidos los coches que pasaban a su lado. Buscaba con la vista la vieja furgoneta de aquellos dementes, pero no la distinguió entre los vehículos estacionados ni circulando. Tampoco detectó siluetas conocidas por la acera.

Con el corazón encogido, empezó a superar edificios hasta alcanzar el comienzo de la callejuela que le interesaba. Allí se detuvo, fingiendo que esperaba a alguien, hasta que se vio libre de miradas ajenas, momento que aprovechó para adentrarse en aquella vía estrecha condenada a una fiel penumbra.

Mientras daba los primeros pasos titubeantes, acarició las piedras desgastadas del caserón cuyo sótano ocultaba el arcón sagrado. Hubiera dado lo que fuera por encontrarse ya en su protegido interior.

Pero no era así: aún quedaba el último tramo, el más difícil. Continuó.

Acceder al escenario del ataque sufrido estaba resultando muy duro; sus piernas temblaban y estuvo a punto de retroceder, de renunciar. La única razón por la que no lo hizo fue la responsabilidad: su cometido era custodiar la Puerta Oscura, y confiaban en ella. Tenía que llegar al palacio como fuese. No había excusas.

Así que siguió.

Incluso reunió el valor suficiente para detenerse en el maldito recodo donde el gigante la había agredido, para buscar su móvil por el suelo. Tardó unos minutos —creyó que iba a volverse loca si aquella situación se prolongaba más—, pero lo encontró enseguida. Las escasas personas que se sumergían en ese callejón no caminaban mirando hacia el suelo en sombras, y su atacante no debía de haberse percatado —y mucho menos en sus circunstancias— de que ella había extraviado el teléfono.

Michelle dudó si llamar a sus amigos, ahora que había recuperado el móvil. Como lo prioritario, de todos modos, era encontrarse a salvo dentro del caserón, optó por lanzarse a la carrera hasta el portón que comunicaba con el verdadero acceso al palacio. Golpeó con los nudillos y esperó. Una vez dentro, ya intentaría localizarlos.

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Todos habían salido del coche y aguardaban de pie, en silencio, observando el panorama con cierta solemnidad.

—Así que aquí fue —comentó Edouard, su delgada figura apoyada en el vehículo, mientras repasaba con la mirada aquella sencilla calle flanqueada de edificios modestos—. Aquí os cruzasteis con Jules.

Ese enclave constituía la referencia del punto en el que, presumiblemente, la vieja Daphne habría empezado su búsqueda. Más allá, al extremo de los últimos bloques construidos, comenzaba la zona rural. Las escasas farolas ofrecían una iluminación insuficiente sobre las casas del barrio, hundiendo en sombras buena parte de los locales vacíos o tapiados.

—Sí —respondió Marcel sin dejar de vigilar los alrededores, puesto que no había que olvidar que era de noche—. Nosotros aparcamos en esta misma acera, y nos quedamos en el interior del coche para ver qué ocurría. Se aproximaba un paseante, nos quedamos mirándolo y, para cuando quisimos darnos cuenta, Jules había surgido de la nada y se dirigía hacia él. Ese hombre nunca sabrá la suerte que tuvo. Se salvó por los pelos.

—No entiendo esa repentina agresividad —volvió a intervenir el médium—. Michelle dijo que, cuando se enfrentaron, la reconoció y no le hizo daño.

—Bueno —se apresuró a matizar Mathieu—. Por lo visto, faltó muy poco para que sí se lo hiciera.

El forense abrió los brazos en un gesto de resignación.

—Y quién puede contestar a tu duda, Edouard —se quejó—. No me extrañaría que el chico esté sufriendo arrebatos en los que no puede controlar sus instintos de bestia. Porque lo que está claro, a la vista de lo que sucedió con Michelle, es que aún conserva su identidad. A duras penas, pero la conserva.

—¿Cómo lo ahuyentasteis? —quiso saber Mathieu.

—Lo primero que se me ocurrió fue encender los faros del coche; puse incluso las largas. Una maniobra simple, pero que sirvió para desorientar a Jules —se giró hacia el médium—. ¿Estás ya preparado? Cada minuto cuenta y, además, estar por aquí a estas horas es muy peligroso.

Observaron las proximidades, intentando vislumbrar a través de las sombras reinantes algún movimiento sospechoso.

Edouard resopló.

—Estoy preparado.

Se irguió, cerró los ojos e inició un trance para intentar rastrear los últimos pasos de su maestra. Cuando logró sumergirse en el estado hipnótico que se estaba provocando, no le costó mucho detectar las huellas de Daphne, pues solo habían transcurrido unas horas desde su desaparición. La presencia de la vidente aún permanecía en aquel lugar, aunque se trataba de unos vestigios efímeros, que no tardarían en disolverse como huellas en la arena.

Edouard se disponía a indicar a los demás hacia dónde continuar la búsqueda, cuando un grito de terror llegó hasta ellos. Procedía de algún lugar muy cercano.

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Justin y Suzanne estaban tan pendientes de espiar al grupo del policía, ocultos tras uno de los edificios que daban a la calle donde habían aparcado Marcel y los chicos, que se habían olvidado de los peligros que acechan en la oscuridad cuando uno se dedica a buscar vampiros… y se encuentra con un verdadero rastro.

Tal vez no terminaban de asumir que, después de muchos años, por primera vez se enfrentaban a un auténtico monstruo, un genuino no-muerto.

Para cuando Suzanne vio la sombra que se cernía sobre ellos desde los tejados bajos de un edificio, era ya demasiado tarde para reaccionar. Se limitó a lanzar un chillido mientras aquella figura caía sobre Justin describiendo una esponjosa trayectoria en el aire.

La criatura —en realidad, si no se atendía a su rostro perverso, su apariencia era la de un joven sucio y mal vestido— no provocó el más leve ruido en su ataque. «Sí», alcanzó a pensar Suzanne en medio del pánico, «las tinieblas son el hábitat natural de los vampiros».

El chico rubio, tendido en el suelo, se enfrentaba ahora a unos ojos inhumanos que, a escasos centímetros de su cara, lo miraban con un apetito abrumador. Notó el pestilente aliento que le llegaba desde una boca abierta en la que sobresalían dos agudos colmillos. Sin embargo, en esas mismas pupilas que lo taladraban, atisbó un resquicio humano que le desconcertó.

Jules alzó un brazo y, de un zarpazo, con sus largas uñas, le abrió la mejilla a Justin, que emitió un gemido de dolor. La sangre empezó a brotar y a resbalar hasta su cuello.

Jules se inclinó aún más sobre él. Justin cerró los ojos, preparado para sentir en cualquier momento la maligna mordedura sobre su yugular. Qué sarcasmo, acabar infectado de la misma pesadilla que había pretendido combatir durante años. Hundido, se limitó a aguardar su triste destino; atrapado bajo el monstruo, con los brazos inmovilizados, no podía hacer uso de su arma, y Suzanne parecía hipnotizada ante la presencia del joven vampiro. Nada evitaría el fatal desenlace.

Sin embargo, el mordisco no llegó. Para su absoluto asombro, Justin —que todavía no había abierto los ojos— sintió cómo Jules comenzaba a succionar aquel líquido caliente que salía de las heridas de su cara. Deslizaba la lengua —áspera— con avidez por el rostro de su víctima, construyendo una escena profundamente turbadora.

Suzanne, pensando que aquella criatura estaba a punto de matar a Justin, había logrado reaccionar. De entre su ropa acababa de sacar una pequeña hacha con la hoja bañada en plata y, haciendo un supremo esfuerzo, se aproximó lo suficiente como para golpear con ella el hombro del vampiro. Este, al sentir sobre su piel el contacto con ese metal, emitió un aullido de dolor, soltó su presa y, dando un salto portentoso, se alejó de allí.

—¡Aparta! —gritó Justin, con la cara empapada en sangre, incorporándose con el revólver en la mano—. ¡Aún podemos alcanzarle!

Ya se disponía a apretar el gatillo cuando el filo brillante de una espada se posó con suavidad en su pecho, disuadiéndole de su propósito.

—¡Pero qué…! —acertó a decir, perplejo ante el rumbo que estaban tomando los acontecimientos.

¿Qué más podía ocurrir? ¿Qué estaba sucediendo ahora?

—Baja el arma, Justin.

Aquella voz. La conocía.

El chico se giró con lentitud y se encontró con el semblante grave del forense.

—Que sueltes el arma, chico —repitió Marcel—. Ahora.

Justin observó el resto de la escena: Suzanne inmovilizada por los otros dos jóvenes desconocidos que acompañaban al forense, y frente a ellos una oscuridad vacía. El vampiro había escapado.

Por esta vez.

A regañadientes, soltó el revólver.

—De nuevo usted, señor Laville. Al menos ya queda claro que todos buscamos lo mismo.

La sangre le chorreaba por el cuello.

Marcel se asombró de que, incluso en aquellas circunstancias, el chico continuase con su acostumbrado tono impertinente. Ni siquiera sus ojos, bajo la pelambrera rubia apelmazada por el sudor, habían perdido frialdad al reflejar el dolor que debía de sentir por las heridas en el rostro.

—De nuevo vosotros, Justin —contestó, a su vez—. Y en esta ocasión llevas un arma de fuego. ¿Tienes licencia?

Justin sonrió.

—No. ¿Me va a detener por eso?

El forense le miró a los ojos en silencio durante varios segundos.

—Chico, te la estás jugando. ¿Crees que no puedo hacerlo?

—Creo que no le interesa hacerlo, señor Laville. ¿Me equivoco?

No se trataba de un farol; el muchacho sabía muy bien lo que decía. Resultaba evidente. Otra vez aquella insolencia… y esa perspicacia tan peligrosa.

—Esto no tiene nada que ver con su trabajo para la policía, ¿verdad? —insistió, cada vez más crecido, ante el mutismo del forense—. No es como el caso de Delaveau. Ahora se trata de algo… «particular».

Justin se había dado cuenta de aquel hecho, lo que a buen seguro traería problemas; ahora sabía que, hicieran lo que hiciesen, Marcel Laville y sus muchachos no recurrirían a sus compañeros de la policía. El asunto se acababa de convertir en algo entre ellos.

El forense estaba asombrado por la perspicacia de aquel muchacho… y por la información de la que parecía disponer. ¿A qué venía aquella mención del caso Delaveau? ¿También se permitía ese extraño grupo el lujo de atar cabos?

—Te estás pasando, Justin —advirtió Marcel, su semblante envuelto en una severidad desafiante—. No abuses de nuestra paciencia.

—Tranquilo, esto no va a salir de aquí —el chico bajó la cabeza hacia la hoja metálica que continuaba apuntando a su corazón—. ¿Podría apartar la katana, por favor? Ya no es necesario que me amenace con ella.

Edouard se había aproximado mientras Mathieu retenía a Suzanne, y había recogido el revólver que permanecía en el suelo. Ya no había peligro, así que Marcel retiró su espada.

Justin se puso entonces en pie, con movimientos débiles. El ataque sufrido y las lesiones en la cara, a pesar de la entereza que mostraba, le habían afectado mucho.

—No queremos volver a veros —avisó Marcel—. Si hay una próxima vez, os vais a meter en problemas muy serios. Así que preocúpate de tus heridas y olvidaos del asunto; será lo mejor para todos.

—¡Y una mierda! —intervino ahora Suzanne, soltándose de Mathieu entre violentos empujones—. ¡Todos lo hemos visto! ¡Era un verdadero vampiro! ¡Y ha atacado a Justin! ¡Acabaremos con él!

Hablaba a gritos, mostrando un odio visceral que delataba unos sentimientos especiales hacia su compañero.

—¡No haréis nada de eso! —repuso entonces Mathieu, sin poder contenerse, plantándose con todo su poderoso cuerpo ante ella.

—Eso ya lo veremos —Suzanne hablaba ahora bajando la voz, pero en sus venenosas palabras se percibía el mismo rencor que había alimentado su anterior amenaza.

—Será mejor que os larguéis —Mathieu se adelantó un paso más—. Aquí ya no hacéis nada.

Edouard, algo más atrás, había alzado el revólver.

A regañadientes, los cazavampiros empezaron a alejarse rumbo a su coche.

Marcel, mientras tanto, se preguntaba cómo ese grupo había logrado encontrarlos, seguir sus pasos. Una incógnita que cobraba casi la misma fuerza que el enigma de los próximos movimientos de aquellos fanáticos. Sin embargo, en ese instante, esas reflexiones se vieron interrumpidas por la vibración de su móvil. Era Michelle.