Justin se apartó los cabellos rubios de la frente y dirigió sus penetrantes ojos hacia aquella vetusta construcción de muros de piedra ennegrecida que se alzaba en pleno barrio de Le Marais, hacia sus polvorientos ventanales que nada permitían intuir con su mohosa opacidad.
—Sí, estaban rodeando ese edificio —señaló Suzanne, siguiendo con la vista la dirección hacia la que miraba el chico—. Pero los hemos perdido.
—¿Cómo han podido desaparecer? —masculló Justin, contrariado—. Tampoco nos hemos mantenido a tanta distancia.
Después de haber sido capaces de seguirlos desde tan lejos sin delatarse, fallaban en el último momento. Era imperdonable.
—Ha sido… como de repente —comentó Suzanne, perpleja—. ¿Se habrán dado cuenta de que los seguíamos y habrán huido?
—Lo dudo —opinó Justin—. Estaban demasiado distraídos con lo que sea que les ocupa. Simplemente, han llegado a donde se dirigían. Por eso se han volatilizado tan rápido. Han entrado en algún sitio, han desaparecido de la calle. Nada más.
—Por eso observas ese palacio —adivinó ella.
—Han tenido que meterse allí, o en algún portal cercano.
—Entonces, ¿qué hacemos?
—Intentar entrar en el edificio es demasiado arriesgado. Asómate con discreción a los locales comerciales más próximos —sugirió—, por si acaso. Yo me quedaré cerca del parking donde han dejado el vehículo. Tarde o temprano tendrán que volver a él.
—A ver si Bernard llega pronto con mi coche.
—Más vale. En caso contrario, no nos quedará más remedio que continuar la persecución con nuestra furgoneta, y nos descubrirán seguro. Bastante suerte hemos tenido ya.
Las asombrosas novedades sobre Pascal —lo que incluía no solo la alusión a los gladiadores, sino a Dominique como acompañante, un dato que había insuflado en Michelle nuevas energías— ya habían sido comunicadas. Marcel y la gótica, de pie en el amplio vestíbulo del palacio, terminaron entonces de poner al corriente de su propia labor a los otros dos chicos, que se miraron entre sí como confirmando lo que ya suponían.
—Daphne sigue sin aparecer —Edouard, la imagen misma de la consternación, consultaba su reloj con gesto sombrío—. Ya no hay duda. Le ha ocurrido algo.
La vidente era su mentora, su maestra. Por eso sentía especialmente la torturante ausencia de noticias sobre ella.
—¿Crees que podrás percibir algo si te llevamos a la zona donde Daphne estaba buscando? —planteó Marcel mientras, tras facilitar los datos oportunos por teléfono, aguardaba noticias de la policía sobre las identidades de los cazavampiros.
—Es posible —contestó él, esperanzado ante la posibilidad de ayudar en su búsqueda—. Su rastro estará muy próximo en el tiempo.
—Pues vamos —animó Michelle, impaciente—. Cada minuto cuenta.
—Pero está a punto de anochecer —señaló Mathieu con prudencia—. ¿No será peligroso? Jules no tardará en despertar…
—Es un riesgo que no queda más remedio que correr —opinó el forense—. Mañana puede ser demasiado tarde para Daphne.
—¿Y si Pascal intenta establecer comunicación mientras estamos fuera? —Mathieu insistía en cubrir todas las posibilidades.
El médium asintió.
—Aquí es más fácil, por el torrente energético que desprende la Puerta Oscura. Pero si llega el caso, podré actuar de receptor.
Y es que el hecho de que tuviesen que buscar a Daphne no cambiaba las circunstancias: en cualquier momento, sin previo aviso, el Viajero podía precisar la ayuda de sus amigos en el mundo de los vivos.
—Alguien tiene que quedarse custodiando la Puerta —manifestó Marcel girándose hacia Michelle—. Si Edouard no puede separarse de Mathieu por si el Viajero se pone en contacto con nosotros, y yo debo llevarlos hasta la zona donde se ha perdido la pista de Daphne, no quedan muchas más opciones. Tienes que ser tú.
Ella se negó en rotundo.
—Pero ¿qué puede pasar aquí? Yo también quiero colaborar en la búsqueda. ¡El peligro está fuera!
—¿Te parece que nos hemos llevado pocas sorpresas desde que se abrió la Puerta Oscura? —repuso Marcel—. Mira el grupo de locos que hemos conocido hoy. Todo es posible, y lo sabes. Incluso Jules puede dejarse caer por aquí mientras buscamos a Daphne. La Puerta no debe quedarse sola, ni siquiera en el sótano de este palacio. Es la única vía que garantiza el retorno de Pascal.
—¿No puedes dejar a alguno de esos servidores tuyos que merodean por aquí y nunca vemos? —insistió ella, buscando alternativas.
—No es esa su misión —rechazó el Guardián—. Ellos protegen el edificio. La Puerta, sin embargo, es responsabilidad nuestra.
—Se va la luz —interrumpió Mathieu, pendiente del panorama tras los ventanales, con cierta timidez—. Tenemos que irnos.
Marcel respondía en ese momento a una llamada de su móvil. Se trataba de la policía, que confirmaba lo que él ya suponía: ninguno de los tres cazavampiros tenía antecedentes penales. No tardó en colgar.
—¡Está bien! —accedió al fin Michelle, vencida por la situación—. Me quedaré aquí. Pero os acompaño hasta el coche; quiero saber más detalles de la comunicación con Pascal.
—De acuerdo —aceptó el forense, incapaz de negarle al menos aquella pequeña compensación—. Pero ten mucho cuidado al regresar. Ya no resulta fácil ubicar el peligro…
—Claro.
Ella se había atrevido a manifestar ese interés por el Viajero gracias a la coartada que le ofrecía la misión en la que él se hallaba inmerso, y que le permitía no poner en evidencia sus verdaderos sentimientos. Ella pensaba que todos interpretarían las preguntas que planteaba mientras caminaban por la calle como una muestra de su preocupación por el destino de Jules y, tal vez, curiosidad hacia la situación actual de Dominique, de quien nadie había podido despedirse antes de su fallecimiento. Y no se equivocaban; lo que ocurría era que, junto a esas motivaciones, la figura de Pascal no dejaba de ganar presencia en su interior.
¿Constituía ya su máxima prioridad?
Michelle, casi sin percatarse de ello, iba recuperando de su memoria cada uno de los últimos momentos que había compartido con el Viajero. Las ganas de volver a encontrarse con él aumentaban a cada minuto, así como la agobiante consciencia de los riesgos que lo amenazaban en el Más Allá.
¿Y si no volvía? Por primera vez, Michelle, asustada, se dio cuenta de la cantidad de cosas que quería decirle, de todo aquello que había quedado pendiente de hablar. ¡Tenía que regresar como fuese!
Ante el riesgo de una pérdida definitiva, ella ansiaba el momento de la reconciliación. En el fondo, se dijo Michelle, ya le había perdonado lo ocurrido. Aunque por dignidad no se lo había reconocido a sí misma, como si olvidar demasiado pronto fuese un signo de debilidad.
En realidad, descubría ahora, solo era un signo de amor.
Por eso, tras esos instantes de lucidez, le aterraba la posibilidad de que no se produjera el reencuentro. Por Jules —sin la sangre de Lena Lambert cedería al vampirismo, si es que no lo había hecho ya— y por ella misma. No podría perdonarse que lo último que Pascal se llevara de Michelle al otro mundo fuesen gestos ariscos y una frialdad solo motivada por el dolor que sentía y por el hecho de que ella, en realidad, continuaba estando enamorada de él.
Pascal tenía que volver. Cuanto antes.
Pascal y Dominique, todavía vestidos de gladiadores, se desplazaban por un corredor interno que comunicaba la zona trasera de las gradas.
—¡Allí! —volvió a advertir Dominique—. ¡Se ha metido por aquella puerta!
Los dos se desembarazaron de los escudos, que tiraron al suelo sin detenerse. No obstante, a los pocos segundos se vieron obligados a frenar en seco. Frente a ellos, a igual distancia del acceso por el que había desaparecido Lena Lamben, acababa de surgir una silueta humana que se movía en su dirección, todavía envuelta en la penumbra.
—Ese no se asusta —comentó Dominique, con la espada preparada—. Peor para él.
Pascal no hablaba, repentinamente tenso. Se limitaba a estudiar el avance del desconocido con mirada recelosa. Algo, una vaga intuición, se había alojado en él activando sus alarmas.
Esos movimientos torpes, el sonido de la respiración cavernosa que iba llegando hasta ellos, la ausencia de armas en sus manos…
Y el repugnante olor.
Por fin, la menor distancia permitió que distinguieran sus facciones.
Aquel rostro que los observaba sin detenerse, hambriento, se estaba pudriendo. Como el deteriorado cuerpo que arrastraba.
No era un soldado romano. El tacto frío de su talismán al cuello se lo confirmó.
—¡Joder, es una criatura maligna! —gritó Dominique, retrocediendo—. ¿Cómo ha llegado hasta aquí?
—Pueden hacerlo —afirmó Pascal enarbolando su daga—. Y se ha dado cuenta de que estamos de visita en la Colmena de Kronos. Sabe que somos comida.
Aquel ser se precipitaba ya contra ellos, abriendo su boca de dientes ennegrecidos y con las manos de largas uñas adelantadas como garras.
A pesar de todo, Dominique dio un paso adelante y se situó junto a Pascal.
—Esta vez no te voy a dejar solo —anunció procurando que no le temblara la voz, mientras se preparaba para el inminente choque—. Aunque mi espada solo sirva para distraer a ese monstruo.
Pascal no pudo responder. El carroñero llegó hasta ellos lanzando zarpazos, con una agresividad tan feroz que los obligó a ceder terreno en un principio. Dominique le alcanzó con dos cuchilladas antes de que la daga del Viajero comenzara su acostumbrado baile de estocadas. Pronto, uno de los brazos del carroñero había sido seccionado, pero incluso así la criatura no redujo la potencia de su acoso. Solo cuando Pascal lo decapitó de un tajo, aquel cuerpo putrefacto perdió su impulso y se desplomó en el suelo.
—¡Vamos! —gritó Pascal, consciente de que a su espalda se empezaba a escuchar el sonido caótico de un tumulto—. ¡Creo que los soldados vienen hacia aquí!
Los dos corrieron hasta introducirse en la puerta por la que se había adentrado Lena Lambert minutos antes. Al cruzarla se encontraron con una estancia amplia llena de vasijas, cuyas paredes aparecían cubiertas de pinturas que mostraban escenas de caza.
—Es un almacén —comentó Dominique—. No hay más accesos.
—Pues Lena no ha vuelto a salir, eso seguro.
El ruido de múltiples pisadas se escuchaba cada vez más cerca.
Dominique se fijó en el mosaico que, al fondo de la habitación, cubría parte del suelo. Alguien había arrancado sin mucho cuidado un montón de sus teselas, dejando un feo desconchón en el dibujo. Junto a él había varias ropas tiradas sin orden. Se aproximó.
—Pascal, ven a ver esto.
El Viajero obedeció, abandonando su inspección. Al llegar hasta su amigo, vio que en el hueco abierto en el mosaico quedaba al descubierto el comienzo de un trazado hexagonal.
—¡El acceso a la Colmena de Kronos! —exclamó, entendiendo lo que había sucedido—. ¡Lena se ha largado de esta época! Joder, la hemos perdido…
—¿Y estas son las prendas que llevaba? —observó Dominique, señalando el bulto de telas sobre el suelo—. Parecen las suyas.
—Supongo que sí. Ella tuvo que ver al carroñero —dedujo Pascal—. Eso fue lo que le hizo abandonar la tribuna de forma tan precipitada. Supo que venían a por ella.
—Y ella no tiene tus armas…
—Me temo que no. Cada vez que se sienta localizada, no tiene más remedio que dar un salto a otra época.
—Continúa nuestra persecución, entonces…
—Sí. Y rápido.
Ambos se giraron hacia la puerta del almacén, desde la que les alcanzaba un sonido muy próximo de tintineo de espadas y pisadas fuertes.
Se quitaron los cascos y, al verse de nuevo los rostros, los invadió una sensación cálida.
Eran ellos. Como siempre.
Pascal se agachó mientras acercaba el filo de su daga hasta el mosaico y, arrastrando su hoja sobre él, empezó a arrancar más piezas. Dominique le ayudó con su arma, y a los pocos segundos habían sacado a la luz medio hexágono.
—Será suficiente —valoró Pascal—. ¿Preparado?
—Sí. ¿Qué debo hacer?
—Saltar sobre la figura geométrica cuando yo te avise.
Minutos después, cuando los primeros soldados alcanzaron aquella dependencia, lo único que fueron capaces de descubrir fue un par de cascos tirados por el suelo y unas ropas femeninas.
La misteriosa fuga de Pasqal de Hispania solo contribuyó a acrecentar su leyenda entre quienes presenciaron el combate aquella única tarde en la que ejerció de gladiador. Su delgada figura fue inmortalizada en pinturas y objetos, y su pericia en el combate, recitada por afamados poetas.
Las malas lenguas susurran que escapó con una poderosa patricia cercana al emperador, que también desapareció del anfiteatro esa memorable tarde de espectáculo en la que un humilde luchador se atrevió a desafiar al mismísimo emperador de Roma.
Jules abrió lentamente los ojos, las pupilas contaminadas de una tonalidad amarillenta. El sol acababa de ocultarse en el exterior, provocando su despertar sobre el camastro de aquel humilde cobertizo en el que se refugiaba durante las horas de luz. Se incorporó, sintiendo cómo una corriente de energía oscura recorría sus venas reactivando su entumecido cuerpo. Aquella impresión le repugnó. El Mal profanaba sus entrañas. Una noche más.
Maldijo en silencio: comenzaba un nuevo suplicio para él, la oscuridad, y con ella esa sed insoportable que le despertaba impulsos depredadores.
Su lengua, seca, jugueteó con el relieve de los colmillos que sobresalían entre sus dientes. Jules abrió la boca dibujando en su rostro macilento una sonrisa de tintes macabros. Una sonrisa en realidad triste, resignada.
«Fúnebre», se dijo él. «Mi vida se está convirtiendo en un funeral perpetuo. El mío».
Se puso de pie. Junto al lecho, en el suelo, distinguió un bulto que reconoció en seguida: el cuerpo frío de Daphne, que ya empezaba a mostrar la rigidez de los cadáveres.
Una punzada de lástima le aguijoneó el corazón. Su memoria rescató los detalles de aquella visita que había recibido durante las horas diurnas, y algo se debilitó bajo esa carcasa de monstruo en que Jules se había convertido. Una lágrima se deslizó por su mejilla, acabando por humedecer sus labios resecos.
Aquel líquido, sin embargo, no podía satisfacer su sed, aunque le devolvió la esperanza: había reconocido a la vidente, experimentaba dolor por su muerte, y esos eran síntomas humanos.
Jules Marceaux todavía existía, en cavidades cada vez más recónditas de su propio cuerpo.
Reprimiendo aún los instintos cazadores que le empujaban a salir de aquella madriguera, recogió el cadáver de la pitonisa con toda la delicadeza que le permitían sus manos retorcidas, y lo depositó sobre el camastro. Acto seguido, cubrió el rostro de la anciana con telas viejas y abandonó el cobertizo… para siempre.
Y es que la desaparición de la vieja Daphne atraería la atención sobre esa zona, que dejaría de resultar segura para él. Aquella noche tendría que buscar una guarida donde protegerse de las horas de luz. Se dejaría guiar por su intuición.
Pero qué sed tenía.
¿Podría contener sus ansias con sangre animal?
Jules había salido a la noche, aún iluminada por el resplandor crepuscular. Aspiró con fuerza el aire fresco, adoptó una postura encorvada y comenzó a avanzar entre los campos de cultivo buscando presas que saciasen su apetito antes de dirigirse a la ciudad. Porque si entraba en París con la sed que ahora padecía…
De momento, la única víctima que dejaba tras él era la vieja Daphne, consumida de agotamiento.
De momento.
Hacía unos minutos que Bernard había llegado con el coche de Suzanne, lo que había motivado que se reunieran de nuevo mientras aguardaban.
—Ahí están —advirtió la chica, abandonando su postura pasiva—. Pero no vienen solos.
Asomados desde los soportales de un pasaje comercial, Justin, Bernard y ella observaban al grupo que se aproximaba en dirección al acceso del parking donde Marcel Laville había estacionado su vehículo un rato antes. En efecto, en esta ocasión al forense no solo lo acompañaba la chica, sino dos muchachos más.
—También son muy jóvenes —Justin se sentía intrigado—. ¿De qué va esto?
—Ni idea —Suzanne compartía su extrañeza.
—Vete al coche —ordenó Justin a la chica, sin despegar los ojos de quienes se acercaban—. Arranca y espera a que lleguemos; no se nos pueden escapar otra vez.
—De acuerdo.
Mientras Suzanne cruzaba a la otra acera con cuidado de no ser vista por aquellos a los que controlaban, Justin y Bernard continuaron su labor de espionaje. El grupo al que vigilaban se había detenido junto a la entrada del garaje y permanecía hablando. Por fin, tras una breve conversación, la chica se separó de ellos y empezó a desandar el camino que habían recorrido para llegar hasta allí. Se la veía muy alerta: no daba un paso sin atender a su alrededor.
—Vaya sorpresa, ella no se apunta al viaje —comentó Justin, esbozando una sonrisa retorcida—. Bernard, cambio de planes.
El gigante se volvió hacia él.
—Tú dirás.
—No es cuestión de dejar sola a la chica, ¿no te parece?
Bernard puso un gesto algo confuso.
—¿Qué quieres que haga, Justin?
—Que le saques toda la información que puedas.
—Pero cómo…
—Tú sabrás. Deberías tener con ella una… conversación, ya me entiendes. Antes de que desaparezca de la calle. No te cortes con ella —recordó con rencor el momento en que Michelle le había insultado, amparándose en la presencia del policía—. Pero sé discreto; no me interesa perderte.
«Al menos todavía», añadió para sus adentros. A fin de cuentas, el forense conocía ahora las identidades de todos, así que si Bernard se pasaba de persuasivo con la chica, no tardarían en encontrarlo y arrestarlo. Sin embargo, a Justin no le preocupó en exceso aquella posibilidad; Bernard no era esencial.
—Pero hay mucha gente…
—Joder, piensa un poco. Detrás del palacio hay varios callejones y sabes moverte bien —Bernard tenía un pasado reciente como guardaespaldas—. Date prisa; si la pierdes te arrepentirás. No voy a perdonar ningún error en este asunto; es demasiado importante.
La voz de Justin había adquirido un tono amenazador que intimidó a Bernard.
—No… no te preocupes, Justin. Te traeré la información.
—Eso espero. Cuando la hayas conseguido, vete al piso. Te llamaremos al móvil cuando regresemos.
La enorme figura de Bernard se perdió enseguida tras los pasos de Michelle. Los amigos de ella, ajenos a la trampa a la que se dirigía, no abandonaron la acera hasta que la chica llegó al recodo que la situó fuera de su vista.
Justin se encaminó entonces al coche de Suzanne. Sentía el bulto de su pistola bajo la ropa.
Pascal y Dominique flotaban en el flujo temporal, sin velocidad ni rumbo fijo. Una situación neutra que aprovecharon para librarse de los últimos atavíos romanos que todavía vestían y para ponerse sus propias ropas, guardadas en la mochila de Pascal.
Ambos, experimentando el peculiar contacto regenerador con aquella dimensión, se miraban entre sí procurando adaptarse.
—¿Y ahora?
La voz de Dominique llegaba amortiguada, deslizándose por la atmósfera esponjosa que los envolvía, un velo de colores desvaídos.
Pascal sabía lo que se avecinaba. Su piedra transparente servía para localizar en cada época accesos a la Colmena y la ruta de retorno, pero no, desde luego, para seguir los pasos erráticos de Lena Lambert a través de la historia.
Tal como le dijera Daphne antes de que se embarcase en aquella nueva aventura, en teoría él podía condicionar su avance por el cauce temporal. En otras palabras, en ese preciso instante, inmersos en la dimensión del tiempo, Pascal tenía que ser capaz de intuir el camino seguido por Lena Lambert y, lo que resultaba más problemático, de modificar su propio desplazamiento por aquella corriente en apariencia lánguida y silenciosa, para obedecer a sus presentimientos.
El Viajero agarró a Dominique.
—¿Por qué haces eso? —preguntó su amigo.
—Voy a probar algo y no quiero que nos separemos.
A continuación, Pascal agitó las piernas y el brazo libre, cambió de postura y, en efecto, comprobó que la dirección que tomaban, en medio de la nada aséptica que se derramaba a su alrededor como un manto gelatinoso, se modificaba.
Sí, realmente era posible dirigir la trayectoria dentro de aquella dimensión. Alucinante. ¿Lograría detectar el rastro de Lena Lambert?
El Viajero se propuso intentarlo, tenía que conseguirlo. En caso contrario, jamás volverían a coincidir con la bisabuela de Jules; las probabilidades de que eso sucediera de nuevo eran ínfimas frente al nebuloso y vasto horizonte de la Colmena de Kronos.
Pascal cerró los ojos —¿de qué servían en aquel entorno invariable?, ¿acaso existía algo que atisbar?— y agarró la empuñadura de su daga, ya que su energía intensificaba las capacidades que se desarrollaban en él como Viajero.
Y así, sin alterar su gesto absorto ni su mutismo concentrado, fue escogiendo diferentes posiciones de su cuerpo, notando los giros que tales maniobras provocaban en su desplazamiento por el torrente temporal, hasta hallar el sentido que provocaba en él una mayor convicción.
Fueron avanzando, adentrándose en las profundidades de esa dimensión que conectaba miles de infiernos, de pesadillas hechas realidad.
Dominique, sin decidirse a interrumpir el proceso orientador de su amigo, se planteaba en su interior cuál sería el próximo destino al que Lena Lambert, inconscientemente, los estaba conduciendo. También se atrevió a pensar en Michelle, aunque en realidad ya lo había hecho mientras acompañaba a Pascal durante el camino hacia Kronos, impactado por los últimos acontecimientos que su amigo había protagonizado con ella.
Dominique se había comprometido a no juzgar, y no lo haría, a pesar de que sus propios sentimientos hacia la chica le hacían muy difícil adoptar una postura neutra, objetiva.
A fin de cuentas, Michelle había sido su amor platónico durante años. Y, de algún misterioso modo, lo seguía siendo.
Él, sin embargo, era muy consciente no solo de su situación, sino de que Pascal estaba en condiciones de hacerla feliz. El Viajero y ella formaban una buena pareja, y además las circunstancias parecían haberse aliado consintiendo en la relación. Ambos tenían que arreglar sus desavenencias, eran unos afortunados y, por eso mismo, estaban obligados a aprovechar su suerte.
Dominique, sin soltar su espada romana, deseó que Pascal y Michelle fueran capaces de materializar ese amor auténtico con el que él solo había alcanzado a soñar.
Michelle apenas había entrado en el último callejón que conducía a la entrada del palacio cuando intuyó una presencia tras ella. Ágil, intentó volverse pero no tuvo tiempo; sintió un golpe seco por detrás que la impulsó contra el suelo. Tendida en la acera, se giró para descubrir una figura enorme que se inclinaba sobre ella.
Asombrada, reconoció aquel perfil; ese gigante pertenecía al grupo de los cazavampiros que habían interceptado en la granja. ¿Cómo la había encontrado? ¿Cómo habían llegado hasta allí? Michelle maldijo sus cálculos; el peligro adoptaba múltiples formas, no se ceñía a la búsqueda de Jules.
Bernard, sin pronunciar palabra todavía, la agarró de la ropa y la fue arrastrando hasta un recodo de esa vía, un lugar más protegido de miradas ajenas. Michelle intentó gritar, pero recibió una bofetada en plena cara que casi le partió un labio.
Se negó a exteriorizar el dolor que sentía; no daría ese placer a su atacante.
—Hola —dijo él cuando se situaron en el rincón más apartado, con una sonrisa bobalicona en el rostro—. ¿Me recuerdas?
Michelle le devolvió una mirada desafiante.
—Claro, eres el amigo del gilipollas. Así que otro gilipollas.
Ella, con toda la intención, recordaba a su agresor el insulto que había dirigido a ese tal Justin, el que parecía el cabecilla de aquella panda de chalados. Su propósito de molestar al grandullón surtió efecto, pues a Bernard se le cortó la sonrisa de golpe.
—Te crees muy lista, ¿no?
Cogiéndola de las solapas de su cazadora de cuero negro, el gigante levantó a Michelle y la empujó hasta que la espalda de la chica chocó contra la pared del edificio que los ocultaba.
—Ahora veremos si lo eres tanto —amenazó Bernard cerrando una de sus manazas sobre el cuello de ella—. Dime qué buscáis.
Michelle comprendió entonces la razón de aquel acoso. El grupo de cazavampiros no sabía exactamente a qué se dedicaban ellos, pero intuían que podía interesarles. Y no renunciarían a averiguarlo.
—No sé… no sé a qué te refieres…
Bernard estrechó un poco los dedos que atenazaban la garganta de su víctima, empezando a producir en Michelle los primeros síntomas de asfixia.
—Será mejor que me lo digas, guapa. No tengo mucho tiempo.
Ella, en medio de su rabia, comenzó a experimentar un nítido temor. Aquel tipo no daba la impresión de bromear. ¿Sería un farol o estaba dispuesto a llegar hasta el final? Recordó el fanatismo de Justin; si él había dado la orden, sin duda no habría límites. Además, ese gigante parecía un tipo fácil de manipular, y escasamente calculador; solo pensaría en las consecuencias una vez hubiese llegado demasiado lejos.
Por eso, Michelle decidió que debía colaborar. Hacerse la heroína no serviría de mucho, y no estaban para sacrificios gratuitos.
—Buscamos… buscamos a una señora que ha desaparecido. Eso es todo, de verdad.
Michelle había optado por las medias verdades; en efecto, no había mentido: lo que los había conducido hasta la granja donde se habían encontrado con los cazavampiros era la búsqueda de la vieja Daphne. Lo que sí se había callado —que era lo que a su juicio interesaba de verdad a su agresor— era que la desaparición de la pitonisa estaba vinculada con la presencia de un chico en pleno proceso de vampirización.
Bernard aumentó la presión sobre el cuello de Michelle, cuyo rostro empezó a congestionarse.
—Seguro que estáis metidos en algo más interesante —insistió el gigante, aproximando su cara a la de ella—. Anda, dímelo…
Michelle sentía sobre su rostro el aliento caliente y sucio de Bernard, pero la fuerza de la mano que apretaba su garganta le impedía apartar la cabeza.
—De verdad —repitió débilmente—, eso es lo que estábamos haciendo cerca de la granja…
El gigante continuó aplastando el cuello de Michelle, mareada por la falta de oxígeno en sus pulmones. Ella se resistía a un inminente desvanecimiento, pues eso la convertiría en una presa mucho más vulnerable. Aquel tipo era capaz de secuestrarla si no lograba lo que pretendía.
Entonces se percató de que, junto al cuerpo próximo de su asaltante, ella tenía las piernas libres. Vio en esa circunstancia su única posibilidad, su única arma. Y mientras simulaba el siguiente intento de hablar, se preparó y lanzó con todas sus fuerzas un tremendo rodillazo que alcanzó de lleno a Bernard en su zona más delicada.
El gigante emitió un aullido desgarrador al sentir el golpe. Soltó a Michelle y cayó de rodillas al suelo, mientras se llevaba las manos a la parte golpeada. Entre gemidos, intentó agarrar a la chica cuando se dio cuenta de que la había dejado libre, pero ella, que no estaba dispuesta a desperdiciar la oportunidad, le golpeó en la cara con el puño, algo que hacía por primera vez en su vida. El dolor en los nudillos la ayudó a despertar del todo.
Aunque aún se encontraba muy mareada, Michelle echó a correr hacia una de las salidas del callejón. Estaba muy cerca del acceso al palacio, pero no quería descubrírselo a su agresor. Regresaría más tarde.
Ya en la avenida, terminó entrando en una cafetería y se sentó en un lugar poco visible. Imaginó el terrible aspecto que ofrecía al notar cómo la miraba un camarero, pero le dio igual. Pidió un café con voz temblorosa al tiempo que descartaba avisar a la policía: lo último que necesitaban era llamar la atención sobre lo que estaban haciendo.
Pero sí quiso advertir a los demás de lo que le acababa de suceder, pues si el gigante había llegado hasta ella, ¿quién podía imaginar dónde se encontraba el resto del grupo de fanáticos? Sin embargo, Michelle no logró encontrar su móvil.
Estupendo. Lo había perdido al sufrir el ataque del gigante, y con él, todos los números de teléfono que le interesaban: Marcel Laville, Mathieu, Edouard…
En cuanto transcurriera un tiempo prudencial, regresaría al callejón; tal vez pudiese recuperar el teléfono si su agresor o algún peatón no se lo habían llevado.