17

Ya habían terminado su labor de inspección. Justin se estaba despidiendo del granjero ante sus compañeros cuando un ronroneo distante de motor llegó hasta ellos, un zumbido suave que, para variar, solo él percibió en medio de la atmósfera pacífica que dominaba esa zona rural. El chico interrumpió la conversación y se giró para descubrir la silueta de un vehículo que avanzaba algo lejos por una de aquellas carreteras que serpenteaban esquivando parcelas.

Justin siguió con la vista aquel coche que evitaba su área para continuar en dirección a la ciudad. Y entonces su rostro se afiló.

—¡A la furgoneta! —gritó sin dar más explicaciones, lanzándose a toda velocidad a su vehículo—. ¡Rápido!

Los otros dos reaccionaron al instante sin hacer preguntas, y en pocos minutos se encontraban ya traqueteando por un camino que conducía a la carretera principal.

—¿Qué pasa? —Suzanne, intrigada ante el brusco comportamiento de Justin, consideró que ya era momento de indagar—. ¿Se trata de aquel coche?

Lo señaló, una silueta gris que surgía y desaparecía alternativamente por la intromisión de los árboles en el panorama, recorriendo una vía paralela a la que ellos estaban empleando.

Suzanne nunca tardaba en sacar conclusiones. Tal vez le faltaba la capacidad observadora de Justin, pero se trataba de una carencia que suplía con otras virtudes igual de útiles.

Bernard detectó por fin el vehículo al que se refería Suzanne.

—Es el coche del forense de la policía —comunicó Justin con acento conspirador—. Vamos a seguirlo.

—¡Una persecución! —aulló Bernard, entusiasmado ante la perspectiva de una escena tan de película.

—Nuestra furgoneta es inconfundible —objetó Suzanne, como siempre mucho más fría—, canta mucho, y más por aquí, que casi no hay circulación. Se darán cuenta.

—Por eso no hemos cogido la misma carretera —explicó Justin, hundiendo el pie en el pedal del acelerador—. Hasta llegar a una zona de más tráfico, nos mantendremos bastante alejados de ellos. Por eso es importante que no los perdáis de vista.

—¿Y una vez que lleguemos a la ciudad? —quiso saber Bernard, ansioso por conocer la continuación de aquella aventura.

—Seguro que ellos tienen mucha más información que nosotros sobre lo que nos interesa —opinó Justin—, así que no nos queda más remedio que seguir sus pasos a ver dónde nos llevan. Cuando averigüemos algo más, nos podremos permitir adelantarnos a ellos. Pero no antes. Aprovecharse del trabajo ajeno —sonrió— es siempre una estrategia de lo más eficiente.

Sí, por el momento su recurso —tampoco fácil y, desde luego, arriesgado— era parasitar cada hipotético avance de los otros. Y es que lo único de lo que disponían, gracias al episodio de los perros muertos, era la confirmación de que un vampiro andaba suelto, algo ya de gran trascendencia, pero escasamente útil respecto a nuevos avances. La muerte de esos animales, al menos, los orientaba acerca de la zona donde cazaba la criatura, aunque los no-muertos eran capaces de cubrir grandes zonas a la hora de alimentarse, con lo que tampoco servía de mucho.

—Incluso en París, nuestra furgoneta sigue siendo un problema —insistió Suzanne—. No pasa desapercibida. Me refiero para gente como ese poli y la chica. Me han parecido tipos listos.

—Lo son —convino Justin—. Por eso mismo, en cuanto podamos —se volvió a Bernard un instante—, te dejaremos y deberás coger el coche de Suzanne. Aguarda instrucciones; te llamaremos más tarde para decirte dónde tienes que recogernos.

Bernard asintió, mientras recogía de la chica las llaves del vehículo.

—No es mala idea —aceptaba Suzanne, apuntando la matrícula de su coche en un papel que le pasó al gigante—. Lo tengo aparcado en la misma calle de mi casa.

—Vale, esperaré vuestras noticias allí.

—Trasladaremos todo el material a tu coche cuando hagamos el cambio, Suzanne —aclaró Justin—. Al menos mientras tu vehículo siga siendo desconocido para nuestros adversarios…

A continuación, sin dejar el volante, sacó una pistola de un compartimento oculto bajo su asiento.

—Tendrían que haber registrado mejor nuestra furgoneta —se echó a reír—. Pero tenían prisa. Se notaba. Y la prisa es mala consejera.

—Además, no sabían lo que buscaban —añadió Suzanne, mostrando por una vez su capacidad de observación.

Justin comprobó el cargador de su arma, repleto de balas de plata. Aún mantuvo el seguro echado.

—¿Y por qué tendrían esa urgencia? —planteó Bernard, sin perder de vista el coche de Laville, siempre a la distancia oportuna.

Suzanne bajó el cristal de su ventanilla y escupió el chicle que había estado mascando. Después observó el cielo amarillento, calculadora.

—Tal vez tenían prisa porque las horas de luz son limitadas —contestó—. Es el inconveniente de enfrentarse a criaturas de la noche.

Justin no dijo nada. Pensó que, en efecto, era una posibilidad.

Pero aún sabían demasiado poco; incluso podían estar equivocándose por completo al dedicar su tiempo a seguir a aquel coche, que tal vez los conducía a un destino tan poco sugerente como una comisaría de barrio.

Aunque un palpito le hizo concebir esperanzas. Dudó que el asunto que había llevado hasta allí al forense y a la chica —¿quién sería ella, tan joven?, ¿qué pintaba acompañando al médico de la poli?— fuera un caso vulgar.

No. Había algo más, lo había leído en el semblante inquieto de Marcel Laville cuando se agachó sobre los cadáveres de los dóberman.

a

El público gritaba desde las gradas pidiendo acción. Sin embargo, sobre la arena del anfiteatro, ante la atenta mirada del emperador y su séquito de aristócratas, se alzaba una tensa atmósfera de movimientos pausados. El cielo sobre las cabezas de los gladiadores ofrecía un paisaje a juego, lento, plomizo, cuajado de nubes grises.

El aire sabía a miedo, a sudor. A últimas voluntades.

Los cuatro combatientes se dejaban envolver, enmudecidos, por aquel clima de desheredados que lo apuestan todo para diversión de otros.

Ninguno de ellos, cuyas fuerzas estaban a punto de medirse, se decidía a atacar, todavía valorando cada maniobra. Un error acarrearía consecuencias muy graves.

Aquello, en el fondo y para ellos, no era un juego.

La muerte aleteaba alrededor de los cuatro, presentían su sombra decidiendo sobre quién posarse. El destino no estaba escrito… aún.

Los reciarios se habían limitado a detenerse a pocos metros de sus contrincantes, una distancia que podían cubrir sin problemas, dedujo Pascal, con el lanzamiento de sus traicioneras redes. Aquellos dos fornidos gladiadores no buscaban la lucha cuerpo a cuerpo, sobre todo después de asistir a la muerte del tigre a manos del Viajero. No subestimarían el débil físico de Pascal tras su exhibición de esgrima. Por eso —el Viajero lo tenía muy claro— no darían un paso sin haberlo inmovilizado antes.

La cuestión era no dejarse sorprender por el lanzamiento, estar preparado para cortar los hilos en el aire antes de que se ajustasen a su cuerpo impidiéndole el movimiento. Lo contrario sería fatal, pues si lograban paralizarlo no podría manejar su daga, lo que equivalía a una sentencia de muerte. Aquellos gladiadores no tardarían ni un segundo en atravesarle con sus tridentes. El aspecto de esos hombres era tan patibulario, tan siniestro, que Pascal no creyó que estuvieran dispuestos a pedir permiso al emperador antes de matar a su oponente. No se arriesgarían a concederle la oportunidad de unos minutos añadidos de vida.

Y entonces Dominique, solo frente a ellos dos, no tardaría tampoco en caer. Aunque Pascal tuvo claro que lo haría luchando hasta el final, por su propia supervivencia y por vengarle a él. Amigos en la tierra… y en el infierno.

Fidelidad hasta el infinito.

Los espectadores, mientras tanto, se impacientaban, empezaban a tirar restos de comida a la arena. El enfrentamiento con el tigre había logrado aplacarlos durante un rato, pero ahora su apetito de sangre resurgía con pasión. Habían acudido al anfiteatro a ver espectáculo, no prudencia.

El panorama empezó a cambiar a los pocos segundos; los dos reciarios avanzaron unos pasos, cada uno aproximándose a su contrincante, mientras separaban sus brazos del cuerpo. Los chicos se dieron cuenta de aquel detalle; el ataque era, pues, inminente.

Pascal empuñó su daga con fuerza, sintiendo el acostumbrado flujo de energía resbalando por su brazo. Un tenue resplandor verdoso bañó su casco y se reflejó en el escudo que sostenía con la otra mano.

Dominique, atento, alzó su espada sin mostrar ni un mínimo temblor. El filo de su arma no bailaba, se mantenía enhiesto frente a su rostro cubierto. El Viajero admiró su valentía; se requería mucha entereza para mantener esa actitud combativa a pesar de la conciencia de su inferioridad de condiciones ante esos luchadores profesionales, en cuyos ojos no se leía el más leve atisbo de piedad. Pascal imaginó la mirada firme de su amigo bajo la visera del casco, sostenida frente a la de ellos con dignidad.

Matar o morir.

La espera tras aquella maniobra duró poco; los muchachos descubrieron la estrategia de los gladiadores al instante, pues, a un gesto convenido, ambos procedieron a impulsar sus redes simultáneamente. No era mal plan, pensó Pascal mientras seguía con la vista el fugaz vuelo de la red que lo amenazaba, él no podía destruir dos a un tiempo. Dominique tendría que arreglárselas, se dijo confiando en la agilidad de su amigo para esquivar la red que ya caía sobre él.

Era evidente que el enemigo había detectado quién de ellos era el más peligroso, con su misteriosa espada mágica. Por eso los reciarios habían elegido esa estrategia. La muerte del tigre les había facilitado mucha información, no cabía duda. Los chicos habían perdido el factor sorpresa que el aspecto delgado de Pascal generaba en ese entorno de hombres corpulentos. Su aparente debilidad ya no engañaba a nadie.

El Viajero no pudo pensar más, el cielo encima de su cabeza apareció de pronto cuadriculado, envuelto en la malla que se precipitaba sobre él. Una vez más, se dejó llevar por los impulsos eléctricos de la daga, que le obligaron a alzar su brazo armado y a trazar en el aire un baile absurdo con la afilada hoja, a una velocidad tan espectacular que, antes de que la red llegara a su cuerpo, ya había sido literalmente pulverizada. Los restos fueron aterrizando en el suelo, hechos jirones, ante la mirada impresionada del reciario que se la había lanzado y de todo el público, que volvía a ovacionar a Pascal con una profusión ensordecedora de gritos.

En la tribuna noble, los gestos pasmados de sus ocupantes hablaban de un asombro teñido de admiración. Parecían hipnotizados. ¿De dónde había salido ese muchacho que luchaba de aquella manera tan extraña y eficaz? La agilidad de sus movimientos era prodigiosa. ¿Qué poderosos dioses le apoyaban, custodiaban su vida? Ni fieras ni hombres acababan con él… El emperador no perdía detalle, prestando una atención inusual. Hacía mucho que no disfrutaba tanto en el anfiteatro. Esa tarde había empezado de un modo memorable. ¿Cómo terminaría?

Lena Lambert tampoco se distraía de lo que sucedía en la arena, aunque Pascal dudó de que ella alcanzara a reconocer en los destellos verdosos de su daga un arma de centinelas.

Dominique, mientras tanto, no había tenido tanta suerte en el enfrentamiento con su gladiador, y ahora se debatía con los brazos pegados al cuerpo por culpa de la red que lo había apresado, convertido en una presa fácil. No había conseguido evitarlo. El reciario al que se enfrentaba comenzó a aproximarse.

Pascal, percatándose de ello, quiso defender a su amigo, pero en ese instante fue atacado por su propio adversario, que se lanzó hacia él esgrimiendo un tridente. El Viajero frenó aquel avance sin esfuerzo, con una serie de furiosas estocadas que terminaron por arrancar el arma de manos de su enemigo. Otra calurosa ovación del público indicó a Pascal hasta qué punto los espectadores seguían cada uno de sus movimientos.

Qué cruel se le antojaba todo.

El Viajero quiso entonces volverse hacia Dominique, pero el reciario, terco en su determinación, sacó de su cintura un puñal y de nuevo se abalanzó sobre él, impidiendo que protegiera a su amigo. Aquella maniobra era suicida frente a la daga de Pascal. El luchador lo sabía, pero no se detuvo hasta obligarle a reaccionar.

El Viajero quiso frenar los impulsos de su arma cuando tuvo al alcance al gladiador, pero no fue capaz y muy pronto el filo verdoso de la daga atravesaba el pecho de su agresor, que cayó muerto sobre la arena. El público, puesto en pie, aplaudía, saltaba, aullaba en un creciente éxtasis, dirigía gestos al emperador. Y, de pronto, el chico empezó a escuchar su nombre, pronunciado por miles de voces: «Pasqal de Hispania, Pasqal de Hispania…». Alguien debía de haber comunicado aquel dato, que había corrido como la pólvora por las gradas.

El pueblo necesitaba nombres con los que aclamar a los héroes. Estaba naciendo una leyenda.

A Pascal le costó reaccionar, sin embargo. Acababa de matar a un hombre. Tal vez todo fuese una representación en la Colmena de Kronos, una maligna recreación, o quizá aquel cadáver tendido sobre la arena era el cuerpo de un condenado. El Viajero sentía sus manos manchadas de sangre. Ya conocía esa desoladora sensación, que acababa diluyéndose en punzantes remordimientos. Abrumado por todo lo que estaba ocurriendo, aplastado por aquel ensordecedor griterío que seguía aclamándole, sintió ganas de vomitar. Solo el grito desesperado de Dominique lo sacó de su estado.

—¡Pascal! ¡Ayúdame!

El Viajero se giró para descubrir que su amigo, tras retroceder ante el avance amenazador de su atacante, había terminado cayendo al suelo. Ahora, convertido en una especie de fardo que intentaba en vano desembarazarse de la red, estaba a punto de ser alcanzado por el gladiador, que ya apuntaba el tridente sobre su víctima.

Pascal echó a correr hacia él con la daga en ristre. Su reacción levantó apasionados gritos en las gradas, lo que sirvió para advertir al reciario cuando ya se disponía a terminar con la vida de Dominique. El luchador detuvo su movimiento ejecutor y se volvió, dispuesto a hacer frente al nuevo adversario.

El Viajero no se anduvo con rodeos y, en cuanto alcanzó la posición de su enemigo, comenzó a dirigirle estocadas de una feroz agresividad, con el objetivo de ir separándole de Dominique. Lo logró, y a los pocos minutos ambos combatían separados del gladiador más vulnerable, aún tirado en el suelo.

La lucha no fue en esta ocasión tan fácil como la anterior: aquel segundo reciario exhibía un excelente dominio en el manejo de sus armas y, por dos veces, las agudas puntas de su tridente rozaron el cuerpo de Pascal, arañando su piel. Sin embargo, contrarrestar el intenso ritmo de los movimientos de la daga suponía un desgaste tal de energía que, pronto, los embates del gladiador perdieron fuerza para acabar convirtiéndose en simples maniobras defensivas. Poco después, el tridente caía al suelo.

Imposible contener aquella lluvia arrasadora de golpes.

Pascal dirigió el filo de su daga al cuello del reciario, ahora desarmado, y ahí se detuvo. Como su contrincante no llevaba casco, apreciaba su gesto digno, ausente de miedo a pesar de la situación. En ningún momento bajó la mirada aquel combatiente.

La gente se agolpaba en las gradas, chillaba, exigía la muerte del perdedor.

«¿No tienen ya bastante?», pensó el Viajero observando el cadáver del otro gladiador. «¿Cuánta sangre hace falta para calmarlos, para satisfacer su ansia de diversión?».

Pascal tenía previsto solicitar piedad para ese hombre, y giró la cabeza hacia el palco en el que permanecía el emperador. Sin embargo, no llegó a manifestar su voluntad, pues el reciario aprovechó aquel instante para revolverse, separándose de la daga mientras sacaba su puñal.

El Viajero reaccionó por puro reflejo al escuchar el grito con el que Dominique le advertía, esquivando por poco la cuchillada que le dirigía el gladiador. No pensó; simplemente, la daga devolvió el golpe, alcanzando al reciario en el vientre. El luchador, emitiendo un gemido, cayó de rodillas en la arena con las manos ensangrentadas cubriendo su herida abierta.

El anfiteatro al completo era un hervidero de siluetas que se agitaban, de gritos y salvas en honor de «Pasqal el Hispano». De nuevo se pedía la muerte del derrotado, que aguardaba de rodillas su final.

Pascal se aproximó hasta Dominique y lo liberó de la red. Le ayudó a levantarse, despertando en el público una creciente admiración.

—Es el momento, Dominique. ¿Estás bien?

—Sí.

—El tiempo sigue corriendo; tenemos que encontrar a Lena Lambert.

Ambos se dirigieron hacia la tribuna, lo que provocó un repentino silencio de incredulidad en el anfiteatro. Y es que aún no había terminado el combate; el emperador todavía no había decidido el destino del perdedor. ¿Dónde iban los gladiadores? ¿Qué se proponían hacer? Ellos continuaron avanzando.

Varios soldados, robustos y bien pertrechados, custodiaban el acceso al palco imperial. Apoyaban sus lanzas en el suelo y los miraban con calculada atención, como aguardando órdenes.

—Pascal —murmuró Dominique, sin dejar de caminar.

—¿Qué pasa?

—¿Dónde está Lena Lambert?

El Viajero, más pendiente de controlar todo lo que sucedía a su alrededor, pareció sorprendido.

—¿No está junto al emperador? —recuperó la atención en la tribuna, para descubrir que su amigo tenía razón: ¡ella había desaparecido!—. ¡No la veo, joder! ¡Pero si hace un momento estaba allí!

Los dos se detuvieron y fueron girando sobre sí mismos, buscando a la mujer entre la muchedumbre que abarrotaba la zona inferior del graderío. No podía estar muy lejos.

Todo el anfiteatro era un mar de murmullos. La perplejidad llegaba a todos los rincones como una marea. ¿Qué estaba sucediendo?

Los militares que vigilaban cada zona se miraban entre sí, como dudando si intervenir.

—Hay que encontrarla cuanto antes; muy pronto perderemos nuestra libertad de movimientos —vaticinó Pascal.

—¡Allí! —gritó Dominique señalando un tramo de la zona de los senadores en la que se abría un acceso que conducía a un corredor cubierto—. ¡Es ella!

En efecto, Pascal llegó a tiempo de verla introduciéndose por aquel pasaje con bastante prisa. ¿Qué le ocurría?

—¡Vamos! —gritó el Viajero, echando a correr en aquella dirección—. ¡No podemos perderla!

Dominique obedeció. A esas alturas, el graderío era un caos, y eso los benefició, pues buena parte de los soldados estaban demasiado ocupados procurando mantener el orden.

En la tribuna imperaba el asombro. Todas las autoridades miraban al emperador, y él observaba la escena con más curiosidad —todavía— que enfado. Su admiración por aquel misterioso gladiador le impedía tomar una determinación sancionadora ante el incumplimiento del ritual.

Los soldados que protegían el sector inferior, el que comprendía los asientos de los altos cargos, se mostraban igual de atentos a los movimientos de los gladiadores, y solo se interpusieron cuando los chicos dejaron clara su intención de atravesar el portón que acababa de cruzar Lena Lambert. No obstante, en cuanto Pascal alzó su daga verde, que a lo largo de aquella tarde se había convertido en un arma legendaria a la que se atribuían propiedades mágicas, todos los militares se apartaron, temerosos.

Nadie quería enfrentarse al gladiador que había vencido a un tigre y a dos reciarios.

No obstante, Pascal sabía que si se reunían suficientes soldados, se atreverían a atacarle. Por eso no debían perder ni un segundo. Y no lo hicieron, precipitándose por el pasillo que conducía directamente al acceso que acababa de cruzar Lena Lambert.

a

Edouard se rindió por fin.

—Nada —confirmó, decepcionado—. He perdido el contacto con Pascal. Hace ya rato que no percibo nada.

—¿Seguro? —Mathieu aún no había bajado la guardia, receloso ante la posibilidad de que surgiera de improviso alguna nueva duda histórica a través del joven médium—. ¿Pero lo has perdido o se ha ido?

Edouard se encogió de hombros.

—Ni idea. El final ha sido un poco brusco, como si algo le hubiera interrumpido. Pero no me ha quedado una sensación de peligro, la verdad. Imagino que… le tocaba luchar —le parecía imposible barajar aquella alternativa tan surrealista—. No ha tenido tiempo de despedirse.

—Pascal como gladiador, qué fuerte —Mathieu no acababa de asumirlo—. Jamás lo hubiera pensado.

Ambos procuraron recrear la escena en un anfiteatro romano, asombrados todavía ante esa imagen grotesca, absurda. Edouard procuró sonreír.

—Claro, tú con tus músculos darías mucho más el perfil, ¿no? Pero recuerda que cuenta con la daga del Viajero —argumentó el médium—. A criaturas más feroces se ha enfrentado.

—Supongo que sí.

Mathieu vislumbró entonces un temor diferente al que le había asediado hasta el momento. Ahora no le preocupaba tanto no saber responder a los interrogantes de Pascal —había sido capaz, de hecho—; lo que le inquietaba era si la información que le acababa de ofrecer sería de suficiente utilidad. Se sentía responsable de lo que le sucediera en la Colmena de Kronos, aunque en el fondo no fuera algo que dependiese de él.

—No te preocupes, has estado muy bien —le felicitó Edouard, dándole un fugaz beso en los labios—. Formamos un gran equipo. Ahora toca esperar.

Hacía bastante que había pasado incluso la hora de comer, además. El médium sacó unos bocadillos envueltos en papel de aluminio y unas latas de una bolsa que había traído consigo. Le tendió lo suyo a Mathieu.

—Gracias.

—No hay de qué. Tenemos que recuperar fuerzas. Hace rato que tendríamos que haber comido.

—Así que he estado bien… —repitió Mathieu, en tono enigmático, al tiempo que quitaba el papel a su bocadillo.

—Sí, eso he dicho —Edouard, perspicaz, le instó a continuar—: ¿Te ocurre algo?

—Es que me dices eso, pero yo te sigo viendo preocupado —Mathieu se mostraba receloso—. No todo va tan bien, ¿verdad?

Edouard suspiró; en efecto, sus ojos no traslucían la serenidad que hubiera sido deseable.

—Se trata de Daphne —reconoció—. Sigo sin sentirla, es tan extraño… Cuanto más tiempo pasa, más sospechosa me parece mi nula percepción sensorial hacia ella. No sé dónde se encuentra o qué le ha podido pasar. Pero me preocupa.

Volvió a llamarla al móvil, sin resultado.

Mathieu, pensativo, se aproximó a un ventanal.

—No queda mucho tiempo de luz —observó—. Los demás tienen que estar al llegar. Pronto saldremos de dudas.

—Ojalá me esté equivocando.

—Ojalá, Edouard.

Pero ninguno de los dos contaba con ello.